Autónoma

La Universidad Autónoma eran largos edificios blancos que se extendían como gusanos acristalados en medio del páramo castellano. Los gusanos corrían paralelos, cada uno de ellos era una facultad. Al final, todos se unían mediante una especie de gusano transversal que se iba haciendo más grueso a medida que el terreno descendía, ya que toda la universidad estaba situada en un plano inclinado, lo cual permitía la existencia de una calle interior que iba descendiendo paralela al gusano transversal y sobre la cual los distintos gusanos facultativos se convertían en puentes cada vez más elevados. El departamento de Lengua y Literatura estaba cerca de la cabeza de su gusano correspondiente y, por esa razón, Mateo y sus amigos raramente visitaban el gusano transversal, que era donde estaban las inmensas y populosas cafeterías de los alumnos. La facultad de Filosofía y Letras era el primer gusano, y por dentro tenía, como todos los demás, la apariencia de un largo, larguísimo pasillo blanco con escaleras a ambos lados que conducían a los módulos de las clases. Era un lugar triste, un lugar lánguido, un lugar aburrido. Era un lugar frío y sin carácter. No estaba permitido fumar en las clases, pero todo el mundo fumaba, y el lugar, además de ser lánguido, aburrido, frío y sin carácter, estaba lleno de humo. Había una biblioteca, un edificio cúbico de color oscuro situado entre la parrilla de gusanos y la parada del autobús, a la que nadie iba nunca por la sencilla razón de que allí apenas había libros. Los gusanos estaban rodeados de enormes extensiones de césped, con abedules a lo largo de los caminos, y por encima había nubes, nubes grandes y algodonosas, y mucho espacio vacío y azul. Había además otros edificios: el rectorado, un polideportivo en el que ni Mateo ni sus amigos pisaron en toda la carrera, y la parada del tren que comunicaba la universidad con la estación de Chamartín. Al otro extremo, más allá del último gusano, que era la facultad de Ciencias, habían colocado una hilera de barracones prefabricados, similares a los que se usan en las obras: allí estaban los de Psicología, los parias de la universidad. Los de Medicina, la élite de la universidad, estaban en un edificio cercano al hospital de la Paz. Por esa razón, durante la carrera Mateo siguió viendo a menudo a Miguel, que estudiaba Química cinco gusanos más allá, pero ya no veía tanto a José María, que estaba en la Paz diseccionando cadáveres y pasándoselo bomba, porque José María siempre se lo pasaba bomba en todo lo que hacía.

La primera clase de la mañana era Literatura Medieval. La daba Julio Rodríguez Puértolas, que practicaba el materialismo histórico y explicaba que el Libro del buen amor era un reflejo de la crisis del feudalismo castellano, que el Libro de Apolonio era un reflejo de la crisis del feudalismo castellano, que El conde Lucanor era un reflejo de la crisis del feudalismo castellano, que La Celestina era un reflejo de la crisis del feudalismo castellano, que la Cárcel de amor era un reflejo de la crisis del feudalismo castellano y que La comedieta de Ponza era un reflejo de la crisis del feudalismo castellano. Después de varias semanas de asistir a clase como unos buenos chicos, Pedro y Mateo comenzaron a sentir ellos mismos los efectos de la crisis del feudalismo castellano. Se les abría la boca y se les cerraban los ojos, y enseguida decidieron cambiar el aula por el bar, al menos durante aquella primera hora que se hacía tan dura.

Todos los alumnos iban al bar de profesores, que estaba más cerca por aquel lado del gusano facultativo, un local pequeño regido por un paisano alegre y pícaro de grandes bigotes llamado Juanjo que hacía unas tortillas de patata de chuparse los dedos. Enseguida se tomaron confianza, y Mateo y Pedro le decían a Juanjo qué tortillas le habían salido buenas y cuáles tenían las patatas un poco duras, y Juanjo les decía que tenían un morro de la hostia por pasarse allí toda la mañana en vez de ir a clase.

Y es que, abrumados por la crisis del feudalismo castellano, Pedro Rojo y Mateo se pasaban ahora la mitad de la mañana en el bar de Juanjo hablando de libros y alcanzando ellos solos y sin ayuda de nadie unos niveles de pedantería verdaderamente asombrosos. Luego se asomaban a alguna clase, aunque todas les parecían malísimas y todas les hacían bostezar como obispos en concilio. Se acercaba la hora del aperitivo: huían de nuevo a donde Juanjo a tomarse la cañita y probablemente otro pincho de tortilla, y luego, si el tiempo lo permitía o había chicas dispuestas a escuchar sus disparates, salían a sentarse en las praderas de fuera. Y si llovía o no había chicas interesadas en tirarse por la hierba, se dejaban caer por la librería que estaba entre el gusano de Filosofía y Letras y el de Derecho.

El encargado de la librería era un chico que tenía sólo unos pocos más años que ellos y con el que a menudo hablaban de literatura, aunque él estaba todavía enredado en el existencialismo, André Malraux, Albert Camus, Simone de Beauvoir, Jean Paul Sartre. Su Biblia era ¿Qué es la literatura? de Sartre, del mismo modo que la Biblia de Mateo y de Pedro era Historia de un deicidio de Vargas Llosa. A pesar de todo, el chico les caía bien, razón por la que Pedro sufría como un condenado cuando hacía lo que tenía que hacer, que no era otra cosa que dedicarse a robar libros a manos llenas. Se ponía su «chaqueta de las compras», y allá que se iba.

Su proyecto era conseguir las colecciones completas de Clásicos Castalia y de Clásicos Cátedra, que ya en esos años sumaban varios centenares de títulos, y la única manera que tenía de trasladar tal cantidad de libros desde las librerías hasta su domicilio era robarlos. Cuando Mateo visitaba la casa de Pedro y veía las interminables hileras de clásicos que adornaban sus estanterías, brillantes y húmedos como flores recién cortadas, se le llevaban los demonios. Pedro se pasó los cinco años de la carrera robando como un bendito con su «chaqueta de las compras». Robó en la Autónoma, robó en la Casa del Libro, robó en El Corte Inglés, robó en Hiperión, robó en Antonio Machado, y jamás, ni una sola vez, le pillaron. Su reinado terminó cuando en Vips comenzaron a poner una tirita de plástico y metal magnetizado en los libros que hacía sonar una alarma al salir por la puerta. Pero cuando se extendieron las alarmas electrónicas en las librerías era ya demasiado tarde, y Pedro había logrado reunir una biblioteca de varios miles de volúmenes.

De los otros alumnos de la clase sólo conocían a Óscar Barrero. Había sido ya compañero suyo en COU en el Ramiro, pero nunca habían llegado a hablar con él porque era un tipo rarísimo que rehuía a todo el mundo. Ahora que estaban los tres en la universidad parecía algo más predispuesto a comunicarse, aunque su estilo de hablar consistía en soltar barbaridades, anatemas, definiciones y desdenes, especialmente si su interlocutor era una mujer, en cuyo caso no perdía el tiempo en soltarle aquello de Schopenhauer de los pelos largos y las ideas cortas y explicarle que él opinaba que las mujeres sólo servían para darle a la fregona. Óscar era un misántropo profesional, un misógino furibundo y un existencialista confeso, y sólo le interesaban los libros que dijeran, de una u otra manera, que la vida era una horrible burla, el ser humano un guiñapo despreciable, las mujeres imbéciles y el universo en general una letrina hedionda. Era reaccionario en política, pacato en lo moral y defensor de todo lo que fuera esencia, orden y tradición. Como buen existencialista, era ateo, y consideraba el universo un caos sin sentido, pero defendía una moral católica implacable y era partidario de la pena de muerte y de las desigualdades sociales. Era un ser increíble, tan increíble que nadie podía acabar de tomárselo en serio, y al final sus barbaridades grandilocuentes terminaban inspirando cierta ternura. Por debajo de su nihilismo desesperanzado y su sarcasmo demoledor se presentía en él algo enormemente civilizado y afable. Sus grandes ídolos literarios eran Samuel Beckett, por quien sentía una adoración rayana en la idolatría, Camilo José Cela, Miguel Delibes y Buero Vallejo.

—Querrás decir Huero Pellejo —le decía Pedro Rojo para fastidiar.

—Buero Vallejo es sin duda la figura más descollante del panorama teatral de la posguerra española —clamaba Óscar escandalizado. Se pasaba el día leyendo ensayos de la editorial Gredos, cuyo estilo editorial monacal y depauperado cuadraba bien con su austeridad de fraile de Zurbarán, y ahora hablaba como si fuera un libro de Gredos viviente.

—El dramaturgo más importante de la posguerra es Fernando Arrabal —decía Mateo.

—Arrabal es un rojo, un comunista y un loco. ¡Un comunista que dice que ve a la Virgen! Debería estar encerrado —clamaba Óscar—. Y vosotros también deberíais estar encerrados.

—¿«Y la cabra»? —preguntó Pedro poniendo ojos de sueño pánico.

—«La cabra está sobre la nube» —clamó Mateo, también en estupor pánico.

—Le dais demasiada importancia al irracionalismo —dijo Óscar—. Al fin y al cabo, fue una simple moda pasajera de los años veinte y treinta.

Hablaba siempre pronunciando las palabras con claridad de disparo en mitad del pantano. Más que pronunciarlas, parecía irlas tallando en piedra con un cincel, una a una.

—Qué tontería —decía Mateo—. No hay tal «irracionalismo». El irracionalismo es la literatura. Lo que tú llamas «irracionalismo» es el mecanismo de la poesía, la libertad de la creación.

—El irracionalismo ha sido estudiado en detalle por don Carlos Bousoño en un libro magistral que deberíais conocer antes de hablar. Está publicado en dos tomos en la editorial Gredos.

—Carlos Bousoño es un mentecato de tomo y lomo —dijo Pedro Rojo—. Sus estudios sobre el «irracionalismo poético» son totalmente pedestres. ¡Pero si explica las metáforas mediante silogismos! ¿Qué clase de memez es ésa? «Melodioso», igual a pájaro. «Oro», igual a sol. «Melodioso oro», igual a «pájaro cantando al sol». ¡Ese hombre es tonto!

—Pues sus libros están en Gredos —decía Óscar, que era un poco estrábico y que cuando estaba nervioso se ponía el doble de estrábico.

—La distinción «racional» e «irracional» es irrelevante en el arte —dijo Mateo—. El arte no es racional ni irracional por la misma razón que no es verdad ni mentira, sino otra cosa. Nadie piensa en esos términos. En ningún sitio se piensan esas tonterías, sólo en España se piensa en esas tonterías.

—Cuando escribáis libros y os los publiquen en la editorial Gredos, entonces hablaremos —decía Óscar levantando un índice en el aire—. Entonces hablaremos.

Sin embargo, los autores más odiados por Pedro y Mateo eran Camilo José Cela y Miguel Delibes, que eran en aquella época los novelistas más célebres y admirados y, según Francisco Umbral, los más grandes prosistas castellanos vivos.

—Son escritores paletos, que escriben para paletos en un país de paletos —decía Mateo, poseído por la violencia divina de los jóvenes.

—¿Y a ti quién te gusta? —le preguntaba Óscar, picado, y tan estrábico que un ojo parecía mirar a un chopo de una ventana y el otro al busto bamboleante de una chica que se acercaba. Era Mar, que pronto se convertiría en delegada de su clase.

—Borges. Virginia Woolf. Faulkner. Joyce. Proust —decía Mateo—. ¿Quién coño me va a gustar? Los grandes escritores de todos los tiempos, no los paletos de este país de paletos.

—¿Y no te parece que El camino es una gran novela?

—Me parece que Orlando es una gran novela —dijo Mateo—. El camino es una mierda. Es entretenida, pero tiene un lenguaje insufrible, castizo, pesado y… paleto. Es literatura vieja y para viejos. Es literatura de jubilado que va por ahí con un palillo en la boca. ¿O quizá debiera decir «con un mondadientes»? Es literatura de jubilado que lee el Ya, escupe en el suelo y limpia el salivazo con la suela del zapato —dijo Mateo, que una vez empezaba ya no sabía parar.

—¡Don Miguel Delibes es un maestro de la prosa! —se indignaba Óscar.

¡Don Miguel Delibes! —chillaban, muertos de risa, Mateo y Pedro—. ¿Quién es, el director del colegio?

Entre clase y clase, en los fríos pasillos de la Autónoma, o fuera, sentados en la hierba, Pedro cogía un ejemplar de El camino, de don Miguel Delibes, y comenzaba a abrirlo al azar leyendo frases de aquí y de allá y subrayando cómicamente las fealdades del estilo:

—«… el temor por haber extraviado los calzones plasmaba en sus rostros una graciosa expresión de estupor…» «De la contumacia del Mochuelo se infería su desbordado entusiasmo…» «El párroco oteó las proximidades, y como no viera a nadie en derredor, sonrió al niño…» «A Daniel, el Mochuelo, le gustaba ver airado a su padre porque sus ojos echaban chiribitas y los músculos del rostro se le endurecían y, entonces, detentaba una cierta similitud con Paco, el herrero…» ¡«Detentaba una cierta similitud»! Tío —añadía, mirando a Óscar por encima del libro con severidad—, esto es una mierda.

La colmena es una novela urbana —dijo Óscar—. Se desarrolla íntegramente en Madrid. No todo lo que escriben Delibes o Cela son novelas sobre la realidad rural.

—Sí, el Madrid de la posguerra —dijo Mateo—. Los años cuarenta y cincuenta. ¿Alguna vez se dejará de escribir de esa década? La época más gris y deprimente de la historia española, y siempre vuelta y dale con eso. Putas, estraperlo, «mariquitas», el desfile de los monstruos, Solana, Goya, la galería de seres deformes, enfermos, tísicos, ¡qué coñazo! ¡Qué asco! ¡Qué aburrimiento! Ayer Pedro y yo estuvimos viendo una película de Nicolas Roeg: me interesa más Nicolas Roeg que todo Delibes y Cela juntos.

—Lo que pasa es que tú no quieres ver las cosas terribles de la vida —le dijo Óscar—. Eres un místico que sólo quiere ver la luz dorada de los chopos.

El día anterior, Pedro Rojo y Mateo habían decidido darse un día sorpresa. Primero, fueron a comer al chino más barato de Madrid, un restaurante que se llamaba El Pacífico y estaba en una de las calles que bajaban desde Tirso de Molina hacia Lavapiés, donde uno podía comer por cuatro duros una comida que no estaba mal del todo aunque luego costaba horas y sudores digerirla, y a continuación se fueron a la filmoteca, que en esa época estaba en el cine Cadarso, en la cuesta de San Vicente, para ver lo que pusieran, fuera lo que fuera. Esta clase de pequeños juegos de azar al estilo surrealista les fascinaban. Compraron la entrada y se metieron en el cine sin saber siquiera lo que iban a ver, y lo que surgió ante sus ojos sorprendidos y ligeramente biliosos por las dificultades de digestión de la comida china más barata de Madrid fue Walkabout, de Nicolas Roeg, que resultó ser una gran película. Al parecer, walkabout es el término que se da en Australia a un tipo de viaje ritual emprendido por los aborígenes, un período de tiempo en que uno abandona su vida habitual y se adentra en el desierto para vivir solo. Era una película iniciática, una película de viaje y descubrimiento, los paisajes eran preciosos y había una chica guapísima que aparecía en varias ocasiones medio desnuda. ¿Qué más se puede pedir?

Después de ver la película de Nicolas Roeg, Pedro Rojo y Mateo se pasaban el día haciendo planes de walkabout urbanos. Y ¿cómo no les iba a interesar más Nicolas Roeg que Delibes, los walkabout más que los caminos delibenses? Ellos vivían en una gran ciudad del siglo XX, no en un pueblo con herreros y con párrocos. Mateo había nacido en Madrid y había vivido en esa ciudad toda su vida, y Pedro había vivido siempre en Madrid aunque era de un pueblo de Murcia (un «villorrio», decía él, en homenaje a Faulkner) cercano a la playa donde sus padres tenían un gran chalé con piscina, y los dos habían crecido leyendo cómics americanos, viendo películas de aventuras y de ciencia-ficción y leyendo libros ingleses, franceses y alemanes. Su mundo tenía más que ver con las flores gigantes de Flash Gordon, las galletas de gengibre de Enid Blyton y las ansiedades de la señora Dalloway, con los sueños psicotrópicos de Bugs Bunny, los mundos paralelos de Borges y los tres primeros minutos del Universo de Weinberg, que con ese mundo rancio y tosco de los novelistas canónicos del momento.

Los dos querían ser escritores. Pedro Rojo, que había leído Ciro, la ilusionista, admiraba ferozmente a Mateo y estaba convencido de que su amigo era un genio y llegaría a ser un escritor famoso. Quizá por esa razón, nunca quería enseñarle nada de lo que escribía.