Reunión

Llegó por fin el día tan temido y deseado de la «pequeña reunión» de Federico. Mateo llegó diez minutos antes de la hora, y cuando entró en la casa se sorprendió de encontrar allí a Liroz. Iba con su uniforme: vaqueros y camisa blanca con una cajetilla de Ducados en el bolsillo del pecho.

—Che, boludo, qué decís —le dijo Liroz con su horroroso acento argentino.

—Vos sos el boludo —le dijo Federico—. ¿Cómo estás, Mateo? Permíteme el abrigo, gracias.

Mateo le entregó el abrigo a su perfecto anfitrión y luego les siguió a ambos por un pasillo largo y oscuro con forma de L que conducía a un salón inmenso y despoblado. Los padres de Federico habían alquilado un piso enorme del barrio de Salamanca que ahora no sabían cómo llenar, porque apenas tenían muebles ni objetos de decoración. Era un piso algo desangelado y un poco oscuro, con pasillos que surgían de la nada y se hundían en el misterio, con zonas deshabitadas y cuartos de baño que no correspondían a nadie y en los que nadie entraba jamás. Aunque apenas había muebles y las paredes estaban casi todas vacías, los libros y las revistas se amontonaban por todas partes. En el salón, que era donde iba a desarrollarse la «pequeña reunión», había una estantería donde se guardaba la colección de discos de tangos del padre de Federico, una gran mesa de comedor con ocho sillas y, en el lado de la ventana, un sofá de rafia, un cofre de madera ahumada que parecía haber pertenecido a Flint el Pirata y hacía las veces de mesa de café y una gruesa alfombra de pelo blanco. En las paredes, un póster de un cabaré de París de 1910, una carta de García Lorca enmarcada que contenía además un dibujito de un marinero de labios turquíes y traje turquesa, seguramente el tesoro familiar, y un gran poncho de lana de dibujos geométricos clavado en la pared con chinchetas. Dios mío, ¡qué encanto tenía todo aquello! Era como si la familia acabara de salvarse de un naufragio en el que hubieran perdido casi todas sus pertenencias.

—¿Qué es lo que suena? —preguntó Mateo, escuchando una extraña música de instrumentos exóticos en los altavoces.

—Les Luthiers —contestó Federico—. ¿No conocés a Les Luthiers?

Semos los colectiveros, que cumplimos con nuestro debeeeeer —cantaban Les Luthiers. Pero Mateo no sabía quiénes eran los colectiveros, ni por qué hablaban así los colectiveros, con aquel tono ovejuno e inculto, ni qué problema tenían exactamente los colectiveros, ni por qué decían «semos» en vez de «somos». Y Federico le explicó que los colectiveros eran los conductores de colectivos de Buenos Aires (que era como debía llamarse eso que en España llamaban, quién sabe por qué, «autobuses»), y que eran todos gallegos, es decir, españoles, y por tanto bobos, maleducados e incultos.

Apareció la madre de Federico, una mujer de largos cabellos oscuros y rizados y gafas cuadradas de pasta vestida con un jersey morado y unos pantalones negros, suavemente voluptuosa, muy atractiva, muy simpática, descalza, con los pies enfundados en gruesos calcetines color azul marino, con un libro en la mano y un dedo metido entre las páginas para no perder el lugar por donde iba leyendo, y estuvo hablando un rato con ellos y luego desapareció diciendo con aquel acento lánguido y floral que a todos les enamoraba:

—Pásenla bien, chicos. Intenten no drogarse mucho.

Poco a poco fueron llegando los demás invitados a la pequeña reunión: Javier Mengíbar, un amigo de Liroz de los boy scouts, que también estaba en el Ramiro y tenía el rostro cubierto de un acné escarlata que no debía de causarle el menor complejo, porque era muy simpático e imitaba el acento argentino casi tan mal como Liroz; Rodrigo Brunori, un chico argentino muy alto y delgado que vestía como un tupamaro y tenía sombras moradas bajo los ojos, Vila y Arturo, De la Hoz y González Hermoso, todos un poco cortados.

—¿Dónde están las chicas? —preguntó Arturo, que se resistía a quitarse su gabardina de Jesús Hermida e incluso se había traído la pipa que encendía de vez en cuando con grandes dificultades. Quería ser reportero, y Jesús Hermida era su modelo en todo.

—Pero mirá que sos boludo, che —le dijo Liroz haciendo ese gesto italoargentino que consiste en juntar todas las yemas de los dedos señalando hacia arriba y mover ligeramente la mano de atrás hacia delante.

Arturo preguntó si la carta de Lorca era original, que por supuesto que lo era, y luego se interesó por la colección de tangos del padre de Federico, y Federico eligió uno de los discos de Gardel y puso «La percanta», que era, según les dijo, uno de sus tangos favoritos.

Un rato después llegó Graciela, la hermana de Federico, que era más pequeñita que él y tenía una cara muy dulce, gafas de miope y la nariz grande de las personas buenas y desdichadas. Venía con cuatro amigas que eran como cuatro gatas, una gata rubia llamada Elisa, una gata morena llamada Gladys, una gata castaña llamada Georgina y una gata con botas llamada Sonia, que era la única española. Gladys tenía un sonoro apellido polaco y agradable rostro de pájaro, con ojos levemente hinchados y enrojecidos y una larga cabellera rizada. Georgina era alta, huesuda y desgarbada, y llevaba una camisa de botones color verde hoja y unos vaqueros blancos. Sonia era pequeñita y sonriente y tenía tendencia a ruborizarse por cualquier cosa; llevaba un vestido de lana muy ceñido, medias negras y botas de tacón que sonaban clap clap cada vez que daba dos pasos. Elisa tenía una larga cabellera rubia y un rostro misterioso de felina, con amplios huesos de la mandíbula y ojos rasgados. Al parecer, sus padres estaban divorciados y ella acababa de llegar a Madrid para vivir con su madre. Mateo nunca había conocido a nadie que tuviera unos padres divorciados.

Sirvieron Coca-Colas y boles con patatas fritas y panchitos. Hicieron una colecta para pagar los gastos de la fiesta, una costumbre que provocó algunas miradas cruzadas de sorpresa entre Liroz y Mateo, Mateo y De la Hoz. Las posibilidades de iluminación del salón no eran muchas: una lámpara en el centro del cielorraso. Como apenas había muebles aparte de las sillas de la mesa del comedor y el sofá, estaban casi todos sentados en la gruesa alfombra de pelo blanco, en torno del cofre que hacía las veces de mesa de café. Los argentinos eran los protagonistas absolutos de la noche. Estaban llenos de trucos, de juegos, de malabarismos verbales: hablaban al vesre a una velocidad de vértigo, decían orto en vez de culo, y andate al carajo y boludo y se reían de los gallegos, aunque allí eran todos gallegos, es decir, españoles, semos los colectiveros que cumplimos con nuestro debeeeeer, cantaban Les Luthiers, pero había que entender que los gallegos de Buenos Aires eran todos estúpidos, torpes y avariciosos, igual que el Manolito de Mafalda, que era el gallego típico, siempre pensando en la plata, sin imaginación, sin encanto.

Jugaron a las películas, y a Mateo le tocó hacer La guerra de las galaxias y luego Portero de noche y lo hizo bastante bien considerando que le ardían las mejillas de la vergüenza que le daba. Luego hicieron un concurso de piernas, que consistía en exhibir las pantorrilas desnudas a través de una puerta que había sido cubierta hasta una distancia de medio metro del suelo con una manta, primero los chicos y luego las chicas, pasando con las piernas desnudas y mostrándolas por debajo de la manta, y Mateo se quedó hipnotizado al contemplar las pantorrillas más tiernas y hermosas que había visto nunca, pantorrillas ligeras como de pescadora del algún idilio marino, suavemente redondeadas, limpias como el mármol. Estaba en un estado de suave exaltación por la música exótica, por lo extraña y mágica que le resultaba la situación, por la alfombra de pelo blanco, por lo atractiva que le había parecido la madre de Federico, y sobre todo, por la combinación de violencia, rubor y exaltación que le había producido representar películas delante de todos y ahora exhibir las pantorrillas desnudas frente a las miradas de las cuatro gatas sinuosas, deliciosas, complicadas, amigas de Graciela. Resultaron ganadores Federico y Elisa, los dueños de las pantorillas más hermosas en las categorías masculina y femenina. Sí, sin duda las pantorrillas de Elisa eran deliciosas.

Apareció el padre de Federico. Era el primer escritor de carne y hueso que Mateo veía en su vida, un hombre de poco más de cuarenta años, con barba, con una chaqueta de cuadros, con un rostro grande, descolorido y triste, con ojos de acabar de despertarse de la siesta a pesar de que venía de la calle, y nada hubiera deseado más en el mundo que hablar con él, y contempló con envidia cómo Liroz le saludaba con toda confianza, siempre con su horrible acento argentino:

—Che, Horacio, qué decís.

Y el padre de Federico le amagaba un pase de boxeo, y Mateo se preguntaba cómo podía tener Liroz tanta caradura y cómo podía soltar tontería tras tontería con tanto aplomo, y se preguntó también por qué les caía Liroz tan bien a todos, y cómo había logrado ganarse la confianza de toda la familia en tan poco tiempo. Porque era evidente que Liroz no sólo había venido ya varias veces a casa de Federico, sino que ya había llegado casi a hacerse un habitual.

Apagaron la luz principal y Graciela prendió una lámpara de pantalla en un extremo del salón que lo dejó casi todo hundido en una oscuridad de misterio y de miedo. Era la hora de los cocodrilos, la hora del fuego verde. Se marcharon los que tenían que estar en casa a las diez. Los distintos grupos se reunieron en un solo círculo en torno al cofre de los piratas y comenzaron a hablar de física cuántica, del misterio del tiempo y del espacio, de la materia oscura y del enigma de la identidad. Todos estaban leyendo Rayuela y Juan Salvador Gaviota. Todos estaban fascinados por las ficciones y las inquisiciones de Jorge Luis Borges. Se discutió si Borges era un fascista o no lo era. Surgió el tema del peronismo: al parecer, los padres de Federico eran de izquierdas y eran peronistas y no, los españoles no podían comprender lo que era el peronismo, y decir que Perón era un fascista era una barbaridad, era no entender la historia de la Argentina. Federico charlaba con Sonia, la amiga española de su hermana, que reía y se ponía roja al escuchar sus bromas. El estilo de seducir de Federico consistía en tratar a la mujer cuyas atenciones deseaba lograr con una caballerosidad untuosa y antigua que él exhibía con una mezcla de aplomo e ironía, de delicadeza y de juego. Mateo, que no sabía nada de las mujeres y no conocía en absoluto la gramática de la seducción, se maravillaba de que aquello funcionara. Atrevimiento y fantasía, imaginación y ternura, prestidigitación y buenas maneras, todo siempre al borde de la cursilería. No, era imposible que Sonia se tragara el anzuelo. Pero se lo tragaba encantada, se moría de risa, se ponía roja, tan roja que debía de tener el cuello y el pecho y los hombros rojos, aquellos rubores no eran normales. Elisa, la muchacha rubia que tenía rostro redondeado y felino, estaba sentada en el sofá mirando al vacío. Aprovechando la oportunidad, Mateo se levantó de la alfombra y se sentó a su lado en el amplio sofá de rafia.

—Qué decís —dijo ella. Tenía los cabellos muy largos y lacios, de rubio entremezclado de castaño. Finas hebras iridiscentes se le colaban entre los labios.

—Soy feliz —dijo Mateo, en uno de esos impulsos de exhuberancia de las personas tímidas.

—Ah.

—Y tú ¿no eres feliz? —dijo Mateo.

—No sé, che, nunca me puse a pensar si soy feliz o no. Y vos —añadió ella, mirándole con curiosidad—, ¿cómo es que sos feliz? El mundo es horrendo, no sabías, no se puede ser así feliz sin más.

—Sí, conozco esa teoría —dijo Mateo—. Pero nunca la he creído.

—¿No crees que el mundo sea un lugar horrendo? —preguntó ella—. Pero bueno, de dónde salís vos. El ser humano es una bestia que sólo se mueve para saciar sus instintos. ¿Es que no leíste a Sigmund?

—Míranos a nosotros. También se puede estar tranquilamente en un sofá charlando —dijo Mateo, que no había pasado de la página 41 de La interpretación de los sueños.

—Pero en realidad lo único que deseamos es saciar nuestros instintos —dijo ella—. Yo, por ejemplo, tengo que ir al ñoba, disculpame.

Se levantó del sofá y desapareció elásticamente en la semipenumbra. Mateo admiró sus caderas, la forma en que un muslo se aplastaba contra otro cuando caminaba. Al lado de Mateo apareció el rostro sonriente de Liroz, como un gato.

—¿Qué es el ñoba? —le preguntó Mateo.

—Ni puta idea —le contestó Liroz muy alegre.

Elisa regresó al cabo de unos instantes.

—Y vos ¿qué hacés? ¿Estás en la clase de Federico?

—Sí. ¿Y tú?

—De paseo.

—¿De paseo?

—Acabo de llegar a Madrid. Y todavía no vi nada, viste, sólo la casa de Graciela y la casa de Gladys, y la heladería Foremost… ¿Hay algo que ver en esta ciudad que no sean casas de amigas y heladerías gringas?

Alguien puso un disco de los Bee Gees. «How deep is your love», de la banda sonora de Fiebre del sábado noche. Hubo protestas de los intelectuales y silbidos y gritos de entusiasmo de los que querían bailar y saciar sus instintos. «How deep is your love, how deep is your love, I really need to know.» Federico y Sonia ya estaban bailando, y Liroz intentaba convencer a Graciela de que saliera también, tirando de ella que decía no, no, con la cabeza. ¡Justo cuando parecía que comenzaba a morir, la reunión de pronto se dirigía a su apogeo! Pero los Bee Gees no duraron mucho. Era música de consumo, cursi y melosa, que parecía insinuar que todo estaba bien en el mundo y que la vida no era más que un gran guateque de luces de colores que giran sin cesar. Sin dejar siquiera que terminara How deep is your love, alguien levantó el brazo del tocadiscos produciendo un chirrido desagradable en los altavoces y unos instantes después comenzó a sonar un disco de Quilapayún, la Cantata de Santa María de Iquique, flautas populares y el bombo, bum, bum, bum. Y luego Víctor Jara: Puerto Montt, oh puerto Montt. Y luego Mercedes Sosa. Y luego Los Calchakis. Qué desgracia.

—Si vivieras en la Argentina no pensarías en la felicidad —le dijo Elisa mordisqueándose sus largos cabellos rubios, que entraban y salían de sus labios rugosos y pálidos—. Y no pensarías que el ser humano puede tener un gramo siquiera de bondad en su interior. ¿Vos sabés lo que hacen en Buenos Aires, en la Escuela de Mandos de la Armada? ¿Lo sabés?

—Algo sé —dijo Mateo sintiendo, quién sabe por qué, un escalofrío.

—Allí torturan a los bebés, ¿sabías? —dijo ella, con un gesto frío en sus bellos y pequeños ojos de gato—. A los lactantes les dan electricidad delante de sus padres. Torturan a los chicos, a chicos de ocho o diez años, y antes pasa el doctor a verles y les dice: «No comás, m’hijito, que te van a dar tortura…». Viste, y son médicos con su bata blanca y su juramento de Hipócrates. Eso está pasando ahora, ahora mismo, en algún lugar oscuro y horrible…

Aquella primera conversación debería haberle alertado a Mateo de que había en Elisa algo helado y mortal, una amargura tan larga y tan profunda como el país del que venía, hundido progresivamente como un carámbano o como una espada de polvo y hielo en regiones de frío, de viento y de silencio. Y quizá lo presintió ya aquella noche, aunque la conversación enseguida abandonó aquel territorio tan espeluznante y acabaron los dos charlando de Rayuela y del capítulo de los piolines, tan misterioso, y de cómo la lectura del libro de Cortázar había modificado su visión de París, aunque ella conocía París mucho mejor que él porque su padre vivía allí, en una buhardilla de Montmartre llena de libros, ceniceros llenos de colillas y minas que andaban en bombachas, le explicó con desenvoltura y aparente indiferencia, y entonces la conversación de pronto era fascinante, intoxicante, y hablaron de «Axolotol», que era uno de los cuentos más misteriosos, y de «La isla al mediodía», y de la fascinación de los viajes, y de Londres, que ella no conocía, y luego ella dijo «bueno, chau» y se marchó con Gladys y con Georgina, las tres gatas, y Mateo se quedó solo en el sofá, hundido en una confusa sensación de plenitud, de ansiedad, de misterio, de amor.

¿Y los otros? Federico y Sonia se besaban pensativamente en la boca sentados en un rincón, y Liroz y Javier Mengíbar charlaban con Graciela sentados sobre la alfombra blanca y acodados en el cofre. Su mirada se cruzó con la de Liroz, y él le guiñó un ojo.