EGB

Cuando Mateo llegó a cuarto curso, que hasta entonces era el último curso de la Básica, cambió el plan de estudios. Ya no tendrían que hacer el examen «de reválida» al final de cuarto para pasar al bachillerato y elegir entre Ciencias y Letras. Ahora la Educación General Básica se prolongaba durante ocho años, de primero a octavo, y el bachillerato duraría sólo tres años y sería el mismo para todos, el Bachillerato Unificado Polivalente. Pero no todos estudiarían bachillerato: para aquellos que no pensaban ir a la universidad se creó la Formación Profesional, de donde surgirían los futuros electricistas y ebanistas, los fontaneros y los mecánicos de automóviles.

Aquel cambio de planes de estudios, que afectó a los nacidos a partir del año 1961, supuso también un cambio generacional. Era la generación del baby boom de los sesenta, familias con cinco, seis, siete hermanos. El nuevo plan instituía una EGB de ocho años y un BUP sin separación entre Ciencias y Letras, razón por la cual Mateo se vería obligado a estudiar Matemáticas, Física y Química hasta los dieciséis años. La única especialización se daba en el COU, que era un año previo a la entrada a la universidad.

Uno de los efectos del nuevo plan fue prolongar más la infancia, dejar para mucho más adelante las pruebas selectivas, la toma de decisiones y la especialización. La EGB trajo consigo una educación más armónica, más completa, más moderna, pero también más gárrula y más evanescente, más idealista, menos exigente. Se consideraba un horror del sistema anterior la obligación de estudiar cosas de memoria. La lista de los reyes godos. La tabla de los elementos. ¡Repetir de memorieta! ¡Repetir en vez de razonar! Por primera vez en la historia de España, la música entraba en el programa oficial de estudios, y todos los niños tuvieron que comprarse una flauta dulce. Los padres que querían gastarse poco dinero se compraban una Yamaha de plástico, y los que se lo tomaban más en serio, una Höhner de madera. A Mateo, como es lógico, sus padres le compraron una Höhner, un precioso instrumento de madera de cerezo, un ser viviente al que había que alimentar con cera, y cuyo exceso de cera había que eliminar en los días cálidos de verano, cuando el pequeño instrumento se ponía a sudar espesas gotas translúcidas. El resto del plan de estudios incluía Matemáticas, Ciencias Sociales, Ciencias Naturales, Religión, Educación Física y algo llamado «Pretecnología», que era, en lenguaje corriente, trabajos manuales. Otra novedad, que entraría quizá al año siguiente, fueron las fichas. Ahora no sólo había que comprar un libro de Ciencias Sociales, sino también un libro de fichas. Y ya no había que estudiar las lecciones «haciendo codos», usando la memoria y el ingenio, sino rellenando fichas, contestando preguntas, relacionando columnas con flechas y diciendo qué era verdadero y qué era falso. Los viejos libros de Historia y de «Historia Natural» (un concepto que a Mateo le resultaba encantador, ya que ¿cómo pueden las montañas, los ríos, los flamencos, las nubes, tener historia?) parecían no de unos años atrás, sino de unos siglos atrás, libros adustos, secos, con ilustraciones a pluma y sólidos párrafos de texto, mientras que los nuevos libros de los dulces, suaves baby boomers estaban llenos de ilustraciones y de fotos a todo color, con textos que se desglosaban en «puntos», cuadros y gráficos. La jerga didáctica se volvió más suave y utópica: ya no había notas, sino «calificaciones», no había suspensos sino «insuficientes», no había exámenes sino «controles», no se corregían los ejercicios, sino que se hacían «puestas en común». El profesor ya no era un simple profesor, sino el «tutor» de la clase, y su misión no era simplemente enseñar, sino convertirse en una especie de presencia paternal que guiara el desarrollo del niño. Y como en todas las cosas, con aquel cambio se ganó en algunas cosas y se perdió en otras. Se perdió rigidez y autoridad, se ganó en blandura y estupidez. Y es que no es posible hacer un cambio en el que no se pierda algo bueno.

Ya no se estudiaba «Álgebra» o «Aritmética», sino Matemáticas, y todos los años se dedicaba el primer mes de la asignatura de Matemáticas al estudio de la teoría de conjuntos.

—Y eso ¿para qué sirve? —decía Mateo, que era un listillo.

—Para aprender a razonar —le decían sus padres.

—¿Para aprender a razonar que no se deben aprender cosas que no sirven para nada? —decía Mateo, el listillo—. Por ejemplo, el conjunto vacío.

—¿Qué pasa con el conjunto vacío?

—No puede haber un conjunto «vacío» —decía Mateo—. Un conjunto que no tiene ningún elemento no es un conjunto. Hablar de un conjunto «vacío» es una contradicción. Si no hay elementos, no hay conjunto.

—Hay conjunto, pero un conjunto sin elementos —le decían sus padres, sus profesores, sus primas Mari Nieves y Mari Carmen, que eran mayores que él y habían hecho la reválida y el bachillerato y jamás habían estudiado teoría de conjuntos.

—Imagínate un árbol sin tronco, sin raíces, sin ramas y sin hojas —decía Mateo—. ¿Sería un árbol? ¿Sería un árbol «vacío»?

Mateo no comprendía ni las matemáticas ni la lógica ni los números ni las ciencias en general. El arte de los números era para él inexplicable.

—No se pueden sumar dos manzanas y dos peras —le decían.

—¿Por qué no? Dos manzanas más dos peras: cuatro.

—Sí, pero ¿cuatro qué? —le decían triunfantes—. ¿Cuatro manzanas? ¿O cuatro peras?

—Cuatro frutas —decía Mateo.

Y luego contraatacaba:

—¿No puedo sumar dos peras y dos manzanas pero sí puedo quitar cuatro manzanas de una cesta en la que hay sólo dos manzanas? ¿Qué clase de estupidez es ésa? ¿Cómo puedo quitar de una cesta unas manzanas que no existen?

—Son números negativos —le decían.

Era inútil. Lo suyo no eran los números. Lo suyo eran las palabras, la música, las imágenes, los dibujos, los ensueños, los cuentos, las historias, los árboles, las nubes. Le fascinaban las nubes y las flores. Tenía muchos libros de animales.

Su profesor de cuarto se llamaba Juan Francisco Moneo, el Señor Moneo, que a partir del cambio de planes de estudios se convirtió en su «tutor» y continuó siendo su tutor hasta octavo de EGB. Fueron afortunados, porque el Señor Moneo era un profesor magnífico, joven, energético y enamorado de su profesión, con todo el talento histriónico y el carácter autoritario y manipulador que es consustancial a los buenos docentes. Debía de tener treinta y tantos años entonces, y planta de haber hecho deporte de joven. Era alto, llevaba gafas metálicas con cristales de esos que se oscurecen un poco en la parte superior e iba siempre de traje y corbata, con corbatas azules y trajes color mostaza. Era muy religioso, y se lamentaba de que las familias estuvieran perdiendo la costumbre de rezar juntas el rosario. Les daba todas las asignaturas, incluida la Religión y la Educación Física y exceptuando el Inglés y la Música. Siempre les trataba de usted. Ellos tenían que llamarle a él «Señor Moneo» o bien «Don Juan Francisco», y él les llamaba también a ellos «don» y «señor».

—Señor Herrero Barbarín, ¿el Nervión es afluente del río Duero?

—Sí —decía Barbarín.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Cómo que sí?

—Pues… que sí…

—¿Sí qué?

—Sí, señor —decía Barbarín, cogido en falta.

—Eso es otra cosa —decía el Señor Moneo—. Señor Herrero Babarín, don Javier, ¿qué somos? ¿Somos personas civilizadas o animalitos sin educación?

—Personas.

—No se contesta «sí» o «no», se contesta «sí, señor» o «no, señor». ¿Entendido, señor Barbarín?

—Sí, señor.

—Muy bien, siéntese.

—Sí, señor.

Todo aquello era nuevo para ellos. Todos se llamaban entre sí por el apellido, pero ahora Negrete no era simplemente Negrete, sino «el señor Negrete», o incluso, en ciertas ocasiones especiales, «el señor González Negrete, don José».

Sus compañeros de clase: José González Negrete (Negrete), José Luis Garrido Valencia (Valencia), José Garrido Lapeña (Lapeña), Joaquín Giménez Mediavilla (Mediavilla), Javier Herrero Barbarín (Barbarín), Fernando Isla Gómez (Isla), Mariano Casado Casas (Casado), Fernando Oliet Palá (Oliet), Javier Díaz y Díaz (Díaz), Enrique de la Hoz García (De la Hoz), Miguel Ángel Labaig (Labaig), Miguel Rosas (Rosas), Ángel Molina Cortés (Molina), Federico Guirao Torres (Guirao), Miguel Golmayo (Golmayo), Eduardo Carrasco (Carrasco), Insausti, Enguídanos, Sergio, González, Márquez, Viedma, Romojaro, Galiano, Reyes, Rosillo, Calcerrada, Viedma, Jarabo, Lledó, Pedrosa, Urrea, Valentín Gamazo, Camargo, Ginastera, Zubiaurre y Merino, un mal bicho.