Pedro
Cuando pasaron a COU, Somos iba ya por su segundo año, y ahora en la portada ponían: «Año II, N.º…», lo cual les llenaba de orgullo. Mateo escribía las críticas de teatro, de cine, de libros y de música, y también, con el seudónimo «Eusebius», una pequeña sección que se llamaba «Cien maneras de deshojar una margarita» y que venía directamente de las Historias de cronopios y de famas. Y un día apareció en la redacción de Somos un gigante de pelo rojo y largas barbas desordenadas. Era muy corpulento, iba vestido con unos pantalones de pana y una camisa de cuadros rojos, y tenía ojos rojos de fumador de hachís.
—¿Quién es Mateo Montañés? —preguntó mirando a unos y a otros de los que iban y venían por la diminuta habitación.
—Yo —dijo Mateo algo atemorizado, pensando que el gigante venía con la intención de darle un puñetazo.
—¿Tú?
—Sí, yo.
—Tú escribes críticas de libros, de cine, de teatro y de música —dijo el gigante, mirándole muy serio—. Lo escribes todo. ¿No te parece que acaparas demasiado?
—Escribo también una sección que se llama «Cien maneras de deshojar una margarita» —dijo Mateo, desafiante.
—Ah, ¿sí? —dijo él—. ¿También eres Eusebius?
—Sí. También soy Eusebius.
Muy bien, pensó Mateo, éste es el momento en que me ataca y mis buenos amigos de la redacción de Somos se abalanzan en mi ayuda.
—En la revista sólo se habla de música clásica —dijo el gigante—. Es absurdo. Es intolerable. Tiene que haber una sección de música moderna.
Federico, Liroz, Roberto, se habían acercado a escuchar su conversación. Roberto dijo que aquel desconocido de largas barbas tenía razón. Que el periódico era demasiado elitista y que tenían que tratar de alcanzar a un público más amplio.
—¿Y quién va a escribir esa sección de música moderna? —preguntó Mateo con tono irónico, dulcemente convencido de que él era imprescindible.
—Yo —dijo el gigante entregándole dos folios escritos a mano, uno de ellos con bolígrafo rojo—. Aquí están las dos primeras críticas. Espero que salgan en el siguiente número.
Mateo se las llevó a casa para leerlas. El gigante firmaba «Pedro Rojo», (tenía también un apellido rojo aparte de escribir con bolígrafo rojo, tener cabellos rojos, barbas rojas, camisa de cuadros rojos y ojos rojos de fumador de hachís), y escribía fantásticamente bien. Las dos críticas eran ligeras, eruditas, divertidas, y estaban escritas con una desfachatez tan absoluta que Mateo sintió un zarpazo de envidia. Eran críticas de dos discos aparecidos recientemente, uno de The Clash y otro de los Sex Pistols, aunque Pedro no llamaba «discos» a los discos, los llamaba «plásticos». Reunido el consejo de redacción de Somos se decidió que dedicarían media página a música clásica y otra media página a música moderna, y que en el número siguiente publicarían una de las críticas de Pedro Rojo, precisamente la que les había entregado escrita con bolígrafo rojo.
Aunque nunca habían hablado hasta entonces, Pedro Rojo estaba en la misma clase que Mateo, en el COU de Letras. En aquella época era un gigante de larga cabellera roja y desordenada barba roja, con unos ojos azules que brillaban muy pacíficos en medio de su rostro de terrorista sanguinario. Era muy alto y muy corpulento, y se pasaba el día trayendo a clase discos de pop, un tema en el que se consideraba un gran experto. El Señor Torrent, el catedrático de Latín, le llamaba «Roger de Lauria, el de la barba en flor», sin duda porque pensaba que Pedro tenía un aspecto estrafalario con aquellos pelos descontrolados, pero le trataba con afecto porque Pedro era uno de los primeros de la clase en Latín. Quién sabe por qué, lo que más interesaba a Pedro en aquellos años eran los discos de pop, el latín y también comer, por cierto, comer muchísimo, especialmente Big Macs en el McDonald’s. Era una fiera devorando hamburguesas, traduciendo a Cicerón y citando nombres de grupos de pop ingleses. Mateo no podía comprender cómo resolvía con tanta facilidad los enigmas de la complicadísima sintaxis latina. El Señor Torrent siempre acudía a él cuando nadie más sabía cómo traducir alguna retorcida frase del De amicitia.
Mateo pronto descubrió que aunque a Pedro no le interesaba lo más mínimo la música clásica, sí compartía su pasión por los escritores hispanoamericanos, que también quería ser escritor y que también planeaba, desdichado, estudiar Filología hispánica. Pedro era un lector completista, y no podía leerse una novela de un autor sin continuar con su obra completa. Había decidido, de hecho, leerse todas las novelas hispanoamericanas del siglo XX, y siempre aparecía en clase con unos tochazos impresionantes de Carlos Fuentes, de Mujica Lainez, de Leopoldo Marechal: Terra nostra, Bomarzo, Adán Buenosaires. Cuanto más gordo era el libro, más le atraía. Era como esos montañeros expertos que sólo se hacen ochomiles: Pedro sólo se leía ochocientos.
Pedro estaba obsesionado con los libros y tenía poco dinero, y por esa razón había acabado por convertirse en un consumado ladrón de libros. Su sistema era sencillo. Se ponía su «chaqueta de las compras» y se iba a la Casa del Libro o a cualquier otra de sus librerías favoritas, Visor, Antonio Machado, o incluso Vips o El Corte Inglés, y salía de allí cargado de preciosos volúmenes. La chaqueta de las compras era un grueso chaquetón de pana que tenía rasgado el forro de ambos bolsillos. Los libros caían por estos dos pozos sin fondo y se iban alojando en los faldones del chaquetón, donde permanecían indetectables. Así se iba haciendo Pedro su biblioteca.
Una tarde, Mateo y él se fueron de caza a la Casa del Libro. Nada más entrar, se dirigieron a los muebles de novela, que se encuentran en la planta baja, y comenzaron a recorrer las mesas abarrotadas de libros. Mateo, que era de natural cobarde, se apartaba ligeramente de Pedro en estas expediciones de robo y saqueo. Siempre tenían el temor de encontrarse con González Hermoso, un compañero de clase que era hijo de un jefe de sección de la librería y que a veces, incluso, trabajaba en la Casa del Libro cobrando en la caja. González Hermoso estaba escandalizado con los robos de libros de Pedro, y le había dicho que si él le pillaba alguna vez robando en su librería iría directo a decírselo al guardia de seguridad. Tenían suerte, porque González Hermoso solía estar en la sección de libros de economía y de derecho, y por allí Mateo y Pedro no pisaban.
—Pero qué pasa, tío —le decía Pedro—. ¿Es que son tuyos los libros? ¿Desde cuándo la Casa del Libro es tu librería?
Novela, poesía, teatro, clásicos, todo por descubrir. Las colecciones baratas, los libros de Losada, tan tibios, tan atractivos, los libros de la colección Austral, feos a rabiar, los libros de Alianza, los de Seix Barral, los de Fundamentos, las revistas literarias, Ínsula, Camp del arpa, Quimera, la Revista de Occidente. Mateo había leído en Camp del arpa un artículo sobre un misterioso escritor alemán llamado Arno Schmidt, y descubrió un libro suyo titulado Momentos de la vida de un fauno. Se compró también Trilce de César Vallejo y Discusión de Borges, y el primer tomo de Los gozos y las sombras de Torrente Ballester. En esa época los libros no eran caros, y además los padres de Mateo eran generosos, sobre todo si se trataba de bienes culturales.
Mateo pagó sus libros y luego los dos salieron a la calle, y siguieron caminando por las abarrotadas aceras de la Gran Vía un rato sin decir ni palabra.
—¿Vamos a Libertad?
—Sí. Esto hay que celebrarlo —corroboró Pedro.
Cruzaron la Gran Vía bajo la gran torre blanca del edificio de la Telefónica y entraron por Fuencarral para dirigirse a Chueca y desde allí a la calle Libertad, donde estaba el pub Libertad. Una vez sólidamente asentados en una mesa y con una cerveza cada uno y el consabido plato de panchitos que ponían siempre en los pubs, procedieron a evaluar sus conquistas. Les hizo gracia comprobar que los dos habían coincidido en dos autores (Borges y Torrente Ballester) y en un título: El señor llega, primer tomo de Los gozos y las sombras.
—El otro día iba andando por la calle Pinar y tuve una visión —dijo Mateo—. Vi a Adán y Eva desnudos, como los pintan siempre en los cuadros, entre las plantas de los jardines esos que hay por allí.
—¿Los viste? ¿Viste a un hombre y a una mujer desnudos?
—No, no con los ojos —dijo Mateo con paciencia—. No con los ojos. Con otros ojos. Me pasa a menudo. Voy caminando por las calles y tengo visiones. Son como trozos de historias que descienden sobre mí… Descienden como las hojas en otoño, como si cayeran del cielo…
—Qué suerte tienes.
—Estaban los dos tristes, y desde el sitio donde estaban se veía, se podía ver perfectamente, el edificio de El Corte Inglés de Generalísimo.
—Ya no se llama Generalísimo —dijo Pedro, que tenía una pasión por los hechos—. Ahora es la continuación de la Castellana.
—Eso es lo que yo llamo un «juego espacial» —continuó diciendo Mateo sin hacer caso de estos detalles menudos—. Al otro lado del barranco se elevaba el edificio entero, con todas sus cristaleras, sus escaleras mecánicas llenas de gente que sube y baja con sus bolsas de la compra… En los juegos espaciales el espacio es siempre más comunicable y más convexo que en la realidad. Y Adán y Eva contemplaban todo esto muertos de tristeza…
—Pero las escaleras mecánicas están dentro del edificio —dijo Pedro—. No pueden verse desde fuera.
—Pedro, coño, es una visión, no me jodas, tío.
—Eso me recuerda lo que contaba Cortázar el otro día en la entrevista de «Encuentros con las letras» —dijo Pedro—. Cuando hablaba de 62. Modelo para armar, y hablaba de esa ciudad imaginaria en la que los ascensores de pronto se mueven horizontalmente por los edificios…
—¡Exacto! —dijo Mateo—. Eso es un Juego Espacial. Yo creo que la literatura que me interesa es la que trata de Juegos Espaciales… Todo eso de Bergson y del tiempo nunca me ha interesado lo más mínimo. El verdadero misterio es el espacio.
—Pero nosotros somos tiempo —dijo Pedro—. Somos el río que no vuelve y todas esas cosas.
—Claro —dijo Mateo—. Nosotros somos tiempo, pero el mundo es espacio, y uno no desea ser sólo uno mismo, uno desea también ser mundo, ser todo. Vivirlo todo, estar en todas partes al mismo tiempo. Salir de uno mismo, como hace Horacio Oliveira en Rayuela, mirarse a sí mismo desde fuera. Y ese deseo de mirarse a sí mismo desde fuera es un deseo espacial.
—¿Tú deseas eso?
—Sí.
—¿Ser todo?
—Sí. Vivirlo todo, estar en todas partes, comprenderlo todo. Estar a los dos lados de la puerta. Ser el hombre que mira el pez en el acuario y ser el pez que mira al hombre a través del cristal. Ser el viajero que ve la isla desde el avión y ser el pescador que ve el avión desde la isla.
—«Axolotol» —dijo Pedro—. «La isla al mediodía».
—¿Tú no deseas eso? —preguntó Mateo.
—Nunca me lo había planteado —dijo Pedro, con el gesto del niño cogido en falta.
A pesar de su inmenso tamaño y de su roja barba de proscrito, a pesar de la seguridad con que hablaba y la desenvoltura con que robaba libros, Pedro era en realidad una persona enormemente ingenua e insegura. La seguridad le abandonaba de pronto, y entonces se quedaba sin saber qué decir. Cuando todavía no le conocía mucho, Mateo no podía entender por qué cuando hablaban de libros o de cualquier otra cosa, aunque en realidad se pasaban el día hablando de libros, siempre llegaba un momento en que Pedro se quedaba callado. A Mateo aquello le volvía loco. La conversación iba bien, pero de pronto empezaba a renquear. Las observaciones de Pedro se hacían cada vez más lacónicas, y enseguida ya no decía nada, nada en absoluto. Mateo seguía hablando y Pedro le miraba con una vaga sonrisa inexpresiva. Era como si en su interior alguien hubiera decidido que era la hora de cerrar hasta el día siguiente. Pero ¿qué era lo que sucedía? ¿Se cansaba? ¿Se aburría? ¿Prefería guardarse sus opiniones para sí?