El tercer ojo
El Señor Moneo les propuso que crearan una biblioteca en la clase. La idea era que los alumnos donaran libros y también que pusieran un poco de dinero cada uno para comprar libros nuevos, un libro cada mes. Habría servicio de préstamo y carné de socio, y los libros llevarían un número pegado en el lomo y tendrían todos su ficha correspondiente, que sería guardada en un archivador, todo exactamente igual que en las bibliotecas de verdad. El cargo de bibliotecario recayó sobre Mateo, y el de ayudante de bibliotecario sobre Negrete. Era una elección lógica: Mateo, Negrete y Miguel eran los mejores de la clase, los que sacaban las mejores notas y los que estaban siempre en la primera fila. Mateo volvió a su casa excitadísimo con la noticia de que iba a ser el bibliotecario de la clase, y su padre, que era un apasionado de los libros y de las bibliotecas, le explicó el sistema de las bibliotecas inglesas, que consistía en pegar unos sobrecitos de cartulina en las guardas de cada libro, en el interior de los cuales se colocaba una tarjeta de cartulina donde aparecía el título y el autor del libro, el nombre del lector que lo tenía prestado y la fecha de devolución. Sí, Anselmo era un apasionado del orden, de la organización, de los servicios públicos y de las «cosas prácticas». Era lo que más admiraba de su admirada Inglaterra: el sentido práctico de las cosas que tenían los británicos.
Padre e hijo se fueron a la papelería y compraron cartulina blanca, un sello para poner la fecha y un tampón de tinta azul, y Mateo se puso a pensar en los libros que se podían comprar. Pensó en sus autores favoritos: en Jack London, en Zane Grey, en James W. Curwood, en Karl May. Pensó en El vagabundo de las estrellas, en La heroína de Fort Henry, en Camaradas del norte, en El llano estacado y en el estupor y la delicia que la lectura de cualquiera de esos libros iba a procurar a sus compañeros de clase. Pero, para su gran desilusión, el Señor Moneo tenía ya decidido cuál iba a ser el primer libro que comprarían para la biblioteca. Mateo no confiaba mucho en los gustos literarios del profesor. El Señor Moneo era un gran profesor, pero era también un católico convencido que siempre renegaba de las costumbres «modernas» y las cosas indecentes que salían en la televisión, y Mateo se imaginaba que les recomendaría un libro religioso, la vida de un misionero en las selvas del Paraguay o entre los leprosos de Molokai o, quizá, alguna narración histórica y piadosa del estilo de Fabiola o Quo Vadis. Pero no fue así. El libro elegido por el Señor Moneo tenía un título extraño y no parecía ni histórico, ni piadoso. Se llamaba El tercer ojo.
—Pero Señor Moneo, ¿qué libro es ése? ¿De qué trata? —le preguntaban.
—¿Por qué ha elegido ese libro, Señor Moneo? ¿Por qué un libro tan raro?
Pero él se reía y se negaba a dar más información.
Negrete y Mateo se fueron a buscarlo a la Casa del Libro, que era entonces, como lo sigue siendo hoy en día, la librería más grande de Madrid. Iban con pocas esperanzas de encontrarlo y preguntándose incluso si todo aquello no sería una especie de broma del profesor, algo así como esas «misiones imposibles» que les ponen a los boy scouts para probar su ingenio o sus artes de adaptación. Se perdieron un par de veces en el laberinto de muebles llenos de libros de la planta baja de la Casa del Libro, pero al fin lograron encontrarlo. Allí estaba, El tercer ojo de Lobsang Rampa. En la sobrecubierta se veía la foto de un niño oriental vestido con una túnica roja.
Mateo empezó a leerlo esa misma noche, tumbado en el sofá de su casa, y luego siguió en la cama y al día siguiente lo cogió al regresar del colegio al mediodía y luego al regresar por la tarde y leyó toda la tarde hasta la hora de acostarse y luego lo retomó de nuevo al día siguiente al regresar del colegio y a mitad de la tarde del segundo día lo terminó. No era la primera vez que leía así, de forma compulsiva, sin parar, sin poder separarse de las páginas. Así había leído Aventura en el valle de Enid Blyton, el primer libro verdadero que había leído en su vida. Así leería Cien años de soledad y, más tarde, Orlando de Virginia Woolf y, años después, Ada o el ardor de Nabokov, y algunos años más tarde V de Pynchon y más tarde las Investigaciones sobre la mirada de Adrian Unger. Pero la fascinación del libro de Lobsang Rampa no provenía de la magnífica narración, o no sólo de la magnífica narración, sino de otra cosa que nada tenía que ver con la literatura.
El tercer ojo son las memorias de un monje budista tibetano que cuenta cómo siendo un niño fue admitido en el Potala, el palacio-templo de la capital del Tíbet, para convertirse en un lama. El niño vive innumerables aventuras: por ejemplo, en un episodio memorable y terrorífico, el joven Lobsang está haciendo volar cometas al atardecer en los tejados del Potala y una ráfaga de viento arrastra su cometa levantándole por los aires y haciéndole volar alrededor de las torres del palacio.
El libro describe las incidencias de la vida cotidiana en el Tíbet con ese detalle naturalista y minucioso que tanto agrada al lector joven: la alimentación a base de papilla de tsampa, los ladrillos de té transportados a lomos de yaks, el té caliente con manteca disuelta, el aprendizaje del sánscrito, el terror de los viejos tankas llenos de demonios. Y llegado un cierto momento, los monjes le practican al joven Lobsang una pequeña operación en la frente con el objetivo de abrir su «tercer ojo», que es el que otorga el poder de la clarividencia y permite contemplar la realidad espiritual que está más allá de la realidad física, una operación que, al parecer, se les hace a todos los monjes en el Tíbet y que consiste en una pequeña trepanación en el hueso del cráneo que a continuación se cierra con una pieza de acero. A partir de entonces, Lobsang empieza a ver las cosas que están ocultas al ojo humano: el aura de luz coloreada que rodea nuestro cuerpo, ciertos incidentes del futuro o las enfermedades que se ocultan dentro del organismo. Con los años, el joven lama estudiará Medicina y se hará médico.
Muchos años más tarde, Mateo se enteraría de que entre los lamas jamás se ha oído hablar de una operación semejante y de que Lobsang Rampa era, en realidad, el seudónimo de un escritor inglés que ni siquiera tenía rasgos físicos orientales. Pero nada de aquello importaba. Después de leer El tercer ojo, Mateo fue a la biblioteca y a las librerías de su barrio y leyó todos los libros de Lobsang Rampa que pudo encontrar. En el tercero de ellos, La historia de Rampa, se contaba cómo el autor de los libros, el inglés Cyril Henry Hoskin, se sube a un abeto en el jardín de su casa de Thames Ditton, en Surrey, con la intención de fotografiar a un búho y sufre una aparatosa caída. Tendido en el suelo, lleno de contusiones e inconsciente, tiene la visión de un monje tibetano vestido con una túnica color azafrán que se acerca a él y le pide permiso para ocupar su cuerpo. El hecho era que el inglés Cyril H. Hoskin había muerto al caer desde lo alto del abeto, y que lo que Lobsang Rampa le ofrecía era la posibilidad de seguir viviendo, pero no como Hoskin, sino como Rampa. El inglés, que sabe que ha vivido una vida sin sentido, comprende que no tiene nada que perder y acepta. Esto es precisamente lo que dijo Hoskin cuando los reporteros que le buscaban lograron por fin localizarle: que era cierto que él no había «nacido» siendo Lobsang Rampa, pero que Hoskin había muerto y que era el espíritu del monje tibetano el que ahora vivía dentro de su cuerpo.
Otro de los libros se titulaba Mi vida con el lama, y había sido supuestamente escrito por el gato de Lobsang Rampa mediante comunicación telepática. Era un libro muy bonito, como todos los de Lobsang Rampa, uno de los muchos libros de animales o escritos desde el punto de vista de un animal que Mateo leyó por aquella época, comenzando por Colmillo Blanco y Bambi y terminando por Flush o las Opiniones del gato Murr, un estilo de literatura habitualmente despreciado por los adultos pero que tendría una repercusión indudable en sus libros futuros.
En La caverna de los antepasados, otro de los libros, se contaba cómo tras la invasión china del Tíbet los lamas habían creado entre las montañas una especie de mundo paralelo, guardando en cuevas inaccesibles todo el conocimiento secreto de la antigüedad y miles de obras de arte, pinturas y libros, que cargaron hasta allí a lomos de mulas y de yaks para que no fueran destruidos por la furia comunista. Y la imaginación de Mateo se maravillaba al contemplar, en la temblorosa película en technicolor de su ojo interior, los lentos y oscuros desfiladeros del Himalaya, y las caravanas de yaks y de mulas avanzando entre las ventiscas y bordeando terroríficos abismos hasta adentrarse en lo más hondo de la cordillera más elevada del mundo, y luego la comodidad espaciosa de las cuevas donde ardía el fuego y había gruesas alfombras con cojines de seda y bandejas de dulces y vastas salas donde se amontonaban los tesoros y bibliotecas subterráneas llenas de millares de volúmenes e inmensas máquinas misteriosas, en la entrada del otro país, el florido valle de Agharta, la Tierra Subterránea, la Infraterra. Una de sus películas favoritas cuando era niño era Horizontes perdidos. La idea de Shangri-La, del Otro País, del País del Otro Lado, le obsesionaba.
Pero lo realmente interesante era todo lo que Lobsang Rampa contaba sobre la percepción y sobre la estructura de lo que llamamos «ser humano».
De acuerdo con El tercer ojo, los seres humanos tenemos un cuerpo físico y otro hecho de energía o de «luz», llamado «cuerpo astral». El cuerpo astral está unido al físico mediante una especie de cordón umbilical (es, de hecho, la réplica energética del cordón umbilical que nos cortan al nacer) que se llama «el cordón de plata» y que puede estirarse infinitamente.
—Cuando dormimos —le contaba Mateo a su amigo Miguel cuando salían de clase, caminando los dos a lo largo de los edificios de la Residencia de Estudiantes para salir a Pedro de Valdivia por la calle Pinar, que era el camino más largo pero el que más les gustaba—, cuando dormimos, nuestro cuerpo astral sale del cuerpo y se va a viajar por ahí. Pero no nos acordamos. A veces recordamos un poco, sobre todo esos sueños en los que volamos, pero nos olvidamos de casi todo.
—Yo sueño muchas veces que vuelo —dijo Miguel.
—Pues eso son viajes astrales.
Caminaban lentamente, disfrutando del placer de conversar. Pasando los Pabellones Paralelos se llegaba a una amplia glorieta que se había convertido en algo así como el centro de su amistad. A la izquierda se veía, por entre los ailantos, el edificio de hormigón y cristal del Instituto de Química Orgánica de Miguel Fisac. A la derecha, el pretil de piedra que señalaba el comienzo del barranco de los lirios, dominado por altos árboles que producían una espesa sombra, en el lugar donde muchos años atrás había corrido un arroyo ciudadano conocido como «el canalillo» y en el que, unos años más tarde, Mateo tendría la visión de Adán y Eva. Frente a ellos, la calle Pinar continuaba descendiendo en dirección a Pedro de Valdivia y a María de Molina, flanqueada por henequenes en flor y dominada por un inmenso eucaliptus de hojas plateosas.
—Pero si te vas fuera del cuerpo —decía Miguel con sus cejas en forma de acento circunflejo—, luego ¿cómo sabes volver?
—Por el cordón de plata. El cordón de plata te permite volver aunque te vayas a la Luna o a Júpiter.
—¿Te puedes ir tan lejos?
—Claro. Te puedes ir a otra estrella, si quieres, pero luego sigues el cordón de plata y regresas a tu cuerpo, que está dormido en tu cama. Si alguien corta tu cordón de plata, entonces estás perdido. Ya no puedes volver a tu cuerpo. Te quedas en coma, y luego te mueres. Y tu cuerpo astral se queda por ahí, perdido, vagando…
—Joé —dijo Miguel desalentado.
—Yo llevo varios días intentando hacer un viaje astral —le confió a continuación Mateo.
—¿Un qué?
—Un viaje astral. Es salir del cuerpo sin estar dormido. Cuando estás dormido no te acuerdas y no sabes adónde vas, pero si lo consigues hacer estando despierto, entonces tú controlas lo que haces. Y puedes ir a donde quieras.
—Pero ¿cómo lo haces?
—Es muy difícil —contestó Mateo—. Tienes que tumbarte sobre la cama en la oscuridad, y no tiene que haber ningún ruido ni nadie puede entrar en la habitación ni hablarte. Entonces tienes que relajarte completamente, tan completamente que pierdes la sensación del cuerpo. Y entonces, intentas como salir del cuerpo hacia arriba. Pero yo no lo he conseguido, porque nunca puedo relajarme tanto. Siempre sigo sintiendo el cuerpo.
—Joé.
—Pero voy a seguir intentándolo.
—Y cuando haces un viaje astral, ¿puedes atravesar las paredes?
—Claro. El cuerpo astral puede atravesar paredes. Puede volar.
—Entonces puedes meterte en las casas y ver a todas las mujeres desnudas que quieras —dijo Miguel con su sonrisa de chino—. ¡Puedes ir a casa de Gina Lollobrigida y ver cómo se ducha!
—No creo que puedas hacer eso —dijo Mateo un poco desalentado por la frivolidad de su amigo del alma—. Además, hacer un viaje astral para ver desnuda a Gina Lollobrigida sería un poco idiota.
—¿Por qué? —preguntó Miguel.
—Porque pudiendo ir a la estrella Sirio, o a las Pléyades, ¿te vas a ir a espiar cómo se ducha una tía?
—No es «una tía» cualquiera —protestó Miguel entusiasmándose—. Es una diosa.