Zona

Todos los días, cuando iba al colegio, tenía que atravesar el barrio encantado. Su imaginación nació allí, en el camino diario entre su casa, situada en la glorieta de Ruiz de Alda, y el instituto Ramiro de Maeztu. Tenía nueve años, pero él y su hermano Luis, que era dos años menor, iban ya solos al colegio. Había varios caminos que conducían al Ramiro desde su casa: el más corto consistía en subir por Joaquín Costa, cruzar Velázquez y luego coger Pablo Aranda hasta la puerta del colegio de la calle Serrano. El más largo, en tomar la calle Oquendo desde la glorieta de Ruiz de Alda, cruzar Velázquez y seguir hasta Serrano, o bien girar a la derecha por Castellón de la Plana y luego tomar Pablo de Aranda para hacer el último tramo.

Aquél era, precisamente, el barrio encantado, las calles que se encontraban entre Velázquez y Serrano, entre la plaza de los Delfines y Pedro de Valdivia, un oasis de calma en medio de Madrid, un paraíso de enormes árboles centenarios y mansiones de millonarios, residencias de embajadores, clínicas privadas o sedes de instituciones más o menos secretas, románticas quintas de estilo inglés o italiano, de estilo Sezession o Adolf Loos, rodeadas de altísimas paredes de hormigón que eran, en realidad, los contrafuertes escalonados de la colina que ascendía, de modo que las raíces de los árboles de los jardines nacían muchas veces cinco o seis metros por encima de los ojos del espectador, convirtiendo así los parques privados en verdaderos jardines colgantes.

Su imaginación nació allí, en estas calles siempre vacías, tan poco transitadas que aún conservaban el viejo empedrado de adoquines que había sido sustituido por asfalto en todo el resto de Madrid, calles silenciosas donde era posible oír el grito de un mirlo atravesando las frondas de los jardines y a lo largo de las cuales se ordenaban, como en una exhibición, sus casas favoritas y sus árboles predilectos. La de los inmensos muros de sillería de piedra roja en la que, muchos años más tarde, Fernando León de Aranoa rodaría su película Familia. La de la esquina de Serrano y María de Molina en la que Carlos Saura rodaría por esos años la película Cría cuervos. El gran chopo elevadísimo que crecía en Oquendo, en el desnivel entre dos propiedades (y que él más tarde identificaría con el «chopo de luz contra el cielo turquesa del otoño» de Juan Ramón Jiménez, que también había paseado por aquellas calles y había admirado aquellos árboles y aquellos cielos). El acebo que se llenaba de bolitas rojas de la esquina de Oquendo con Velázquez. El edificio religioso de piedra dorada, rodeado de palmeras y coronado por una alta torre de sección cuadrada, en Pablo de Aranda (cuyas altas tapias de piedra sólo permitían contemplar las copas de los árboles y la cúspide de la torre, pero que él espiaba a través de la cancela metálica cuando se la encontraba entreabierta). Y su casa favorita, un edificio color amarillo calabaza que estaba situado en mitad de la manzana, en la calle Castellón de la Plana, entre Oquendo y Pablo de Aranda, una hermosa y serena edificación de tres pisos con amplias terrazas semicirculares, en cuyo tejado se adivinaban las celosías y arbolitos de un jardín de estilo veneciano. Ésta era la Casa Color Calabaza, la casa de las hadas. Y la calle en la que se encontraba era la Calle de las Hadas. El corazón de la Zona.

Su imaginación nació allí, en esas altas tapias que impedían la visión, en esas aceras siempre vacías y recorridas por las luces y las sombras de la vegetación de los jardines, en esas ventanas siempre cerradas, con los visillos siempre corridos, con las persianas siempre bajadas. Se preguntaba quién habitaba en aquellas mansiones, quién comería en los cenadores cargados de retorcidas glicinas que coronaban los edificios, quién desharía cada noche las sábanas de las alcobas. La respuesta era siempre la misma: nadie. Aquellas casas parecían deshabitadas. Un día veía un coche lujoso entrando lentamente en uno de los garajes, otro día veía a una criada con un uniforme blanco y gris saliendo por una puerta de servicio. Y comenzó a soñar que un día lograría entrar en una de esas mansiones. Soñaba que un día una de las ventanas estaría abierta, y que desde ella alguien le llamaría por su nombre y le invitaría a entrar. Alguien, una niña, una muchacha, cuyo rostro él recordaría al instante haber visto en otro sitio. Una niña, una mujer, un hada.

¿Cuántas veces cruzó por aquellas calles en su camino al colegio? Llevaba yendo al Ramiro de Maeztu desde que tenía seis años y seguiría yendo hasta los diecisiete. Doce años yendo por la mañana y por la tarde al colegio y luego al instituto, de Lunes a Sábado primero y luego de Lunes a Viernes cuando se instituyó la «semana inglesa». Cuatro veces al día durante doce años. Un día, una niña muy sonriente cuyo rostro él recordaría al instante haber visto en otro sitio, se asomaría a una de las ventanas de la Casa Color Calabaza, y le diría:

—Mateo, ¿qué haces? Entra de una vez, te estamos esperando.

Ya que ésta era su imaginación completa: que en una de aquellas mansiones habitaba una familia extensa, llena de primas encantadoras, abuelas locas y tíos excéntricos, y que esa familia (que a veces era inglesa, a veces americana, a veces sudamericana) era su verdadera familia o, bien, su otra familia, su familia del otro lado. Sentía a menudo la presencia de la otra familia en los caserones de la zona. En la amplia propiedad que comenzaba en la esquina de López de Hoyos y Velázquez, al otro lado de los edificios de Iberia (que también le fascinaban, aunque por otros motivos). En la casa inglesa que había en el principio de la calle Lagasca, de espaldas a la gasolinera que había en el pico de López de Hoyos y María de Molina. Pero muy especialmente en la casa color calabaza de la calle Castellón de la Plana, la casa de las terrazas redondeadas y de las ventanas siempre cerradas.

La otra familia era muy extensa y tenía conexiones con el país del que todos ellos provenían. En realidad, el otro país comenzaba allí mismo, al otro lado de las altas tapias, por detrás de la Casa Color Calabaza. Allí estaba la orilla del mar, allí comenzaba el río. El mar era siempre el Mar de los Sargazos (en esa época él no sabía que los sargazos eran simplemente algas flotantes), y el río era, quién sabe por qué, el Río de las Manzanas, quizá porque primero fluía entre manzanares, quizá porque brotaba del manzano del Paraíso, o corría en dirección al manzano del Paraíso. Se encontró una imagen de aquel río en la Tate Gallery de Londres, la primera vez que fue a Inglaterra con sus padres. Era un dibujo de William Blake que se llamaba El río de la vida. Nada más ver aquella imagen, el niño Mateo sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas. ¡Aquél era su río! Pero ¿cómo había podido dibujar William Blake su río? ¿Cómo, dónde lo había conocido? El río de la vida que fluye entre los árboles y entre templos en los que seres vestidos con blancas túnicas se asoman a conversar entre los manzanos, el río por el que es fácil flotar sin ningún esfuerzo y por el que fluimos, en amplios meandros, apoyados en las alas de un ángel, en dirección a un gran sol de felicidad y de amor. Ese río comenzaba allí mismo, en algún lugar del barrio encantado. Y también el mar. Y también el bosque, y la propiedad campestre situada en las costas del país del Atlántico. La propiedad cuyas vallas de madera corrían a lo largo del camino, por entre los zarzales y las matas de arándanos. Oh, sí, un país en el Atlántico, un país de manzanos y de arándanos.

¿Cómo conseguía sobrevivir a tantas imágenes, a tantas imaginaciones? Las calles vacías se llenaban para él de países y de nombres, y las puertas y las ventanas cerradas eran el comienzo de las historias.

Pasan los años. Mateo sigue de pie, en la acera, contemplando la Casa Color Calabaza. Pero ya no tiene nueve años. Tiene catorce años, y está con Miguel, y Miguel habla y habla y no siente el menor interés por la Casa Color Calabaza. Luego tiene dieciocho años, y está con José María, en la acera opuesta, y José María señala una ventana abierta de la segunda planta. ¡Es la primera vez que sucede una cosa así! Y en la ventana abierta hay alguien, que les saluda. Sólo que esta escena nunca sucede en la realidad, sino en la imaginación de Mateo. Pasan los años, y ahora tiene veinticuatro, y está con Matilde. A lo largo de estos años, la Casa Color Calabaza sigue igual, indiferente, soñadora, perfecta. Es tan ligera como una flor. Tiene algo mediterráneo, casi como si fuera una casa de la costa. La costa del país de las Manzanas, en el Atlántico. Los colores, blanco, amarillo calabaza, las amplias terrazas, el jardincito del tejado, los cenadores llenos de flores, la promesa del jardín posterior, con henequenes y matas de azaleas cargadas de flores y árboles de Zeus y un sauce llorón al lado de la piscina, un jardín que él (por supuesto) jamás ha visto, y que quizá no exista, pero que a pesar de todo es capaz de describirle a Matilde con todo detalle.

Pasan los años. Ahora tiene cuarenta. Está más grueso, tiene menos pelo en lo alto de la cabeza, pero sigue contemplando la Casa Color Calabaza, y la casa sigue igual que siempre, indiferente, serena. El tiempo ha pasado y Mateo ha madurado y envejecido, pero la casa no ha cambiado. Los árboles inmensos han renovado muchas veces sus hojas. Las flores de las glicinas de los cenadores son nuevas cada año. Las ramas de las glicinas son más ñudosas. Las sombras son más espesas. ¿Quién podría decirme, piensa Mateo, que estos vencejos no son los mismos que entonces?