Lluvia

Mi habitación se abre a la lluvia.

Mi ventana es un ojo abierto a la sorpresa de la lluvia de Madrid. Es una habitación de Madrid, lo cual es misterioso, porque hacía muchos años que no vivía en Madrid, y ahora, cuando pienso en esta ciudad, mis recuerdos se parecen mucho más a los sueños que a los verdaderos recuerdos. Sin embargo, puedo pensar que es uno el que recuerda y otro el que sueña. Qué extraño, comenzar una historia declarando que el que la cuenta es, en realidad, otro. Qué extraño ser otro y perderse en las ensoñaciones de la lluvia de Madrid. Qué dulce era la lluvia en Madrid sobre las losas grises. Puesto que ya no puedo recordar Madrid, la sueño. Entonces encuentro la libertad. Mis sueños no son míos. Mis recuerdos, en caso de tenerlos, serían míos, lo cual les despojaría de todo aura de misterio, pero mis sueños no son míos. Soy libre, puesto que puedo soñar Madrid. No soy yo el que escribe estas páginas. No soy yo el que sueña. Nadie es responsable de sus sueños (al menos, esto era lo que creía yo hace un año), y por tanto, puedo soñar la lluvia sobre las losas grises de las calles de Madrid, la lluvia cayendo por entre el laberinto de acacias, la lluvia atravesando la luz transparente de Madrid en el laberinto de acacias y plátanos, los cedros de los jardines de las embajadas y las románticas calles empedradas en las que se elevan hoteles de principios de siglo pintados de amarillo limón. Seguramente casi nadie reconocerá esas imágenes: la intensa claridad de los días de otoño, las aceras llenas de hojas amarillas, las nervaduras delicadas de las hojas de los arces cubriendo la acera como una alfombra, las madreselvas surgiendo sobre los muros de piedra, las calles empinadas, la paz misteriosa de esos barrios ajenos al tiempo.

Sólo en otoño suceden cosas en Madrid. En otoño la realidad desciende como una lluvia fina. Es la realidad lo que pone las hojas amarillas. Sé que nunca podré disfrutar del otoño en ningún lugar más que en Madrid, porque sólo durante el otoño Madrid se abre entre las nubes de la ensoñación y entra en la nítida claridad de lo real. Y ya sé que muchos se escandalizarán cuando digo que lo real es algo que puede «caer» desde lo alto, igual que la lluvia, igual que la luz del sol. Y habrá otros que piensen que la luz es la verdadera realidad de Madrid, la luz del sol estallando en las cúpulas de pizarra y en las galerías acristaladas del barrio de Salamanca y brillando desordenadamente en las arboledas de acacias y plátanos y pseudoplátanos (Dios mío, nunca me había dado cuenta de que había tantos árboles en Madrid: ¡verdaderamente es ésta una ciudad-bosque, una villa de las florestas!), pero esa luz radiante y cruel de los veranos de Madrid trae una realidad suavemente imposible, su violencia no sabe qué hacer con una ciudad tan dulce y femenina. Quizá si un biplano pintado de amarillo cruzara los cielos. Quizá si los cisnes del estanque del Palacio de Cristal gritaran como gansos salvajes en vez de girar pacíficamente alrededor de los abetos hidrópicos. Lo cierto es que no sabemos qué hacer bajo esa irradiación, y que, cuando en medio del verano cae de pronto la lluvia, una de esas feroces tormentas de verano que duran unos minutos, más parecidas a un episodio de una ópera que a un verdadero fenómeno meteorológico, Madrid recupera de pronto su realidad, y todo se hace vivo, todo respira, todo es de pronto lo que es, los cristales son transparentes, brillan los techos de los coches, las losas de las aceras reflejan la luz del cielo, el aire se llena del perfume de la tierra mojada, porque Madrid sólo es real bajo la lluvia.