Entre los leones
Como todo solitario verdadero y de vocación, Mateo disfrutaba tan intensamente de los frutos de la soledad como anhelaba el contacto humano. Sus tardes de piano, de escritura, de composición eran maravillosas, pero a ratos le resultaban desesperantes e infernales. Cuando llevaba una hora en el piano estudiando un pasaje difícil o se atascaba en una proyectada novela o se daba cuenta de que sus conocimientos de armonía eran demasiado exiguos para la pieza de piano que estaba escribiendo, se volvía a mirar la ventana y veía las nubes en el cielo o incluso la fina lluvia de otoño, y se sentía invadido por la melancolía de la vida exterior, de la compañía, de la conversación y de la risa. ¿Qué sentido tenía aquel feroz apartamiento del mundo en que vivía? Tenía menos amigos que nunca. Ya no veía a nadie. Con el paso de EGB a BUP, la antigua clase se había desbandado, y ahora Miguel estaba en otra clase. Sus compañeros de bachillerato ahora se pasaban el día hablando de fiestas con chicas, de alcohol, de tabaco y de lo que hacían con las chicas. Mateo sabía que la mitad de lo que contaban era mentira, pero a pesar de todo sufría pensando que él jamás iba a ninguna fiesta, real o soñada. Con el paso de los años, comenzó a sentir un suave aborrecimiento al piano y a la música, que le apartaban del mundo y le obligaban a pasarse la tarde entera en casa mientras fuera cantaban los mirlos y sus compañeros de clase se besaban con bellas muchachas bajo las acacias de los paseos.
La soledad era especialmente acuciante cuando llegaba el fin de semana. A veces podía encontrar algo que hacer los Sábados por la mañana. En el museo de América, por ejemplo, hubo una serie de conferencias sobre las culturas precolombinas a las que asistían Miguel y dos amigas suyas muy simpáticas que se llamaban Queralt y Esther. Durante otra temporada, quedaba con Miguel para ir a la filmoteca (que en aquella época estaba en la Ciudad Universitaria) los Sábados por la mañana, o bien para asistir al ensayo general de la Orquesta Nacional. Pero ¿qué hacer el resto del día? ¿Qué hacer el Sábado por la tarde? ¿Y el Domingo? La familia seguía yendo a la Casa de Campo a pasar el día, pero Mateo se sentía allí cada vez más ridículo y fuera de lugar. Ya no le apetecía jugar a los indios con sus primos. Ya no le apetecía imaginar que era Sandokan. Las conversaciones de los mayores le intrigaban, pero le aburrían, y además nadie esperaba que él se uniera a ellas. En aquella época sus padres se pasaban el día hablando de política, y la política no le interesaba en absoluto.
Llegaron las vacaciones de Navidad, y Mateo se hundió en una profunda melancolía. Era uno de esos inviernos muy fríos pero llenos de sol en los que el aire es más transparente que nunca, pero Mateo se pasaba el día metido en casa como un fantasma, tumbado en la cama leyendo o medio tumbado en el sofá leyendo. Ni siquiera tocaba el piano, ahora que tenía todo el día para hacerlo. Ni siquiera escribía, lo cual hubiera sido un signo de vitalidad y de entusiasmo.
—¿No tienes amigos con los que salir? —le preguntaba su padre, que estaba preocupado con su hijo mayor—. ¿Por qué no llamas a algún amigo?
—¿A quién voy a llamar?
—¿No te aburres de estar siempre en casa?
—No… no sé… a veces…
—Es un timidote —decía su madre—. Le da miedo el teléfono.
—Sal un poco —le decía su padre, que no sabía cómo ayudarle—. Sal a que te dé el aire.
—¿Y adónde voy a ir? —decía Mateo.
Entonces salía de casa para que «le diera un poco el aire», y se iba al museo del Prado a ver la Anunciación de Fra Angelico, o se iba a la cuesta de Moyano para comprarse libros de segunda mano, o se iba al museo de América para copiar en su libreta figuras de los códices aztecas.
Era tímido y tenía un especial temor al teléfono, pero a pesar de todo su soledad era tan lastimosa y su sensación de ridículo al pasarse el día en casa o visitando él solo el museo del Prado o contemplando él solo las cabezas reducidas del museo de América era tan intensa, que uno de aquellos días decidió reunir todo su valor y llamar a Negrete.
Se esperaba cualquier cosa, porque Negrete era bastante huraño. Por otra parte, era la primera vez en su vida que llamaba por teléfono a un amigo para salir, y no sabía muy bien qué se hacía en esas ocasiones.
—Hola, soy Mateo —dijo Mateo.
—Hombre, hola —dijo Negrete—. ¿Qué pasa?
—Nada. Pensaba que… ¿te apetece que quedemos?
—¿Que quedemos? —dijo Negrete, ya lleno de recelos.
—Sí.
—¿Para qué? —preguntó Negrete.
—Pues para… para dar un paseo o algo así… —dijo Mateo, ya completamente hundido en la miseria, y sin saber cómo salir del paso.
—¿Un paseo? ¿Quieres quedar para dar un paseo?
—Sí, no sé… Quedar para hacer algo… Si tú tienes una idea mejor…
—Yo no tengo ninguna idea —dijo Negrete—. Pero ¿por qué quieres quedar?
—No sé, para hacer algo…
—Sí, pero si no sabes qué hacer… Yo tampoco sé qué hacer. Si quedamos, será un rollo.
—Podríamos quedar, no sé… para dar… para dar un paseo.
—¿Para dar un paseo por dónde? —dijo Negrete, ya de muy mal humor—. No tenemos ningún sitio adónde ir. Será un rollazo.
—Podemos ir al templo de Debod —propuso Mateo, que tenía guardada esta sorpresa en el sombrero por si las cosas se ponían feas.
—¿Al templo de Debod?
—Sí, yo nunca he visto el templo por dentro.
—Yo tampoco —dijo Negrete.
Fueron al templo de Debod, un templo egipcio regalado por el gobierno de Egipto para agradecer a España su ayuda durante la construcción de la presa de Asuán, situado en lo alto de la verde colina donde comienza el parque del Oeste. Era aquél un lugar simbólico de la historia de Madrid, porque en aquel mismo emplazamiento había estado situado muchos años atrás el cuartel de la Montaña, donde se hicieron fuertes los franquistas al principio de la guerra civil, y que las tropas del gobierno tomaron después de un asedio brutal y sangriento. El templo estaba, y está, situado en uno de los puntos más elevados del oeste de Madrid. Desde allá arriba se veía el gran descenso verde del parque del Oeste, con largas praderas inclinadas adornadas de chopos, y los bonitos edificios de la Universidad Complutense surgiendo aquí y allá por entre los macizos de árboles, facultades, pabellones de deporte y colegios mayores a los que ellos jamás irían, porque los alumnos del Ramiro iban a la Universidad Autónoma.
El interior del templo estaba lleno de jeroglíficos, y a los dos (o al menos a Mateo) les fascinaba todo lo egipcio. Leyeron las explicaciones, contemplaron los jeroglíficos, se maravillaron ante los restos de pinturas murales que adornaban las paredes, pero era un templo muy pequeño, y por muy lentamente que hicieron la visita, diez minutos después de entrar ya estaban fuera con las manos en los bolsillos.
—¿Lo ves? —le dijo Negrete—. ¿Y ahora qué hacemos?
—No sé —dijo Mateo, desesperado—. Podemos dar un paseo… y hablar.
—¿Hablar de qué? —dijo Negrete—. Ya te he dicho que no debíamos quedar. No tenemos nada que hacer, ningún sitio donde ir.
Echaron a caminar por Rosales y luego cruzaron la plaza de España y subieron por la Gran Vía. Mateo comprendía perfectamente el mal humor de Negrete. Lo que deberían hacer no era quedar ellos dos solos por la mañana para ver el templo de Debod, una actividad absolutamente ridícula y propia de niños o de jubilados, sino quedar por la noche e ir a algún lugar donde hubiera chicas. Esto era lo que significaba realmente «quedar» y lo que significaba «salir», y éste era verdaderamente el misterio de la existencia: las chicas, no los templos egipcios, no los jeroglíficos de piedra. Pero Mateo jamás había probado siquiera una cerveza ni dado una calada a un cigarrillo, y sentía un temor enfermizo a todo lo nocturno: bares, discotecas, fiestas, reuniones, una casa donde hubiera chicas. Las chicas le producían verdadero terror.
—Mira —dijo Negrete—. La calle Fuencarral. Aquí es donde está el Drugstore.
—¿Qué es el Drugstore?
—Es una tienda que está abierta toda la noche. Está abierta veinticuatro horas.
—Pero ¿qué venden ahí?
—De todo. Libros, revistas… cómics… y también hay un bar…
—¿Y no cierran nunca?
—No. Está abierta toda la noche.
Ahora estaba más animado. Fueron caminando por Fuencarral y llegaron al Drugstore, que era en esos años, igual que Vips, como la embajada de un país distinto dentro del país rutinario y tradicional en que vivían, el país de la modernidad, del siglo XX, de la excitación de lo nuevo, de lo inglés, de Londres, de América. Llegaron al Drugstore, entraron y se pusieron a curiosear los libros y las revistas, esperando quizá encontrar exóticos cómics de importación. Pero no había cómics, sólo tebeos como Mortadelo y Filemón o Tiovivo y un número de Trinca que los dos tenían ya. Luego siguieron caminando y llegaron a la glorieta de Bilbao, y Negrete dijo que estaba cansado de andar y que iba a coger el metro para volver a su casa. La mañana no había estado tan mal, después de todo, y Mateo al menos lo había pasado bien. De modo que volvió a llamar a Negrete al cabo de unos días para quedar de nuevo.
—¿Quedar otra vez? —dijo Negrete con tono escéptico—. ¿Y dónde vamos a ir? ¿Qué vamos a hacer? No tenemos ningún sitio a donde ir.
—Podemos ir al museo de Ciencias Naturales —propuso Mateo.
—¿A un museo? —dijo Negrete—. Sí, ya me imaginaba que querrías ir a un museo.
—Pues ¿adónde quieres ir tú?
—No sé.
—A mí me gustan los museos —dijo Mateo, desesperado.
—Ese museo lo hemos visto mil veces —dijo Negrete—. Está al lado del Ramiro. Mira, es mejor que no nos aburramos el uno al otro. Mejor quedarse cada uno en su casa.
Era un precioso día de invierno, lleno de sol, claro como el cristal. Mateo tenía todo el día entero para sí, toda la vida entera para sí. Eran las vacaciones de Navidad y no tenía nada, absolutamente nada que hacer. Podía pasarse el día entero en casa tocando el piano y escribiendo en la mesa de su cuarto y leyendo, leyendo sin parar, pero ¿qué hacer con el resto de las horas del día? En vacaciones, Luis y él comenzaban siempre el día leyendo. Se pasaban al menos dos horas todos los días leyendo, cómodamente tumbados en la cama, antes de desayunar. ¿Y después? El ventanal del salón estaba lleno de sol, y la pequeña acacia que crecía en la jardinera del centro se había quedado sin hojas, apresada en su delicado ciclo de estaciones en miniatura. Se fue él solo al museo de Ciencias Naturales, que estaba completamente vacío, y se puso a pasear por entre las vitrinas abarrotadas de animales disecados. La iluminación era muy pobre en el viejo museo (hoy en día está totalmente transformado, y no se parece en nada al museo de Ciencias de antaño), y la gran nave central, hundida en una eterna penumbra melancólica, parecía más un almacén que una exhibición. Mateo tenía una libreta especialmente dedicada a este museo, donde copiaba animales. También tenía una libreta dedicada sólo a cosas egipcias donde copiaba toda clase de jeroglíficos, estatuas, pinturas y monumentos de los libros sobre Egipto que sacaba de la biblioteca pública Concha Espina, y otra dedicada a materias incas, mayas y aztecas, que era la que se llevaba al museo de América. Se había traído su libreta y un lápiz para copiar, pero de pronto se sentía horriblemente triste y fuera de lugar. ¿Qué hacía él allí, rodeado de pumas y hienas disecadas? ¿Qué pintaba él allí, un ser vivo, en medio de aquellas leonas desventradas y rellenas de paja, con belfos repintados para que parecieran húmedos y ojos de cristal en el lugar donde antaño estuvieron los verdaderos ojos? No sentía el menor deseo de ponerse a copiar aquellos animales muertos, y su cuaderno del museo de Ciencias le parecía de pronto una ridiculez infantil. Era lógico que Negrete no quisiera quedar con él, y era lógico que él estuviera solo allí, en medio de aquellos animales polvorientos y comidos de polillas, la ardilla en su ramita, el león con una visible costura recosida en el vientre, el tigre de Bengala tan descolorido que parecía casi un tigre de la nieve. Dios mío, ¡aquel tigre estaba tan flaco!
El museo de Ciencias Naturales, el viejo museo, estaba siempre desierto. Estaba desierta la sala principal, donde se encontraban los tigres, el elefante, los leones y miles y miles de animales disecados amontonados en vitrinas, pero cuando uno se dirigía a las salas del piso inferior tenía la sensación de haber caído en una realidad paralela en la que toda la humanidad hubiera muerto. Mateo era, quizá, el único y el último visitante de estas salas del sótano, sumergidas en el silencio y en la penumbra, y por las que no se asomaban ni siquiera los escasos vigilantes del museo. Estaban aquí los insectos y las mariposas, cajas y cajas de cristal donde se amontonaban todo tipo de especímenes con los nombres escritos a mano en tarjetitas ya desvaídas por los años. Y había además una ilustración de las leyes de la herencia que consistía en generaciones y generaciones de conejos disecados y colocados uno al lado del otro dentro de vitrinas de cristal. De la pareja inicial nacían un número determinado de conejos de los que luego nacían más, y más, llenando vitrinas y vitrinas y sala tras sala, de modo que uno podía ir siguiendo los caracteres genéticos (el color del pelaje, la longitud de las orejas, el morro blanco u oscuro) y la forma en que estos caracteres iban combinándose y apareciendo y desapareciendo de generación en generación. Era fascinante comprobar la aparición súbita, en la decimoséptima generación, por ejemplo, de un conejo albino, la radiante excepción, que no daba hijos, ni nietos, ni tataranietos albinos, o constatar cómo el pelaje negro siempre se saltaba una generación. Mateo recorría aquellas salas llenas de cientos de conejos disecados con la certidumbre de que nadie más que él las visitaba. Fascinado y aterrado al mismo tiempo. Recordaba que su madre le había contado que en la Unión Soviética no estudiaban las leyes de Mendel, ya que las teorías hereditarias se consideraban contrarias al pensamiento marxista, y se preguntaba si aquella fascinante exhibición de la forma en que se transmiten los genes familiares tendría, en el fondo, un trasfondo político. Una metáfora, sí, una metáfora. Una metáfora política y quizá también una enseñanza moral. ¡Alegres, fornicadores conejos! ¡Vividores sin freno! ¡Mirad cómo habéis acabado, metidos dentro de las vitrinas de un museo para ilustrar una teoría científica!
Caminando solo por entre las vitrinas de las generaciones de conejos del pasado, Mateo alcanzó uno de los muchos éxtasis negros de su adolescencia. La sensación total de angustia, de vacío, de falta de significado. La sensación de que era un muerto que vivía en un planeta lleno de muertos. La sensación de que él era el único que se daba cuenta de aquel horrible vacío que había por debajo de todo.
Hoy en día el museo de Ciencias se ha convertido en una institución alegre y aireada donde las exposiciones transitorias ocupan la mitad del espacio y donde se realizan todo tipo de actividades. La idea del museo como colección mortuoria, estática, eterna, polvorienta, ya no resulta simpática. Uno ni siquiera está seguro de volver a encontrar las mismas cosas que vio en su visita anterior. Esto se considera deseable, una muestra de la «vitalidad» del museo. Sin embargo, los viejos museos tenían un encanto muy especial. Representaban la muerte, la eternidad. Representaban lo opuesto a la vida, una vida falsificada y reducida a una sombra, y servían, por eso, para recordarnos lo hermosa que es la verdadera vida. El museo polvoriento lleno de salas pobremente iluminadas donde se amontonan las maravillas era una representación de la memoria, es decir, del olvido. Los viejos museos eran cementerios. Los nuevos también lo son, pero se dedican a maquillar sus cadáveres y a inyectarles una falsa pátina de actualidad y de dinamismo.