Ciruelas
El campamento está formado por cuatro barracas y una más para el warden, un edificio para la cocina y el comedor y otro más para el lavatory, «con buen sistema desinfectante». Son barracas de madera, con doble techo, suelo de cemento, cuatro camas en cada una, mantas abundantes. El suizo, Madrigal y mi padre están juntos en una. En todas las barracas hay luz eléctrica y una plancha.
Roy, el cocinero, tiene preparada la cena. Patatas con lechuga, pepino, cebolletas, tomate y carne. Luego rebanadas de pan con margarina, un pan que es «todo miga», empaquetado en papel con parafina, pudding y té. Hay una cocina de gas y de carbón y una tetera eléctrica. El grupo no es muy grande, pero es, como siempre, internacional: tres españoles, un americano, tres austríacos, tres italianos y el inglés, Roy, que hace de cocinero. Van a Brockhampton, a menos de dos millas de distancia, donde hay un pub. El techo es muy bajo, las vigas pueden tocarse con la mano. En las paredes hay cabezas de animales disecados. Tres mesas con floreros. Esa sensación cálida, oscura, algo grasienta, de los interiores ingleses tradicionales. La felpa, los asientos tapizados de terciopelo, las paredes forradas de tela. A veces mi padre ve cosas para las que no tiene palabras, como un «disco colgado de la pared al que lanzan flechitas». A las diez y veinticinco piden las bebidas. Mi padre bebe sidra. Cinco minutos más tarde la señora dice «time, please», y ya no se sirven más bebidas, «y es un grupo de casas bastante apartado, aunque con teléfono en la garita de la carretera». Mi padre quiere decir que los ingleses cumplen la ley escrupulosamente aunque no haya nadie que pueda verles. Un pub perdido en medio de la noche, pero la Ley de Inglaterra brilla por encima, igual que las estrellas.
En la carretera unas señoras de edad, muy arregladas, beben cerveza y «unos vasitos pequeños que debe de ser licor» alrededor de una mesa. «Todos muy serios, no serios pero silenciosos. Se les ve que están disfrutando, que son felices, pero no levantan la voz.» A mi padre le asombra esta combinación de calma y felicidad. También le asombra que los hombres vayan «cubiertos» (es decir, supongo, con sombrero) y «bien afeitados» aunque son «gente de campo».
Le asombra el orden. «Orden, orden, orden», escribe en su diario. En los servicios de la estación de Kingham lee el siguiente rótulo: «Please adjust your dress before leaving», «por favor, ajústese la ropa antes de salir». «Orden y organización, y todo construido para que dure.» La primera impresión de Inglaterra: un país donde las cosas funcionan, donde la gente no roba, donde se respeta la ley, donde la gente no grita, donde saben disfrutar sin molestar a los demás. Le asombra que las carreteras estén llenas de señales y de indicaciones de velocidad y que los conductores obedezcan las señales. Se recomienda reducir la velocidad en las pendientes, «y ellos obedecen». Los vendedores de periódicos dejan el montón sobre la acera y al lado un cestito para que la gente ponga el dinero. Nadie coge lo que no es suyo: da la impresión de que ni siquiera se les ocurre que sea posible hacer tal cosa. En cierta ocasión, mi padre le dice a Eric que podría «hacer trampa» al alquilar una bicicleta, y le cuesta hacerse entender. ¿Por qué no se quedó allí a vivir? ¿Por qué no se quedó allí donde no había trampas, allí donde las cosas eran lo que eran y no esas apariencias barrocas que son las cosas en España? ¿Por qué no se quedó allí para descubrir, muchos años más tarde, que en realidad eso no basta? Ésta es su primera impresión de Inglaterra, en su segundo día de estancia: «Veo esto como una buena fotografía, con grano fino y sin veladura, como cuando te pones gafas por vez primera». Está hablando el ojo del fotógrafo aficionado, también la impresión del miope, que de pronto descubre un mundo nítido y enfocado. En Inglaterra, mi padre vio el mundo por primera vez, y lo vio como un lugar hermoso.
Todos los días reciben el Daily Mail y el Times. Se despiertan a las seis y media, se lavan, desayuno a las siete, a las siete y media se ponen a pelar patatas y a las ocho se van a trabajar. De una a dos almuerzan y a las cinco regresan al campamento. A las seis y media cenan y luego charlan o dan un paseo hasta el pub. A las diez, una taza de cacao, y a las once se acuestan. Desayunan corn flakes con una cucharada sopera de azúcar (a pesar de que está racionada), bacon, mermelada, margarina y té.
Este «campamento» pertenecía al Servicio Civil Internacional. No sé cómo descubrió mi padre la existencia de esta organización que iba a marcar su vida y a transformarla para siempre.
El International Voluntary Service for Peace fue creado por un cuáquero suizo llamado Pierre Cérésole al final de la Primera Guerra Mundial. Su finalidad era fomentar la comunicación, la fraternidad y la solidaridad entre los pueblos. Los participantes en los campos de trabajo del Servicio Civil tienen que pagarse el viaje y reciben alojamiento y comida a cambio de su trabajo, dirigido a ayudar a comunidades pobres o a ciudadanos que no pueden valerse por sí mismos. En las carpetas de mi padre hay numerosos recortes de prensa de sus años con el Servicio Civil. En una nota del Sunday Express del 28 de Julio de 1957, se dice que la organización «ayuda a las comunidades que han sufrido algún desastre a organizar la comida y la rehabilitación». Una de las encargadas, Margaret Eggleton, cuáquera, profesora en una escuela de Reading, afirma: «No se me ocurre una manera mejor de pasar unas vacaciones».
Vuelvo al diario. Dos de Agosto de 1953, Domingo. Mi padre ha pasado frío por la noche por no ponerse mantas. Salen en dirección a Cheltenham con cuatro sándwiches cada uno, todos con margarina: uno con chocolate, otro con ensalada, otro con mermelada y otro con queso. Atraviesan colinas «que tendrán unos mil pies de altura». Más allá están las «verdes colinas de Gales», el claro ladrido de los zorros entre los rododendros y el adiós para siempre del país de los cuentos infantiles contados dos veces. En los campos, graneros con tejados de chapa, mucha maquinaria y jeeps y tractores por todas partes, como en los libros de Richard Scarry que a mí me fascinaban de niño. Animales muertos colgados de alambres: ratas, hurones, pajarracos, seguramente para espantar a los vivos. Conejos por todas partes, por los campos, por los pastos, por los bosques, tantos que los automóviles los atropellan sin cesar. Enseguida aparece Cheltenham a la vista y también a lo lejos, entre la bruma, Gloucester, la capital del condado.
Llegan a Prestbury, en las afueras de Cheltenham, y comen sentados en el césped de un pub. Pasan familias camino de misa. Cada casita tiene su jardín, «y así la ciudad que tendrá unos 65 000 habitantes es inmensa». Las tiendas están cerradas. Hay cuadrados de césped por todas partes, y bellísimos macizos de flores. Casas con techo de paja y los maderos del ensamblaje visibles en las fachadas. Arquitectura tradicional de los Cotswolds. Rótulos: «Established 1670». Todas las casas tienen nombre. La pasión nombradora de los ingleses siempre sorprende a mi padre: los latinos dejamos más en paz las cosas. Somos latinos, nos interesan los conceptos, no las cosas. Hacen un poco de window shopping. Una sastrería: gabardinas por 97 chelines. Una zapatería: zapatos de verano por 15 chelines. Una carnicería para perros y gatos (¿?). Anuncios pegados a las paredes: «Edmund Ross and his Latin-American Orchestra». Eric le cuenta a mi padre que Cheltenham es una ciudad sin industria, muy apropiada para jubilados o rentistas. A mi padre le interesaban mucho ese tipo de datos, le fascinaba conocer detalles sobre las industrias y las fuentes de riqueza locales, la organización social, los servicios públicos. Cuando yo era niño pensaba que ésta era la clase de cosas que les interesaban a los mayores, y que cuando yo fuera mayor a mí me interesarían también. Cheltenham creció mucho en la época de la reina Victoria. Hay un club conservador y otro liberal, la fascinante pluralidad política de este país sin guerras civiles. Hay parques, varios cines, teatros, iglesias, museos, conciertos populares en los parques. En la calle principal, un cartel con las estadísticas de los accidentes de circulación, con muertos y heridos, de personas, perros y «otros». ¿Qué otros podrían ser? ¿Gatos? ¿Pájaros? ¿Erizos? ¿Conejos? Información de temperaturas máximas y mínimas y de la grass temperature. A Eric le extraña esto de la «temperatura de la hierba». Un reservoir (estanque) rodeado de tilos y sauces. Por la carretera, señoras empujando enormes carricoches de niños. Los campesinos, vestidos con chaqueta y corbata, con corbatas de alegres colores, todos bien afeitados. A mi padre siempre le impresiona lo bien que visten.
Trabajan en las granjas de los alrededores. A mi padre le gusta el trabajo físico, y le gusta trabajar en el campo. En cierto modo, se siente hombre de campo. El encuentro con una acequia llena de agua o una higuera llena de higos siempre le llenaba de felicidad. Descargan un carro de heno y mi padre descubre un huevo entre la paja, delicado y fresco, con el que contribuye al alimento comunal. Le fascinan los graneros ingleses, aislados con gruesas capas de cinc (él escribe «cinz»), las máquinas que separan el grano y lo envasan y dejan a un lado la paja, las secadoras de grano que funcionan con gasolina pulverizada. «El sol no quema como en España», pero el trabajo les deja a todos sedientos. Paran las máquinas y aparece Feder con una tetera y tazas y les sirve té a todos, lo cual a mi padre le parece muy funny. El paisaje «como de película en technicolor, con prados cubiertos de flores que algunas veces son el martirio de los granjeros». A las siete paran de nuevo y les llevan una botella de sidra por máquina. Charla con Mrs. Bailey, la granjera, que es muy amable, pero le cuesta entender el «inglés averiao» del tractorista. Pronuncia Spain con «a» y eight también con «a». El tractorista le pregunta a mi padre sobre su país, y confunde Madrid con Madrás. Le pregunta cuánto cuesta el tabaco en España. Es la pregunta que les hace todo el mundo: en Inglaterra el tabaco tiene unos precios prohibitivos.
Por la noche cenan, charlan, cantan. Rothar, un austríaco, canta canciones vienesas y le habla a mi padre de la Ópera de Viena. Vienen varios italianos, entre ellos uno al que llaman, quién sabe por qué, «el maravilloso». Tom, un americano de origen escocés, se apuesta con su gaita en mitad del barracón y toca canciones que siempre parecen nuevas, y el warden baila un poco. Tienen una radio «portátil» con la que oyen música. Una vez a la semana pasa un coche con libros de la biblioteca. Mi padre lee a Somerset Maugham.
Durante páginas y páginas mi padre se dedica a describir meticulosamente trabajos campestres, maquinaria de granja, edificaciones rurales y, especialmente, comidas. Todas le intrigan, casi todas le parecen deliciosas. Mi padre había pasado mucha hambre durante la guerra, y no concebía que una comida pudiera «no gustar». Si era comida, había que comérsela. «Todo está bueno» es una de esas frases suyas que todavía suena en mis oídos, en la mesa, durante las comidas, cuando mi hermano Luis y yo nos dejábamos el borde de los filetes o el rodigón de las peras. «Mis peras no tienen rodigón», decía mi padre, que devoraba hasta las semillas.
Esas frases siguen sonando en el aire de las habitaciones de esta casa y también, para siempre, y hasta mi muerte, en el aire de las habitaciones de la casa de mi memoria.
Un tal capitán Allan les lleva a su granja para que escarden remolacha. Descubren un conejo entre la remolacha, lo persiguen, se les escapa. Los Allan tienen una enorme bandera inglesa, en un mástil situado en mitad del césped. La señora Allan parece haber despertado la admiración de mi padre: «Rubia, piel blanca, imperturbable». Más tarde la ve con los aparatos de ordeñar y con unas botas de goma. Tienen muchas vacas, los Allan, y también crían toros de raza. Un prado con «unas sesenta vacas, todas iguales». ¿Cómo pueden ser sesenta vacas «todas iguales»? Mi padre ama este paisaje, siempre con alguna nube en el cielo, y el contraste de los prados, los trigos, la cebada, las flores, los tractores rojos y azules que suben y bajan por los caminos de tierra. La hija de los Allan, «una chica joven, va en la máquina y hurga en el motor como un consumado mecánico». Siempre le sorprenden a mi padre las mujeres que trabajan, que «pisan fuerte» y parecen seguras de sí mismas. En el cielo, los aviones hacen piruetas, «entre ellos muchos de chorro». ¿Están preparando una exhibición aérea? El ruido, el silbido, el silbido de las bombas. Mi padre me contó muchas veces que lo primero que se oye de una bomba es un silbido, y después una explosión, y que cuando uno oye el silbido tiene que tirarse al suelo inmediatamente y ponerse las manos sobre la cabeza, porque si no, no logrará oír la explosión. Mi padre odiaba las armas, los aviones, odiaba el ejército y a los militares. Mi padre odiaba a los militares y a los curas, odiaba a los nacionalistas y a los patriotas. Mi padre odiaba aquellos aviones que hacían piruetas por encima de las pilas de heno y por encima de los techos de cinc de los graneros. Luego entran a la manor y toman el té con los propietarios. Las tazas tienen un dibujo «con colorines» de la coronación de la reina Isabel. En las paredes del salón, las «cartulinas» con los premios por los toros que han criado.
Mi padre y Madrigal salen con dos empleadas de Mrs. Bailey, una española, que va con el listo de Madrigal, y «una suiza cuarentona» que no habla más que francés y que va con mi padre. Pasean por la carretera y luego van al pub de Brockhampton. El nuevo warden se ha ido de caza y ha vuelto con nueve palomas. No me olvido de que éste es el territorio de los cuentos de hadas. Al día siguiente es Domingo. Madrigal y mi padre van a bañarse a un molino cercano. Los terrenos están infestados de conejos y de pequeños narcisos amarillos y blancos. Se dan un baño en la presa, y luego montan en barca, reman un poco y se dejan flotar en medio de la paz del Domingo de Inglaterra. Las flores inglesas, las nubes inglesas, el sol inglés. Entre la hierba cantan los grillos. Entre los juncos vuelan azules caballitos del diablo. Van a buscar a la española y a la suiza, pero los Bailey tienen invitados en casa y no pueden salir. Cuando regresan al campamento, ven que Eric se ha dejado su reloj en una mesa a pleno sol. Algunas veces Eric deja allí su cartera y su estilográfica. No teme que se las roben. «Vaya detalles», escribe mi padre.
Un día van a Stratford haciendo autostop, lo cual no resulta tan fácil como pudiera parecer. Van García, Madrigal, Eric y mi padre, y se dividen en dos parejas. Pasan por Evesham: en un cine ponen La guerra de los mundos, y en la taquilla hay un cartelito que sorprende a mi padre: «Sólo para adultos». Eric le explica que no permiten que los niños vean películas que tengan horror scenes. En un cruce, una mujer regula el tráfico «muy enérgica, y no es fea ni tiene pinta de solterona». En una esquina hay un grupo de músicos de ambos sexos, con libros, cantando himnos, todos con uniforme azul. «Las mujeres tienen pinta rara», anota mi padre. Es el Ejército de Salvación. Pasan coches pero no les cogen: unos van llenos, otros señalan a la izquierda, otros a la derecha, otros al suelo (se quedan allí mismo). Cuando un coche va despacio, los demás le siguen en fila india, sin intentar adelantarlo. «Disfrutan del paisaje», anota mi padre, siempre sorprendido del civismo de los ingleses. Madrigal y García tienen siempre más suerte, pero el último tramo del camino tienen que hacerlo todos andando y luego en autobús. Durante el breve trayecto en autobús, mi padre se suena con un pañuelo un poco fuerte, y la gente se asusta. «Creo que los ingleses no se suenan mucho», escribe. «Aquí querría ver yo a Pomares.» Le asombra que los ingleses no se suenen, no griten y no escupan en el suelo.
En Stratford hay mucho movimiento de turistas. «Muchas chicas en shorts de diferentes países.» Grandes espacios de hierba con gente descansando o jugando al polo o al tenis. Descienden hasta el Avon, y contemplan la forma en que los cisnes amerizan «con toda elegancia» sobre las aguas del río. El Avon está lleno de barcas de alquiler «tipo góndola». Lo cruzan en la barcaza que funciona dando vueltas a una manivela. Al otro lado, todo el mundo está tomando el té en la hierba, «la merry England en una de sus más típicas expresiones». Hay un teatro al borde del río, y frente al teatro, un hombre pescando con una caña.
Se suceden los días de trabajo. Un sistema para dar de beber al ganado, accionado por las propias vacas y terneros cuando intentan beber. Un obrero que va impecablemente vestido y afeitado, con sombrero y con corbata de colores, llama a los cerdos «Germans» (lo cual resulta extraño, porque German en inglés es un adjetivo). Lleva una plaquita con una bandera inglesa y una esfinge, y mi padre supone que durante la guerra estuvo en Egipto. Se cenan las «palomas» del warden, que deben de ser en realidad tórtolas. ¿Hay palomas en los bosques de Inglaterra? ¿No es un poco extraño comer palomas, media paloma en un plato con una bola de harina, carne y especias, patatas y col? Mi padre tiene que remendarse unos pantalones: si no puede arreglárselos, sólo le quedarán los cortos.
En otra granja, ponen leche recién ordeñada en unos cubos muy sucios. Debe de ser para los terneros. Mi padre prueba la espuma de la leche «antes de que se contamine». Esta granja es extraña. El granjero bebe agua directamente «de un cubo que tiene restos de gasolina». «No debe funcionar bien este hombre.» Tiene todo el rato una pipa vacía entre los dientes. Entre su pipa y su acento de Cumberland, no le entienden ni palabra. Los otros compañeros han estado cortando árboles, pero los cortaban demasiado altos y han tenido que suspender la tala. Hay ecos de algunos problemas en el paraíso. El warden anterior tuvo que marcharse por problemas con un español y un italiano. Al parecer, tuvo que intervenir la policía. Pero ¿por qué trabajan tanto? ¿Sólo para poder estar en Inglaterra y para practicar el idioma y para conocer a gente de otros países? Cortar árboles, levantar pilas de heno, descargar sacos de trigo son trabajos agotadores. Los granjeros les pagan por su trabajo, pero según lo entiendo son más bien propinas, no es realmente un salario.
Llega otro grupo de italianos, entre ellos uno llamado Franco, al que, por razones obvias, deciden llamar Francesco. Durante esos días se dedican a recoger ciruelas en Winchcombe por dos chelines la hora. Es un buen trabajo: las ciruelas son malas, se usarán para hacer mermelada. Cuando aparece alguna buena, se la comen. Después de cenar tienen una animada conversación sobre la Unión Europea. Los italianos están todos pendientes del tema, y les extraña enterarse de que en España «no hay, en general, inquietudes a este respecto». Eric, el inglés, no dice nada: es nacionalista. También el suizo es nacionalista y lo toma a broma, y Francesco le dice aquello de que los italianos llevan mil años de guerra pero han producido a Dante, a Miguel Ángel y la Mona Lisa, mientras que los suizos en sus mil años de paz sólo han logrado hacer relojes de cuco. Los ingleses son nacionalistas: no lo dicen abiertamente, pero se nota en su reticencia. A los ingleses no les gustan los italianos, les parecen impolite, y además siempre están gritando. Mi padre opina que los italianos «no se hacen respetar».
Al día siguiente vuelven a recoger ciruelas. Mi padre nos habló muchas veces de aquellos días que pasó recogiendo ciruelas en los Cotswolds. Recogían ciruelas para hacer mermelada de cerezas, algo que le hacía muchísima gracia y que nos contó muchas veces a lo largo de los años. No sé exactamente qué es lo que significaba esta anécdota para él: supongo que lo que le admiraba era la forma en que los anglosajones tratan con hechos y no con palabras, el énfasis que ponen en el resultado y no en los preliminares, en la manera o en los principios. A la noche siguiente forman en la barraca del comedor algo así como su propio Consejo de Europa. Viene una señora haciendo una colecta para los mudos. Cenan sopa de remolacha «y otras cosas raras», y de postre pudding, siempre pudding, ya sea de chocolate, de pan, de arroz, de leche, de macarrones dulces, «siempre es pudding». Francesco «es un buen internacionalista», seguramente el mejor halago que puede hacer mi padre a nadie. Eric juega al ajedrez con otro de los italianos para evitar la discusión. «Me hacen gracia esos que dicen que no les interesa la política porque tienen que estudiar», escribe mi padre. ¿Hay en esta observación un cierto resentimiento contra los estudiantes, él que nunca había podido estudiar? A mi padre siempre le interesó muchísimo la política: como buena persona de izquierdas consideraba que nadie tenía derecho a ser «apolítico» y que los que afirmaban que no sentían interés por la política eran en realidad de derechas. Vuelven a recoger ciruelas: van a Winchcombe en un camión, cantando a pleno pulmón cuando cruzan los campos llenos de flores. Así cantaba mi padre cuando éramos niños, con un entusiasmo y una alegría desbordantes. Cuando cruzan el bosque, ven montones de conejos que corren a esconderse entre los árboles. Recogen ciruelas por parejas, y mi padre va con Francesco. Apoya cada uno su escalera en el tronco de un árbol, y de escalera a escalera se enseñan palabrotas (él escribe «palabros») en español y en italiano. Las cajas llenas de ciruelas se colocan en un volquete y luego un tractor se lleva el volquete a Cheltenham o a Gloucester. Tengo la sensación de que estos días recogiendo ciruelas en Winchcombe son para mi padre los más felices de su vida. (En su pueblo, en Nuévalos, también había huertos de ciruelos. Un día cuando era niño yo comí tantas ciruelas arrancándolas directamente del árbol que sufrí una indigestión y me pasé la noche vomitando, y desde entonces ya no he podido volver a comer ciruelas. Y es una palabra tan hermosa, la palabra «ciruela». Quizá la más hermosa del idioma.)
El 19 de Agosto hay una anotación que no comprendo: «Vemos desde el camino muchos aviones Canberra y también vemos pasar al comet». ¿Qué es el comet? ¿Pasó algún cometa esos días por los cielos ingleses? ¿Se trata de un modelo de avión? Tendré que buscarlo.
Llega el momento de la despedida. El campo de trabajo se termina, y todos se abrazan y algunos, incluso, «se emocionan» al saber que probablemente no volverán a verse nunca. Les llevan en coche hasta Andoversford, y poco a poco el grupo se va desmembrando, cada uno se marcha por un lado. Madrigal, García, Eric y mi padre cogen el tren, van hasta Oxford y allí se separan de Eric, que sigue hacia Londres. Pasean por las calles de Oxford, visitan colleges y céspedes, y luego García les abandona para unirse a otro campo. No parece que Oxford, lugar de estudiantes, hiciera mucha mella en mi padre. O a lo mejor su fascinación era tan grande que no podía ponerla en palabras. Madrigal y mi padre cogen el tren para Paddington. Ven una boda desde el tren. Todos van con trajes muy elegantes. Llevan claveles blancos, algunos jóvenes van con chaqué. Ellas llevan sombreros blancos y trajes azules. Dos chicas que deben de ser las damas de honor llevan trajes color crema muy largos y guantes verdes por encima del codo. Los viajeros del tren se sonríen al ver la celebración, pero no hacen comentarios. A mi padre le fascina la discreción de los ingleses, también la importancia que tienen aquí las sonrisas. «En este país, con la sonrisa tienes un tanto ganado.» Los recién casados corren por el andén, y a mi padre le sorprenden los zapatones que llevan y lo torpes que son corriendo, y especula humorísticamente que quizá esa sea la razón de que los ingleses lo tengan todo tan bien asfaltado. Es verdad que los anglosajones corren de una forma muy torpe. ¿A qué se deberá esto? Este pasaje me recuerda a un poema de Philip Larkin muy famoso.
Desde Oxford a Londres mi padre va sentado al lado de una chica «bastante guapa pero mártir de las buenas formas». «Su sombrerito, sus guantes, su maquillado [sic], su bolso, su traje, su chaqueta, sus zapatos, y rígida en el asiento mirando hacia delante.» Cuando llegan a Paddington, la joven le pregunta «con voz todo música y humo» si es el final de la línea. Mi padre ya conoce esta estación, de modo que hace «de cicerone». Se siente avergonzado de su ropa, de su aspecto. «Es una lástima esto de estar cada día en un sitio y con nuestra vestimenta. Llevo una mancha en la cazadora que da gusto verla, pues se me ha salido la tinta de la pluma.»
Londres. Se dirigen a un Youth Hostel en South Kensington, donde todos se asombran de ver a dos españoles. En la recepción «hay un elemento con pantalón corto, cuchillo al cinto y barbas de existencialista». Hacen amistad con dos alemanes y se van juntos a dar un paseo hasta Kensington Gardens. «Por la calle se ven negros, indios, persas, etc.» Alguna pareja de novios cogidos de la cintura. Es posible que en esa época en España estuviera prohibido cogerse de la cintura en público, del mismo modo que estaba prohibido besarse en público o ir en mangas de camisa. En las esquinas hay carromatos con fruta y con flores. Los vendedores tienen «pinta de filósofos», lo cual quiere decir, supongo, que parecen aburridos y que descuidan su negocio. Kensington Gardens «es un parque grande todo a base de prados sobre los que se puede pasear y donde hay hamacas abundantes». Hay un kiosko de música, un pequeño palacio y un estanque de poca profundidad, una de cuyas orillas simula una playa. Algunos niños juegan en la arena y se meten en el agua. Hay bastantes patos. A la derecha está el monumento a Alberto, y al otro lado de la calle, el Royal Albert Hall, «que parece una plaza de toros». Consultan la programación, pero ya no hay conciertos. En el Covent Garden pasa lo mismo: la temporada empieza a fines de Agosto. Pero mi padre volvió al Royal Albert Hall unos años más tarde, y entonces no estaba cerrado.
La última línea del diario dice: «Se continúa en el otro cuaderno». Pero ese otro cuaderno no existe, o si existió alguna vez, ahora se ha perdido.