Un juego nuevo

El hecho era que los hermanos De la Rosa habían inventado un juego nuevo. Lo habían inventado en realidad Matilde y Esther, que era una niña de la edad de Matilde que vivía en un hotelito dos puertas más allá, y desde ese momento se había convertido en el juego favorito de los niños De la Rosa.

Se llamaba «el juego de los novios». Mateo y su hermano jamás habían oído hablar de nada parecido, y su primera reacción fue de escepticismo o incluso de repulsa. Aquello parecía una cosa de niñas. Pero a Juan Pedro y a Bernabé se les veía tan entusiasmados que decidieron prestar atención, y poco a poco el dulce veneno del juego de los novios, con sus pruebas embarazosas, su complejo ritual, sus términos intoxicantes, su desesperante lentitud, fue apoderándose de ellos también.

No se parecía en nada a los juegos habituales como tula, tula en alto, tula en bajo, el escondite, el escondite inglés, el pañuelo o el balón prisionero, ni a los juegos de mesa que jugaban entonces, como el juego de la oca o el parchís o los Juegos Reunidos Geyper, que era una enorme caja donde había hasta cincuenta juegos reunidos Geyper. El juego de los novios consistía en que había un chico y una chica que eran novios y se querían mucho y se iban a casar. Como se querían mucho se cogían de la mano y se decían cosas de amor, y como decir cosas de amor no resulta tan fácil, lo que hacían era escribirse cartas de amor. Se escribían cartas de amor adornadas con corazones y con estrellas y luego las metían en sobres y ponían la dirección y un sello y las cerraban y se las mandaban con mucho secreto y luego el otro las leía y entonces contestaba a su vez, y finalmente los dos novios se casaban y había que celebrar una ceremonia y alguien tenía que hacer de cura y casarlos y decir «hasta que la muerte os separe» y ellos, uno tras otro, tenían que decir «sí, quiero». Y otra cosa que podían hacer los novios, aunque esto era más problemático porque daba demasiada vergüenza y además no debían enterarse los padres (los padres, de hecho, no debían enterarse de nada), era darse un beso. Un beso en la mejilla, claro, porque besarse en los labios no era sano por lo de los microbios. Bernabé era ahora el novio de Esther, que era un año mayor que él y esto era un problema, porque el novio tenía que ser siempre mayor que la novia, igual que los padres son siempre mayores que las madres, pero Bernabé era más alto que Esther con lo cual el problema quedaba resuelto en parte. ¿Y Matilde?

—Tú eres mi novia —le dijo Mateo uno de esos días con resolución.

Estaban todos en la Casa de Campo, perdidos entre las altas hierbas grises y doradas de una ladera. Los padres estaban lejos, sentados a la sombra de dos pinos gigantes, en una de las mesas de picnic colocadas por el Ayuntamiento.

Matilde se echó a reír y se puso completamente encarnada. No roja, sino rosa, de un rosa intenso, y le temblaron las aletas de la nariz, a cuyos lados se insinuaban unos tenues músculos que trazaban dos pequeños triángulos.

—Ja, ja, qué más quisieras —le dijo, vibrando toda ella también igual que una larga y ondeante brizna de hierba.

—Pues claro que sí —dijo Mateo, con una seguridad en sí mismo que no volvería a tener jamás con las mujeres—. Tú y yo nos vamos a casar.

Estaban los cinco sentados entre las hierbas, que eran tan altas que les escondían completamente del mundo, disfrutando intensamente de lo interesante que se había tornado de pronto la situación. Un pájaro pasó volando por encima de ellos, seguido de otro pájaro que gritó. Más allá, las retamas se movían con la brisa, haciendo sonar sus semillas esféricas.

—Entonces, si eres su novio tienes que escribirle una carta de amor —dijo Bernabé, que recordaba bien las reglas del juego.

—¡No! —chilló Matilde, que seguía roja.

—Y luego tendréis que daros un beso —dijo Luis, que aprendía rápido.

—Qué idiotas sois —dijo Matilde—. Sois idiotas.

Luego se levantaban y echaban a correr por las laderas cubiertas de hierba de la Casa de Campo. Y las laderas que daban al norte estaban cubiertas de altas hierbas grises con reflejos dorados que se extendían ondulando como las olas del mar, y las laderas que daban al sur estaban cubiertas de cardos erizados de espinas que eran más altos que ellos, y luego había pinos y arboledas de encinas y retama por todas partes, y pasadizos secretos, y praderas distantes donde corrían los conejos grises y blancos. Y una tarde vieron un cadáver entre los arbustos, en una ladera cubierta de densa vegetación. Parecía un hombre dormido, pero tenía el rostro lleno de moscas y entonces supieron que estaba muerto.

No la besó aquella tarde en la Casa de Campo, claro está, ni tampoco en las semanas ni en los meses siguientes. Aquel primer beso tardó mucho tiempo en gestarse y en consumarse, y mientras tanto las dos familias iban estrechando lazos y los niños se hacían cada vez más amigos, y a veces se enfadaban y se peleaban, especialmente Bernabé y Mateo, porque Bernabé era muy nervioso y nunca hacía lo que había que hacer y se volvía como loco y a Mateo le sacaba completamente de quicio, y luego se hacían todavía más amigos. Pasaron los meses y pasó un año, empezó una nueva década, ya era 1970 y volvió a llegar el mes de Mayo, el mes de las comuniones, y llegó el día de la comunión de Matilde y, por supuesto, estaban todos invitados, primero a la ceremonia en la iglesia del colegio, y luego a la comida y a la fiesta en el jardín de los De la Rosa, que duraría todo el resto del día.

Estaba allí toda la familia De la Rosa, todos menos el hermano de Josefina, Paco, Paquito, el tío Paquito, que tenía el nombre artístico de Curro de la Riva y era torero y nunca iba a las cosas de la familia, pero sí estaban varios de los hermanos de Bernabé (tenía doce hermanos y hermanas) con sus familias, la prima Elenita y su hermano pequeño, y también estaba el primo Joaquín, que era de la edad de Mateo y con el que jugaban también algunas veces, y el hermano pequeño de Joaquín, que se llamaba Miguel aunque todos le llamaban Míguel, y estaba también la abuela paterna de los De la Rosa y también los abuelos maternos, los padres de Josefina, el abuelo que tenía un puesto de caramelos en el patio del colegio del Pilar y la abuela, a la que había que llamar «mamabuela» porque no le gustaba que la llamaran abuela. Y Matilde estaba bellísima con su traje de novia, su toca blanca, su piel de perla y sus grandes, intensos ojos de ardilla, poseídos por una intensa expresión de inocencia, que más tarde se transformarían en húmedos ojos de corzo y más tarde aún en ribeteados ojos de mujer, pero entonces todavía era una ardillita de siete años que corría como loca con su traje largo y sus zapatitos blancos.

Comieron en el jardín y en el comedor de la casa, porque eran tantos que no cabían en una sola mesa, y cantaron y festejaron y se hicieron fotos y se contaron chistes, y Bernabé contó algún chiste verde y también el del marido que, después de envalentonarse mucho con sus amigos en el bar decide volver a casa y ponerle a la mujer los puntos sobre las íes, y entra en casa y le dice: «María, ¡a lavar!». Y ella le dice: «¿CÓMOOO?», y entonces el marido, aterrado, continúa: «¡A la bi, a la ba, a la bim, bom, ba! María, María, y nadie más!». Y así fue avanzando el día, Mariluz y Josefina sacando bandejas y bandejas de comida y abriendo botellas de vino y de Fanta de naranja y de Mirinda de limón, hasta que fue cayendo la tarde y luego el cielo se llenó de estrellas y el jardín seguía lleno de gente y los niños jugaban a las prendas en algún rincón del jardín, y entonces a Mateo le pusieron de prenda que le diera un beso a Matilde.

—Sí, ja, ja —dijo ella.

—Eso me da la oportunidad de hacer por fin lo que tanto tiempo llevaba deseando hacer —dijo Mateo, que a sus nueve años se expresaba siempre como un perfecto pedante.

—Sí, anda, majo.

Entonces él se vio a sí mismo acercando su rostro al de ella y besándola en la mejilla. Fue un beso fugaz, ya que no estaba contemplado que los besos duraran más que un instante, pero fue suficiente. Apoyó los labios sobre la piel de ella, cálida, elástica, sedosa, y sintió, de pronto, el roce de la realidad. ¿Habría otra manera de expresarlo? El roce de la realidad de otro, la perfumada, ardiente, corpórea realidad de otra persona, la ternura intensa de sentir que aquella niña existía para él como nadie antes había existido. Una sensación de victoria, de lucha, de noche, de muerte, de estrellas que caen en el cielo, de flores de celinda transformadas en estrellas chorreantes. Una sensación de vida conseguida, de extenuación, de maravilla.

Mateo se fue a la habitación de la televisión, arrancó una hoja de papel de la libreta que había al lado del teléfono y después de rebuscar en cajones y estantes, encontró un grueso lápiz azul y rojo en un vasito de barro, con el que escribió en el papel, en grandes letras azules: «Te amo». Luego dobló el papel varias veces y se lo entregó a Matilde. Ya no volvieron a hablarse, los padres empezaban a decir que había que irse y comenzaba el larguísimo proceso de decir que no, que todavía no, y los mayores empezaban a buscar los jerséis y a despedirse, y a hablar todos de pie y a decirles a los niños que se dieran prisa aunque ellos mismos no se daban ninguna, y decían una y otra vez que se iban, y ya estaban todos de pie con la puerta abierta y todos charlando con vehemencia, como si les fuera la vida en ello, y sin acabar de marcharse y como si después de pasar todo un día entero hablando todavía quedaran cosas muy importantes que decirse. La familia de Bernabé se iba despidiendo, porque vivían lejos, y luego los primos Joaquín y Míguel se fueron también, y finalmente los Montañés llegaron a la puerta y cuando ya iban a salir, Matilde se acercó a Mateo y le devolvió el papel que él le había entregado mirándole con enorme seriedad, y él pensó que no lo había leído y que ni siquiera lo había abierto, pero cuando llegó a casa se metió en su cuarto y lo desdobló y vio que debajo de sus palabras ella había escrito con su letra de niña: «Yo también».