El abuelo del mar
Ese año ya no estaban en el edificio principal del instituto Ramiro de Maeztu, sino en el pabellón Hispano Marroquí, el edificio más alejado de todos los que componían el Ramiro y que tiempo atrás había formado parte de la mítica Residencia de Estudiantes de la que tanto hablaban Neruda y Alberti en sus memorias y en la que habían vivido los poetas de la generación del 27, Lorca y Altolaguirre, Alberti y Salinas, Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez, Dalí y Buñuel. Era un edificio alargado, con una galería acristalada en la parte de abajo y otra galería acristalada volada en la parte de arriba, con un bello labrado en la madera de zapatas y aleros. El conjunto se completaba con unos torreones de ladrillo a ambos extremos que le habían valido al edificio, tiempo atrás y cuando formaba parte de la Residencia, el sobrenombre de «el Trasatlántico». Las ramas de los cedros se extendían hasta los polvorientos aleros del edificio, llenos de telarañas y de nidos de vencejos, rozaban los cristales de la galería superior como intentando entrar para seguir creciendo por el interior de las salas y las galerías y luego creaban voluminosas sombras en las calles circundantes, cerradas al tráfico y siempre cubiertas de una crujiente alfombra de agujas rojizas.
En la imaginación de Mateo, todo se transformaba. La colina de los Chopos era el Abuelo del Mar. Frente al barranco de los lirios se extendía el Mar de los Sargazos o, en otras ocasiones, un amplio río que cruzaba Madrid con orillas cubiertas de una espesa vegetación de manglares y bromeliáceas. Madrid ya no era Madrid, sino una ciudad imaginaria llena de edificios imaginarios, como aquel que él llamaba el Jardín de los Amigos y que recordaba vagamente el Pompidou de París. No estaba muy claro qué era exactamente El Abuelo del Mar ni de dónde venía aquel nombre extraordinario. Mateo lo sentía como el principio del Madrid del Otro Lado, quizá de un Madrid Análogo.
Todo se transformaba para él en imágenes, imágenes que eran trozos de historias. En una ocasión iba caminando con Miguel por la calle Pinar, bajando en dirección a Pedro de Valdivia, cuando tuvo la visión de un hombre y una mujer desnudos entre las florestas oscuras del principio del Barranco de los Lirios. Eran Adán y Eva. Pero ¿qué hacían allí encerrados? Y comenzó a pensar en una novela en cuyo centro había un jardín que era el jardín del paraíso. En su libro de Filosofía estaban estudiando a Kant y a Hegel. Kant no le interesaba en exceso, pero todo aquello del Espíritu de Hegel le parecía fascinante. La idea del Espíritu hegeliano, que él entendía a su manera (intentó leer la Fenomenología del espíritu, pero no entendía ni palabra, y compró entonces el libro de Joaquín Castells, que tampoco le sirvió de gran ayuda), respondía quizá a la vieja pregunta: «¿Quién vive, pues, la vida?», es decir, ¿quién es el narrador de «Las babas del diablo»? Una novela hegeliana escrita desde el punto de vista del Espíritu, es decir, no desde el yo individual de este o aquel personaje ni tampoco desde el de un narrador o «autor omnisciente», sino desde el punto de vista de la conciencia impersonal.
Cuando llegaba al instituto por las mañanas observaba los árboles que crecían en el extremo del barranco para intentar divisarles y luego durante los recreos se asomaba al pretil de piedra que había por detrás de la caseta del guarda para espiarles. Eva era bellísima, desde luego, y tenía unas caderas «de violonchelo», como suele decirse, absolutamente cautivadoras, pero no era ésa la razón principal de que se asomara por allí para contemplarles. Al fin y al cabo eran nuestros primeros padres.
El Paraíso era muy grande en un principio. Era tan grande como un país pequeño y Adán y Eva jamás habían sentido el impulso de viajar ni de visitar otros lugares. Más tarde, con la llegada de la Historia, los territorios del Paraíso habían ido disminuyendo. Es cierto que habían sido «expulsados» del Paraíso para engendrar hijos con dolor y trabajar la tierra, pero al mismo tiempo siempre habían seguido allí dentro, dado que ellos no eran personas, sino los caracteres de un mito. Ciudades, huertos, murallas, estanques de riego, carreteras, pastizales, estadios, teatros: el avance de la civilización había ido recortando las dimensiones del paraíso original hasta dejarlo reducido a aquel parche de terreno en la ladera de una colina, en medio de una ciudad del siglo XX. El níspero era, al parecer, el Árbol de la Vida. Del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal no había ni rastro. Evidentemente, los elohim (que, según aseguraba Erich Von Däniken en unos libros que ellos habían leído apasionadamente unos pocos años atrás, eran en realidad visitantes extraterrestres), se lo habían llevado a otro lado.
Intentó hablar con ellos. No tenían ningún pudor, pero a él le violentaba contemplar el oscuro miembro colgante de él y las sonrosadas tetas colgantes de ella. Eran jóvenes y atractivos, y estaban mortalmente aburridos. Se pasaban el día contemplando la ciudad, los edificios del norte de Madrid.
—Pero ¿qué es lo que miráis tanto? —les preguntó Mateo.
—Allí —señaló Eva, con una conmovedora expresión de melancolía en sus líquidos, translúcidos ojos verdes crisoberilo. Todo en ella era original, esencial, perfecto: sus dedos, sus uñas, sus falanges eran perfectas. Sus labios, el rosáceo de sus mejillas, las aréolas de sus pezones, todo en ella era perfecto, como un modelo del que más tarde se hubieran obtenido todas las variaciones posibles. También Adán era perfecto, las S de sus ingles, los bíceps de sus brazos, las rodillas, los pliegues a ambos lados de la boca. Un hombre perfecto y una mujer perfecta. Eran tan perfectos que no eran demasiado guapos. Tenían una belleza difusa, abstracta, la suma de todas las bellezas y todas las fealdades posibles, la idea original de lo que son un hombre y una mujer.
—Hablan del Paraíso —gruñó Adán—. El Paraíso Original, bla, bla. Pero esto es aburrido. Se pasan los días sin nada que hacer. Ese edificio nos gusta.
—Hay siempre mucha gente, y están muy alegres —dijo Eva.
Era una perspectiva imposible, uno de esos «juegos espaciales» que son característicos de los sueños. El edificio surgía allí mismo, al otro lado del muro de ladrillo, siete pisos. Era un edificio que Mateo conocía muy bien.
—¿Podéis salir de aquí? —preguntó Mateo—. Si queréis, puedo llevaros hasta ese edificio.
Se miraron el uno al otro. Es posible que en todo ese tiempo nunca se hubieran preguntado si podían o no podían salir de allí. En realidad, uno no «sale» ni «entra» del Paraíso. En un Paraíso uno es aceptado o expulsado.
Fueron caminando hasta el límite, y simplemente, salieron de la zona de hierba. De pronto ahí estaban, pisando la acera con sus pies desnudos.
—¡Hemos salido! —dijo Eva, quién sabe si emocionada o asustada.
Fueron bajando los tres por la calle Pinar y luego por Pedro de Valdivia. Tardaron por lo menos media hora en llegar, porque ellos no tenían práctica de andar, y a pesar de ser tan jóvenes y estar tan esbeltos y atléticos, avanzaban muy despacio. Todo les asombraba: los autobuses, los semáforos, la forma de vestir de la gente.
—¿Estás seguro de que sabrás llevarnos al edificio que nos gusta? —le preguntaba Eva a Mateo de vez en cuando. La gente se les quedaba mirando a lo largo de las aceras, y los coches se detenían para contemplarles. Un guardia municipal se les acercó, e indicó a Adán y Eva que tenían que cubrirse, porque si no se vería en la obligación de detenerles por escándalo público. Adán le preguntó si no le reconocía, y el guardia se le quedó mirando y dijo que, en efecto, su rostro le resultaba muy familiar, y luego miró a Eva y le sucedió lo mismo con ella. Las sensaciones se amontonaban en su corazón: familiares olvidados, los abuelos que murieron, un amigo de la infancia, una hermana de su madre que vivía en Montevideo, todas las novias de su vida, su mujer, su hija, a todos les encontraba parecido en los rostros de Adán y Eva. Finalmente, aturdido, les dejó marchar.
Cruzaron la Castellana y fueron por el lado de Nuevos Ministerios, que estaba desierto. Algunos oficinistas se asomaban a las lejanas ventanas de los ministerios para mirarlos pasar. Algunos de los conductores le gritaban cosas a Eva, cosas no del todo corteses. Luego cruzaron Raimundo Fernández Villaverde y Mateo extendió los brazos, mostrándoles por fin el edificio que ellos contemplaban día y noche desde el Paraíso, el edificio que tanto deseaban visitar.
—Pero ¿qué es? —preguntaba Eva, casi llorando de la emoción—. Mira, mira cuánta gente se dirige hacia acá. Vienen familias enteras, niños, ancianos, los padres traen a sus niños, los hijos a sus padres… ¿Qué es este lugar al que todos acuden sonrientes? ¿Es un templo? ¿Es un nuevo Paraíso?
—Sí, mira —decía Adán, no menos maravillado—. Vienen en coches de ruedas, vienen con muletas, vienen en cochecitos de niño… Y los que salen de su interior lo hacen colmados de regalos… Éste debe de ser el nuevo Paraíso. Pero ¿qué dios lo ha construido? ¿El mismo dios u otro dios? Y esos que salen con sus regalos, ¿podrán volver a entrar alguna vez?
—Oh, sí —contestó Mateo—. Es posible entrar todas las veces que quieras. Claro que en horario comercial —agregó, y al ver el gesto de incomprensión de los dos, tuvo que explicarse mejor—: Cierran por la noche.
—Ah, ¿sí? —dijo Eva—. ¿Toda la noche?
—Sí.
—Pero ¿por qué? —preguntó Adán—. ¿Por qué lo tienen cerrado por la noche?
Se acercaron los tres a la puerta. A Adán y Eva les fascinó que entrar fuera tan fácil, que no hubiera ángeles con espadas, ni preguntas difíciles de contestar, ni shibboleth de ninguna clase. Les asombró el resplandor que se adivinaba en el interior.
—No es un Paraíso —les explicó Mateo—. Se llama El Corte Inglés. No es un Paraíso, es una tienda.
Adán y Eva estaban boquiabiertos. Pasaron los tres una tarde muy agradable recorriendo los distintos pisos de El Corte Inglés de la Castellana, que ya en esos años era el más grande de Madrid. Las escaleras mecánicas les divertían tanto que no paraban de subir y de bajar, se portaban como niños. Eva se moría de risa en la sección de ropa interior, aquellas prendas diminutas que imitaban exactamente los contornos del cuerpo. Luego se probó un sujetador de su talla, se miró en un espejo y quedó en silencio, poseída por una especie de estupor. Dios mío, se dijo Mateo, ya nunca más va a querer estar desnuda.
Intentó explicarles cómo funcionaba aquello, pero no lo entendían. No entendían lo que era el dinero, es más, no le creían. Decían que el ser que había creado todo aquello tenía que ser infinitamente generoso, y que del mismo modo que uno disfrutaba de las nubes, de la lluvia o del sol sin «dar» nada a cambio, era evidente que todos aquellos regalos estaban allí para que los cogieran los hijos y las hijas del Padre. Y como sucede tantas veces con los idiotas y con los puros, el mundo, curiosamente, les dio la razón. Vino un jefe de sección muy amable, y les explicó que los señores podían llevarse todo lo que desearan de manera completamente gratuita. Pero sólo esa vez.
Eva compró un montón de lencería, ocho pares de zapatos, cinco vestidos, una bicicleta y un antifaz para dormir. Adán se compró dos trajes ingleses, una pipa, una enciclopedia Espasa y una bola del mundo gigante. Mateo se preguntaba para qué iban a necesitar todo aquello, pero parecían tan felices que no tuvo corazón para decirles que buscaran cosas más prácticas. Luego subieron a la cafetería y merendaron. Les sorprendió agradablemente el sabor del chocolate: los dos coincidieron en que les traía recuerdos de mucho tiempo atrás, cuando el Paraíso era verdaderamente paradisíaco. Luego probaron el café y estuvieron a punto de escupirlo. Mateo les preguntó si no les apetecería una manzana, pero ninguno de los dos se rió: evidentemente no entendieron el chiste.
Cuando regresaron al Paraíso ya era de noche. Les dejó allí, al lado de su níspero, él vestido con uno de sus trajes ingleses, con la pipa en los labios, apoyado con un gesto muy elegante en su bola del mundo, ella con uno de sus vestidos de verano y caminando sobre la hierba con zapatos de tacón, la bicicleta apoyada en el tronco del Árbol de la Vida. Los cien tomos de la enciclopedia Espasa los colocaron en hilera contra el muro de ladrillo del fondo, y enseguida el sol, las lluvias y los insectos comenzaron a deshacerlos y a pudrirlos.
A veces volvía a verles, pero el aburrimiento se había apoderado de ellos de nuevo. A veces veía a Adán sentado con un tomo de la enciclopedia Espasa en las rodillas. Para el común de los mortales la venerable enciclopedia está ya anticuada, pero para él todo era nuevo y sorprendente. Eva, por su parte, nunca aprendió a montar en bicicleta.