Petulancia
A Matilde le molestaba que Mateo fuera tan vanidoso y tan repelente. Siempre le estaba diciendo que era un chulo.
—Yo soy el que mejor sabe hacer arcos y flechas —decía Mateo cuando estaban en la Casa de Campo.
Disparaban con sus arcos hechos a mano, y sus flechas eran siempre las que más lejos llegaban.
—Eres un chulo —le decía Matilde.
—Yo soy el que más música sabe de todos —decía Mateo—. Tengo los discos de todas las sinfonías de Beethoven y me sé la cuarta, la quinta, la sexta y la séptima de memoria.
—¡Qué chulo eres! —le decía Matilde.
—Pero si es verdad —decía su hermano Luis, que le admiraba muchísimo y siempre le defendía—. ¿Por qué no va a decirlo si es verdad?
—Es un chulo. Siempre se está chuleando.
Los roces entre los niños eran un reflejo, quizá, de los roces que habían aparecido entre las dos familias. Anselmo e Isabel les tomaban el pelo a los De la Rosa por ser tan devotos e ir todos los Domingos a misa, y se aliaban con Bernabé, que decía que él era buena persona y que no necesitaba ir a la iglesia. Josefina se pasaba el día criticando a su marido y le ponía verde en público y le ridiculizaba delante de los niños, y a los Montañés aquello les parecía horrible, de muy mal gusto y además muy poco pedagógico para los niños de ambas familias, de modo que también solían gastar bromitas con aquello, pequeñas puyas e indirectas con lo que tenía que soportar Bernabé y con lo sargento que era Josefina. Y a los De la Rosa no les gustaba que los niños Montañés dijeran tantas palabrotas y que estuvieran todo el rato riéndose de sus hijos porque creían en Dios, y además les parecía que aquellos niños eran un poco raros, sobre todo Mateo, que tenía toda la pinta de ser un «niño problema», uno de esos «inadaptados» que luego tienen muchos conflictos en la vida, que se amargan y que se pasan el día criticándolo todo o que incluso se dan a la bebida.
Eran las consecuencias indeseables del Proyecto Genio. Porque ahora el propio Mateo había terminado por creerse que era un genio, y se comportaba todo el día como si fuera un ser especial al que todo el mundo debía rendir pleitesía. ¡Pobre guiñapo! ¡Pobre marioneta! Pensaba a menudo en el premio Nobel, y muchas veces, cuando no podía dormir, cerraba los ojos y se dedicaba a imaginar la ceremonia de entrega, el rey de Suecia con una banda azul acercándose a él y entregándole el diploma orlado de oro, y luego él avanzando hasta el podio y comenzando a leer su discurso. Porque a lo largo de los años imaginó y pronunció innumerables discursos de aceptación del premio Nobel. En algunos casos era el premio Nobel de la Paz, en otras de Física, en otras de Medicina. Pero a medida que los años avanzaban, lo más corriente es que fuera el premio Nobel de Literatura.
Ahora cuando iba caminando solo por la calle, Mateo iba canturreando sus óperas o sus sinfonías, o bien improvisando, una vez más, un discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura. «Comencé a escribir cuando tenía sólo cinco años», solía decir el nuevo Nobel en estos discursos. «En esa ocasión escribí una versión muy personal y libre de Don Quijote de la Mancha. Recuerdo que lo que más me enorgullecía de mi texto era haber escrito correctamente la palabra “hierro”, que es una palabra de difícil ortografía en español…»
Cansada de la petulancia de Mateo, Matilde empezó a darle celos. Ahora iban con ellos a la Casa de Campo los primos de Matilde, Joaquín y Míguel, con sus padres. Los Montañés habían descubierto un valle de difícil acceso en el que nunca había nadie, al pie del gran depósito de agua que está en la base del cerro Garabitas. Se llegaba hasta allí avanzando lentamente con los coches por un largo camino de tierra y hierba y cruzando el lecho de un par de arroyos secos. El acceso era un poco trabajoso, pero se lograba llegar a un paraje muy bonito y que además estaba siempre desierto. A Joaquín, el primo de Josefina, padre de Joaquín hijo y de Miguel, no le gustaba nada meter el coche por aquellos andurriales. El coche para él era sagrado.
Ahora Joaquín decía que era el novio de Matilde.
—No puedes ser su novio —le dijo Mateo, muy furioso—. Eres su primo.
—No importa —dijo Joaquín—. Los primos pueden ser novios también.
—De eso nada, monada.
A veces, Joaquín y Matilde iban cogidos de la mano, y Joaquín le contaba muchos secretos a Matilde en el oído y la hacía reír. Mateo se ponía muy furioso y apretaba las mandíbulas con fuerza como había visto hacer a su padre cuando se enfadaba. Y se enfadaba tanto que perdía toda su capacidad para hablar con Matilde de una forma normal. Y Joaquín parecía cada vez más encantador y Mateo estaba más gruñón y más chulo.
Joaquín era más alto que Mateo. Era un niño de su misma edad, alto y huesudo, que tenía cara de elfo. Tenía oscuras y pobladas pestañas y ojos rasgados y la cara siempre muy roja, y a Mateo le parecía que era muy feo, pero Matilde al parecer le encontraba encantador y siempre se reía mucho con él.