Isadora
Mateo siempre sostuvo que uno se enamora por los ojos, y que uno se enamora de la belleza del otro. Matilde no estaba de acuerdo. Ella pensaba en cosas más sutiles: en la atracción misteriosa que surge entre dos personas, no entre dos cuerpos. Pero seguramente lo que él quería decir no era algo tan simple. Discutían en tardes interminables, besándose interminablemente en habitaciones vacías, desnudándose y acariciándose, jugando y riendo. Tardes ardientes de Agosto, los dos desnudos uno al lado del otro, los dos sudorosos en habitaciones llenas de sol a pesar de los visillos corridos y las persianas bajadas. La luz violenta, brava, cruda. El cuerpo de ella, hermoso como una larga flor. Sus brazos tiernos, su vientre suave, sus caderas rojas, sus senos blancos, el vello casi transparente de su pubis. Una tarde él se curvó para besarla en el sexo. Estaban tumbados en la cama del cuarto de Mateo, en la misma habitación en la que muchos años atrás habían jugado a las tinieblas y él había temblado, sin saber por qué, al sentir el calor de su rostro en la oscuridad. El cuerpo de ella ahora, sobre las flores rojas y anaranjadas de la colcha, le parecía también hecho de flores. Hecho de flores, de agua, de helechos, de musgo, de greda roja. Sintió el movimiento instintivo de su cuerpo, y luego la forma en que ella se relajaba, recibiéndole. Se maravilló al contemplar la perfecta simetría de su cuerpo, sus amplias, redondeadas caderas de sirena, el vello rizado y vaporoso color castaño rojizo que crecía en su monte de Venus. La besó discretamente, castamente en aquel rincón de su cuerpo que de pronto le parecía inmenso como una gran plaza al sol en el centro de una ciudad. Apoyó la cabeza sobre el vientre de ella y se sintió envuelto en una paz infinita. Éste, se dijo, era el centro del mundo. Muchos años después, de aquel vientre surgirían niños. Pero entonces sólo era un lugar, una plaza soleada y desierta, un lugar en el que recostarse para sentir el latido del mundo.
Era verano, no tenían nada que hacer. La única obligación de Mateo eran los ensayos con el grupo de Lomax en el local de Tablada, que comenzaban a última hora de la tarde. Se veían todos los días, se pasaban todo el día juntos, y cuando se separaban sentían que se les rompía el corazón. Se pasaban horas caminando cogidos de la mano, charlando, entrando en cafés, cenando en pequeños restaurantes. Se sentaban en un parque, en un banco, o en la hierba, y se ponían a besarse. Los labios del otro resultaban interminablemente fascinantes. Los labios de ella siempre estaban calientes. Aquel amor no tenía fin. Hablaban sin parar. Hablaban de sus planes, de cómo sería su vida. Ella hablaba de teatro, él hablaba de libros, ella de las obras de teatro que le gustaría hacer, él de los libros que le gustaría escribir. Ella le decía que su sueño era unir el teatro y la danza. Estaba leyendo las Memorias de Isadora Duncan, las leía una y otra vez, descubriendo en sus páginas todos los misterios de la danza y del cuerpo. La danza que sale del estómago. La danza que sale de la columna vertebral. La danza que sale del corazón. Hay otro que vive en el corazón: cuando ese otro surge y se manifiesta, entonces se produce la danza. La danza consiste en abandonarse al otro, en recibir al que vive en el corazón. Se comprende con el cuerpo. Se explica con el cuerpo. Se comunica con el cuerpo. Para ella todo comenzaba y terminaba con el cuerpo. Él leía Ada o el ardor, descubriendo todos los misterios de las palabras, aprendiendo lo que se puede hacer con las palabras: crear vida, crear imágenes, crear lugares, voces, gestos, paisajes, melancolía de cosas que nunca fueron, colores más hermosos que los visibles. La agonía de Van con Ada en el viejo sofá era su agonía: «Oh, Van, pobrecito, estas todo rojo, ¿te duele mucho?», y él: «Tócalo, rápido, ¿no ves que me muero?». Mariposas, belleza de las tardes tranquilas caminando por las avenidas vacías de Madrid en Agosto. Felicidad. Hablaban de los países que visitarían. Hablaban del futuro. Luego corrían a la casa de uno o a la del otro, la que estuviera más vacía o la que estuviera más cerca, se desnudaban, se metían en la cama desnudos y se acariciaban hasta hacerse daño. Salían de la cama, se duchaban juntos, se vestían y corrían al cine o al teatro. Quedaban con Jorge, o con Pedro, o con José María, o con Miguel. Iban a Malasaña, a la plaza del Dos de Mayo, a Huertas. Iban a Clamores a oír jazz. Iban a Manuela. Iban al pub Libertad, o a la Casa Pueblo. Cenaban en Don Zoko, o en Paulino. Se acostaban muy tarde. Les hacía daño separarse. Soñaban con vivir juntos, con dormir juntos todas las noches.
En Octubre decidieron irse a Viena a visitar a Fabricio, que cumplía los años por aquellos días. Seguramente todavía no haría mucho frío en Viena. Se fueron con José María en su coche, un pequeño Peugeot blanco con el que no se podía correr mucho, e hicieron el viaje en dos días agotadores, sólo con una parada para dormir en mitad de Francia, en un lugar que José María conocía. Era un albergue juvenil situado en un pueblecito medieval llamado Mirmande, un tanto alejado de la autopista. Llegaron allí muy tarde, pero el albergue estaba abierto y había camas para todos (estaba, de hecho, medio desierto), y aún tuvieron tiempo de cocinar algo de cena y salir a dar un paseo por las inclinadas calles de Mirmande, llenas de estudios de artistas y de casas medievales restauradas.
Luego se fueron a dormir. Sólo había literas, pero el albergue estaba tan vacío que Mateo y Matilde encontraron una sala desierta en la que pudieron cómodamente (o bastante incómodamente, a decir verdad) compartir una de las estrechas camas. No durmieron mucho, pero aquélla fue verdaderamente la primera noche que pasaron juntos. Se desnudaron los dos y se cubrieron con el saco de dormir abierto, y enseguida estaban sudando. Cuando se cansaron de besarse y de acariciarse se durmieron uno en brazos del otro, pero la cama era tan estrecha que Mateo no consiguió alcanzar el sueño profundo en ningún momento. Se dormía y se despertaba, sin acabar nunca de dormirse ni de despertarse del todo, y permanecía largos períodos en ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño en el que la percepción se adelgaza y se sitúa en un lugar equidistante entre los datos de los sentidos y las visiones oníricas. Un lugar donde los sentidos adquieren dimensiones desconocidas y en el que lo percibido (lo oído, lo tocado, las palabras, las caricias, la música) se transforma en otra realidad más intensa y más salvaje, no mediada por la mente ni por las categorías aprendidas. Así, en ese estado, él sostuvo entre sus brazos el cuerpo de la mujer que amaba, el peso fascinante de su brazo, la solidez ardiente de sus muslos, entre los cuales una de sus manos quedó atrapada durante horas. Y en un momento de la noche, medio dormido, medio despierto, tocó su rostro. Era un rostro ovalado, fino, y no lo reconoció. Le pareció muy extraño que aquél fuera el rostro de ella. Le parecía estar tocando un objeto, una estatua quizá, una máscara. Y de pronto sintió que aquel cuerpo ardiente que sostenía entre sus brazos y que aquel rostro fresco que rozaba con la palma de su mano no eran ella en absoluto. Lo supo con tanta claridad que la impresión le duraría durante años. Tocaba su rostro dormido y le sorprendía comprobar cómo aquellas facciones, que conocía de memoria y podía leer sin la menor dificultad con sus manos, igual que hacen los ciegos, no eran en absoluto el rostro de ella. Y mientras tocaba aquel rostro extraño, le pareció recordar quién era ella verdaderamente, un ser de luz que habitaba en una realidad intensa y misteriosa que él había conocido una vez, mucho tiempo atrás. De pronto recordaba quién era ella, una mujer pero más que una mujer, no una mujer con forma de mujer, no una persona con el nombre de Matilde, un ser (¿cómo explicarlo con las pobres palabras?) de luz, infinito, inmenso, femenino, que le conocía, al que él conocía, al que él llevaba amando desde hacía mucho tiempo, que le llevaba amando desde siempre. Y ambos habitaban en aquella realidad inconcebible hecha de luz y de realidad, al mismo tiempo que habitaban ésta. Ella estaba allí, en el lugar de la libertad, al mismo tiempo que estaba aquí siendo Matilde. Y era la otra el verdadero objeto de su amor, la otra que era la totalidad de la muchacha que tenía entre los brazos, la otra que era el árbol completo del cual él ahora sólo conocía una rama con una flor.
No hay una palabra en la lengua española que sirva para definir una cosa así. «Sensación» alude a algo que depende de los sentidos y que resulta subjetivo y engañoso. Una «sensación» no es algo que sea, sino algo que a uno le parece que es. La lengua española carece de un sustantivo que defina el descubrimiento de algo real. «Realización» significa otra cosa, porque «realizar» significa, simplemente, «hacer». «Darse cuenta» es más ajustado. ¿Podríamos decir, entonces, que Mateo «se dio cuenta» de que Matilde no era sólo aquella muchacha que sostenía entre sus brazos, sino un ser mucho más grande que existía en otra dimensión, fuera del tiempo y del espacio? Pero «darse cuenta» es hacerse consciente de algo obvio, y aquel descubrimiento no era era obvio en absoluto. ¿«Descubrir», entonces? ¿«Constatar», «atestiguar»? Eso es lo que hicieron los apóstoles: dar testimonio de lo que vieron, de lo que oyeron. En su caso, la fe y la «religión» no eran necesarias.
A la mañana siguiente se despertaron temprano, agotados y doloridos pero felices. Bajaron al pueblo a desayunar tazones de café con leche y largas barras de pan con mantequilla y mermelada de ciruela en un café lleno de sol, con rosas en las ventanas y un abejorro grande como un colibrí danzando entre las rosas. ¿O quizá se trataba realmente de un colibrí? Ese día cruzaron el resto de Francia, toda Suiza y entraron en Austria ya de noche, pero decidieron seguir hasta Viena. Había que cruzar los Alpes, y luego la mayor parte de Austria. A lo largo de la noche, la autopista, rectilínea y desierta, parecía ir siempre cuesta arriba. Aquel fenómeno les llamó la atención: ¿cómo era posible que una autopista fuera cuesta arriba durante cientos y cientos de kilómetros? Más tarde, Mateo reflexionaría que debía de tratarse de un fenómeno psicológico: la sensación de ir «cuesta arriba» cuando se va hacia el norte o cuando uno se aleja de su casa.
Llegaron a Viena por la mañana, completamente agotados. Buscaron la casa de Fabricio, no consiguieron encontrarla. Se metieron a un hotel a desayunar. Llevaban una noche entera sin dormir, José María había pasado un día y una noche enteros conduciendo. Entraron en un hotel y desayunaron en un restaurante muy lujoso, con tartas deliciosas y zumo de naranja natural. Volvieron a buscar la casa de Fabricio, la encontraron por fin. A pesar de que era muy tarde para ellos, eran apenas las ocho de la mañana. Fabricio estaba recién levantado y con todo el pelo revuelto. Meli andaba por la casa en calcetines, camiseta azul celeste y bragas blancas, una visión difícil de olvidar. Aquel día era el cumpleaños de Fabricio.
Aquellos días en Viena fueron, quizá, los más felices de su vida. Pero es mejor no hablar de esto. Es mejor guardar tanta felicidad dentro de su estuche, atado con el viejo bramante, dentro de la alacena más alta del armario. Los paseos por Viena con Matilde de la mano, con José María, con Meli, con Fabricio. Ahora Meli estaba viviendo en Viena con Fabricio, buscando trabajo en las Naciones Unidas a través del contacto de un amigo de Fabricio, que era traductor y con el que un tiempo más tarde ella tendría una aventura simplemente para vengarse de las muchas aventuras que había tenido Fabricio con otras mujeres. Los paseos por las escalinatas de Viena, el sol de otoño en Viena. Todavía no hacía frío, y Mateo tenía que enseñarle Viena a Matilde. Fueron a la ópera a ver La Flauta Mágica en entradas baratas en las que había que estar de pie. Lucia Popp cantaba la Reina de la Noche. Luego fueron al Merkur, un café de Strozzigasse que Mateo conocía de su anterior visita a Viena, a comer palatschinken de queso y jamón. Las noches de música en el apartamento vienés de Fabricio, las interminables conversaciones sobre música, sobre Bruckner, sobre Wagner, sobre Schönberg. Los amigos extraños y pintorescos de Fabricio. El viejo piano de pared de Fabricio, donde Mateo improvisaba en los ratos perdidos, y donde le improvisó a Fabricio un regalo de cumpleaños que recordaba vagamente la secuencia de acordes de Peace Piece de Bill Evans. Las noches con velas encendidas en el salón de la casa, con Matilde haciendo imposibles posturas de yoga. Los tres, José María, Matilde y Mateo bajando unas escalinatas en el centro de Viena cogidos los tres de la mano, con Matilde en el centro de los dos cantando la canción «Se ha arruinado mi peinado» de Las Chinas mientras bajaban corriendo, casi volando, los viejos escalones de piedra.