Ifigenia
Uno de aquellos días acabaron en casa de Fabricio, un piso de Infanta Mercedes algo oscuro, algo frío, que estaba amueblado de esa forma anónima pero curiosamente acogedora que suele ser característica de los pisos alquilados. Era un piso interior que daba a un patio de tender la ropa y en el que había siempre una luz tenue y plácida y un curioso silencio roto sólo por las melodías y las voces sollozantes de radios lejanas.
Estaban en la cocina investigando en la nevera cuando apareció Ifigenia, la hermana de Fabricio. Era una muchachita pálida, poco agraciada, con expresión obstinada.
—Ifigenia quiere ser escritora —dijo Fabricio—. ¿Por qué no le enseñas a Mateo el libro que estás escribiendo, Geni?
—No me llames así, Famito —dijo Ifigenia.
Al parecer, los hermanos se odiaban cordialmente.
A pesar de todo, fue a su cuarto y trajo tres folios escritos a máquina. Mateo los leyó inmediatamente. Eran un calco meticuloso del estilo de García Márquez en El coronel no tiene quien le escriba, y revelaban un dominio de las palabras, una gracia para contar y un talento absolutamente deslumbrantes.
—Esto es maravilloso —dijo Mateo.
Y volvió a leerlas otra vez, ante la mirada intrigada y divertida de los dos hermanos.
—Es deslumbrante —dijo Mateo al terminar—. Se parece mucho a García Márquez, pero se nota que tienes verdadero talento.
El orgulloso autor de Ciro, la ilusionista, pretendía animar a la hermana pequeña de su amigo, que parecía una muchachita brillante, quizá genial. Pero Ifigenia no pareció especialmente complacida de oír sus comentarios, y enseguida Mateo comprendió que Ifigenia, la pequeña Ifigenia, no le había dejado su manuscrito para saber cuál era su opinión, sino para demostrarle de lo que era capaz.
—Qué tontos sois —les dijo más tarde, antes de levantarse de la mesa de formica de la cocina para regresar a su cuarto—. Qué tontos sois los dos.
Al parecer iba a un colegio de monjas, sacaba matrícula de honor en todo y era, le explicó Fabricio, una beata de las de misa y comunión diaria. Nadie entendía de dónde había sacado Ifigenia aquella vocación religiosa, que no era probablemente más que una simple maniobra para distanciarse de su madre y para diferenciarse de su hermano. Ifigenia era una de esas hermanas pequeñas nacidas a la sombra de un primogénito brillante y sempiternamente oscurecidas por sus logros.
Uno días más tarde, Fabricio le presentó a su novia, una muchacha muy guapa y muy pasota que se llamaba Meli. Meli tenía una larguísima melena rubiocastaña muy rizada, iba siempre con vaqueros y con botas y estudiaba primero de Sociología en la Complutense. Fabricio y Meli se pasaban la mitad del rato besuqueándose y la otra mitad discutiendo a gritos. Ella vivía en el barrio de la Concepción, y cada vez que se despedían, Fabricio y ella tenían que pasarse una media hora en el portal de ella besándose y diciéndose tonterías, un trabajo que dejaba extenuado a Fabricio y también a Mateo, que reflexionaba que si para tener contenta a una novia había que someterse a tales sesiones mareantes de besuqueos y dulces tonterías de enamorados (se llamaban el uno a otro Cusita y Famito), entonces era casi mejor no tenerla.
El padre de Meli trabajaba en Iberia y tenía montones de horas de vuelo gratis, y la hermana mayor de Meli trabajaba también en Iberia y tenía montones de horas de vuelo gratis, y Meli, a pesar de que estudiaba Sociología, tenía también el sueño secreto de meterse a trabajar en Iberia y tener así ella también montones de horas de vuelo gratis, aunque sabía que debía resistirse a la tentación porque si entraba en Iberia ya no podría hacer ninguna de las grandes cosas que deseaba hacer en la vida. Era muy guapa y tenía unos ojos grandes y lánguidos adornados con ojeras moradas que la hacían parecer mayor de lo que era, pero Fabricio se desesperaba con ella. Le desesperaba su forma de hablar, le desesperaba que dijera «ej que», que soltara tantos tacos y que nunca quisiera ir arreglada. En una ocasión tuvieron una terrible discusión porque, al regresar de un día en La Pedriza, Meli no quiso pasarse por su casa para cambiarse de ropa e insistió en salir por Madrid llevando los gruesos pantalones de pana y las botas de montaña de la sierra. Meli y Mateo se hicieron amigos al instante, y enseguida Meli empezó a decir que Mateo era un tío alucinante y que no entendía por qué se había hecho amigo de Fabricio, que sería un genio de la música pero no tenía ninguna sensibilidad y no entendía a las mujeres. Siempre estaba denigrando a Fabricio, en público y en privado.
Los padres de Meli tenían un chalé en El Barraco, en la provincia de Ávila, y se fueron allí todos un fin de semana para tocar en el garaje y montar temas, una expresión que Mateo oía por primera vez en su vida. Mateo, que jamás había tocado en ningún grupo, estaba emocionado y también muerto de miedo, ya que, según le había contado Fabricio, todos en el grupo eran unos verdaderos virtuosos, empezando por Jorge, el bajista, que tocaba como Jaco Pastorius. Mateo estaba tan emocionado que se compró un pequeño piano eléctrico, el primero de los varios que tendría. Pesaba como un demonio, pero tenía forma de maleta y era posible llevarlo bajo el brazo.
Y allá que se fueron en el autobús de línea, Mateo y Fabricio sentados codo con codo en el autobús mientras fuera todo estaba gris y llovía interminablemente y el paisaje de henares de Castilla se transformaba en roquedales y jarales. Durante ese viaje Fabricio le contó a Mateo gran parte de la historia de su vida. Le contó que era de Colombia, lo cual explicaba los ocasionales deslices entre «s» y «z» que cometía al hablar y explicaba también que no hubiera oído hablar nunca de los niños de Rusia, le contó que había llegado a España con doce años y que en Bogotá habían tenido una vida de millonarios. Le habló de su padre, quizá por primera y última vez, le habló de una familia de ministros y de jueces, de políticos y empresarios, de helicópteros y de yates, de alcohol y de drogas, de islas privadas y escándalos financieros. Le habló de las leyendas de su infancia, de la chica que les cuidaba cuando eran niños, que un buen día desapareció cuando estaban en la playa y a partir de entonces les dijeron que Maita se había ido a Venezuela, donde tenía una tía, y su hermana Ifigenia había escuchado una conversación de los mayores a la hora de la siesta y se había enterado de la verdad: que Maita no estaba en Venezuela con su tía, sino en la panza de un escualo color perla, que se había alejado tanto nadando que la habían atacado los tiburones y lo único que había quedado de ella había sido un brazo que la policía había encontrado unos días más tarde en una playa abandonada, un brazo con una pulsera que era sin duda la pulsera de Maita y con un anillo que era el mismo anillo que le había regalado su novio, que era un albino que se llamaba Amelio y era de Cartagena de Indias y hablaba con esa «s» tan rara que tienen los de Cartagena de Indias. Le habló de su llegada a España después de la separación de sus padres, le habló de sus meses de esplendor en un hotel de Madrid, un lujoso hotel de la Castellana donde vivieron los tres como príncipes hasta que un buen día, un día cualquiera después del desayuno, su madre les subió a la habitación, les dijo a los dos que se sentaran y les explicó con aire casual:
—Está bien, hijitos, ya se nos gastó todo el dinero. Y ahora díganme qué hacemos.
Como su madre tenía una antigua amiga en Bilbao, cogieron un tren y viajaron al norte, y se presentaron en casa de Lucita y vivieron en Bilbao varios años, años algo confusos durante los cuales Fabricio había ido a un colegio de curas (donde, según le contó, lo había pasado tan mal que sentía que habían empezado a salirle cuernos de diablo en la cabeza), había empezado a tocar la guitarra y se había hecho muy amigo de Ander, el hijo de Lucita, que era tres o cuatro años mayor que él y vivía en una especie de comuna en una torre de piedra en mitad del campo, en un paraje tan apartado que por la noche venían los ciervos y los tejones a comer en los cubos de basura. Ander había sido algo así como su maestro, su sensei, y hablaba de él con admiración y con odio, le dijo que era una de esas personas a las que uno sólo puede amar de forma incondicional o bien odiar hasta el fondo de los huesos, y que él había pasado varias veces por ambos extremos, y que en una ocasión había estado incluso planeando matarle. Algo más tarde, Ander se fue a Londres para evitar hacer el servicio militar y estuvo por allí viviendo con una mujer mayor que él, una mujer india o pakistaní que trabajaba en una embajada, ya que, según le contó, el sueño de Ander era hacerse gigoló y vivir de las mujeres, y aquella mujer (según le contaba en las postales que le mandaba) era muy sabia y le estaba enseñando muchas cosas de la vida, y todos en Bilbao, su madre y la madre de Fabricio, estaban muy preocupados por él, porque estaban convencidas de que se había metido en el mundo de las drogas. De modo que su madre, que tenía amistades en el Estado Mayor, le arregló lo de la deserción, y Ander volvió y sólo tuvo que hacer el campamento, tres meses de marchas y de cavar zanjas y de arrastrarse por el suelo y de disparar con fusiles anticuados, y luego regresó a Bilbao y decidió que quería ser escultor y se puso a vivir en una gran casa de tres pisos llena de artistas y de lunáticos, una casa donde todo el mundo estaba siempre desnudo, o dormido, o borracho, o drogado. Una de las veces que fue a visitarle a aquel paraíso del cannabis y la amapola, Fabricio se lo encontró desnudo persiguiendo a una chica desnuda por un largo pasillo y tirándole tomates maduros que se estrellaban en su espalda blanca manchándola de rosa. Aquélla fue la primera mujer desnuda que vio en su vida, y también la primera con la que hizo el amor. Ander se la ofreció con toda naturalidad, y ella le dijo que si le apetecía, ella encantada. Fabricio era entonces un niño puro e inocente, pero nada más entrar dentro de la suave y complaciente amiga de Ander supo que aquello era lo mejor que había en la vida, y que pensaba volver a hacerlo todas las veces que pudiera. Ander estaba realmente metido en el mundo de las drogas, estaba traficando y le detuvieron, le juzgaron por posesión y tráfico y le metieron en la cárcel. Y aquí comenzaba la leyenda de Ander, porque él solía hablar con desenvoltura de cuando estaba en la cárcel, y siempre aseguraba que no había sido una experiencia especialmente dura, aunque sí aburrida, pero era difícil saber cuánto tiempo había estado, si había estado tres meses o tres años. Y estaba también la cicatriz blanca que le cruzaba la cara. ¿Se la habían hecho en la cárcel, o había sido en un accidente de moto? Ander siempre dejaba esas preguntas en el aire con una sonrisa, quizá porque la respuesta era menos interesante de lo que cualquiera podría libremente imaginar.
Finalmente Halma, la madre de Fabricio, se enamoró, o se encaprichó, de un hombre que trabajaba en Madrid y toda la familia se trasladó de vuelta a la capital. Ni Fabricio ni su hermana Ifigenia estaban dispuestos a aceptar que su madre se enamorara ni mucho menos que se encaprichara de nadie, y comenzaron a hacerle la vida imposible a Lucas, que así se llamaba el nuevo amor de Halma. Era ridículo pensar que Lucas pudiera ocupar el lugar que una vez había ocupado el padre de la familia, su lugar en la mesa, su lugar en el lecho. Halma les dijo «mis niñitos, ¿que ustedes no entienden que una mujer no puede vivir sola? ¿Que no comprenden que las personas necesitan compañía para no morirse de pena y arrugarse como viejitos y morirse como una cucaracha vieja?». Y Lucas, que era muy simpático, un hombre activo y atlético que trabajaba como guardaespaldas de un importante político de la época, jamás logró ganarse el respeto ni la consideración del altivo Fabricio ni de la retorcida Ifigenia, que le echaba ácido en la ropa y le destrozaba sus deportivos de marca y sus polos favoritos, la retorcida Ifigenia que una vez le dijo a su madre que había sorprendido a Lucas espiándola cuando se vestía, y Halma se limitó a decirle a su hija que no difamara y que diciendo tonterías como ésa se destruía la reputación de las personas.
Quizá como respuesta a esta última ocurrencia, Halma se llevó a su hija a uno de los bares de top-less de Alberto Alcocer. Fueron allí con Ander y con Lucita, que estaban de visita en Madrid, y con Lucas, por supuesto, uno de esos bares en los que las camareras están desnudas y llevan sólo unas braguitas de fantasía y unos zapatos de tacón plateados, e Ifigenia, que iba a un colegio de monjas y estaba obsesionada con el pecado y con la religión, se echó a llorar al verse metida en aquel antro de depravación. Halma decía que la había llevado allí para que aprendiera un poco lo que era la vida, que estaba muy tonta su niña, muy ignorante de las cosas, y que convenía que se fuera despabilando un poco.
—¿Qué tiene de malo que muestren su pecho, pues? ¿Que no es lindo su pecho, pues? —le decía Halma a Ifigenia—. ¿No vio que estas chicas se están ganando así la vida, algo que usted no hace todavía? ¿En qué es usted superior a ellas, dígame?
Mateo siempre sintió una enorme simpatía por Halma, la madre de Fabricio. Las afinidades entre las personas suelen tener este carácter aparentemente arbitrario. Le encantaba el acento de Halma, ese estilo de hablar propio de los colombianos que consiste en hacer frases muy breves y delicadamente cinceladas y en expresarlo casi todo en forma de preguntas. Halma no decía «limpien la mesa», sino «¿no es cierto, niñitos, que van a limpiar la mesa?». No decía «mañana lloverá», sino «¿no es cierto que mañana lloverá?». A Mateo le fascinaban los consejos absolutamente materialistas, aunque astutos, que les daba siempre a sus hijos, su mezcla inconsecuente de interés y generosidad, su desdén por las normas y su respeto casi supersticioso por la opinión de los otros, su pasión por el disimulo y su necesidad de mentir continuamente y sin necesidad, una costumbre que la obligaba a ponerse en situaciones embarazosas todo el rato y a quedar mal con todo el mundo y, en fin, la pasión inconsecuente y temeraria con que se enfrentaba a todas las cosas, grandes y pequeñas. Al lado de Halma, le parecía que sus padres vivían en una especie de burbuja rosada y que llevaban una existencia apagada y aburrida. Admiraba a Halma por su realismo y porque hablaba de las cosas con una franqueza de la que sus padres, llenos de ideales de izquierda y, por tanto, también de prohibiciones internas y de imposibles ilusorios, eran totalmente incapaces. La admiraba porque era muy alegre, porque trataba a sus hijos como a iguales, porque tenía problemas sentimentales como las personas jóvenes y porque poseía la ingenuidad y la urbanidad exquisita de las personas poco cultas. La admiraba porque a pesar de que estaba llena de prejuicios y era en muchas cosas absolutamente superficial, tenía una capacidad infinita de admirarse por todo y de interesarse por las personas que le rodeaban, y la admiraba porque era muy apasionada tanto en sus odios como en sus amores y porque se dejaba llevar por impulsos súbitos y parecía muchas veces más inexperta y más joven, más tierna y más ingenua que sus hijos. La admiraba por la misma razón que Fabricio admiraba a sus padres: porque nunca había conocido a nadie como ella.
Muchos años después, cuando Fabricio ya era un compositor conocido, Manuel Vicent le hizo una entrevista para El País dominical. Con su exhuberancia habitual, Fabricio invitó al periodista a comer a su casa de Collado Mediano, y se pasó el día entero con él hablando de todo lo divino y lo humano. Fabricio le explicó, entre muchas otras cosas, que conocer a la familia de Mateo, con sus libros y su música, había sido para él una experiencia crucial, dado que en su casa no había libros y no se daba la menor importancia a la cultura. Pero el comentario casual y simpático dicho en una sobremesa frente a una copa de coñac resultaba muy diferente al aparecer en la página del periódico, desnudo de afecto y de los matices aportados por el sabor del coñac y los distantes cantos de las abubillas de la sierra. Halma se sintió ofendida al leer estas declaraciones de su hijo, que la hacían aparecer, según decía, «como una persona inculta e insensible», y por alguna razón consideró que el culpable (si es que tenía que haber un culpable) era Mateo. A partir de entonces, siempre que se encontraba con Mateo le trataba con distancia y hasta con disgusto. Fabricio nunca pudo convencerla de que aquello que aparecía escrito en el periódico no reflejaba sus palabras en absoluto, ya que Halma sufría la superstición de la letra impresa, y estaba convencida de que todo lo que aparecía en letra de molde era verdad.