Lomax

Se celebró un concierto de jazz en el Ateneo de Prosperidad. Tocaron Caballo y el grupo de Mateo y de Jorge como teloneros. Ni siquiera tenían nombre. Tocaron los tres temas que llevaban meses ensayando, «Satin Doll», «Anthropology» y «Solar», y arrancaron una fácil ovación de su complaciente público de borrachos y fumados. Cuando se bajaron del escenario, Mateo y Jorge se fueron directamente al bar y pidieron un Ballantine’s. Los dos estaban muertos de risa.

—Algún día aprenderemos —dijo Jorge, chocando con fuerza su vaso con el de Mateo. Era como solía brindar Fabricio, que ahora ya no estaba en el grupo porque se pasaba el día estudiando el Tratado de armonía de Schönberg y preparándose para su viaje a Viena. Ya habían roto más de una copa brindando así.

—Tú cuando quieres meneártela, en vez de revistas porno coges una foto de Jaco Pastorius, ¿no? —le dijo a Jorge un hombre compacto, corpulento, de grandes bigotes negros que estaba acodado en la barra con un vaso largo en una mano y un cigarrillo en la otra.

—Coño —dijo Jorge.

—Habéis estado muy bien —dijo el hombre llevándose el pitillo a la boca para sostenerlo con los labios y extendiendo una mano grande y fuerte, mano de albañil, o quizá de escultor—. Juan Lomax.

—Gracias —dijo Mateo.

Los dos le estrecharon la mano.

—¿Dónde has aprendido a tocar tan rápido, tío? —le dijo Lomax a Mateo—. Piribiribiri. Pareces un colibrí.

—En el Conservatorio —dijo Mateo, que siempre contestaba como un niño a lo que le preguntaban.

—Os sobran unas cuantas notas —dijo Lomax balanceando su vaso de whisky en el aire y señalando a Mateo con su cigarrillo—. Pero tú tocas de puta madre. ¿Por qué no os venís a casa a tocar un día? Nos hacemos unos canutos, tocamos un poco juntos…

—Coño —dijo Mateo.

Aquello era demasiado inmenso. ¿Estaba Juan Antonio Lomax, líder del mítico grupo Kathmandú proponiéndoles de verdad que tocaran juntos?

Juan Antonio Lomax vivía en Pozuelo, en un hotelito alquilado que era un mito dentro del pequeño mundo del jazz de Madrid. Los que lo habían visitado hablaban de una casa muy grande, muy desordenada, llena siempre de chicas y de músicos, de drogas y de notas que entraban y salían flotando de las habitaciones. Hablaban también del garaje donde estaba el local de ensayo, el mítico local de ensayo de Kathmandú, la cueva del misterio, el telesterion del jazz.

Fueron un par de días más tarde en el coche de Pelayo Arizabalaga, que tocaba el saxo alto y el clarinete bajo en Kathmandú y que también era una leyenda viviente del jazz madrileño. Mateo y Jorge estaban tan felices que casi no podían respirar. En el coche iban también Miguel Ángel Chastang, el contrabajista, que estaba callado todo el rato y se limitaba a mirar el paisaje de restaurantes y tiendas de muebles que había a ambos lados de la carretera, y Chelo, una chica muy morena que se reía a todo lo que decía Pelayo y decía «qué guay».

El hotelito de Lomax estaba en una de las infinitas urbanizaciones de Pozuelo, en el límite de los descampados, subiendo por una cuesta coronada por una enorme torre de electricidad. Era muy grande, de forma indeterminada y estaba en medio de un jardín descuidado e invadido por las plantas parásitas. El propio Juan Antonio les abrió la puerta y les recibió muy efusivo, vestido con una camisa india blanca con bordados, unos vaqueros desgastados y unas sandalias. La casa estaba llena de gente, de humos diversos y de objetos indios y marroquíes. Bibiana, su novia, era una muchacha extremadamente dulce, muy alta, muy guapa, con pelo de pincho y ojos de elfo. Era bastante más alta que él y tenía un hijo de seis años, Abel, que correteaba por todas partes y jugaba con todo el mundo. En el salón, lleno de la luz indecisa y parcial del atardecer de otoño, parecía haber una reunión en progreso. Dos chicas, también vestidas con ropa india, una de ellas con un sombrero hongo en la cabeza, y un chico que llevaba gafas oscuras fumaban un gigantesco canuto sentados en la alfombra alrededor de una mesa donde había varias botellas de cerveza vacías. Nada más llegar, Miguel Ángel Chastang se acercó al grupo de los que fumaban y se sentó al lado de la chica del sombrero hongo, que se quitó el sombrero y se lo puso a él en la cabeza.

—Estábamos hablando del rollo este que vamos a montar —dijo Lomax invitando a los recién llegados a que se unieran al grupo—. Danielle va a bailar —añadió refiriéndose a la muchacha del sombrero hongo—. Y va a haber también un bailarín, y un técnico de luces y un actor…

—Qué guay —dijo Chelo.

Se sentaron en los sofás y en la alfombra. Danielle no llevaba sujetador, y la fina tela de su vestido transparentaba sus pequeños pezones. Jorge dio una calada al canuto y se lo pasó a Mateo, que se limitó a pasárselo a la otra chica, que tenía una de esas pieles muy pálidas que se llenan de irisaciones azules y moradas. Tampoco ella llevaba sujetador.

—Es la historia de Catoblepas —dijo Lomax—. Va a ser más que un concierto, va a ser todo un espectáculo… Vamos a montar un follón de puta madre.

Se reía como un hombre del pueblo, con una carcajada nasal y aguda. Hablaba con acento de Vallecas, una combinación de clase baja y cultura alternativa, de eses alveolares y la utilización de palabras como «mandrágora» o «graffenbergiano», que pronunciaba cuidadosamente, como para no dejarse ninguna sílaba.

Bibiana, aquella muchacha extremadamente dulce y alta como un lirio, empezó a decirle a Lomax algo que tenía que ver con ciertas cosas que Lomax debía haber hecho pero no había hecho, obligaciones que él siempre olvidaba. Lomax le dijo que no se preocupara, y hablaron luego de una furgoneta estropeada y de un motor gripado. Ella tenía una consulta de alguna clase. Al parecer era médico, pero no practicaba la medicina convencional. Al parecer estaba en una escuela. Al parecer, Juan Antonio debía haber ido a la escuela pero no había ido. Ella era mucho más alta que él.

Abel, el niño, vino corriendo y saltó a los brazos de Juan Antonio. Bibiana le dijo que tenía que hacer los deberes, y aquella referencia a un mundo ordenado de obligaciones y costumbres pareció casi mágica en aquel contexto de hachís y de ensueño.

—Vamos a tener también una proyección de vídeo —continuó explicando Juan con el niño entre los brazos, que estaba allí muy a gusto y les miraba a todos con sus grandes ojos de elfo—. El vídeo que filmamos en la India, en Benarés, en Mahabalipuram…

—Ahí salimos todos —dijo Pelayo.

—Hay que hacer un poco de montaje —dijo Juan soltando una de sus risas agudas—. Salimos todos en pelotas en Goa. La Bibiana me mata si la saco… Estará el vídeo, los dos bailarines, el actor, que todavía no sabemos quién es, la proyección de luces y nosotros tocando…

—Qué guay —dijo Chelo.

—Qué de puta madre —dijo Jorge, que miraba a Chelo igual que Shere Khan podría mirar a una cabrita.

Eran los años tántricos.

—Juan —dijo Bibiana, que había reaparecido en la puerta con una chaqueta de piel de vaca sin mangas y un bolso colgando al hombro—. Me voy a la consulta. ¿Te ocupas tú de que Abel haga los deberes?

—No te preocupes —dijo Juan estrujando al niño—. ¿Verdad, Abelito?

—Deberes. Furgoneta. Escuela —dijo Bibiana enumerando con los dedos—. Chao.

—Vamos a tocar un poco —les dijo Juan Antonio a Mateo y a Jorge—. ¿Os parece?

El jardín era tan caótico como el resto de la casa, jardín de posibilidades y de sueños agostados, de intentos y de olvidos, lleno de sillas de camping rotas y objetos muertos, una barbacoa caída, una bicicleta oxidada. La piscina estaba llena, pero como no tenían depuradora el agua se había puesto de un color marrón rojizo y se había llenado de bichos. Insectos esplendorosos volaban por encima de los reflejados esplendores de la tarde o saltaban sobre la superficie llena de hojas oscuras. Al lado de la piscina, una mujer tumbada en una hamaca leía un libro titulado La alimentación macrobiótica. Una gruesa cadena cerraba la entrada del garaje, el famoso garaje que, visto desde fuera, parecía más bien una caseta de herramientas. Juan Antonio soltó el candado y las puertas del misterio se abrieron. El interior estaba oscuro y olía a humedad. La batería de Lomax estaba montada al fondo, brillando silenciosamente en la oscuridad con sus exóticos gongs, sus platos Paste, sus extraños instrumentos de percusión brasileños y orientales. Había un piano Fender Rhodes, y Mateo lo encendió, tocó una tecla para comprobar que funcionaba y se puso a buscar algo que pudiera servirle de asiento mientras Jorge enchufaba su bajo en un amplificador Bose. Encontró por fin un bote de detergente Colón, que puesto boca abajo resultaba un asiento casi perfecto. Tocó un acorde de La mayor y Jorge y Pelayo se pusieron a afinar.

Empezaron a tocar sin decir nada más. Juan empezó a esbozar uno de esos ritmos suyos estilo Jon Christensen, que tiraban hacia delante, hacia delante, y enseguida Jorge se metió en el ritmo, y Mateo entró también, y ya estaban tocando. Jorge había esbozado una figura en Re menor, y por allí se quedaron. Pelayo había sacado el clarinete bajo y tocaba temblorosas figuras asimétricas. Hizo un solo largo, pensativo, tentativo, que parecía no avanzar hacia delante, sino subir y bajar en crestas verticales, como buscando un camino vertical distinto del sendero horizontal por el que suele transcurrir el tiempo. Luego Mateo hizo un solo. Pero fue un solo distinto de todos los que había hecho antes en su vida, porque de pronto le poseía un deseo de calma, de contención. Sentía un poder en sus dedos, en su estómago. Esbozaba una melodía, una figura, y lo esbozado decía más que lo dicho. Se escuchaba a sí mismo de una forma nueva. Encontraba dos acordes, y el choque de uno con el otro parecía comenzar a levantar algo, una pared, una escalera, y no hacía falta más: Juan y Jorge comenzaban a avanzar, a subir, a crecer por esa escalera. Sobre los acordes aparecía una figura melódica, de pronto se multiplicaba, luego se remansaba, siempre la misma. ¿Sería esto a lo que Lomax llamaba tocar con menos notas? Mateo penetraba en una nueva inteligencia. Sentía intensamente las plantas de los pies en el suelo, el cuerpo, la respiración. No tenía una conciencia clara de cuál era la postura de su cuerpo, si estaba vertical con respecto al piano o bien horizontal, flotando por encima del teclado. Los dos acordes seguían construyendo su escalera, y las notas de la mano derecha se abrían, decían, cantaban. Las sujetaba, intentaba contenerlas. Lo que decían era suficiente, no debía forzarlas a decir más, sino forzarlas a decir menos, y para eso lo único que tenía que hacer era escuchar. Escuchaba, y sentía que se abría un sendero. ¿Era un camino o era un río? ¿Era un camino blanco entre álamos dorados o un río plateado entre los templos? ¿Y adónde llevaba?

Luego Pelayo sacó unas fotocopias de un tema que se titulaba «Mahabalí Puram», uno de los que había escrito Lomax en la India. Estaba sin armonizar.

—Esto va así —dijo Juan Antonio, y se puso a cantarlo y a marcar el ritmo en la caja con escobillas.

Mateo comenzó a armonizarlo sobre la marcha, y le iba diciendo acordes a Jorge. Era fácil de armonizar, y pronto pudieron ponerse a tocarlo.

—Bueno, ¿os va el rollo? —les dijo Lomax—. ¿Os apetece meteros en el lío?

—Todavía estáis a tiempo —dijo Pelayo.

—Va a ser un lío de cojones —dijo Lomax—. La historia de Catoblepas, el monstruo… Pero lo podemos pasar bien.

—¿Quieres decir… tocar? —dijo Mateo—. ¿Tocar en público?

—Bueno, si viene público —dijo Lomax soltando una de sus risas agudas—. Si no, tocaremos para nuestras novias como hacemos siempre.

—¿Tocar en Kathmandú? —preguntó Mateo, que no podía creer lo que estaba oyendo.

—No, esto no sería Kathmandú —dijo Lomax poniéndose más serio—. Kathmandú se ha muerto, macho, de muerte natural. El Alfredo se va a Mallorca, Valentín quiere formar otro grupo para tocar música de Ornette, y yo ya estoy un poco cansado del freekie… Esto es una nueva aventura. Esto está naciendo aquí en este momento. Y va a ser mejor que Kathmandú. Que no hay que agarrarse de las cosas, Mateo… es como la música… la música es como un pájaro que pasa, pasa y es de puta madre y te hacer llo-rar, y luego sigue y se va, y se va para siempre… y si lo quieres buscar te vas a encontrar con una pa-red de pie-dra, porque nunca pasa dos veces por el mismo sitio ni es el mismo pájaro… por eso lo que vamos a hacer es construir un rollo, ¿no?, construirlo juntos, aquí, en el local… vamos a contar una historia, la historia de Catoblepas, el monstruo que convierte en piedra todo lo que mira… y por eso se pasa toda la vida con la cabeza caída, mirando al suelo… porque sabe que allí donde ponga los ojos, eso que ve ya no volverá a verlo más porque se convertirá en piedra… y así va el rollo, ¿no?