Profesores

Sus profesores en el Ramiro. En primero, el año que cumplió seis años, tuvo a Doña Amelia, una de esas típicas profesoras del franquismo con ojos saltones, mal humor congénito y ese peinado cardado que crea una especie de halo por encima de la cabeza. Del franquismo, con sus gritos, sus castigos, sus favoritos, sus «tontos de la clase», su vulgaridad espiritual. Era la esposa del Señor Corral, un profesor famoso por su bondad y su buen humor. Un día el Señor Corral fue a la clase de Mateo para sustituir a un profesor que se había puesto enfermo y, hablando de esto y de aquello, les dijo que ellos no eran pecadores. Todos se quedaron asombrados, porque siempre les habían dicho lo contrario.

—No, hombre, no —les dijo el Señor Corral—. Vosotros no tenéis pecados. Más tarde, cuando seais más mayores, pero ahora no. Vosotros estáis limpios.

¿Sabría aquel hombre lo que estaba diciendo? ¿Estaría en sus cabales? ¿Era sensato dejar a su cargo la educación de unos niños pequeños? Mateo y sus amigos se hicieron varias veces estas preguntas. ¿Acaso no les hablaban los otros profesores todos los días del cielo, del purgatorio, del infierno? ¿Acaso no aprendían que los enemigos del hombre eran el mundo, el demonio y la carne, de modo que cada vez que uno se comía un filete ruso o una albóndiga ya había sucumbido al enemigo del hombre? Muchas veces, por la noche, Mateo no se podía dormir pensando en el infierno. Le pasaba desde muy pequeño. Se metía en la cama, y se ponía a pensar en la muerte. Era inconcebible, pero llegaría un momento en que él moriría. La noción de su propia desaparición le llenaba de una angustia insoportable. Pensaba: «Yo ya no seré, desapareceré…», y sentía una angustia casi física, un terror espantoso, una horrible sensación de asfixia, como si una gruesa serpiente de escamas de plomo rodeara su garganta y su pecho. Y lo que venía después, ¿qué era? Era el infierno. Lo cual era una contradicción, ya que ¿cómo podría ir al infierno si desaparecía completamente al morir? ¿Por qué sentía aquella angustia horrenda de desaparecer, de dejar de ser él mismo, si a la muerte le seguía el infierno? Y el infierno estaba asegurado por varias razones: porque sus padres eran ateos y él, en teoría, lo era también, y sobre todo porque no iban a misa los Domingos, lo cual era un pecado mortal. Y el que moría en pecado mortal, iba al infierno. ¡Era tan fácil! Mentir, no confesarse, no ir a misa: pecado mortal, infierno para toda la eternidad.

Para que todos tuvieran imágenes vívidas del infierno y no se llamaran a engaño, les pusieron una película donde se veían las distintas salas de este desagradable lugar. Era el cine de los Sábados: normalmente veían episodios de Roy Rogers o del Superman japonés, o a veces alguna película entera, una de Godzilla, o Parsifal de Daniel Mangrané y Carlos Serrano de Osma, o una de Tony Leblanc, esas películas que comenzaban siempre con vistas del centro de Madrid y una música muy alegre, o también aquella película donde se veía el infierno, un sistema de grutas llenas de fuego donde las almas de los desdichados (curiosamente representadas por cuerpos con poca ropa) gritaban y se lamentaban, encadenados a la pared de la cueva, empujando inmensas rocas o hundidos hasta los labios en lagos burbujeantes, mientras los diablos negros (pero ese negro era en realidad rojo) corrían riendo de acá para allá, empuñando tridentes metálicos y látigos de domador de leones. Pero aunque aquella película les impresionó a todos, no les resultó tan terrorífica como Molokai, la isla maldita, que contaba la vida del padre Damián de Molokai, y cuyos leprosos desdentados, sin narices y sin dedos le persiguieron durante años en sus pesadillas. Y no eran sólo el horror y el miedo de aquella enfermedad que desfiguraba los rostros y los cuerpos lo que le asaltaba nada más meterse en la cama y quedarse allí solo en la oscuridad, al lado de su hermano dormido, sino el sentimiento de compasión que le producían aquellos desdichados. Porque la pena hace más daño que el asco o que el miedo.

Estaban en una de las clases del edificio de la Básica, que es el primero que se encuentra nada más atravesar las puertas de Serrano, dejando a la izquierda la masiva iglesia del Espíritu Santo, obra de Miguel Fisac, y a la derecha el estadio Antonio Magariños, que en aquellos años y durante muchos años más estaría en obras, unas obras que no terminaban nunca. Era un edificio alargado de dos plantas, con grandes cristaleras, jardines con estanques ornamentales y amplios tejados volados de hormigón entre jardín y jardín, y allí, detrás de una de esas cristaleras estaba su clase. Había una encina en el jardín, y también un pequeño estanque con flores flotantes, y allí, debajo del tejado de hormigón formaban antes de entrar, ya que siempre había que formar antes de entrar, quién sabe por qué, y cubrirse y ponerse firmes, y descansar y ponerse firmes otra vez.

Doña Amelia les daba miedo. Había que forrar los libros con papel de estraza color azul añil. Un niño los llevó forrados con papel de estraza de color natural, y Doña Amelia montó en furia y le arrancó el papel de todos los libros, uno a uno, diciéndole que azul era azul y que qué se habían pensado sus padres. Aquel Sábado, el niño se quedó castigado sin cine, solo en la clase mientras todos sus compañeros formaban en el pasillo para bajar a ver un episodio del Superman japonés, que era un Superman gordito y vestido de blanco y que no se parecía en nada al verdadero Superman. Y aquel niño era Mateo, claro está. Y aquel castigo, y aquel espectáculo extraño de la profesora arrancando el papel que forraba sus libros con sus afiladas uñas de bruja y con sus ojos saltones inyectados de sangre, es el único recuerdo que aquella insigne docente dejaría en su memoria.

En segundo tuvieron a Doña María Luisa, que también llevaba ese típico peinado franquista que consiste en crear una especie de casco, o halo, o semiesfera sobre la cabeza a base de cardado y mucha laca, pero ellos admiraban a Doña María Luisa y también la querían. Lo que más disfrutaban era la clase de religión, una hora durante la cual la profesora se dedicaba a contarles la Biblia episodio por episodio como si se tratara de una novela. Cada tarde llegaba un nuevo episodio, con nuevas aventuras de Noé, o de Job, o de Daniel. Y así escuchó Mateo, tarde tras tarde, la asombrosa historia de José y sus hermanos, y la vida de Moisés en Egipto, y las plagas, y las luchas de magos entre Moisés y los magos egipcios, y el episodio de la zarza ardiendo, y el éxodo a través del desierto y todos los demás capítulos de aquella historia fascinante, mientras al otro lado de los cristales las bellotas de la encina maduraban lentamente y los vencejos hacían nidos en el alero donde se escondía el toldo que no se desenrollaba jamás. Seguramente la querían tanto porque era una persona suave y agradable y no una fiera como Doña Amelia, pero Doña María Luisa estaba lejos de la sutileza y la sensibilidad de aquellas maestras que Mateo tuviera cuando era más pequeño, antes de ir al Ramiro, en el colegio Patriarca Eijo Garay (que estaba en la glorieta de Ruiz de Alda, al lado de su casa), como Martina, la profesora que le enseñó a leer, que había estudiado en la Institución Libre de Enseñanza. Doña María Luisa tenía, como Doña Amelia, una idea de la educación como imitación, obediencia y sentido del ridículo, y cuando un niño decía algo mal o se equivocaba repetidamente, hacía que saliera delante de toda la clase y que la clase entera le llamara «tonto» señalándole con el dedo.

—Toonto, toonto, toonto, toonto…

Si el tonto se echaba a llorar, esto quería decir que no todo estaba perdido para él, porque los que se avergüenzan todavía son personas. Pero normalmente los tontos no lloraban, sino que se quedaban allí inmóviles y como anestesiados, esperando a que pasara el chaparrón o quizá incluso sonriendo estúpidamente. Pero ¿qué pasaba con aquellos tontos? ¿Por qué eran tan tontos? Quizá porque algunos eran verdaderamente niños retrasados que no podían seguir el ritmo de los demás, quizá porque eran niños de familias pobres recién llegados del campo y que no tenían la menor costumbre de leer o de poner atención, o simplemente porque eran niños tímidos que se sentían aterrados ante aquella profesora formidable. Los tontos de la clase eran Camargo, Ginastera y Zubiaurre. Siempre estaban sentados al final de la última fila. Siempre lo hacían todo mal, siempre se les olvidaba todo, nunca sabían nada. Hablaban con dificultad, resistían las bromas con estoicismo, no tenían amigos, ni siquiera tenían el ingenio de hacerse amigos entre sí. Eran tontos, torpes y feos. Zubiaurre sonreía siempre. Ginastera se echaba a llorar cuando le regañaban y un día incluso se hizo pis delante de toda la clase, con lo cual su humillación fue completa. Camargo estaba siempre robando trozos de tiza para comérselos, y los padres de Mateo le explicaron que aquel niño tenía falta de calcio y que seguramente sus padres eran muy pobres y no podían darle bien de comer. Y poco a poco fueron desapareciendo. Camargo desapareció al año siguiente. Poco después, Ginastera. Zubiaurre duró unos años más, pero luego desapareció también. En aquella época la educación era obligatoria, pero los niños también podían presentarse por libre o estudiar en su casa. No es probable que a aquellos niños pudieran enseñarles nada en su casa. ¿Adónde iban entonces? Tampoco repetían curso, porque en ese caso les hubieran visto por allí, en otra clase. ¿Adónde iban?

Su profesor de tercero era el Señor Escalona, un hombre bajo y rechoncho, con cuatro o cinco pelos en la cabeza que se peinaba cuidadosamente de un lado a otro. Iba siempre con traje y corbata, con chaleco y leontina, pero a pesar de su apariencia respetable y majestuosa, era un profesor detestable. Les hacía recoger las bellotas caídas por el jardín y entregárselas para su consumo personal. Esto les enseñó: que las bellotas eran aptas para el consumo humano. Pero el principal recuerdo que dejó en Mateo fueron sus escupitajos, sus lapos, como decían ellos. Escupía continuamente, quién sabe por qué (en aquella época, todos los hombres escupían sin cesar, quién sabe por qué). Escupía en el suelo de la clase, que estaba bastante polvoriento, y luego, con el zapato, se dedicaba a pisotear y arrastrar el salivazo fascinante y pegajoso una y otra vez hasta dejarlo reducido a la nada. Mientras tanto, seguía explicando el teorema de Abel, dentro de la teoría de conjuntos que estudiaban todos los años, quién sabe para qué. Era un espectáculo repugnante. Luego se cansaba de dar clase, ponía deberes, nombraba a un jefe para que apuntara en la pizarra a los que hablaban, y desaparecía durante una hora o una hora y media. El jefe vigilaba la clase con mirada de águila e iba apuntando en la pizarra a los que hablaban, se levantaban o miraban hacia atrás, y luego iba poniendo cruces a los reincidentes.

—¡Golmayo, dos cruces! ¡Oliet, apuntado!

—¡Yo no he hecho nada!

—Has mirado hacia atrás.

Si uno tenía tres cruces, se le caía el pelo. Para que a uno le quitaran una cruz, había que quedarse completamente inmóvil, mirando hacia delante, con los brazos cruzados y una sonrisa helada en el rostro. Esto quería decir «portarse bien». Luego el profesor volvía de su paseo, o de su charla, o de su café, y repartía castigos entre los que tenían tres cruces. Por ejemplo, copiar cien veces «No debo portarme mal en clase cuando no está el profesor». No había castigos físicos de ningún tipo en el Ramiro. Algún capón a lo largo de los años, alguna oreja retorcida, alguna tiza arrojada a un despistado, pero no era corriente. En otros colegios de la época, los castigos físicos estaban a la orden del día, los bofetones, los pescozones. A la mayoría de los padres les parecía bien: era la teoría del «cachete a tiempo». Los progres de la época ya leían Tu hijo del Doctor Spock, pero incluso los padres de Mateo, que eran ilustrados y de izquierdas, consideraban que aquellas ideas «modernas» eran absurdas: con los niños es inútil razonar, y un cachete a tiempo no le hace daño a nadie.

Había niños a los que les azotaban en su casa con la correa. Mateo lo descubrió en las espaldas desnudas de uno de sus compañeros durante el reconocimiento médico que les hacían todos los años. Tenían que desnudarse de cintura para arriba para que les auscultaran y les miraran por rayos X, y en la espalda de Salazar vio unas extrañas marcas marrones horizontales. Le preguntó que qué le había pasado, y él le explicó que cuando su padre se enfadaba de verdad se quitaba la correa y les pegaba. No daba la impresión de que aquello le pareciera mal, aunque el miedo y el dolor eran bien visibles en el brillo de sus ojos. Parecía contarlo con admiración, como si su padre fuera un hombre muy recto que no estaba dispuesto a pasar una, y como si el dolor y el terror que sentía fueran una parte inevitable de la vida, una parte inseparable del amor. Salazar era de la OJE, la organización juvenil falangista (a la que todos se referían siempre como «Organización de Jilipollas Extraviados», aunque «gilipollas» es con «g»), y siempre hablaba de José Antonio Primo de Rivera y siempre llevaba insignias de yugos y flechas. A veces aparecía en clase con el uniforme de la OJE. Un día, Mateo se encerró con Salazar y con Guirao en una de las cabinas de los servicios, y Salazar se bajó los pantalones y les enseñó la cola y las nalgas. Fue Guirao quien invitó a Mateo.

—Vente —le dijo, acercándose a él con mucho misterio—. Salazar va a enseñar el culo.

Se fueron a los servicios del pasillo, que a esa hora estaban desiertos, y se encerraron en una de las cabinas. Salazar estaba muy serio, muy pálido, poseído por la voluptuosidad de la entrega. Era la sensualidad de la muchacha indefensa en el mercado de esclavos. Era la entrega del soldado, la devoción de la obediencia. Se desabrochó los pantalones y les enseñó la cola, blanca e inexpresiva. Era tan blanca, que a Mateo le recordó a un gusano de seda.

—No, no —dijo Mateo—. Date la vuelta.

Se sentía poseído él también por la voluptuosidad. De pronto, un demonio sensual se había apoderado de su respiración y de sus manos. Deseaba ver las nalgas de su compañero. A veces cogía un papel vegetal y un rotulador y calcaba un dibujo de Blancanieves de Walt Disney y luego continuaba el cuerpo de la princesa hasta hacerle mostrar las nalgas, pálidas y perfectas. Y las nalgas de Salazar eran igual que las de una niña, igual que las de Blancanieves, blancas y compactas, duras y frías como mármol. Mateo se las acarició con ambas manos, sorprendido él mismo por su intenso deseo. Salazar, completamente pasivo, se dejaba hacer sin mover un músculo, sin decir una palabra. Estaba con los ojos caídos, muy quieto, en la actitud que debía de tener ante su padre cuando éste se enfurecía, sin mirarles a los ojos, mostrando la sumisión del culpable. Entonces alguien entró en los servicios, seguramente un vigilante de los pasillos, y los dos, Salazar y Guirao se pegaron a las paredes de la cabina para que no pudieran ver sus pies por el hueco que había bajo la puerta. Mateo comprendió que habían hecho esto muchas veces y que ya tenían práctica.

Aquel episodio no volvió a repetirse. ¿Cuántas veces lo repetiría Salazar? ¿Cuántas veces le ayudaría Guirao? ¿Qué buscaba el vigilante que había entrado en los servicios a una hora en que debían estar desiertos? ¿Por qué tenían Salazar y Guirao tanto miedo de ser atrapados? ¿De qué les podían acusar? Sólo eran niños haciendo una travesura. No, eran niños tocándose. Eran niños haciendo cosas prohibidas.