Ada o el ardor

Pasó un curso entero. Llegó la primavera, y el jardín de Matilde se llenó de celindas. Florecieron las rosas que había en el jardín delantero y las hortensias que Josefina cultivaba en varios macetones del jardín de atrás, las rejas de Madrid se cargaron de lilas y de glicinas, y los muros de la Calle de las Hadas se llenaron de flores de madreselva asediadas por miles de mariposas doradas.

Mateo y Matilde decidieron irse a Viena para visitar a Fabricio. El viaje duraba tres días viajando de día y de noche en lentísimos trenes expresos que, a pesar de su nombre, eran precisamente los que iban deteniéndose en todos los pueblos. Los billetes tenían en la parte de atrás una larga lista donde se recogían los nombres de las estaciones y los números y horarios de todas las conexiones que era necesario realizar para llegar hasta Viena, con cambios de tren en Barcelona, en Montpellier, en Niza, en Génova y en Venecia.

Una semana antes de salir, Matilde empezó a sentirse muy cansada. Después de una semana de agotamiento y debilitamiento progresivo fue al médico, que le diagnosticó una hepatitis tipo A, una enfermedad relativamente benigna pero que le impedía viajar. Matilde tenía que meterse en la cama y reposar. Tenía que leer, oír música, tomar tostadas con mermelada y no moverse mucho. El reposo podría durar varios meses. Mateo pensó en quedarse en Madrid, un poco agobiado ante la perspectiva de hacer un viaje de tres días completamente solo, pero luego pensó en caballos de piedra por los cielos de Viena y en Fabricio el Grande y en la sombra de Schubert caminando bajo la sombra de los tilos y supo que su destino era hacer ese viaje, que tenía que cruzar Europa para reunirse con su amigo. El día antes de salir, fue a visitar a Matilde para despedirse de ella y la encontró en su habitación del piso de arriba metida en la cama. Se había cepillado el pelo y se había puesto (según le explicó cuando él le preguntó por el aroma que llenaba la habitación) un poco de agua de rosas, que era su perfume de esos días, una esencia natural que no olía realmente a perfume, sino a flores recién cortadas. Su habitación estaba llena de la luz del jardín, esa luz transparente y demasiado amarillenta de algunas mañanas de Madrid, que parecen resentirse de un exceso de realidad. Estaba cansada, como desconectada de las cosas, ligeramente distraída, y no le prestó mucha atención.

—Me voy a Viena mañana —dijo Mateo.

—Ah, ¿sí? —dijo ella sin apenas mover los labios—. Pensaba que no ibas a ir. Pensaba que ibas a quedarte.

—Sí, he decidido ir a pesar de todo.

Ella miraba insistentemente la pared de enfrente, donde había una reproducción de un cuadro de Gauguin en el que se veía una escena tropical llena de árboles y flores, perros y muchachas.

—Más tarde, cuando estés bien, iremos los dos a Viena —dijo Mateo, desorientado por la poca expresividad de su amiga.

—Sí… —dijo ella poco convencida—. ¿Cuánto tiempo vas a estar?

—Dos semanas.

Ella evitaba mirarle. Estaba pálida, distraída. Mateo pensó que era como si el hecho de estar enferma la hubiera llevado hasta una órbita propia, alejada de la vida común. Era como si las cosas que le contaba, las incidencias del largo viaje que le esperaba, los cambios de tren, las fronteras, todo aquello de lo que llevaban semanas y semanas hablando, hubiera perdido para ella todo interés. Pero en realidad no estaba distraída, sino apenada. No le miraba para no llorar. Todo esto lo supo más tarde. Aquella mañana, en la luz color celinda de su cuarto, lo que pensó es que en realidad a ella le importaba un bledo si él iba o venía.

No, Matilde no estaba distraída, sino decepcionada. Seguramente ella había pensado que Mateo renunciaría a su viaje para quedarse con ella y cuidarla. Había pensado que él, su amigo del alma, estaría a su lado entreteniéndola, trayéndole libros y noticias del exterior, mientras ella reposaba y tomaba tostadas con mermelada sentada en su cama o recostada en una silla en el jardín, y que su larga y aburrida enfermedad sería de este modo mucho menos aburrida. Sin embargo Mateo huía, se montaba en un tren, se decidía a hacer solo el viaje que habían planeado hacer los dos juntos. Pero Mateo no se daba cuenta de nada de esto, o había decidido no darse cuenta.

—Bueno, me voy —dijo él finalmente—. Tengo que hacer la maleta.

—Te acompaño abajo —dijo ella.

—No, no, quédate en la cama.

—No pasa nada. No tengo que estar metida en la cama todo el rato. Puedo andar un poquito.

Retiró el edredón y sacó las piernas del embozo, buscando las zapatillas que estaban al pie de la cama para ponérselas. Tenía un pijama rojo de algodón muy fino, y las perneras se le subían por encima de las rodillas dejando las rodillas desnudas. Aquellas rodillas, por alguna razón inexplicable que iba mucho más allá del deseo o de la atracción física que sentía por Matilde, le parecieron a Mateo intensamente conmovedoras. Eran grandes, limpias, redondeadas, rodillas mullidas, pálidas, rosadas, sin atisbo de dureza ni señal alguna de los huesos poderosos que se escondían en su interior, luminosas casi como si estuvieran hechas de mayólica. La visión de aquellas rodillas rosadas y virginales, inocentes y sensuales al mismo tiempo, desenvueltamente exhibidas a la tibia luz de la mañana de fines de Marzo y en medio del dulce aroma de rosas que llenaba el cuarto de su amiga, le produjo una intensa sensación de amor y de ternura, pero también una punzada de callada desesperación. Sintió que jamás podría besar aquellas rodillas redondas y frías, y que aquel atisbo de su cuerpo tierno y perfecto que ella le ofrecía con tanta confianza, como si él fuera un hermano menor o un viejo amigo de la familia, no era en realidad sino una humillación más. Porque aquellas eran inequívocamente unas rodillas de mujer, y eso era lo que su amiga no quería ser para él: deseaba seguir siendo una niña, una amiga, una hermana, pero no una mujer de bellas rodillas sensuales. Y allí, en aquel mismo instante, decidió renunciar para siempre a Matilde, no volver a verla jamás. Bajaría con ella la escalera, besaría sus mejillas con helada educación, le diría adiós, se marcharía a Viena, y a su regreso a Madrid se olvidaría de su teléfono, del lugar donde vivía y hasta de su nombre. Aquello se había terminado. Las celindas, los cafés, las conversaciones, el perfume de rosas, los iris marchitándose en su jarrón, el contacto de sus manos ardientes, el amor inútil, la ternura inútil, el deslumbramiento ante su carne tenue y temible, todo aquello se había acabado para siempre.

A su regreso de Viena, Mateo se sentía una persona diferente. Dejemos para mejor ocasión el relato de sus aventuras vienesas, las dos semanas gloriosas pasadas con su amigo Fabricio. Resumamos diciendo que en el viaje de ida, pero especialmente en el de vuelta, atravesando los Alpes y la península de Italia, Mateo había adquirido la sensación física y espacial de Europa y se había visto a sí mismo como parte integrante de un viviente paisaje. Mateo llevaba viajando por Europa con sus padres desde que era niño, pero nunca como ahora había comprendido realmente lo que significa Europa, Europa como construcción y como sueño. La sensación de estar en el corazón de Europa atravesando un valle en los Alpes o una calle en Salzburgo. Europa como el presentimiento de una red invisible que lo conecta todo por encima, los sonidos de las campanas de las iglesias a través del campo (que establecieron ya en el siglo XV la obsesión cronológica de Europa y convirtieron el Tiempo y su medición en la música de Europa), la sensación protectora del castillo encaramado en su loma y de la fortaleza abrazando su ciudadela, la torre de la catedral surgiendo por encima de los olmos y el reloj del Ayuntamiento asomando su ojo numerado por encima de los tejados, los vuelos de las palomas al amanecer, los vuelos de las golondrinas al atardecer, los vuelos de los murciélagos al anochecer, las hileras de castaños de los paseos que unen sus ramas en lo alto, la forma en que las ramas de los plátanos de los bulevares tropiezan en primavera con el techo de los autobuses, los cables de los tranvías y de los trolebuses que llenan con su feo reticulado el cielo de las ciudades. Toda Europa está cubierta de nubes, y además cubierta de mensajes, de voces, de ondas de radio, de cables eléctricos, de telegramas, de palomas, de torres que otean en la distancia, de relojes que miden el Tiempo, de aves migratorias, de idiomas que atraviesan las fronteras. Europa es el sueño de un continente consciente de sí mismo, controlado y determinado por una invisible tela de araña hecha de obispos muertos, caballeros muertos, villanos muertos, fosas comunes, vasos con reliquias sagradas, puertos fluviales, plazas públicas, altos hornos, teatros de ópera, monumentos en medio del bosque, miradores en lo alto de la colina, castillos convertidos en hospitales, cárceles convertidas en ministerios, mansiones convertidas en museos. Europa es el sueño de un continente donde toda la naturaleza es parte de un decorado, un continente transformado en un gran parque. Entonces comprendió Mateo que el parque de Flermonde de la visión que había tenido en el parque de Berlín mientras esperaba a Matilde era, en realidad, Europa, y los que caminaban por él en busca de las míticas verjas que señalarían los confines del parque estaban en realidad intentando averiguar cuáles eran los límites de la construcción que llamamos Europa, porque todo lo que construimos acaba encerrándonos y toda fortaleza acaba siendo una cárcel.

A su regreso a Madrid, Mateo se sentía una persona más adulta y más importante y se dio cuenta de que tenía la fuerza necesaria para no llamar a Matilde. La imaginó metida en cama, aburrida, leyendo novelas de Virginia Woolf, pintando flores con su caja de acuarelas y esperando su llamada. La imaginó sentada en una silla entre las celindas de su jardín, «tomando el aire», desayunando una taza de té (¿estaba el té prohibido durante la hepatitis?), mordisqueando tostadas con mantequilla y mermelada de cereza y esperando que en cualquier momento sonara el teléfono. Pero el teléfono no sonaría, y no sonó. Pasó una semana y Mateo comprobó asombrado que había logrado no llamarla. Y luego pasó otra semana más. Ahora Matilde ya debía de saber con toda claridad que no la llamaba no porque estuviera cansado por el viaje o porque tuviera cosas que hacer (¿qué cosas tiene uno que hacer en Junio, al fin y al cabo?) sino, simplemente, porque no quería hacerlo. La imaginaba pensando en él, preguntándose qué habría hecho durante aquellas dos semanas en Viena.

Unos meses atrás, Mateo había leído Rojo y negro de Stendhal, un libro que le había fascinado completamente y en el que había creído aprender cosas sorprendentes sobre el amor y sobre el corazón femenino. Julien Sorel está profundamente enamorado de una joven errática y caprichosa, Mathilde de la Mole, pero no sabe qué hacer para ganarse sus afectos. Ella a veces parece apasionadamente dispuesta hacia él y al minuto siguiente, especialmente si él le manifiesta alguna muestra de ternura o de afecto, le rechaza e incluso le trata con desprecio. Durante un viaje a Estrasburgo, Julien le confía sus problemas sentimentales a un antiguo conocido, un príncipe ruso llamado Korasoff que es, por lo que parece, todo un experto en el arte del amor. «Recuerda la gran máxima de tu época», le dice el príncipe: «“Sé siempre lo contrario de lo que se espera de ti”.» Y ése es su primer consejo: fingir siempre, tener buen cuidado de no ser nunca espontáneo ni natural. A continuación, le indica que hay ciertos pasos que debe seguir, en primer lugar empezar a cortejar a alguna dama de sociedad a fin de convencer a Mathilde de que ha perdido todo interés por ella. «Te dispones a representar una comedia», dice el príncipe, «pero si se descubre que estás actuando, estás perdido.» Sorel reflexiona que el aristócrata ruso debe de saber lo que dice. «El arte de la seducción es su fuerte», se dice, «lleva quince años sin pensar en otra cosa, y ahora tiene treinta. No carece de inteligencia; por el contrario, es listo y procede con cautela. El entusiasmo y la poesía son una imposibilidad en un carácter como el suyo. Es un profesional, y por esa razón no es posible que se equivoque. Sí, voy a hacer lo que dice… Voy a seguir el consejo de mi amigo en vez de confiar en mí mismo.» La técnica de Korasoff es simple: comportarse con la mujer predilecta como un bastardo sin sentimientos, tratarla con total displicencia y procurar que jamás, bajo ninguna circunstancia, note que es querida. Esto mismo es lo que se dice Julien en uno de sus encuentros con Mathilde: «He de procurar por todos los medios que no note que la adoro; si no, todo estará perdido».

¡Qué extraño era todo aquello! Pero ¿aquello funcionaba de verdad? Su propósito no era realmente seducir a Matilde ni lograr que ella se entregara a él, ya que sabía que tal cosa no iba a suceder, pero a pesar de todo decidió aplicar las lecciones del príncipe Korasoff adaptándolas a su caso y comportarse con su amiga como un perfecto desalmado. Fingiría haberse olvidado completamente de ella, haber perdido todo interés en su persona y en su compañía y se aseguraría, además, de que ella se enterara de que había perdido el interés y ni siquiera se preocupaba de ocultarlo.

Sus padres le preguntaron por Matilde, y él les dijo que no sabía nada, que hacía tiempo que no la veía. Pero ¿no había ido a visitarla ni una vez desde su regreso de Viena?, le preguntaron, algo escandalizados por la falta de corazón de su hijo, que se olvidaba de su amiga cuando estaba enferma. Un día de aquéllos Josefina, la madre de Matilde, pasó por la casa de Mateo para ver a sus padres, y ya cuando salía, esperando el ascensor en el descansillo, le dijo a Mateo que Matilde seguía en cama, que estaba aburridísima y que por qué no se acercaba algún día a hacerle una visita. Mateo le dijo, poniendo su mejor sonrisa, que no iba porque no le apetecía, y vio en los ojos de Josefina casi una expresión de sobresalto, como si jamás hubiera esperado una respuesta así de labios de Mateo. Sabía que Josefina, que era incapaz de callarse nada, iría derecha a repetirle sus palabras a Matilde. Más tarde se enteraría de que al oír aquella declaración extraordinaria, que Mateo, su confidente, su príncipe de la infancia, su amigo del alma, no iba a verla cuando llevaba un mes enferma «porque no le apetecía», Matilde había llorado. Aquello le asustó. ¿No habría ido, quizá, demasiado lejos? Sin embargo, su remordimiento por el castigo que estaba infligiendo a su amiga no era nada comparado con la voluptuosidad que sentía al ser implacable. Era un placer amargo el que sentía, nacido del resentimiento y alimentado todavía con más resentimiento. El dulce amigo especial, el eunuco del serrallo, había demostrado finalmente que también era un gallo con espolones afilados, que también él era capaz de herir.

Mateo estaba ocupado con sus ensayos. Ahora ya no ensayaban en el hotelito de Lomax, que no resultaba cómodo por la dificultad de desplazarse allí desde Madrid, sino en uno de los locales de ensayos de Tablada, donde había también un pub abierto al público y en cuyo escenario se había estrenado Catoblepas unos meses atrás. Al mismo tiempo, Jorge no había renunciado a crear un grupo para tocar su propia música, y habían formado un cuarteto con un saxo tenor que se llamaba Lorenzo Solano y tocaba en Suburbano, uno de los grupos míticos de esa época, y un batería que se llamaba Jose Vázquez pero al que todos llamaban Jose Ropero (más tarde, Roper) porque estudiaba percusión con un profesor del Conservatorio que tenía ese apellido.

Más cosas estaban sucediendo en su vida. Leyó Ada o el ardor de Vladimir Nabokov, que le pareció el libro más bello que había leído jamás. Al mismo tiempo, y después de meses o quizá años teniendo crecientes dificultades para leer los subtítulos de las películas, Mateo fue al oculista y le notificaron que tenía miopía y debía usar gafas. Se miraba en el espejo con sus nuevas gafas de pasta y se decía que con aquel instrumento colgado de la nariz tenía todavía más aspecto de desdichado. Se pasó un par de días mareado e incapaz de calcular la altura de los bordillos de las aceras, contemplando fascinado cómo las líneas y las perspectivas se deformaban cuando volvía la cabeza de un lado a otro, y comprobando, después de ponerse y quitarse las gafas muchas veces, que las lentes hacían parecer los objetos un poco más pequeños de lo que eran en realidad, pero enseguida sus ojos se adaptaron a la nueva forma de ver las cosas, las deformaciones ópticas desaparecieron y un mundo desconocido se le reveló en todo su esplendor, ya que Mateo tenía más de dos dioptrías en cada ojo y llevaba años viendo imágenes borrosas sin darse cuenta. Era sobre todo la extremada delicadeza del mundo, el maravilloso detalle y perfil que tenían todas las cosas, la nitidez extraordinaria de los miles y millones de hojas de los árboles de un paseo, la precisión asombrosa de las flores. Algo había cambiado en sus ojos, y su forma de escribir cambió también. Abandonó el estilo pensativo y envolvente de Cortázar y se abismó en la prosa visual de Nabokov. Algo había cambiado en sus ojos, pero no a causa de las gafas, sino a causa del irónico y juguetón autor de Ada, Pálido fuego, Pnin, novelas que devoraba con una creciente sensación de esplendor y de vértigo. Allí estaba el dominio verbal de Joyce y la pasión por contar de Dickens, la síntesis entre la belleza deslumbrante del lenguaje y el encanto de las viejas novelas que se leen con el deseo de saber qué pasa después. Ésta era una literatura como sólo parece posible en los sueños, en los que podemos volar, hablar en idiomas desconocidos y respirar bajo el agua. A partir de entonces, y hasta el fin de sus días (acaecido en la década de los cincuenta del siglo XXI), Nabokov fue su autor favorito.

—La prosa de Nabokov —le decía a Pedro—, nos recuerda cómo es el mundo en realidad. Nos recuerda que vivimos en el Paraíso, un Paraíso que nosotros enturbiamos con nuestros infiernos personales y con nuestra incomprensible maldad.

Poco a poco las transaminasas de Matilde iban descendiendo, y llegó un día en que el médico le dijo que podía salir de casa y dar breves paseos por las calles cercanas siempre que procurara no cansarse mucho. Matilde llamó a Mateo y le propuso que dieran uno de aquellos paseos suyos de antes por el parque de Berlín. En su tono no había ni tristeza, ni nervios ni reproche, y Mateo se preguntó si aquello que le habían contado de las lágrimas de Matilde no habría sido más que una mentira bienintencionada, pero no es probable que lo fuera, porque la naturalidad de Matilde era evidentemente falsa, y si de verdad no hubiera sentido su ausencia, ¿acaso no habría hecho algún comentario sobre aquellos dos meses que llevaban sin verse? Una voz amarga le sugirió al oído que podría rechazar su invitación, decirle que lo sentía pero que no tenía tiempo, o bien, de nuevo, que no le apetecía, y que de ese modo lograría satisfacer dos grandes placeres al mismo tiempo, el placer de humillarla y el placer de sentirse verdaderamente malvado y de destruir toda esperanza de felicidad para aquel maldito y dulce Mateo al que tanto odiaba. Pero el príncipe Mayerling venció al señor Urbanek, el toro podrido que olía a castañas asadas. Quedaron, como antaño, en la esquina de la iglesia mexicana.

El reencuentro con Matilde bajo los arcos de las ramas del parque de Berlín. Ella estaba diferente, pálida y muy hermosa, quizá más hermosa que nunca, con su bonito pelo castaño cepillado hasta hacerlo brillar. Estaba pálida, con los ojos un poco hinchados y aparentemente más grandes y profundos que antes. Las pecas habían desaparecido de sus mejillas. Iba como siempre sin sujetador, con una blusa color rosa bajo la cual se movían sus pequeños pechos, y unos ajustados pantalones blancos. Llevaba un collar de perlas sobre la V de su garganta y dos diminutos pendientes de perlas en los lóbulos de las orejas. Pasearon lentamente por el parque, inhalando en lentas inspiraciones el aire cálido del atardecer de Junio, perfumado de madreselva y abelmosco. Era la noche de San Juan, y había intimaciones de fiesta en el parque, más allá de las arboledas oscuras. Mateo le describió con los «vivos colores» de la vieja retórica la vida bohemia que llevaba Fabricio en Viena y le contó todas sus aventuras durante su viaje en tren, y era como si no hubiera pasado nada, como si fueran los mismos de siempre. Se hizo de noche y era el momento de que Matilde regresara a su casa. Estaban sentados en uno de los bancos de la parte alta del parque, medio hundidos en las sombras. En el cielo de verano brillaba la estrella de la tarde. ¿Se encenderían hogueras en algún lugar para celebrar el equinoccio de verano? ¿Saltaría alguien esas hogueras?

—¿Por qué no has venido a verme en todo este tiempo? —dijo entonces Matilde, sin atreverse a mirarle a los ojos y conteniendo las lágrimas.

Mateo no sabía qué decir.

—Le dijiste a mi madre que no te apetecía —insistió Matilde—. ¿Por qué?

Mateo no podía hablar. Pensó en ser ingenioso, en ser fastidioso, en ser hiriente, pero ninguna de esas posibilidades parecía la adecuada. De pronto se había puesto a temblar.

—Porque no quería sufrir —dijo por fin.

—He estado casi tres meses enferma —dijo ella—. Y no has venido a verme ni una vez, ni me has llamado siquiera por teléfono. ¿Por qué?

Mateo la miró a los ojos y pensó que nunca había visto en el rostro de ella una expresión tan grande de desconsuelo, y pensó también que de ningún modo podía soportar ver aquella expresión en su rostro nunca más. Era el gesto de un animalito apaleado que no sabe por qué le golpean.

—Matilde —dijo.

—Qué.

—Matilde.

—¿Qué te he hecho yo? —dijo ella—. ¿Yo qué te he hecho?

—Matilde.

—¿Es que ya no quieres verme más?

—Te quiero —dijo Mateo.

—Yo también te quiero —dijo Matilde.

Mateo acercó sus labios a los de ella y los labios de los dos se unieron, y por primera vez desde que se conocían se besaron en la boca como se besan los amantes, y siguieron besándose así durante un largo rato. Los labios de Matilde le sorprendieron todavía más que sus rodillas, con las cuales los relacionó inmediatamente. Eran cálidos, suaves, elásticos, húmedos, pero por encima de todo transmitían una intensa sensación de realidad, como si sólo ahora que la besaba pudiera él verdaderamente sentir que ella existía y que su carne existía. Cálidos labios de verano de la mujer que amaba, de la niña que amaba. Era como si al entregarle el calor animal de sus labios ella le estuviera entregando también toda su vida y toda su memoria, todos sus actos y las razones de sus actos. Regresaron a casa de ella cogidos de la mano, deteniéndose de vez en cuando a lo largo de las rosas de los jardines de Ramón y Cajal para besarse de nuevo y dejar que sus lenguas se conocieran, se empujaran y se acariciaran lentamente, como dos animalitos que se hubieran enamorado por su cuenta y vivieran a su ritmo su propia pasión de moluscos. El tocó uno de sus pechos por encima de la blusa, quizá con más curiosidad que sensualidad, y notó cómo ella le había entregado ya silenciosamente su cuerpo y no había nada que le separara de ella ni nada que ella deseara proteger ni guardar de él. Pensó que el príncipe Korasoff tenía razón, y que habían sido su crueldad y su determinación las que habían logrado por fin que Matilde se enamorara de él. Y con esa pedantería tan ingenua y tan cautivadora de los jóvenes, se maravilló de lo complicada que es la existencia.

—Torre —le dijo cuando se separaba de ella, bajo el pruno de hojas carmesíes de la entrada de su jardín.

—¿Qué? —dijo ella con una carcajada.

—Mañana te lo explico —dijo Mateo.

Se marchó a su casa caminando por López de Hoyos, feliz y poderoso como un joven gigante. Pensó en la muchacha que quedaba caminando por los pasillos y habitaciones de la casa donde todos dormían, también ella sonriendo en la oscuridad. La sensación de los labios de Matilde sobre sus labios. La sensación del calor de su cuerpo entre sus brazos.

Aquella noche, aquella noche al menos, las estrellas cantaban.