Bayreuth

Imaginemos, entonces, a una niña de doce o trece años, muy delgada, de larga cabellera color castaño ceniza, con un rostro de expresión majestuosa y determinados y preciosos ojos verdes, vestida con un bikini morado, que caminaba descalza entre las sombras de los chopos y de los pinos, a través de una gran pradera salpicada aquí y allá por esos famosos «charcos de sol» que luego aparecerían tantas veces en las novelas de Mateo. El prado es interesante, con una enorme oruga azul y carmesí de doce centímetros de longitud caminando entre los tallos de grama, con extensiones inundadas de trébol, con una urraca blanca y negra caminando a lo lejos, en uno de los charcos de sol, cerca de unos columpios metálicos empapados por la lluvia artificial. La niña es esbelta y musculosa, y aunque ha comenzado a desarrollarse y sus pequeños pechos tiemblan imperceptiblemente en las copas de su bikini, sus caderas siguen siendo tan rectas como las de un muchacho, aunque la suave cadencia que les imprime su paso prefigura claramente a la ninfa que vendrá. La niña camina con determinación a través del prado. Camina dando amplias zancadas. Sus bellos muslos morenos están cubiertos de una pelusa dorada. En sus ojos bellísimos hay un brillo afilado, quizá implacable. Todo en ella es fino, afilado: los labios, los ojos, los párpados, las cejas. Su sexualidad está a punto de florecer, pero aún es una niña. La crueldad de su fineza es la crueldad de la infancia. Su belleza imposible proviene de la delicada simetría de su rostro y de la hermosa proporción de sus facciones, no tocadas aún por la edad núbil. Su forma de caminar, su determinación, esa cierta arrogancia que es posible adivinar en la forma en que su hermosa cabellera cenicienta cae sobre sus hombros desnudos, llenos de redondas manchas rosadas de sol, es la arrogancia de la infancia. Su ligereza atlética es la musculosa ligereza de los niños. Sólo la suave ondulación de su paso es de mujer.

Ahora pasa cerca de una máquina de riego, que lanza un brillante chorro de agua a la hierba de la pradera, moviéndose trabajosamente en una circunferencia. La hierba está muy alta por esta zona. Hay un arco iris en el aire, en la espaciosa columna de sol que desciende hasta el pasto por entre las copas de los árboles. Mariposas y polvo dorado y agua pulverizada danzan en esta columna de sol atravesada transversalmente por los siete colores del espectro. Pero ella no ve nada de esto, o quizá lo ignora, como si las maravillas fueran para ella cosa corriente y el mundo algo que se da por sentado.

Sigue caminando. Ahora hay toallas tendidas sobre la hierba, y sobre las toallas hay hombres y mujeres en bañador. Hay una mujer con un bikini fucsia tendida al sol boca abajo, con la parte superior desabrochada. En la sombra hay un hombre sentado en una silla de camping leyendo el periódico. Más allá hay una toalla de rayas color plátano, negro y café. En el centro hay un niño leyendo un libro. Está totalmente concentrado en la lectura, y ella se detiene apenas a dos metros de él y le contempla críticamente. El niño lleva un bañador azul y tiene el pelo de un color castaño muy claro, casi rubio. Tiene catorce años. Está sentado con una rodilla doblada horizontalmente y otra verticalmente. El libro está sobre la toalla, y él lo sostiene abierto apoyando sobre él la mano izquierda.

—¿Te bañas? —dice la niña.

El niño levanta la vista, con expresión de despiste. Parece tardar unos segundos en reconocerla.

—Sí, ahora —dice volviendo a su lectura.

—Pero ¿te bañas o no te bañas? —dice la niña. Tiene un suave acento asturiano, plañidero. El niño sonríe sin levantar los ojos.

—Sí, ahora mismo —dice.

—¿Qué estás leyendo? —dice la niña dejándose caer en la toalla. Se limita a doblarse hacia delante y aterriza suavemente sobre las rodillas huesudas y sobre las espinillas y los metacarpos, como si hacer una cosa así fuera lo más fácil del mundo.

El niño le enseña la portada del libro. Pero la niña no siente el menor interés por el libro, ni por la lectura. Arranca unas cuantas hojas de la grama dura y pegajosa que crece alrededor, y las deja caer sobre el libro. El niño aparta las hojas de hierba con la mano y sigue leyendo. Con la misma facilidad con que se ha dejado caer de rodillas en la toalla, la niña se levanta y sigue su camino pradera a través.

La niña llega hasta un escalón de piedra que tiene unos setenta centímetros de altura y divide la pradera en dos. A su izquierda, diez o doce metros más allá, hay unos amplios escalones de hormigón que ayudan a salvar el desnivel, pero ella no los necesita. Sube de un salto, sin hacer esfuerzo, apoyando apenas las yemas de los dedos de las manos en el alto escalón de piedra para impulsarse. Pesa muy poco, es maravillosamente elástica y tiene unos músculos largos y fuertes, que serpentean bajo su piel oscura. Ahora ya está en el escalón superior, y se detiene unos instantes. Más allá, entre las losas de hormigón, crecen altas flores silvestres en forma de campanas rosadas. Son muy hermosas, y casi tan altas como ella. ¿Cómo pueden brotar así, entre las losas? ¿Cómo pueden crecer tanto si nadie las cuida? Las flores capturan el sol, parecen siempre llenas de luz. Sopla una brisa ligera que mueve la hierba y agita las enormes flores silvestres, pero ella no se molesta en apartarse las briznas de pelo que le caen por el rostro. No está pensando en su pelo. También su belleza la da por sentada. No tiene que hacer nada para ser tan hermosa. Pone los brazos en jarras, y de pronto su vientre resulta demasiado infantil, ligeramente hinchado, con pliegues tensos alrededor del ombligo como los que tendría una mujer mayor. Es demasiado delgada. Se le notan las costillas, los omóplatos, la columna. Es pura fibra: músculo y huesos, y una piel muy morena con manchas rosadas de sol y ojos verdes que esconden un destello feroz. De pronto no se sabe qué es. Su infancia parece un disfraz. Ella misma está indecisa. No sabe qué hacer. No sabe a quién amar. No sabe si amar o reír. Está cansada de amar. No le gusta estar enamorada. Está enamorada, pero no le gusta estarlo, porque lo que más le gusta en el mundo es jugar y reírse, y los enamorados no se ríen. De pronto el mundo le parece grande, complicado y aburrido.

Sigue caminando, ahora sobre las losas calientes. La hierba estaba húmeda y fría, pero las losas de hormigón poroso le queman las plantas de los pies. Ahora llega al borde del agua. Es una piscina muy grande. Tiene forma de L, y ella está cerca del ángulo exterior de la L. A la derecha, la piscina es cada vez más profunda, y hay tres trampolines, el del centro de seis metros de altura. A la izquierda es cada vez menos profunda, y hay tres chorros de agua. Por allí, donde no cubre, están los niños pequeños. Por detrás de los trampolines corre el edificio de los vestuarios. Contempla el agua, y su reflejo en el agua. Se ve a sí misma ondulando, indecisa. Hay un metro setenta y cinco de profundidad por esta zona. Una gran caja de agua azul. Sólo hay tres o cuatro bañistas en el agua. Se mira a sí misma a los ojos en el reflejo, y no se gusta. Pocas personas se gustan a sí mismas cuando se miran a los ojos.

Sin dudarlo más, coge aire inspirando vigorosamente y se lanza al agua de cabeza. Sabe tirarse muy bien. Su cuerpo traza un arco perfecto en el aire, con los tobillos cruzados por simple exhibicionismo. Se lanza directamente a los ojos de su reflejo. Sale inmediatamente a la superficie, proyectada por su propio impulso. Ahora sus pestañas empapadas parecen oscuros rayos de estrella alrededor de sus ojos. Se vuelve a mirar hacia atrás con la vaga esperanza de que el niño se haya decidido a seguirla, pero el niño no está en parte alguna. El niño sigue leyendo. Siempre está leyendo.

Pero no era cierto. Mateo no estaba siempre leyendo, también disfrutaba de la compañía de los otros niños y se pasaba tardes enteras montando en bicicleta, o jugando a las cartas o al parchís, o visitando las tiendas o las caravanas de unos y de otros, y a veces se quedaba hasta muy tarde con sus amigos, charlando, haciendo aventuras entre los setos, desarrollando complicadas batallas o simplemente haciendo carreras de bicicletas alrededor del camping. ¿Acaso no fue idea suya «las cien vueltas al camping», una hazaña ciclística que les mantuvo trabajando casi un día entero? Algunas tardes cogían las bicicletas, salían del camping y se iban hasta el Jarama, que estaba a un par de kilómetros de allí, atravesando dorados campos de trigo y caminos de tierra flanqueados de avenas locas. Y el color incandescente de los trigales, el oro que se hacía blanco. El silbido del viento sobre el páramo de Castilla, las granjas avícolas, precedidas a distancia por el olor. El Jarama era un río verdoso que transcurría entre álamos y algarrobos, con largas orillas que eran médanos de fina arena blanca que en verano desnudaba costillares de pedregales. Nunca se bañaban en el río, ¿para qué, teniendo la piscina? Descendían allí para buscar zarigüeyas y serpientes de agua. El padre de Mateo consideraba que El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, era una obra maestra de la literatura. En la novela, una muchacha moría ahogada durante una excursión en la orilla del río. La acción de la novela se situaba no muy lejos de allí, y el fantasma de la muchacha muerta seguía hechizando las riberas. Mateo imaginaba a menudo a Sánchez Ferlosio pasando la tarde con sus amigos en la orilla del río. A él no le atraía El Jarama, y no entendía por qué a su padre le fascinaba tanto.

Pero evitaban salir al temible y desolado páramo de Castilla, al menos durante las peores horas de calor. Solían pasar el día entero en los terrenos de la piscina, que eran muy verdes, húmedos y frondosos, e incluían parques infantiles, praderas, dos frontones, campos de tenis, una amplia alameda para picnics, un restaurante vasco situado al borde de la autopista, una cafetería, más juegos infantiles, largos paseos y pasillos vegetales flanqueados de setos de arizónica, zonas silvestres donde había topos y erizos, pasadizos secretos, agujeros secretos de la alambrada por los que los chicos de los pueblos cercanos se colaban en la piscina sin pasar por la taquilla.

Ahora que Isabel trabajaba, la familia salía de vacaciones en Julio a hacer largos viajes por Europa, y pasaban el mes de Agosto y la primera quincena de Septiembre, hasta el comienzo de las clases, en el camping Aterpe Alai, en el kilómetro veinticinco de la carretera de Burgos. Los padres iban por la mañana a Madrid, Isabel pasaba su consulta, y luego regresaban a la hora de comer. La mayoría de las familias que estaban en el camping hacían lo mismo: el padre iba a trabajar durante el día, y la esposa y los niños se quedaban en la piscina. Ahora los Montañés tenían una caravana, colocada estratégicamente para beneficiarse de la sombra de dos castaños de Indias, pero ¿cómo librarse del calor de fuego blanco de las tres de la tarde? Lo único que podían hacer era ir a la piscina después de comer y reposar en sus amplias y húmedas sombras.

Al anochecer, el camping se llenaba de televisiones. Tampoco aquí los Montañés tenían televisión, pero a veces sus amigos les invitaban a ver alguna película de Tyrone Power o de Robert Mitchum, o quizá la serie Kung Fu, en la que John Carradine era un joven aprendiz de artes marciales a quien su maestro llamaba «pequeño saltamontes». El rumor suave y distante de las televisiones a la hora de la cena, los cuatro reunidos alrededor de la mesa de patas telescópicas que tanto enorgullecía a Anselmo (¡no hacía falta calzarla!) y el rumor de los grillos y los gritos de las enormes lechuzas, de rostro casi humano, que volaban de árbol en árbol como fantasmas blancos. A veces alguien alquilaba una cámara de cine y se improvisaba un cine de verano colgando una sábana entre dos árboles, y así vio Mateo Ciudadano Kane y también La guerra de las galaxias, que era la película del momento, la película de moda, el locuaz androide de oro y el androide que emite zumbidos y lanza rayos, el simpático bobo y locuaz y el inteligente tímido y callado, la Fuerza, los caballeros Jedi, la princesa Leia (¿de dónde era princesa exactamente?), los terroríficos habitantes de las arenas, los vehículos oxidados que flotaban a un metro del suelo, el escalofriante Darth Vader —capaz de matar con la fuerza de su mente— y el gran Obi, Wan Kenobi, la imagen del guerrero como ser limpio y despegado dedicado a servir a la Fuerza, sereno y desprendido, en pleno control de sí mismo. La fuerza, la energía, un cosmos hecho de energía. La imagen de un gran campo de energía que lo permea todo.

La piscina y el extenso parque que la rodeaba era un mundo mágico. Era un mundo perfecto en sí mismo, un gran jardín lleno de árboles y flores y con una gran laguna artificial en el medio en el que Mateo y sus amigos y amigas se pasaban el día medio desnudos, jugando, corriendo, bañándose, tirándose del trampolín, jugando al ajedrez o a las damas sentados en la hierba y, en el caso de Mateo, leyendo a Conan Doyle o a Chéjov, a Emilia Pardo Bazán o a Somerset Maugham. Eran amigos de los socorristas, aunque uno de los socorristas era hijo de los dueños y a veces se bebía un par de cubalibres (entonces aún no se decía «cubata») y empezaba a decir tonterías, y es dudoso que hubiera podido salvar a nadie en ese estado. A veces, una enorme rana se colaba en la piscina y había que cazarla. A veces Mateo buceaba demasiado y se le infectaban los oídos, y se pasaba varios días sufriendo el terrible dolor de la otitis. Todos se quemaban entonces. La protección solar era desconocida: las mujeres se echaban en la piel productos bronceadores, es decir, crema para recoger más y mejor los rayos del sol, no para impedirles el paso. Uno se tostaba completamente y a conciencia durante los primeros días del veraneo. Uno trataba de no quemarse demasiado rápido, porque entonces la piel se llenaba de ampollas y era muy doloroso. Había que irse dejando quemar poco a poco, dándose alcohol antes de dormir para refrescar la piel. Luego la piel se ponía rosada, y luego roja, y luego más roja, y luego comenzaba a escamarse y a caerse, dejando marcas y manchas de diversos colores que iban desde el escarlata hasta el amarillo claro pasando por el rosa, el fucsia, el violeta. Poco a poco, la piel quemada iba cayendo (a veces, uno podía tirarse de la propia piel y obtener un trozo reseco y semitransparente) y aparecía una piel nueva por debajo, una piel de aspecto tierno y rosado pero mucho más fuerte, que enseguida se ponía muy morena y ya no se quemaba. Es posible que ya se hablara entonces del agujero de la capa de ozono, pero todo el mundo consideraba que esas cosas eran tonterías, las típicas preocupaciones de gente rica que no tiene verdaderos problemas.

La niña se llamaba Alicia, y era la mayor de cuatro hermanos: Elena, Matías y María. Su hermana Elena también era muy guapa, pero Alicia era una reina, mientras que Elena era sólo una princesa. Oh, cómo le gustaba Alicia. Tenía la sensación de que jamás había visto a nadie con unos ojos tan hermosos. ¿Qué significa decir que eran «novios»? Seguramente nada, o casi nada. Que regresaban de la piscina caminando de la mano. Que una vez Mateo la besó cuando jugaban al escondite, y otra vez cuando estaban todos sentados en la oscuridad, en una de las praderas de fuera del camping contando historias de miedo, historias de psicofonías, de aparecidos, de las caras de Bélmez, de extraterrestres. Y cuando tenía miedo, Alicia se abrazaba a él y él le pasaba el brazo por los hombros, lo cual le producía una sensación dulcísima.

Los que tenían televisión solían sacarla fuera de la tienda o de la caravana para poder ver la película al aire libre, de modo que resultaba muy fácil agregarse a la audiencia con sólo llevarse una silla. Una noche pusieron El callejón de las almas perdidas, protagonizada por Tyrone Power, y toda la familia Montañés fue a verla. Después de la película ponían un documental sobre el nazismo, y como no era demasiado tarde y los dueños de la televisión no tenían la menor intención de irse a dormir, decidieron quedarse a verlo. Al fin y al cabo era un documental histórico, que tenía un valor educativo y cultural. La misteriosa película les encantó a todos, pero el documental también resultaba interesante. Se veían imágenes de Hitler y de sus adláteres. Mítines de Hitler, trozos de las películas de Leni Riefenstahl, imágenes de Goebbels y de Goering. Se acercaba el final del nazismo. Había imágenes de los bombardeos aliados sobre Dresden, casas ardiendo, niños llorando. Hitler con sus generales consultaba unos mapas en una mesa enorme. Eran los mapas del mundo, pero también eran los mapas del tiempo. Y entonces comenzó a sonar una música de fondo. Era una música muy extraña. Mateo jamás había oído una música semejante.

—¿Qué música es ésa? —le preguntó a su padre.

—Es Wagner —dijo su padre.

—¿Wagner?

—Es la marcha fúnebre de Sigfrido —le dijo su padre—. Cuando hay imágenes de Hitler, siempre ponen música de Wagner.

—¿Por qué? —preguntó Mateo.

—Porque era el compositor favorito de Hitler.

La marcha fúnebre de Sigfrido sonaba y sonaba, y crecía, y se movía hacia delante y hacia los lados, hacia delante y también hacia atrás, y Mateo jamás había escuchado nada semejante. Jamás había escuchado una música así, una música que se moviera, y que moviera también al que la escuchaba. Era como un río, o como una máquina que se moviera a través de un paisaje. Se movía de un borde a otro, igual que un tractor poderoso que fuera avanzando desde una hilera de colinas a otra, siempre trazando un camino nuevo, siempre campo a través. Y había algo más en aquella música, algo majestuoso e infinitamente triste. Era una música de exploración, de viaje, y también de persecución a través de un difícil y dilatado paisaje. Uno no podía escucharla, sino que se veía obligado a seguirla. Era como el mar, que se mueve una y otra vez hacia delante. Seguirla quería decir también imitarla. Aquella música tenía unas formas tan definidas que parecía casi como escultura. Eran formas brutales, formas tridimensionales. Bultos en la mente. Presencias kinéticas de la imaginación, dotadas de volumen y de peso. Formas enormes moviéndose por los campos grises y tristes de la imaginación. Parecía una sucesión de esculturas en un paisaje. Escucharla era como atravesar un paisaje esculpido. Escucharla quería decir transformarse en ella. No era posible escuchar aquella música sin ser de algún modo transformado por ella. Escucharla era participar en ella. Escucharla quería decir abdicar en su favor. Aquella música no sonaba, sino que se hacía, y se hacía en el interior del que la escuchaba. Crecía y ocupaba. Dirigía el sentido de los pasos. Creaba personajes gigantescos que se movían animados por sueños desconocidos. Pero aquellos sueños eran los sueños que todos deseábamos realmente soñar, y aquella vida la vida que todos deseábamos verdaderamente vivir. Vivir ya no era resistir, sino avanzar. Vivir era llegar. Vivir era alcanzar. Una copa de oro flotaba en el aire, una puerta de piedra se abría en el bosque. Cuando terminó el documental, Mateo se puso de pie y se alejó de allí con su silla debajo del brazo, tambaleándose como si estuviera borracho. Estaba tan intoxicado con la música que no podía hablar, ni caminar, ni pensar. De modo que cogió la bicicleta y comenzó a pedalear con fuerza por el camino que bordeaba todo el camping, y se puso a dar vueltas y vueltas al camping a la luz de las farolas. Pedaleaba, pasando bajo la zona iluminada que estaba cerca de los servicios y por las zonas más oscuras de la zona norte del camping, dando una vuelta, y otra, y otra, y dejando que la música de la marcha fúnebre de Sigfrido siguiera creciendo en su interior. Era una música brutal, música de colisiones, de montañas chocando entre sí, de gigantes de piedra empujándose en la alameda del fin del mundo. Era la música de la modernidad, la música del fin de las cosas, la música de la destrucción de las cosas. Y seguía sonando y sonando en su interior mientras pedaleaba en su bicicleta hasta agotarse. Y estuvo así, dando vueltas al camping en su bicicleta durante más de una hora, hasta que sus padres, algo alarmados, salieron a buscarle al camino y le dijeron que era muy tarde y que tenía que acostarse. Ése fue su encuentro con la música de Wagner.

Sus posibilidades para escuchar música durante el verano se veían limitadas a los pocos casetes que tenían y a la radio. Entre los pocos libros que Mateo tenía consigo en la caravana estaba siempre El mundo de la música, una enciclopedia musical que se había comprado con el dinero del premio de Fin de Curso que había ganado en primero de piano. Era un tomo gigantesco de mil quinientas páginas y pastas de madera, lleno de fotografías, ejemplos musicales e información de todo tipo, y ahora Mateo se puso a leer todo lo que se contaba en el libro sobre Wagner. Leyó la vida de Wagner, aprendió lo que era un leitmotiv y lo que era un drama musical y lo que era la «melodía infinita» y «la obra de arte del porvenir», leyó el argumento de todas las óperas y leyó también las biografías de los grandes cantantes wagnerianos, las de Lauritz Melchior y Kirsten Flagstad, las de Wolfgang Windgassen y Hans Hotter, las de Martha Mödl y Astrid Varnay. Allí, en El mundo de la música, fue donde se enteró también de la existencia de la colina de Bayreuth y del festival dedicado exclusivamente a representar las óperas de Wagner que se celebra todos los años durante el verano.

—Pero el festival de Bayreuth ¿sigue celebrándose? —le preguntó a sus padres.

—Sí, claro que sí —le dijo su padre, sorprendido por la pasión wagneriana de su hijo.

—Entonces lo retransmitirán por Radio Nacional —dijo Mateo.

—Supongo que sí —dijo su padre.

¡Qué extraordinario es el amor de los niños! ¿Cómo era posible que Alicia le pareciera tan radiantemente hermosa y que no sintiera por ella el menor deseo? Todo lo que deseaba de ella era su amor. Y ella le amaba, y cuando estaban juntos veía amor en sus ojos, veía admiración y ternura en sus ojos verdes. Y él también sentía por ella admiración y ternura. Aparecieron dos hermanos franceses que no hablaban muy bien español pero que tenían esa aura de peligro e insolencia que hace a los sinvergüenzas tan atractivos a las mujeres, y uno de ellos, el hermano menor, comenzó a seducir a Alicia delante de sus ojos. Era muy guapo, con una espesa cabellera rubia y grandes ojos de albañil o de poeta, y tenía algo además que todos los niños notaron. Ya que todos se pasaban todo el día en bañador, con un bañador y unas zapatillas de goma, y quizá añadiendo un niki por la noche si refrescaba. Cerca del edificio de los servicios y de los fregaderos había una especie de plazuela con unos bancos de piedra, y allí era donde los niños solían reunirse para charlar al atardecer. Luego se encendían las farolas, y una farola se ponía a zumbar. Aquel niño francés le decía cosas a Alicia, y también a Elena y a Susana, y a Miriam y a las otras niñas del camping, pero sobre todo a Alicia. Se llamaba Jacques. Y a todas las niñas del camping les gustaba, incluso a las que no les gustaba, como Elena, que le decía a Mateo que aquel francés era un imbécil y que si a su hermana le gustaba él más que Mateo es que estaba loca. Pero a ella también le gustaba aunque no le gustara que le gustara. Pero aquel niño francés tenía algo sorprendente, algo en lo que quizá ninguno de ellos había reparado nunca pero que era tan evidente que no podían evitar notarlo. Especialmente las niñas lo notaban, y se reían. Y era evidente que a las niñas les gustaba, y era evidente que debía gustarles, puesto que eran niñas, pero aquel tema jamás se había planteado antes. Y no era realmente que les gustara, sino más bien que les impresionaba. Los dos hermanos franceses llevaban siempre unos bañadores muy ceñidos, al estilo de los de los bañistas olímpicos. A Mateo le extrañaba que aquello se comentara tanto, que a las niñas les hiciera tanta gracia. Él mismo también lo veía, pero siempre le sorprendía (y le seguiría sorprendiendo a lo largo de su vida, y ya bien entrado en la edad adulta) que los demás comentaran en voz alta las cosas que todo el mundo veía con toda claridad. ¿Por qué no contemplar en silencio aquello que todo el mundo veía con toda claridad? ¿Por qué aquella necesidad de decirlo en voz alta como si fuera un gran descubrimiento? Ahora las niñas habían hecho ya tantas bromas con lo grande que era la cola de Jacques y la forma en que se le marcaba en el bañador que bastaba que él apareciera para que se cruzaran las miradas y las sonrisas y ya todo el mundo sabía lo que todo el mundo estaba pensando. No se colocaba el pene hacia abajo, como parecía lo más cómodo, sino de lado, y la lycra ceñida lo marcaba con claridad, trazando una curva hacia la izquierda. Las niñas decían que Jacques tenía una cola muy grande, tan grande como un plátano, y que seguramente se metía cosas en el bañador para que pareciera tan grande todo lo que tenía allí dentro, porque era imposible que nadie tuviera eso tan grande.

—Es muy simpático —decía Alicia mirando a Mateo con sus preciosos ojos verdes—. Jacques es muy simpático.

—Es un imbécil —reponía Mateo, furioso.

—Pues a mí me cae muy bien —decía Alicia—. Y me dice unas cosas muy bonitas.

Lo decía para darle celos, y Mateo lo sabía pero a pesar de todo se ponía furioso. Y en la sonrisa de Alicia se veía también que ella estaba pensando en lo grande que era la cosa de Jacques, tan grande como medio plátano, y que aquello le hacía muchísima gracia y también le hacía mucha gracia que a Mateo le molestara. ¿Acaso no le gustaban a él sus pechos? ¿Acaso no eran sus pequeños pechos evidentes para todo el mundo? ¿Por qué no iba a gustarle a ella un chico con una buena cosa entre las piernas? Además, las niñas tenían tanta curiosidad por ver aquello que una noche, Jacques se bajó el bañador y les enseñó tranquilamente su cola y sus huevos. No tenía el menor pudor. Se levantó la cola con la mano y se la mostró, como el que muestra un animalito. Las niñas gritaron y rieron y luego Alicia y Elena se lo contaron a su madre y su madre se moría de risa. Era un niño vulgar, un niño de clase baja. Era un patán. Pero tenía los ojos bonitos y una polla grande, y eso impresionaba a todo el mundo a pesar de que eran todos niños y eran todos inocentes y castos. E impresionaba a las niñas e incluso a las madres de las niñas, que ahora también hacían bromas acerca de Jacques. A Mateo le horrorizaba todo aquello, la vulgaridad, la fisicidad que de pronto lo inundaba todo. Le horrorizaban las miradas de inteligencia de las madres, las bromitas de los padres, el absurdo éxtasis de las niñas, que hasta el día anterior habían estado contemplando con total indiferencia las colas de sus hermanos. ¿Y ahora se sentían impresionadas por que a un chico le colgaban unos cojones sonrosados entre las piernas? ¿Qué había sucedido? ¿Por qué aquella animalidad de pronto? ¿O es que aquella animalidad había estado siempre presente sin que él se diera cuenta? ¿No eran niños acaso, no era aquello acaso la infancia? ¿Por qué hacían las niñas aquellas bromas obscenas? ¿Por qué las madres las secundaban? ¿Por qué les parecía todo aquello tan divertido? Mateo se sentía confuso, como si hubiera cosas que se le escapaban, como si la realidad de la vida hubiera comenzado ya a ser un misterio.

A su hermano Luis también le gustaba Alicia y no se preocupaba de ocultarlo. Flirteaba con ella continuamente, y como era muy simpático Alicia se reía a carcajadas con él y a veces usaba a Luis para darle celos a Mateo. Y Mateo sentía un sabor, un sabor indefinible, el sabor de una bebida deliciosa, pero no sabía de qué bebida se trataba. Era una sensación de sed, una sed física, el deseo de beber una bebida desconocida, como un sabor que hubiera conocido en otra vida. Y un día, Jacques y su hermano desaparecieron del camping con sus erres gangosas y sus bañadores ajustados, y las cosas parecieron volver a la normalidad.

Comenzaron los festivales de Bayreuth, y ahora Mateo se pasaba las tardes pegado a la radio, escuchando la retransmisión de las óperas de Wagner. Pusieron Tristán e Isolda, Lohengrin y las cuatro óperas de El anillo del nibelungo. La retransmisión de cada una de las óperas duraba entre cinco y seis horas, incluyendo los larguísimos intermedios. Mateo las escuchaba con El mundo de la música abierto frente a él en la mesa de patas telescópicas para intentar seguir el argumento o reconocer alguno de los ejemplos musicales reproducidos en el libro. La despedida de Wotan. La narración de Lohengrin. El dúo de amor de Tristán e Isolda. De vez en cuando una embajada del mundo de los niños se acercaba a la caravana familiar para decirle que fuera a jugar con ellos, pero Mateo no podía apartarse del aparato de radio. Luis y sus padres se iban a la piscina y volvían, y él seguía pegado a la radio, escuchando historias de valquirias y de viejos reyes del norte. La escucha a ratos era deliciosa y a ratos era una tortura, pero no podía apartarse del aparato de radio, tenía que participar del festival de Bayreuth y de la gran celebración wagneriana aunque fuera sentado en una silla de camping frente a una mesa de camping debajo de un toldo de lona y escuchando una transmisión llena de ruidos e interferencias en una pequeña radio de pilas. Y de pronto Alicia, sutil y ondulante como un hada, aparecía caminando sin ruido sobre la arena y se sentaba en una de las sillas de lona.

—¿No vas a venir a jugar? —le decía mirándole muy seria con sus ojos color verde claro.

Le miraba sin expresión, sin juicio, sin expectativas. Le miraba con fastidio, con impaciencia. El aburrimiento es la maldición de las personas hermosas.

—Sí, ahora voy —decía Mateo.

—Pero lo mismo me has dicho hace media hora. Qué pesado eres.

A medida que avanzaba el festival de Bayreuth, las visitas de Alicia fueron espaciándose. Cuando llegó la retransmisión de la última ópera del festival de ese año, Parsifal, Alicia ni siquiera se molestó en aparecer por la caravana de Mateo para intentar arrancarle de allí. Y cuando al día siguiente Mateo decidió volver a unirse al grupo de amigos, descubrió lo mucho que habían cambiado las cosas en aquellas semanas. Porque ahora cuando volvían de la piscina cargados de toallas, Alicia iba de la mano de Luis, caminando los dos muy juntos por el sendero blanco que discurría entre paredes de arizónicas, y cuando al llegar la noche salían a la pradera que estaba entre el camping y el restaurante de carretera para contar historias de miedo o incluso se llevaban un casete para hacer psicofonías, eran las manos de Luis las que ella cogía muerta de terror y era entre los brazos de Luis donde buscaba cobijo. Así, por culpa de la música de Wagner y del festival de Bayreuth, Mateo perdió a su novia.

Dios mío, cuánto la lloró. La lloró en largas tardes interminables bajo las hojas de los chopos y bajo las hojas de los falsos arces que rodeaban la piscina hasta que las hojas comenzaron a ponerse amarillas porque terminaba el verano. La lloró con lágrimas fáciles y autocomplacientes, disfrutando de su humillación y de su dolor y sintiéndose muy, muy desdichado. En Septiembre el camping comenzó a vaciarse y los árboles comenzaron a ponerse amarillos y por las tardes soplaba una brisa fresca. Las nubes construían arquitecturas en el cielo que el viento demolía lentamente. Y los vencejos de indestructible alegría giraban y giraban por encima de las copas de los castaños y los plátanos, gritando apasionadamente en el gran silencio del mundo.