Entrecruzados

Quedaban para tocar en casa de un amigo de Fabricio, un austríaco llamado Norbert que estaba liado con una chica española y acababa de tener un hijo con ella. Norbert era muy alto y tenía unos grandes bigotes rojizos, hablaba un español gangoso y casi ininteligible y tocaba con dedicación la guitarra y el sitar. Estaba siempre fumado, y cuando tocaban juntos, entraba en una especie de éxtasis. En realidad, todos entraban en una especie de éxtasis: tocaban sobre un acorde, o sobre uno de los bajos acrobáticos de Jorge, y se pasaban una hora o una hora y media sin parar, para desesperación de Meli y de Susana, la novia de Norbert, que languidecían las dos tumbadas en un sofá o jugaban con el niño, que era muy pequeñito, tenía unos ojos muy grandes y moqueaba todo el rato.

También conoció Mateo a Ander, el hijo de la amiga bilbaína de Halma, que era algo así como un primo mayor de Fabricio y con el que solían pasar semanas o fines de semana intensos y enloquecidos cuando él estaba de visita en Madrid. Como había sido hippie, desertor del ejército, gigoló, traficante de drogas y presidiario, el paso siguiente y casi inevitable para Ander era hacerse artista plástico, y ahora se pasaba todo el día hablando del arte conceptual y «haciendo contactos» entre artistas y galeristas. Le pasó a Mateo un libro de Victoria Combalía Dexeus titulado La poética de lo neutro, que era un ensayo sobre el arte conceptual, y Mateo le pasó uno de Alan Watts sobre el Zen, y los dos se enredaban en discusiones interminables en las que Ander a veces terminaba gritando en mitad de la calle, ya que gran parte de la vida que llevaban entonces tenía lugar en la calle, cruzando calles o bajando calles, en el laberinto de Azca o en los cómodos butacones azules del Billboard, sentados en la plaza de Olavide o en la plaza del Dos de Mayo, comiendo raciones en El pobre o en El paleto, tomando gin-tonics en El sol o en La vía láctea, disfrutando de las tormentas de Casa Pueblo o escuchando a la Canal Street Band en Manuela. El proyecto artístico de Ander consistía en construir objetos muy grandes, sobre todo gomas de borrar y sacapuntas, o bien en llenar una sala de exposiciones con trozos de cuerda con los que el público podía hacer las figuras que deseara. Una vez fueron con él a visitar a Nacho Criado, uno de los artistas conceptuales más famosos del momento, que les dijo que la única música que le parecía respetable era la que hacían Juan Hidalgo, el grupo Fluxus y desde luego su gran ídolo, John Cage, y que él aborrecía la música de Beethoven, típico ejemplo de artista vendido al poder. Mateo dijo que a él no le importaba si Beethoven estaba vendido al poder o no, que lo que le interesaba de Beethoven era su música y no su vida, y Nacho le dijo que era evidente que él era un artista reaccionario y burgués, lo cual a Mateo le molestó muchísimo pero también le encantó oírlo, porque era probablemente la primera vez que alguien le decía que era «un artista».

Fabricio y sus amigos bebían todos como diablos. Bebían cerveza a todas horas, y también gin-tonics, y cubatas, y whisky, y vodka, y ginebra a palo seco, y fumaban hachís a todas horas y también flirteaban con el LSD. Mateo comenzó a beber cerveza, y también comenzó a aprender los códigos de bebedor de Fabricio. Convenía evitar las bebidas dulces como si fueran la peste: nada de Cointreau, Tia Maria, Baileys y demás mariconadas, no sólo porque no eran bebidas propias de hombres, sino porque provocaban un dolor de cabeza al día siguiente como si la abuela del diablo te metiera una pata de gato seca por el oído para rasparte el cerebro con las uñas. Las bebidas apropiadas eran la cerveza, el whisky, la ginebra, el vodka y el ron. El coñac era aceptable, y el vino era excelente para las comidas, pero mezclaba mal con otras bebidas, de modo que si uno estaba bebiendo vino y luego cambiaba al whisky, sabía a lo que se exponía. En cualquier caso, el vino tinto era estupendo, el blanco no tanto y el rosado y el de aguja, definitivamente, propio de maricones o de nenas. El champán también era una mariconada. Lo mismo para el Oporto y para el vermut: bebida de maricones. El jerez, el fino, la manzanilla, el amontillado no estaban mal como aperitivo, antes de la comida, a una distancia suficiente como para poder emborracharse bien a gusto por la noche. La cerveza combinaba estupendamente con el vodka y con el whisky, y una de las cosas más estilosas que se podían pedir para beber era un buen whisky con una jarra de cerveza al lado, alternando un trago de una y otra bebidas, lo cual, como era de esperar, espantaba a los ignorantes, que lo consideraban un sacrilegio. Lo mejor para la resaca era el sistema homeopático, es decir, comenzar el día bebiendo a fin de «estabilizar el nivel de alcohol en sangre», según explicaba Fabricio, e ir edificando a partir de allí. Lo ideal era un bloody mary nada más despertarse, pero un par de cañas también funcionaban. Jamás había que acostarse borracho ni que tumbarse borracho. Cuando uno notaba que había bebido demasiado y que no podía hablar ni andar y notaba que todo le daba vueltas alrededor como un tiovivo había que intentar serenarse, mantenerse erguido, salir al aire fresco, mojarse la nuca y las muñecas con agua fría. Tomar café no servía absolutamente para nada, y tampoco tomar café con sal. Vomitar aliviaba bastante cuando uno estaba tan borracho que no podía ni hablar, pero era tremendamente desagradable, y Fabricio, por ejemplo, aseguraba que él no había vomitado jamás, y que no pensaba hacerlo nunca bajo ninguna circunstancia.

Fabricio tenía para todo listas de favoritos. Todo se dividía para él en cosas alucinantes y cosas despreciables, personas alucinantes o imbéciles profundos, bebidas para hombres de verdad o bebidas para maricones, música absolutamente genial o música basura. Mateo era, por esa razón, un tío cojonudo, pero todos los amigos de Fabricio eran una pandilla de cretinos: Federico porque era argentino y Fabricio no soportaba a los argentinos; Liroz porque había inventado el QTR y además porque era boy scout; Roberto porque imitaba a Jesús Hermida; Pedro Rojo porque escribía en Somos; José María porque era un pijo; Miguel porque parecía maricón. El propio Mateo tenía también muchos rasgos propios del cretino común cuando Fabricio le conoció: sólo bebía Coca-Cola, no ligaba, era tímido con las chicas, no fumaba, se pasaba el día estudiando y había hecho una copia de La Venus del espejo de Velázquez con pinturas de cera Manley que tenía colocada en su cuarto. Menos mal que, gracias a su influencia beneficiosa, Mateo (que, de cualquier modo, seguía siendo timidísimo con las chicas y seguía sin fumar) estaba en vías de convertirse en un verdadero ser humano.

Cuando iba a casa de los padres de Mateo, Fabricio siempre se sorprendía por la cantidad de libros que había por todas partes. También le maravillaba la colección de discos y de partituras de Mateo, los gruesos tomos encuadernados en cuero desgastado de sus óperas de Wagner, las preciosas partituras de bolsillo de las sinfonías de Mahler, de las canciones de Hugo Wolf, de la Missa Solemnis de Beethoven. Se sentaban en la mesa del comedor y se pasaban horas escuchando música y tomando té con leche y tostadas con queso, una merienda inventada por Mateo que siempre tenía mucho éxito entre sus amigos. Un día Mateo le puso a Fabricio Noche transfigurada de Schönberg, en una versión para orquesta de cuerda dirigida por Jascha Horenstein, y Fabricio se volvió completamente loco. Volvieron a oír la obra otra vez, esta vez con la partitura, y Fabricio le pidió el disco y se lo llevó a su casa y a partir de entonces ya no hablaba de otra cosa más que de Noche transfigurada. Mateo tenía bastantes discos de Schönberg, tenía la primera y segunda sinfonías de cámara, el quinteto de viento, Pierrot Lunaire, Moisés y Aarón, las «Piezas para orquesta opus 31, La mano feliz, Gurre Lieder, y Fabricio oyó todas aquellas obras deslumbrantes, y oía también a Bruckner, a Mahler, a Wagner, pero volvía una y otra vez a Noche transfigurada, que se había convertido en su obra favorita de todo el repertorio. En una ocasión le pidió a Mateo que le transcribiera un solo de guitarra de un disco de Deep Purple «para un amigo», pero Mateo adivinó que el amigo no existía, que era el propio Fabricio el que había intentado tocar el solo sin lograrlo. Pero el rock, el rock sinfónico, el jazz rock, Mike Oldfield, Pink Floyd, King Crimson, le interesaban a Fabricio cada vez menos: su nuevo héroe era Arnold Schönberg y la segunda escuela de Viena. Así fue como se entrelazaron los destinos de Mateo y de Fabricio: cuando se conocieron, Mateo tomaba Coca-Cola y estudiaba piano en el Conservatorio y Fabricio oía a Deep Purple y a Jimmy Hendrix y se pasaba horas en los bares. Poco después, Mateo dejó el Conservatorio, se compró un piano eléctrico y se puso a tocar jazz, mientras Fabricio vendió toda su colección de discos de rock, se compró el Tratado de armonía de Schönberg y se pasaba el día escuchando Noche transfigurada. Ése fue su pacto, la forma de su amistad: un entrecruzamiento, una curiosa danza de entrecruzados. Cada uno descargó su fardo a un lado del espejo para permitir que el otro cruzara el umbral milagroso y lo tomara para sí, cada uno se hizo libre enfrente del otro, se liberó de algo para que el otro lo cogiera, cada uno aceptó algo del otro.

Todas las cosas que tienen que ver con la libertad, con pedirla, con perderla, con luchar por ella, con dejar de soñar con ella, obligan a padecer sufrimientos atroces. La mayoría de los tratos que uno tiene con la libertad suceden cuando uno es joven y está todavía lo suficientemente insensibilizado contra el dolor como para resistir hierros que atraviesan la carne sin perder la sonrisa. Ese pájaro de la libertad no es hermoso ni benigno, se parece más a un quebrantahuesos que a una cigüeña, más a un buitre que a un quetzal. Es lo que nos hace humanos y es también nuestra mayor maldición. Extiende en nosotros la larga sombra del bien y la luz deliciosa del mal, nos sugiere ideas violentas y saltos al vacío de los que jamás saldremos bien parados, nos impulsa a buscar cosas hermosas e imposibles en una región oscura llena de polvo y de cadáveres medio devorados por la que no existen caminos y en la que siempre acabamos perdiéndonos. La libertad siempre es fea y siempre es excesiva y siempre duele y siempre exige un pago desmesurado. Es la hermana menor de la Muerte, y canta canciones lancinantes de colores tan intensos que casi hace daño mirarlos.