1953

¿Por dónde continuar ahora? No podía imaginar que en el armario de la biblioteca fuera a encontrar tantos tesoros escondidos ni tantos documentos de mi padre. Ahora los años se extienden sobre la mesa del comedor. Lo que fue tiempo es ahora papel amarillento.

Comienzo con los pasaportes. El primero fue expedido el 3 de Julio de 1952, el mismo día en que, doce años más tarde, nacería su segundo hijo. Si los viajes de mi padre terminaron en 1959, eso quiere decir que duraron unos siete años. Fecha de nacimiento: 12 de Enero de 1924. Profesión: empleado de telégrafos. Dirección: Travesía de Tortosa, 3, 4.º. Voy recorriendo los sellos de entradas y salidas a Francia, a Bélgica, a Italia, a Alemania, a Italia, a Austria, a Irlanda, y el más importante de todos, el sello de salida de Francia por Calais el 25 de Agosto de 1953 y el visado de entrada a Inglaterra, el primer viaje de mi padre al Reino Unido.

Mi padre viajaba, según nos contaba siempre, haciendo autostop y con un morral al hombro (en esa época se prefería la palabra «morral» a la más moderna «mochila»). Compraba comida en las tiendas locales, fruta, un tomate, jamón, pan, se hacía un bocadillo y comía en un banco de un parque o en el arcén de la carretera, mientras esperaba a que se detuviera algún conductor. También cogía barcos y trenes, por supuesto, pero sus viajes duraban muchos meses y mi padre no tenía mucho dinero. Tenía veintiocho años y era soltero, pero su trabajo de radiotelegrafista no debía de estar muy bien pagado, aparte de que para hacer unos viajes tan largos tendría necesariamente que pedir permisos sin sueldo. Además, parte de lo que ganaba lo entregaría en casa para ayudar a sus padres. Mi abuelo era entonces mozo en la estación de Atocha, es decir, uno de esos empleados que llevan una gorra y un sobretodo azul y que se dedican a cargar las maletas y baúles en carritos con ruedas (que más tarde serían pequeños vehículos con motor), y por esa razón mi tío Manuel compró una casa en la calle de Pacífico, que más tarde se llamaría avenida de la Ciudad de Barcelona, que estaba muy cerca de la estación. También Manuel, que era el hermano mayor, trabajaba en la RENFE, pero él era ingeniero. Ésa es la historia de mi familia: un salinero del desierto de Aragón tuvo un hijo que vino a Madrid y se hizo mozo de estación, y este mozo de estación tuvo hijos que se hicieron ingenieros y profesores y aprendieron idiomas y viajaron por Europa. Mi padre era el segundo de los hermanos: Pascual, el tercero, también se hizo ingeniero y trabajó toda su vida en Barreiros; José, el cuarto, fue delineante y César, el más pequeño y el único que no conoció la guerra, se marchó a vivir a Suecia, donde fue profesor de español y más tarde director de un colegio.

En otra de las carpetas están todos los certificados de estudios de mi padre, un «Título del curso general de formación económico-social» del Instituto de Economía Aplicada, con fecha de Madrid, 1 de Diciembre de 1949, algún curso que hizo en la época en que trabajaba en Correos y Telégrafos, y todos los cursos que hizo en la Escuela Central de Idiomas: los cuatro de inglés, los cuatro de francés, dos de alemán y uno de italiano. Y ésos son todos los estudios de mi padre, a excepción del colegio, al que dejó de ir en 1936, cuando sólo tenía doce años y las bombas de Franco comenzaban a caer sobre Madrid.

En su pasaporte de 1956 la profesión que aparece ya no es «radiotelegrafista», sino «estudiante». Ése fue el gran momento de mi padre, la ocasión para levantar el vuelo. En ese momento mi padre había dejado ya definitivamente su trabajo de radiotelegrafista y había decidido marcharse a Inglaterra quizá para siempre. Pasó dos años en Gran Bretaña, el primero en Londres trabajando en el Servicio Civil Internacional y haciendo viajes ocasionales a Francia, Bélgica e Irlanda para participar en distintos «campos de trabajo», y el segundo año en Birmingham, en el Fircroft College, donde había conseguido una beca para estudiar Historia y Literatura inglesas. Pero a pesar de todo decidió volver. En el verano de 1958 regresó a España. Cruzó la frontera por Port Bou el 14 de Agosto, y unos pocos meses más tarde conoció a mi madre. No sé exactamente cuándo decidió dedicarse a dar clases de inglés ni cómo se convirtió en profesor de la Escuela Central de Idiomas en la que él mismo había estudiado. En aquella época vitalmente tan difícil, las cosas profesionales eran, por lo general, mucho más fáciles que ahora.

Hay un pequeño bloc de anillas que tiene la inscripción «JULIO-AGOSTO 1953. Viaje a Francia e Inglaterra». No es la letra de mi padre, y los puntos de las íes y las jotas son pequeños círculos, típica letra femenina. ¿Quién escribiría esas palabras? Están tan nítidamente alineadas que es obvio que han sido escritas sobre unas líneas trazadas con regla y luego borradas. Es un bloc Picador que tiene una silueta de un picador clavando su lanza en el aire, fabricado por Cuesta, paseo de las Delicias, 13, modelo N.º 385, de tapas azules que amarillean. Lo abro y me pongo a leer: «24 Julio Viernes. Salimos de Atocha a las 15.15 en el rapidillo de Lérida —Madrigal y yo», y ya estoy hechizado con las palabras, ya deseo saber qué es el rapidillo de Lérida.

Es un diario de viaje, el diario del primer viaje de mi padre fuera de España y también el recuento de su primera visita al país que marcaría su vida para siempre. Ahora sí que siento verdadera excitación, porque un diario personal es el testimonio más directo que puede dejar una persona, más que las cartas, que están siempre escritas para otro. Aquí, me digo, encontraré la luz de los días de mi padre, su forma de mirar, sus preocupaciones, sus sorpresas.

Me siento en el sofá para leer con comodidad. Leo rápidamente, con voracidad, diciéndome que tengo tiempo de releer aquellas páginas mil veces, que ya habrá tiempo de tomar notas. Mi padre escribe con frases cortas, comiéndose artículos, preposiciones y verbos copulativos, poseído por el deseo de guardar las experiencias, sin la menor ambición artística. Su compañero de viaje es Madrigal, un amigo suyo de juventud al que veíamos de vez en cuando cuando yo era niño. Madrigal era un comunista devoto de esos que jamás pierden la fe ni relajan su retórica y era además lo que en la terminología familiar se conocía como «un filósofo», es decir, una persona un poco desorganizada y sin el menor sentido práctico de las cosas. Cuando se casó, se pasaba el día en casa imaginando inventos o proyectos que les harían ganar mucho dinero, tales como una tira de papel matamoscas, un aparato para escurrir la ropa o un cepo para ratones (es decir, cosas que ya estaban inventadas), mientras su mujer se mataba a trabajar y a sacar adelante la casa y los niños. Jamás perdía la sonrisa, tenía en su casa una bandera de la URSS guardada con mucho secreto y se sentía orgulloso de comprar la leche directamente en la vaquería sin esterilizar, lo cual horrorizaba a mi madre, que era una obsesa de la higiene y de los microbios y decía que las vacas españolas tenían fiebre de Malta. Nada más leer su nombre me viene a la memoria el sonido de su voz, aguda y cantarina y como ligeramente impostada, el estilo de hablar de los años cincuenta, que hoy sólo podemos conocer a través de las películas.

Para llegar a Puigcerdà tienen que desalojar el vagón porque la máquina no puede con todo el tren. Ya en Francia, cenan en Foix, en el Café de la Gare, y a mi padre le sorprende la clientela de «tipos curiosos» y las «bebidas de colorines, rosa, verde, amarillo» que llenan los vasos, supongo que licores, betónicas y rosolíes que no eran entonces corrientes en España. Es como si nada más cruzar la frontera, mi padre hubiera comenzado a ver colores. Madrigal y mi padre llevan una tienda de campaña, probablemente, conociendo a mi padre, una que se han construido ellos mismos. La instalan en una obra, duermen como marmotas a pesar de la lluvia nocturna y a la mañana siguiente se afeitan en una peluquería por 85 francos y 25 de propina.

Les sorprende la variedad de bebidas que hay en los bares, «la gente priva mezclas de cuarenta mil colores». Ellos beben cerveza: «Pasamos el día bebiendo como héroes». Ven llegar varios autobuses llenos de oficiales de diversas armas y con muchos indochinos y soldados de otras colonias. La plaza de la ciudad está muy arreglada, con colgaduras de papel por los árboles, y un ramo de flores con una cinta de seda tricolor en el monumento. Coches y motocicletas. Los músicos del kiosko de la plaza tocan «España» de Chabrier y varios pasodobles. Vuelven al tren.

Toulouse les parece una ciudad muy sucia. En los tranvías los cobradores son mujeres. A mi padre siempre le sorprende que haya mujeres trabajando. Cogen otro tren, que corre a lo largo de kilómetros paralelo a un canal flanqueado de álamos, quizá el mismo que cruzaba la ciudad. El tren «lleva 15 unidades metálicas de viajeros, tres vagones de mercancías, el furgón, el restaurante y el coche correo». Viajan en tercera, en un vagón que tiene diez compartimentos, en cada uno de los cuales caben ocho viajeros. Le sorprende la limpieza y la eficacia de estos trenes franceses, las barras de acero inoxidable, las luces fluorescentes, le sorprende que en los servicios haya agua, jabón líquido y toallas de papel. Le sorprende poder tomar estas notas con el tren en marcha. «Hay muy poca gente en los campos», anota después de mirar a través de las ventanas. Todo está verde y dorado de las cosechas aún sin recoger.

Qué visión tan hermosa, me digo. ¿Cómo puede ser tan hermosa? Es esa extraña felicidad de las palabras: «hay muy poca gente en los campos», «las cosechas están sin recoger», que nos dan otra forma de mirar el campo y la naturaleza. ¿Acaso los campos no están siempre vacíos o medio vacíos? Me agrada comprobar que su forma de mirar no es mi forma de mirar, que su impaciencia es distinta que la mía.

Orleans está lleno de americanos, entre ellos algunos negros. Hemos de entender soldados americanos, porque también aparece la mención de un coche de policía militar americana. Madrigal y mi padre duermen en la sala de espera de la estación y a la mañana siguiente pasean por la ciudad y van a una taberna junto al río donde toman café y un croissant. Comienzan a llegar obreros que van a tomar el primer trago de vino del día. Todos se dan la mano entre sí y también se la dan al dueño. El dueño ha instalado un sistema de gomas para rellenar las botellas desde la bodega. Mi padre siempre se siente fascinado con lo «práctico».

En París cenan de sus provisiones en un bar «con aspecto de boîte», muy romántico y con música suave de la radio, donde les cobran 200 francos por dos cañas. «No damos pourboire [propina], como es natural.» En la mesa de al lado «el dueño o lo que sea está comiendo con una gachí muy interesante». Les cuesta encontrar un sitio donde dormir en París, y terminan en un camping (él lo llama «campamento») que está detrás de un pequeño cementerio, cerca de la puerta de Orleans. Ponen la tienda bajo la lluvia, y luego van a uno de los restaurantes de estudiantes de la calle Citeux, cerca de la Gare de Lyon, donde por 180 francos les sirven una bandeja grande de aluminio con judías secas, judías verdes, patatas, dos filetes, carne de melón, melocotón y «pan a discreción». Conocen a un sueco que habla español y les cuenta que está casado con una mujer francesa y que tiene un hijo, y que ahora los dos están en el pueblo de la familia de ella. «Él nos dice que es internacional», y después de insistirle les cuenta que nació en Inglaterra pero no quiere ir por allí para no hacer el servicio militar. «Es un buen pacifista», anota mi padre con admiración. Tuvo problemas en España, pero no entiendo bien por qué (es posible que mi padre tampoco lo entendiera): en San Sebastián le rompieron la tienda; albergó en su tienda a dos muchachos españoles «que no aceptaron por estar la señora de él en la tienda». Tienen una larga conversación con él, los tres metidos en su tienda para protegerse de la lluvia. El sueco-inglés les enseña una bandera azul celeste con una bola del mundo rodeada de una corona de laurel y con la inscripción latina «PAX», la bandera de los internacionalistas.

¿Dónde quedó aquella idea, aquella bandera?

En el camping hay un «albergue» (entonces comprendo que este camping no es sino el parque o el jardín de un Auberge de Jeunesse) con una sala de estar en la que hay una televisión apagada: es posible que no funcione, o que ya no haya programación. Jóvenes de diferentes países: suecos, noruegos, suizos, escoceses, que cantan varias canciones, alemanes, belgas, holandeses, italianos. Madrigal y él son los únicos españoles. Pero ellos no cantan. En los baños no hay distinción de sexo. Hay coches, motos y bicicletas. ¿Dónde? Vuelve a llover durante la noche, pero la tienda resiste.

¿Por qué cantaban tanto en esa época? Todos cantan, normalmente canciones de su país. Mi padre tenía varios libros con canciones de todos los países, y él tocaba muchas de ellas con la armónica, que era su instrumento, el único que aprendió a tocar en su vida. Tocaba bastante bien, teniendo en cuenta las limitaciones del instrumento. En uno de sus libros, un Puffin Book que se titulaba Songs from Around the World, había una canción de Schubert, Heidenröslein. Mi padre tocaba y cantaba también La trucha y El tilo, pero esta última no la conocía entera. Éstas eran sus canciones favoritas: las tres de Schubert mencionadas, The Last Rose of Summer, de Flotow, la Canción sueca de la primavera, tal como la canta Ingrid Bergman en alguna película, y Drink to me only de Ben Jonson, a las que habría que agregar «Das himmlische leben», el último movimiento de la Cuarta Sinfonía de Mahler. No puedo escuchar ninguna de estas melodías sin sentir lágrimas en los ojos.

Me sorprenden las cosas que le sorprenden. Le sorprende ver, por ejemplo, que a la entrada de la Gare du Nord un taxista choca con otro vehículo y le hace una abolladura y ambos conductores se ponen a discutir «de forma pacífica», sin darse de bofetones. Siguen ocho páginas en blanco, correspondientes (supongo) a su estancia en París. Mi padre dejó el hueco para poder apuntar más tarde unas experiencias que no quería olvidar y que le parecían valiosas, pero nunca llegó a hacerlo.

En tren hacia Inglaterra. El tren es de los antiguos, «tipo barco», pero limpio y con asientos mullidos. Al lado de Madrigal y de mi padre van «dos inglesitas con su plexiglás, su sombrerito, sus zapatos para pisar firme y tiesas en su asiento». Siempre le sorprende la firmeza con que pisan los ingleses, especialmente las mujeres. A través de las ventanas llueve sin parar. Luz agreste y perla de la lluvia. Relámpagos, truenos ahogados por el traqueteo del tren. Al cruzar por una zona de combates de la última guerra, se ven restos de material, trincheras, búnkeres y luego un desolador paisaje de fábricas abandonadas. Llueve a placer. Entre el agua y la niebla se ve la costa. Ahora hay arena a ambos lados del tren; al parecer, cuando el mar se pone bravío las olas pasan por encima de la vía. Es como si atravesaran una playa interminable. Los tejados inclinados de Boulogne, grises de lluvia. Llegan a Calais Maritime a la una y media de la tarde. Milagrosamente ha dejado de llover y sale brevemente el sol, un sol indeciso que proyecta una luz azulada. Madrigal y mi padre bajan a la playa para ver el mar. Entre las dunas todavía hay restos de búnkeres y de defensas de hormigón. Es un mar verde y terrorífico. Pero la luz es hermosa. El sol parece como una lámpara suspendida de un cielorraso de terciopelo sobre la verde cámara del mar. Es el sol del norte, que brilla sin llegar a iluminar.

El barco en el que cruzan a Inglaterra se llama Invicta, y es uno de los que participaron en el desembarco. Rumores de minas antisubmarinos en el mar. Cuando comienza el balanceo, los que están dentro contemplan a los que caminan por la cubierta tambaleándose. Salta mucha espuma de las olas, es mejor permanecer dentro. Hay primera clase, que son unos sillones muy cómodos; Pullman, una especie de camarotes; segunda clase y tercera, que son unos bancos forrados de cuero y muy mullidos. Hacia las cinco y media divisan entre la bruma las «blancas rocas de Dover». Sigue sin llover, pero no acaba de despejarse. El sol sigue luciendo por allá, arriba, apareciendo y desapareciendo entre las nubes.

Al pie de la escalerilla ya divisan al primer policeman. Unos marineros con gruesos jerséis azules ayudan a descender a las señoras. Llevan cada uno doscientos cigarrillos y una botella de licor, el máximo permitido. Las botellas son un encargo de un amigo, Andrés Vacas, para que las dejen en Londres. Les marcan el morral y los bultos con tiza amarilla. «Ya estamos en Inglaterra y todo es completamente diferente.»

Preguntan por el Youth Hostel, y un joven muy amable les conduce equivocadamente hasta el YMCA. Se asombran al ver tanto lujo: criadas, alfombras, un piano, butacas, una radio encendida. Caminan por la ciudad, toda invadida de unos pajarracos que graznan sin cesar. «Deben de ser gaviotas.» Dios mío, ¿es que mi padre no conoce las gaviotas? ¿Será ésta la primera ocasión en que ha visto el mar? Hay muchas colgaduras por todas partes para celebrar la coronación de Isabel II, y también autobuses rojos. En lo alto de un monte hay un castillo iluminado. Entran en varias tiendas de comida para comprar pan, pero no encuentran, y tampoco entienden los alimentos que venden allí. Preguntan en una heladería dónde pueden comprar pan y les dirigen a un restaurante donde les venden medio pan, aunque no una barra, sino un pan que es «todo miga». Se sientan en una cuesta de cara al mar para terminar de cenar. Sale un hombre de un huerto, les saluda, y luego vuelve a meterse y regresa con unas cebollas. Mi padre se siente feliz. «Esto se pone bueno.» ¿Por qué es todo el mundo tan amable?

Callejean. Encima de las casas hay antenas de televisión en forma de H o de X. En la calle principal hay varias iglesias y también una casa de la masonería, con el ojo flotante, el martillo y el compás. Unos jóvenes les indican dónde pueden encontrar fish cheap shops. Mi padre confunde la «i» larga de cheap por la «i» breve relajada de chip, no entiende que se trata de fish and chips, pescado con patatas fritas. Su inglés es todavía teórico. Pronto dejará de serlo y se convertirá en una lengua vivida. Piden una cerveza en un pub, pero el cantinero les explica con una sonrisa que pasan dos minutos de la hora permitida.

Pernoctar en el YMCA les cuesta 15 chelines, una cantidad extravagante. Duermen en el salón de lectura, en unas literas al lado del piano. No creo que mi padre haya estado nunca antes cerca de ningún piano. A la mañana siguiente van a desayunar y siguen deslumbrándose con el lujo del lugar. «Relojes y adornos del siglo de la pera.» Mi padre anota meticulosamente todo lo que les sirven en el desayuno, y describe de esta forma encantadora los primeros corn flakes de su vida: «Menú empieza con una mezcla de leche con algo muy parecido a las patatas fritas aunque no son patatas. Ni idea de lo que es. Está muy bueno». Después… «Después rebanadas pan con margarina, que es como la mantequilla, y mermelada de naranja. Luego algo parecido a bacalao con leche y adornado con unas ramitas parecidas al perejil. Después té con leche y tostadas de pan con margarina. Con té jarra de agua caliente para rebajarlo.» Todo lo encuentra delicioso.

«Compramos sellos en oficina de correos. Todo está muy organizado y todo el mundo es muy pacífico.» Su impresión de Inglaterra tiene algo de paraíso en la tierra. En el tren, las butacas de tercera le recuerdan a las de primera de España. El paisaje que se ve a través de las ventanillas «es parecido a un parque». Vallas de alambre o de hierro separan los prados. Antenas de televisión en los tejados. Trigo sin segar. Pasan por Canterbury, luego por Richmond. Por toda partes se ven «carreteras estupendas y a granel, con avisos y señales por todas partes». La idea de un país que es un parque, perfectamente organizado y señalizado. Hileras de casas idénticas con altas chimeneas, cada una con su jardín. Iglesias parecidas a castillos. Cementerios con sus hileras de piedras sobre el césped. Es imposible saber cuándo termina una ciudad y comienza otra. Es imposible saber cuándo comienza Londres.

A su lado se sienta un hombre que le recuerda al cura irlandés de Las campanas de Santa María (una película que yo odiaba cuando era niño), «muy simpático en su charla». Luego se une a él su nieta, una muchachita con guantes y sombrerito, que se sienta muy derecha en su silla. «No suelta más palabras que las precisas, y girando como una autómata al contestar.» La amabilidad de los ingleses, la rigidez de los ingleses.

Estación Victoria. «Masas de público, pues es Sábado, pero sin aglomeraciones. Ni una voz se oye. Se van a pasar el week end. Disfrutan a su manera.» Siguen descripciones muy minuciosas del metro de Londres, llenas de admiración y deslumbramiento. El empleado pulsa un botón y el billete sale disparado, pulsa otro y las monedas del cambio salen disparadas y caen a un receptáculo metálico donde uno las recoge. Muchas máquinas tragaperras. Muchas mujeres en los andenes. ¿Es que en España no había mujeres?

Van a Paddington para seguir el viaje en tren hacia los Cotswolds. El sol no acaba de salir: se le ve brillar al otro lado de unas nubes que «parecen humo». Le sorprenden los uniformes de «paño muy bueno» de los mozos de carretilla de la estación. Le admira que esté todo asfaltado, los suelos de caucho, la limpieza. Nada más salir el tren de la estación comienzan a cruzar suburbios, aunque cada casita tiene su jardín y cada jardín tiene su cantero de narcisos. Es Sábado. Ven a gente descansando en hamacas o segando el césped. Se ven muchos canales. Verdes canales con muros de piedra y esclusas complicadas. Un poco más allá, otras esclusas. Juncales. Terreno llano, monótono. Mucho ganado. Fábricas a lo lejos. Los ríos parecen no moverse. Un campo de cricket donde están jugando un partido. No hay público. Cottages cubiertos de paja. En el tren se encuentran con un inglés, Eric, que también va al «campamento», con un suizo y con un español de Salamanca, de nombre García. ¿A qué se debe esa costumbre de llamarse por el apellido? ¿Por qué «Madrigal» y no su nombre de pila? Madrigal, Pomares, Vacas, Mesa, los amigos de mi padre.

Cambian de tren en Kingham. Son las cinco de la tarde, y Eric propone que vayan a tomar el té. Van a una «residencia» que está cerca de la estación, al borde de la carretera. Delante hay un jardincillo y un poste con el nombre de la casa. Hace un día estupendo y el sol no calienta. En el interior todo es antiguo, pero lujoso, brillante y ordenado. Buenas alfombras. Cuernos, armas, cacharros de cobre. Rótulos en letra gótica. Se sientan en la salita y les traen una tetera, tazas, leche, azúcar (aunque está racionada) y agua caliente para rebajar el té. «El té no está colado. Debe de ser costumbre.» García, como buen español, no quiere té y bebe agua. Madrigal se ha quedado en la estación cuidando los bultos. «Aunque aquí no hace falta, nosotros no estamos acostumbrados.» Toman dos tazas cada uno. «Hay un ambiente de tranquilidad y reposo estupendo. Flores en todos sitios. Libros, etc., etc.» Mi padre está asustado pensando en lo que les va a costar todo aquello, pero son sólo «6 d» cada uno. ¿Qué significa «6 d»? Al salir ven una boda. La novia va de blanco, y el novio con un traje color verde claro. Dos chicas con traje largo y guantes verdes hasta el codo. Lanzan confeti al aire. Un coche con cintas de seda blanca sobre el motor.

¿Un hombre vestido con un traje color verde hoja? ¿Serán Titania y Oberón, que saludan a mi padre y le dan la bienvenida a la isla?

Cogen otro tren hasta Andoversford, donde les espera el warden del «campamento», un holandés que habla un inglés perfecto. El campamento está casi a cinco millas y no hay medio de transporte para llevarles hasta allí: tienen que ir andando y cargando con sus bártulos. Mi padre nunca pierde el optimismo, y anota «paisaje estupendo. Carreteras por todos sitios en lugar de caminos». Le asombra el asfalto, aunque tenga que recorrerlo a pie. Están en los Cotswolds, una región de colinas y de pueblos de piedra, una de las más pintorescas de Inglaterra.