Miguel
Su mejor amigo era Miguel Rosas. Hablaron por primera vez durante una excursión del colegio, cuando quedaron sentados el uno al lado del otro en el autobús que les llevaba a Cercedilla para pasar el día. Esto sucedió probablemente en tercero o en cuarto de EGB. Eran más de cuarenta niños en la clase, y no era fácil conocer bien a todos, ya que a pesar de las muchas horas que estaban en el colegio, sólo tenían media hora de recreo en mitad de la mañana. Está, además, el misterio de la amistad y el misterio de la lentitud de la atracción de unas personalidades sobre otras. A veces son necesarios años para que nos decidamos a hablarle a la persona a cuyo lado nos sentamos todos los días.
Las excursiones, por otra parte, eran más bien escasas. Solían hacer una cada curso, a la llegada de la primavera. Eran simples días de campo, en los que toda la clase se metía en un autobús, cada uno con su mochila, su cantimplora forrada de felpa, su tartera, su tortilla de patata y su filete de pollo empanado, y se marchaban en dirección a las montañas, o quizá en dirección a El Escorial para ver la Casita del Príncipe o a Segovia para ver los jardines de La Granja o a Aranjuez para ver el palacio. Por la mañana veían el palacio, y luego al campo, a correr y a saltar.
En aquella ocasión no había visita ni palacio alguno. Iban a pasar el día a la sierra, y todos estaban muy excitados y alegres. Subieron al autobús que les esperaba en la calle Serrano, el Señor Moneo les enseñó el toque de silbato que iban a usar ese día como llamada (una complicada secuencia rítmica que nadie lograba recordar) y, después de numerarse, el autobús se puso en marcha, descendió calle Serrano abajo y luego giró por María de Molina para coger la avenida del Generalísimo, Ríos Rosas y enfilar por la carretera de La Coruña. En aquellas ocasiones, todos se ponían a cantar. Y las canciones de las excursiones eran siempre las mismas: «Había una vez un barquito chiquitito», «Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras» y «Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña». Mateo y Miguel habían quedado sentados juntos, lo cual, posiblemente, no les hizo mucha gracia en un principio, ya que nunca habían hablado y apenas se conocían. De modo que al principio estaban callados, o quizá cantaban con los demás la canción de los elefantes que se balanceaban sobre la tela de la araña, y como veían que no se caían iban a llamar a otro elefante.
—Jolines con los elefantitos —dijo Miguel, de pronto. Y luego, para gran sorpresa de Mateo—: A mí lo que me gusta de verdad es la ópera.
—¿La ópera? —dijo Mateo abriendo mucho los ojos y preguntándose si había oído bien.
—A mi padre y a mí nos encanta la ópera —dijo Miguel con volubilidad—. A mi padre también le gusta la zarzuela, pero a mí me gusta la ópera mucho más.
Mateo no esperaba una revelación así. Ninguno de sus amigos compartía sus gustos musicales ni artísticos, y jamás había esperado encontrar a nadie, fuera del círculo de su familia, que sintiera el menor interés por aquellos temas.
—Yo tengo los discos de todas las sinfonías de Beethoven —declaró Mateo, mintiendo ligeramente, ya que le faltaban la primera y la segunda—. Y además tengo El lago de los cisnes y La bella durmiente enteras.
—¿La bella durmiente? —dijo Miguel—. Bueno, no es tan largo.
—No, no, no, no hablo del cuento —replicó Mateo—. Hablo de los ballets de Chaikovsky. Ocupan tres discos de 33 revoluciones cada uno.
—Ah. Eso no lo conozco —concedió Miguel—. ¿Conoces Aida? Es mi ópera favorita.
—No he oído nunca una ópera entera —confesó Mateo.
—Aida es mi ópera favorita porque es una historia de amor bellísima —dijo Miguel, mientras los elefantes seguían balanceándose sobre la tela de la araña y el autobús pasaba al lado del Arco de la Victoria para tomar la carretera de La Coruña—. Es una historia de amor tan hermosa que cuando la escucho se me llenan los ojos de lágrimas.
Mateo se quedó boquiabierto. Jamás había oído a nadie utilizar expresiones como «historia de amor», «hermoso» o «bellísimo», ni mucho menos a nadie que reconociera libremente que «se le llenaban los ojos de lágrimas» al escuchar música. ¿Qué era aquello? ¿Quién era aquel niño? ¿Dónde había estado metido hasta entonces? Miguel Rosas llevaba en su clase desde primer curso, ¿cómo era que nunca habían hablado hasta entonces? Porque también a Mateo se le llenaban los ojos de lágrimas muchas veces cuando escuchaba música, y también él se maravillaba ante las historias de amor, y también adoraba más que nada en el mundo las cosas hermosas, esas «cosas de belleza» de las que hablaba Keats, pero jamás había tenido palabras para hablar de ello, y aunque las hubiera tenido, jamás se habría atrevido a usarlas.
Llegaron a Cercedilla y sus rústicos compañeros se echaron a correr por las peñas, a cazar ranas y renacuajos en el río o a acumular piñas para luego dividirse en dos equipos y hacer una batalla. El paraje era ciertamente idílico, con grandes pinos piñoneros sombreando las praderas de hierba y escénicos roquedales de granito manchados de círculos de líquen. Un arroyo cruzaba el paraje, saltando por entre las piedras blancas. El aire estaba lleno de insectos primaverales, lleno de mariposas, lleno de caballitos del diablo, lleno de urracas y de abubillas. Pero Mateo y Miguel Rosas no participaban del esplendor ni de la violencia del maravilloso día de primavera en el campo. En vez de correr y gritar como el resto de sus compañeros, se sentaron en una roca como los príncipes de dos países lejanos, y se pusieron a charlar.
Miguel le contó a Mateo la historia de Aida con todo detalle, hasta el momento en que Aida y Radamés son encerrados en el interior de la pirámide y mueren uno en brazos del otro cantando el dúo de amor más hermoso de todos los tiempos, y luego Mateo le contó a Miguel la historia de El lago de los cisnes hasta el momento en que el príncipe Sigfrido, que le ha jurado amor eterno a Odile creyendo que era Odette, se lanza a las aguas del lago para intentar romper el maleficio que condena a Odette a ser un cisne para siempre.
—Cuando sea mayor —dijo Mateo cogiendo una piña seca de las que había por el suelo y comenzando a arrancar sus duros sépalos uno por uno—, voy a ser compositor, y escribiré ballets como los de Chaikovsky y sinfonías como las de Beethoven.
—¿Sí? Pero para eso hay que estudiar mucho —dijo Miguel.
—Para todo hay que estudiar mucho —dijo Mateo—. Si no te esfuerzas, no consigues nada en la vida.
—Sí, es cierto —dijo Miguel—. Pero también cuenta la suerte. Tener suerte, ser bello y tener la gracia de los dioses.
—¿Cómo?
—Todo eso también es importante —dijo Miguel, que quién sabe de dónde se sacaba aquellas ideas o dónde las habría leído o a quién se las habría escuchado—. Los que tienen el favor de los dioses consiguen las cosas más fácilmente. También los que son hermosos. Yo, desgraciadamente, belleza física no tengo, pero espero poseer otros encantos.
—No, no, de eso nada —dijo Mateo, cada vez más maravillado por la forma en que se expresaba su nuevo amigo—. Lo que importa es el esfuerzo y el trabajo.
—¿Tu padre en qué trabaja? —preguntó de pronto Miguel.
—Es profesor de inglés. Y mi madre es médico.
—Ya, ya lo había oído —dijo Miguel—. ¿No es enfermera?
—No, no es enfermera —dijo Mateo arrojando la piña a lo lejos y cogiendo otra—. Es médico. Estudió en la Unión Soviética.
—Ah, ¿sí? ¿Y habla ruso?
—Pues claro que habla ruso. Habla ruso mejor que español.
—¿Y tú hablas ruso?
—No. Mi madre nos hablaba en ruso antes, cuando éramos pequeños, pero nosotros no la hacíamos caso… o sea que se cansó.
Por encima de ellos crecía uno de esos robustos pinos de la sierra de Madrid, de tronco rojizo y dorado y copa redondeada, y en una de sus ramas había dos abubillas posadas. A los niños les hubiera encantado ver a aquellos dos pájaros, nada menos que dos de ellos juntos (ya que avistar una abubilla en vuelo o en reposo siempre tiene algo de mágico), justo encima del lugar donde ellos charlaban, pero estaban tan absortos en su conversación que no las vieron. Por esa misma razón, porque estaban completamente absortos en su conversación, no se dieron cuenta de que los dos pajaritos parecían estar, de hecho, escuchando sus palabras.
—Y tú ¿qué vas a ser cuando seas mayor? —le preguntó Mateo a Miguel.
—No sé —dijo Miguel sonriendo con sus ojos de chino—. De momento lo que me gustan son las ciencias naturales, la ópera… y cantar.
—¿Y los libros?
—Sí, claro, también me gustan los libros —dijo Miguel, entusiasmándose de nuevo—. ¿Has leído Mujercitas? —preguntó con ingenuidad. Y a continuación afirmó con tono de experto—: Yo lo considero una obra maestra.
—¿Mujercitas? —dijo Mateo, casi escandalizado—. ¡Es un libro de niñas!
—Es un libro precioso —repuso Miguel irguiéndose y poniéndose muy serio, como haría siempre a lo largo de su vida cuando alguien tocaba un tema que resultaba particularmente sensible para él—. No es «de niñas». Es de Louise May Alcott, que es una escritora norteamericana, y tiene otro libro que se llama Hombrecitos y también es precioso. A mí me parece que Louise May Alcott es una gran escritora y que pinta los sentimientos de una forma insuperable.
Aquel Miguel era un pozo de sorpresas. Mateo siempre había creído que era la persona que más leía y que más sabía de libros de su clase, pero él jamás habría sido capaz de usar en voz alta palabras como «obra maestra», «norteamericano» o «pintar los sentimientos de una forma insuperable». Dios mío, ¿de dónde sacaba Miguel aquellas palabras? Y sobre todo, ¿cómo tenía el valor de decirlas en voz alta como si fuera la cosa más normal?
Era un niño fino, muy delgado, de piel cetrina como los que tienen problemas de hígado (aunque Miguel no sufriría del hígado en su vida), de ojos ligeramente achinados y pobladas cejas oscuras que se convertían en dos afilados acentos circunflejos cuando reía. Era muy alegre y muy sociable y siempre estaba cantando. Cantaba cualquier cosa, canciones populares, jotas, canciones de Eurovisión, canciones de Los Brincos o de Los Pecos, himnos, boleros, pasodobles, canciones de los Beatles o de Karina, romanzas de zarzuela, arias de ópera. Era muy buen estudiante: junto con Negrete, con Mediavilla y con Mateo, uno de los primeros de la clase, y huésped habitual de la primera fila, ya que en la clase del Señor Moneo los alumnos se sentaban por orden de mérito y sabiduría, de modo que el primero de la primera fila era el primero de la clase, y el último de la última fila el último de la clase. Era fino, larguirucho, de largas manos dotadas de largas uñas finas y rosadas, con un cuello muy largo en el que unos años más tarde se le marcaría una pronunciada nuez de Adán, y siempre estaba cantando, riendo y haciendo bromas, y sus compañeros de clase decían que parecía una niña, o incluso que era una niña por aquella manía suya de estar siempre cantando, ya que cantar tanto no era una cosa muy de machos, sino claramente de niñas. Cantaba y cantaba y era un gran imitador de voces, y repetía poemas, y se sabía miles de anuncios de la televisión, que imitaba a la perfección, y también imitaba a los profesores, y sabía miles de chistes. Y sus compañeros decían que era una niña, y más tarde empezaron a decir que era un maricón. No le trataban mal, y nunca se lo decían a la cara, porque era un buen compañero y todos le querían y le admiraban, pero cuando hablaban de él siempre decían que era una niña y que era un maricón, aunque en esa época ninguno de ellos sabía muy bien lo que significaba esa palabra, porque eran todos inocentes como azucenas. Y sin embargo, Miguel era enormemente sensible a la belleza femenina, mucho más que Mateo y, probablemente, que el resto de sus compañeros, que se llamaban «macho» unos a otros pero jamás habían mirado realmente a una chica a los ojos y que se morirían de vergüenza si tuvieran que hablar con ella. Las mujeres le encantaban, no sólo sus atributos físicos sino también su ropa, su elegancia, y siempre estaba hablando de lo bella que era esta actriz o de lo elegante que era aquella presentadora de televisión. En muchas de estas opiniones, y en la forma de expresarlas, era evidente que estaba imitando a sus padres, o quizá a sus tías, o a su prima mayor, a la que admiraba muchísimo y que estaba estudiando música en el Conservatorio.
Sin duda Miguel poseía en grado sumo el don de la imitación, que es la raíz de muchos temperamentos geniales o artísticos. Hacías suyas las expresiones de los adultos que le rodeaban, y exponía sus opiniones con esa mezcla de seriedad y de rigor categórico que sólo tienen los que se sienten muy seguros de lo que dicen. Pero tenía, también en grado sumo (y esta cualidad era un don específico de su carácter), la capacidad de decir las cosas y de expresar los sentimientos con palabras, y la convicción de que todas las palabras que existen en el idioma están para decirlas en voz alta y para hacerlas propias. Mateo aprendió mucho de Miguel y aprendería muchas otras cosas a lo largo de los años, pero esto fue lo primero que aprendió de él cuando sólo eran unos niños: aprendió a no tener miedo a parecer débil o ridículo al hablar, a no acorazarse tras una apariencia de dureza e insensibilidad, a no tener miedo a mostrar los sentimientos y a expresar las sensaciones que le producían las cosas y los afectos que les suscitaban los demás. Aprendió de Miguel la temeridad de hablar de la belleza, del amor, de la amistad, del placer, del arte, la capacidad de expresar vulnerabilidad, cariño, desilusión, esperanza.
Los padres de Miguel trabajaban en el instituto Juan de la Cierva, una de las muchas instituciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas que se repartían por la zona. Estaba justo enfrente del Ramiro, en una callecita que iba de Serrano a Joaquín Costa, una serie de elegantes edificios de hormigón y cristal, obra de Miguel Fisac (como tantos otros edificios de la colina de los Chopos y aledaños) rodeados de jardines, todos ellos dedicados a la química orgánica y llenos de investigadores vestidos con batas blancas y laboratorios llenos de artilugios mágicos e incomprensibles. Los padres de Miguel tenían la concesión de la cafetería del instituto, que estaba situada en el sótano de uno de los edificios, y su padre normalmente trabajaba detrás la barra sirviendo cafés y gin-tonics mientras su madre cobraba en la caja. Algunas veces Miguel tenía que ocupar el lugar de su madre en la caja, y entonces Mateo se acercaba a visitarle y se pasaba un rato charlando con él, sintiéndose orgulloso de ser admitido en aquella cafetería exclusiva y casi secreta y de ser amigo del cajero, nada menos. Aquéllos eran momentos felices.
Siempre le asombraba la soltura con la que su amigo controlaba la caja registradora, aquel instrumento temible lleno de teclas, de botones y de cajones que se abrían y cerraban cargados de billetes y de tubitos de cartón llenos de duros y de pesetas y de monedas de diez céntimos, y la soltura con que rompía los tubos de cartón y vaciaba los duros en su cajoncito y las pesetas en el suyo y metía los billetes de quinientas debajo de los cajones, como para esconderlos por si venían los ladrones, y también la velocidad con que calculaba el cambio, pero sobre todo la soltura con que le hablaba a todo el mundo y el evidente placer que extraía al hacerlo, ya que Miguel no sólo era una persona intensamente sociable, sino que sentía verdadero interés por las vidas de todos los que le rodeaban, grandes o pequeños, próximos o extraños. Se sabía de memoria el nombre de todos los que bajaban a la cafetería, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y sabía además el nombre de sus hijos, su estado de salud, sus proyectos, sus problemas, y además parecía poseer el secreto de cómo dirigirse a unos y a otros, siempre con la dosis adecuada de educación, de interés, de picardía, de insolencia. Ya que Miguel estaba muy lejos de ser imparcial o universal en sus afectos, y era, por el contrario, de esas personas «de corazón» que siempre tienen favoritos y odiados, y que adoran tanto a unos como detestan a otros. A los investigadores, por ejemplo, que iban siempre con batas blancas, les llamaba «doctor Fernández», «doctora Satrústegui», con una deferencia y un respeto que parecían absolutamente genuinos, pero en cuanto desaparecían por la puerta se ponía a contarle a su amigo Mateo todos los trapos sucios de aquellas dignísimas personas con la soltura y la lengua viperina de una portera experimentada.
—¿Has visto cómo la ha tocado el culo? —le decía a su amigo—. Éste se cree que por ser jefe de sección, tiene derecho de pernada.
—¿Qué es «derecho de pernada»? —preguntaba Mateo, divinamente ignorante en todas las cosas.
—Esta mujer es encantadora —decía Miguel, refiriéndose a una señora de pelo gris que entraba en la cafetería—. Le encantan los animales, y tiene un gato que se llama Pompeyo y un perro que se llama Julio César. ¡Y no se pelean nunca!
—Pero ¿tú cómo sabes eso?
—Mira, esa de ahí es Laura —decía cuando entraba una mujer de unos treinta años, rubia y con un pequeño lunar marrón sobre el labio—. Su novio es médico y está destinado en Melilla. Qué mala suerte, ¿verdad? La pobre lo está pasando fatal.
—Pero ¿cómo sabes todo eso?
—Es amiga mía —decía Miguel—. Me encanta ese lunar que tiene encima del labio. ¿No te parece que la hace todavía más guapa? Y además es rubia natural, no vayas a creerte. Que esto está lleno de rubias de bote.
A Miguel casi todas las mujeres le parecían bellísimas.
—Sí, sí, mucho «doctor Máiquez» —decía Miguel con un aire de suficiencia que había aprendido escuchando hablar a los mayores, probablemente a su madre—, mucho «doctor Máiquez», pero no se paga el café ni un día. Todos los días tiene que invitarle su ayudante, que es esa chica tan guapa que está en la barra, que es de Valladolid y se llama Sofía.
—¿Tú como sabes que es de Valladolid? —le preguntaba Mateo asombrado.
—Porque es amiga mía —decía Miguel, afectando una indolencia de hombre de mundo. Y luego añadía, indignado—: Si tendrá cara el tío.
Allí, en la cafetería de personal del instituto Juan de la Cierva, Mateo aprendía a disfrutar del rumor de la vida corriente y a fundirse con ese laberinto de miradas y de voces, de luces y de espacios, que es nuestra vida en el mundo. A Miguel todas las personas le parecían interesantes, y casi todas, hombres y mujeres, le resultaban atractivas. Siempre le parecía que las mujeres eran guapas, y si no lo eran, siempre encontraba algo hermoso en ellas: sus ojos, sus manos, un lunar sobre el labio, su pelo, ¡hasta su frente! Siempre se aprendía el nombre de todo el mundo y siempre llamaba a todo el mundo por su nombre y siempre que contaba una anécdota de alguien le llamaba por su nombre, como si su contertulio le conociera tan bien como él mismo. Decía, por ejemplo, «Julia se ha echado un novio que está haciendo la mili» o «Santos es un imbécil: pensaba que Béla Bartók era una chica», cuando la persona con la que hablaba no tenía ni la menor idea de quiénes eran aquellos «Julia» o «Santos» (y no digamos ya, en la mayor parte de los casos, aquel «Béla Bartók»).