Flermonde

Al día siguiente sonó el teléfono. Mateo lo cogió y se sorprendió al oír la voz de Matilde. Él nunca se habría atrevido a llamarla a ella y, a pesar de lo mucho que había disfrutado del inesperado encuentro de la tarde anterior, no esperaba volver a verla en mucho tiempo. La posibilidad de llamarla se le había pasado por la cabeza, pero ¿con qué excusa? ¿Cómo habría reunido el valor?

—En el libro que me dejaste había un papelito con un teléfono —le dijo la voz de Matilde—. He pensado que a lo mejor lo necesitabas.

—¿Qué teléfono? —preguntó Mateo. Y cuando oyó el nombre de Jorge y su número, que se sabía de memoria, dijo que en efecto, lo necesitaba. Matilde podía muy bien haberle dictado el número, con lo cual el papelito en sí sería ya irrelevante, pero a pesar de todo Mateo se las arregló para proponerle a Matilde que quedaran en el parque de Berlín. Para su gran sorpresa, ella aceptó al instante. Quedaron en la esquina de la iglesia del sombrero mexicano una hora más tarde.

La esperó sentado en un banco a espaldas del parque, contemplando a su derecha el edificio gótico del convento de Santamarca en lo alto de su loma arbolada, a su izquierda el edificio de hormigón de Nuestra Señora de Guadalupe con sus palmeras y sus palmitos arborescentes y frente a sí la agradable calle Ramón y Cajal, que se perdía en una amplia curva descendente flanqueada de hotelitos en cuyas vallas crecían rosas de diversos tonos. Por allí, entre las rosas, era por donde aparecería su amiga. Matilde tardaba, y la imaginación de Mateo comenzaba a dispararse y veía, con total claridad, un tren que se deslizaba por el borde de un abismo y en cuyos compartimentos había toda clase de viajeros extraños, entre ellos un diablillo azulado que venía directamente de El carro de heno de Brueghel, que era el cuadro que tenía en la pared de su habitación. El diablillo se hacía amigo del protagonista del relato, y le revelaba que en realidad él no había cogido aquel tren para viajar a ningún lugar y que no pretendía llegar al final del trayecto. El hecho era que aquel tren, le decía el diablito, en un cierto trecho de su recorrido que ya estaba próximo, pasaba justo por encima del famoso parque de Flermonde, y su intención era saltar desde el tren para poder alcanzar ese parque maravilloso y, de cualquier otra manera, inaccesible. Pero ¿por qué era aquel parque inaccesible? ¿Acaso puede un parque, que es por definición un espacio construido para el placer de los seres humanos, estar completamente cerrado? Sí, explicaba el diablillo, la cosa era extraña y nada fácil de entender. Pero ahora tendría que disculparle, porque el tren estaba pasando en aquellos precisos instantes justo por encima del parque de Flermonde. Mateo siguió al diablillo hasta el extremo del vagón, y vio con horror cómo la azulada criatura, que tenía una larguísima cola grisácea que recordaba a la de un tritón, abría la puerta de salida del compartimento y se asomaba a mirar al exterior. La vía del tren estaba construida en el borde mismo de un abismo, en la ladera de un desfiladero de paredes de roca casi verticales, y una caída desde allí significaba una muerte segura. No te preocupes, le dijo el diablillo como leyendo sus pensamientos, no me pasará nada. Y a ti tampoco te pasaría si saltaras. Y le invitó a que se acercara para mirar el parque desde lo alto.

Parecía un parque muy bonito, con macizos de árboles, y estanques, y praderas, y paseos de olmos, y canales artificiales y puentes, pero ¿arriesgar la vida por llegar hasta allí? Sí, le explicó el diablillo, porque sólo los que logran llegar a ese parque pueden tener alguna esperanza de alcanzar la felicidad. Pues ¿qué hay en ese parque?, preguntaba Mateo, comenzando a sentir ya las punzadas de una comezón inexplicable. Hay una piedra, explicó el diablillo, una piedra que suena. En algún lugar, nadie sabe exactamente dónde, pero es una piedra, y suena, una piedra que suena, eso es lo que hay en el parque en algún lugar, nadie sabe dónde. Y dicho esto, saltó al vacío, y Mateo le vio caer, caer, caer, reduciéndose de tamaño y quedando atrás a medida que el tren avanzaba traqueteando y sacudiéndose de un lado a otro en los viejos raíles, hasta que la siguiente curva del camino lo borró completamente de su vista. Y el tren seguía avanzando y el parque seguía extendiéndose allá abajo, en apariencia infinito, pero Mateo sabía que no hay ninguna cosa que sea infinita, y que aunque el parque fuera infinito en su interior, sin duda tendría un principio y un final dentro de las líneas del mundo. En ese momento el tren ralentizó un tanto el paso porque se acercaba a un precario y viejísimo puente de metal y madera, una magnífica obra de ingeniería que debía de haber causado asombro cien años atrás y que cruzaba sobre el abismo para alcanzar el otro lado del desfiladero. Ahora que el tren estaba literalmente suspendido en los aires, avanzando lentamente por el viejo puente, Mateo era capaz de ver a ambos lados un panorama vastísimo del parque de Flermonde, que se extendía, en apariencia, hasta el horizonte. Vio campos de juego en los que corrían atletas diminutos como hormigas, vio un kiosko de música, vio un palacio o algo que parecía un palacio, completamente en ruinas, vio un lago rodeado de espesa vegetación tropical sobre cuyas arboledas volaban lentamente los pavos reales y las aves del paraíso y en cuyas orillas se bañaban varios elefantes azulados echándose agua por encima con la trompa y entre cuyos nenúfares gigantes nadaban los hipopótamos. Y fue aquella visión, probablemente, la que le hizo decidirse. El tren había pasado ya la mitad del puente y pronto alcanzaría el otro lado del desfiladero. Y sin pensarlo dos veces, cogió impulso y saltó al vacío.

La caída era suave, muy lenta, casi excesivamente lenta. Al cabo de un rato descubrió al diablillo a unos doscientos metros de distancia, muy por debajo de él, pero todavía cayendo en dirección al parque. Caían los dos igual que cae un copo de nieve o un vilano, descendiendo y girando y siendo impulsados aquí y allá por la brisa, como si carecieran de peso. Las copas de los árboles se acercaban, y pronto se encontró descendiendo entre los castaños de Indias y los abedules y tocando tierra con facilidad en una de las praderas del parque, un óvalo de césped rodeado de castaños en flor.

Se encontraba, claro está, en el parque de Berlín, pero entonces ya no era el parque de Berlín, sino el misterioso parque de Flermonde. Y echaba a andar. Ahora era cuando comenzaba verdaderamente la historia. El hecho era que el parque de Flermonde era tan grande como un país, y era posible caminar por sus florestas durante semanas y semanas sin lograr llegar a la salida. Era muy extraño que nadie se hubiera molestado en construir un parque tan grande, o quizá en convertir un país entero en un parque, es decir, en una obsesiva sucesión de setos, lagos, terrenos de juego, cafés al aire libre, rosaledas, invernaderos, alamedas, glorietas con esculturas, monumentos rodeados de agua, y así durante cientos y cientos de kilómetros en todas direcciones. Era extraño y, bien pensado, inquietante, casi terrorífico.

Precisamente porque era tan grande, el parque resultaba peligroso. Poco a poco la realidad del parque se iba haciendo evidente en su imaginación. Había grupos de soldados que lo recorrían día y noche. Los paseantes se veían obligados a reunirse en grupos y a dormir a la intemperie. Una o dos noches no estaba mal, pero cuando uno llevaba dos semanas caminando por el parque sin atisbar siquiera las verjas de la salida, la experiencia comenzaba a hacerse angustiosa. Había, de hecho, una guerra que tenía lugar dentro del parque, aunque las dos (o quizá tres) facciones enemigas que se enfrentaban entre sí se encontraban con inmensas dificultades logísticas y estratégicas, porque nadie tenía un mapa del parque y no había manera de saber cuántos soldados enemigos había ni dónde se encontraban exactamente. En el parque había zonas muy civilizadas como el lago que Mateo tenía en aquellos momentos a sus espaldas en el parque de Berlín, salpicado de sol entre los falsos plátanos que lo rodeaban (y en cuyo centro, unos años más tarde, colocarían un trozo del muro de Berlín como testimonio del final de la guerra fría), pero también zonas silvestres y abandonadas donde los jardineros del parque ya no se atrevían a entrar y donde la Naturaleza, con sus uñas, sus garras, su hedor y su sangre, se había hecho dueña del lugar. Había animales salvajes en libertad, quizá escapados de fabulosos zoológicos construidos en el pasado, y había también ruinas de ciudades antiguas, y había razas caníbales que vivían en la espesura, y monos verdes que saltaban entre las ramas de los pinos, y extraños monstruos que se escondían de la luz del sol en lo más espeso de las florestas más espesas. Los paseantes del parque sólo tenían un deseo: salir del parque y regresar de una vez a sus casas, pero era difícil imaginar que hubiera un lugar externo al parque. Era difícil imaginar que el parque tuviera un final, o un principio. Corrían, al respecto, varias leyendas enfrentadas. Se hablaba de las rejas del parque, las rejas de altísimas lanzas de hierro pintadas de negro y enredadas de glicinas, al otro lado de las cuales estaría la mítica Ciudad a la que todos deseaban regresar. Pero era probable que la Ciudad no fuera más que un mito, y que no hubiera ni rejas ni Ciudad, y que el parque se extendiera ilimitadamente hasta llegar al pie de unas montañas, o a las orillas de un océano, o a las estribaciones de un desierto… Mateo enseguida se unía a una de las expediciones que pretendían atravesar el parque para encontrar la salida. Eran hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y niños, un grupo de unos treinta en total, amigables pero recelosos, muchos de ellos extranjeros. Llevaban años caminando por el parque, le contaron, y no se sabía qué era peor, si los soldados (los de los otros eran unos verdaderos salvajes, pero los «nuestros» tampoco eran muy recomendables, le explicaron: cuando aparecían les quitaban toda la comida y los zapatos, que era una de las mercancías que más se valoraban en el parque, y a menudo se llevaban a las mujeres con ellos), los salteadores y bandidos que abundaban en el parque o los salvajes que habitaban en las florestas, muchos de ellos caníbales.

—Pero ¿cómo habéis llegado aquí? —les preguntaba Mateo—. Tanta gente… tantos miles, o quizá millones de personas… ¿Cómo habéis aparecido todos aquí?

—¿Cómo has aparecido tú? —le dijo Balsard, un hombre mayor que era en cierto modo el líder del grupo—. ¿Lo recuerdas, verdad? Pues del mismo modo hemos llegado nosotros.

—Ah —decía Mateo—, ¿a todos os han engañado con el cuento de la piedra?

—¿Qué piedra? —le decían—. ¿De qué piedra hablas?

—La piedra que suena —decía Mateo—. ¿Nunca habéis oído hablar de la piedra que suena?

Poco a poco comprendía que nadie había oído hablar de la piedra que suena, y que si todos habían sido de algún modo «engañados» para entrar en aquel parque, los medios del engaño habían sido distintos en cada caso. La mayor parte de los que vagaban por el parque contaban, de hecho, una historia muy diferente de la suya: simplemente, una tarde habían decidido salir a dar un paseo con sus hijos, o con unos amigos, habían entrado en el parque y cuando había llegado la hora de marcharse no habían logrado encontrar la salida.

Pero entonces, ¿la piedra? Pasa el tiempo, semanas, meses, quizá años, y Mateo comienza a acostumbrarse a la idea de que su vida transcurrirá íntegramente en el parque, que aquí crecerá y aquí morirá. Pero un día sucede algo inesperado. Encuentra a alguien que también ha oído hablar de la piedra que suena. El otro la llama «la piedra musical», y le explica que hay un grupo de personas cuyo objetivo es encontrar esa piedra. Encontrar a ese grupo de buscadores y unirse a ellos será, a partir de entonces, el único sentido de la vida de Mateo…

La visión se desvaneció, dejándole con un regusto amargo y maravilloso en el paladar, y Matilde seguía sin aparecer. De pronto comprendió el sentido de toda aquella escena. Matilde no había entendido bien que habían quedado ese mismo día, y no iba a aparecer. La esperaría durante una hora, durante dos horas, y ella no vendría, y él regresaría a su casa pensando cuándo y cómo podría atreverse a llamarla para preguntarle con tono casual qué había pasado. «Ella», se dijo observando las elevadas palmeras de la iglesia mexicana, no iba a aparecer nunca, en general, pero aquella situación ridícula en que había vuelto a caer el eunuco feliz tenía, al menos, un lado brillante: en su abandono, en su ridículo, Mateo había alcanzado el lugar de las visiones. La visión le había llegado precisamente porque estaba solo, precisamente porque estaba esperando a alguien que jamás llegaría. Y aquella imagen del parque infinito que se extiende en todas direcciones, el parque que es un laberinto tan grande como el mundo y en cuyo interior, en algún lugar desconocido, existe una piedra «que suena» y que es el objeto secreto y codiciado por un pequeño grupo de buscadores, le pareció de pronto el germen de todas las historias posibles —al menos, el germen de la nueva historia que él tenía que escribir.

Pero estaba equivocado, porque Matilde sí apareció. Llegaba más de una hora tarde, llena de excusas, vestida con una ceñida camisa india de topos bajo los cuales temblaban sus pequeños pechos sin sujetador, con unos vaqueros rosas y unos zapatitos de tacón que hacían clic clic en la acera. Se había puesto unos pendientes de cristal que representaban unas cerecitas rojas que ponían reflejos verdes y rojos sobre su garganta pálida, y ese detalle encantador bastó para que le perdonara la hora de espera.

Pasearon por el parque de Berlín, y Mateo le habló de Fabricio, de Jorge, de Meli y de su local de ensayo en el Ateneo de Prosperidad, y se sorprendió al enterarse de que Matilde también iba allí, al Ateneo de Prosperidad, a estudiar ballet tres días a la semana. Estudiaba con Luis Ruffo, y algunas veces se iba la luz en mitad del ensayo, y entonces tenían que encender velas y seguían ensayando a la luz de las velas. Ella le contó que la danza era lo que más le gustaba en el mundo, pero que había empezado a estudiar demasiado tarde y que ya nunca podría ser bailarina, al menos bailarina de ballet. Y él, Mateo, ¿qué era lo que quería hacer? ¿Quería ser músico? ¿Pensaba dedicarse a tocar jazz? No, le explicó Mateo, quería ser escritor. Desde que era niño siempre había deseado escribir y componer, pero el verano pasado la música le había abandonado. Era difícil de explicar: había sentido la música como un gran pájaro dorado de grandes alas (que no eran, quizá, sino las grandes páginas amarillentas de las partituras para gran orquesta de sus composiciones infantiles) que pasaba volando sobre él rumbo a otros países. Y entonces se había dado cuenta de que lo que en realidad deseaba más que nada en el mundo era escribir, que en la posibilidad de escribir estaba la posibilidad de la felicidad total. Pero la música seguía siendo parte de él, y también quería ser músico de jazz, aunque no sabía cómo de lejos podría llegar tocando jazz. No era fácil aprender sin escuelas.

Se sentaron en un banco, entre las matas de lilos del parque de Berlín, una mañana cualquiera de la primavera del mundo. Mateo le explicó lo mucho que le gustaba Madrid, que era para él una ciudad encantada llena de palacios, árboles y flores, hablaron de flores, de los lirios que crecían en los barrancos del Abuelo del Mar, pero al escuchar su descripción, ella le dijo que esas flores no eran lirios, sino iris. Mateo, que era extraordinariamente tímido con las mujeres, se preguntaba cómo diablos podría arreglárselas para besarla, cuánto tiempo debería esperar, cómo podría abordar la cuestión. ¡Pobre Mateo! Estaba convencido de que en todos aquellos temas de la seducción y del amor había profundos misterios que sólo los grandes mujeriegos como Fabricio o Jorge conocían. Creía que había formas preestablecidas, pasos intermedio, protocolos que él desconocía.

Volvió a su casa como flotando, envuelto en el encanto de Matilde y en la magia de la imagen del parque de Flermonde intuyendo secretos vínculos entre ambas experiencias. Sus padres y su hermano notaron que estaba de buen humor, y le preguntaron que de dónde venía, y Mateo dijo que había estado en el parque de Berlín, pero le dio vergüenza contar que había quedado con Matilde. Todos sabían que ella le había llamado esa mañana, y es posible que imaginaran que había quedado con ella, pero en casa de Mateo nunca se hablaba de sexo, ni de amor, ni de novias, ni de relaciones sentimentales. La timidez de la madre contagiaba a toda la familia y establecía un curioso código puritano.