Iris

Unos días más tarde, Mateo reunió todo su valor y llamó a Matilde de nuevo para proponerle que dieran un paseo. El teléfono de la casa estaba en el salón, en un lugar en el que era difícil o imposible lograr ninguna intimidad, de modo que bajó a la calle y la llamó desde el teléfono de Vips. Le propuso que quedaran de nuevo en el parque de Berlín al día siguiente. Para su gran sorpresa, ella aceptó sin dudarlo un instante.

Esta vez Matilde tardó sólo media hora en aparecer en la esquina donde habían quedado. Venía con sus zapatitos de tacón, de nuevo sin sujetador. Traía tres iris envueltos en un rielante pliego de celofán.

—¿Son para mí? —preguntó asombrado cuando Matilde le entregaba las flores.

—Claro —dijo ella—. ¿No te gustan?

A Mateo le encantaban los iris porque a Mateo le encantaban todas las flores y todas las plantas en general, pero aquello no hacía sino confundirle aún más. Matilde le preguntó si él creía que sólo los chicos pueden regalarles flores a las chicas, y él dijo que no, que por supuesto que no, aunque ciertamente nunca había pensado en la posibilidad de que ninguna chica le regalara flores a él. Más tarde, las colocó en un florero en la mesa de trabajo de su cuarto, y su madre le preguntó con curiosidad de dónde habían salido esas flores.

—Me las ha regalado Matilde —contestó Mateo.

—¿Matilde? Pero ¿es que ahora son las chicas las que regalan flores a los chicos?

Para ella, Matilde seguía siendo la chica que le había dicho a un chico «¿por qué no te tocas los cojones, rico?».

Los iris de Matilde seguían en su florero y allí estuvieron durante varios días, muy hermosos, inclinándose progresivamente a medida que el peso del tiempo se hacía más ostensible sobre sus rizadas corolas, como signos de interrogación cada vez más interrogantes. Y las preguntas que hacían los iris eran siempre las mismas: ¿es que ahora son las chicas las que les regalan flores a los chicos? Y también: pero ¿para qué me habrá regalado flores Matilde? ¿Será posible que yo le guste? ¿Se sentirá atraída por mí?

Pero aquel pensamiento era, por supuesto, absurdo. No era posible que una criatura tan sociable, tan ágil, tan limpia, sintiera el menor interés por Mateo, el eremita de los libros, el bicho raro. Matilde podría sentirse atraída por los bellos jóvenes arrastrados a sus costas por la tormenta, pero jamás por el monstruoso Calibán. Las flores le miraban, le interrogaban. ¿Qué? Y él respondía: ¿qué de qué? Entonces comenzó a pensar que el sentido de aquellas flores debía de ser otro muy distinto del que él había imaginado en un principio. No eran una invitación a una intimidad más profunda, sino todo lo contrario. Contemplaba las flores en su vaso de cristal, mientras la tibia luz de la mañana atravesaba sus pétalos poniendo reflejos coloreados sobre los folios blancos en los que intentaba escribir, y se decía que lo que en realidad quería decirle Matilde con aquellas flores era que ella le consideraba alguien muy especial, un amigo especial, casi como un hermano, un hermano espiritual quizá: ¡tantas, tantas veces había tenido que pasar por aquello!

Unos días más tarde, Matilde volvió a llamarle y salieron y pasearon y charlaron de nuevo, y siguieron charlando durante horas hasta que se hizo de noche y el cielo se llenó de estrellas, y él la acompañó hasta el pruno de la puerta del jardín de su casa, donde siguieron hablando casi una hora más. Cuando se despidieron, ella le dijo con toda naturalidad:

—Te toca a ti llamar.

Los iris se iban marchitando silenciosamente, día tras día, y a medida que las florales cabezas se humillaban progresivamente, acercándose cada vez más a los pálidos folios en los que Mateo expresaba en aromática tinta de estilográfica sus románticos dolores y espectrales agonías, las preguntas se hacían más acuciantes y afiladas: ¿cuándo, cómo podría reunir el valor para besarla? ¿Qué debería decirle? ¿Qué debería hacer?

Pasó una semana, los iris se agostaron y sólo quedó uno todavía con colores, que resistió victorioso un par de días más, y luego también este último hubo que tirarlo a la basura. Era su turno de llamarla, y bajó de nuevo al teléfono de Vips a fin de tener un poco de privacidad. Esta vez ella le preguntó con muy buen humor por qué siempre la llamaba desde la calle, y él supuso que había adivinado que le daba vergüenza que le oyeran hablar con ella en su casa y se sintió tan humillado que casi se le saltaban las lágrimas. Y quizá fue esa misma sensación de humillación lo que le hizo por fin decidirse a actuar.

Hay una fuerza que ayuda a los pobres y a los tontos, a los débiles y a los tímidos: anida en el interior de los huesos, y hace falta mucha desesperación para hacer que salga a la superficie, pero una vez sale, nada puede oponérsele. Esa tarde echaron a caminar de nuevo Castellana abajo, pero Mateo estaba decidido a superar de una vez por todas la horrible timidez que siempre le asaltaba con las mujeres, y le dijo que tenía algo que decirle, algo importante, y entonces los dos se enredaron en una conversación extenuante y totalmente abstracta que duró largas horas y que se extendió durante acacias y cornisas, hasta que al final los dos estaban agotados, aunque ninguno de los dos se decidía a ser más concreto. Cayó la tarde y llegó la noche, y seguían callejeando bajo acacias y cornisas cada vez más oscuras.

—Yo estoy contenta así como estamos —dijo Matilde—, no quiero cambiar nada.

—Así, saliendo y paseando. Y hablando, y hablando, y hablando.

—Yo me lo paso muy bien hablando y hablando y hablando —dijo ella—. ¿Tú no?

—Sí, pero… —dijo Mateo, sufriendo.

—Yo no necesito más…

Poseído por la desesperación de los tímidos, la agarró por la cintura y la estrechó contra sí, e intentó besarla en los labios. Matilde rió y apartó el rostro.

—¡No! —dijo. Y luego, para suavizar su negativa, le besó en la mejilla.

Esa noche, Mateo lloró en su cama, lloró silenciosamente para que su hermano no le oyera desde la cama de al lado, y luego se sintió más tranquilo y se puso a recordar cómo era ella cuando era una niña delgada de nariz pecosa y piernas pálidas, una niña pecosa de largos cabellos castaños y rostro ovalado como el de las heroínas de los libros de Salgari. Y vio al Tiempo pasando por encima de los tejados de la ciudad y de las nubes del mundo, como un gran carruaje de huesos tirado por dos caballos espectrales que se llaman «sólo una vez» y «nunca más».

—¿Estás despierto? —oyó decir a Luis en medio de la oscuridad.

—Sí —dijo Mateo.

Había estado llorando y tenía los ojos ardiendo y la sábana húmeda de lágrimas, pero había llorado en silencio, sin sollozos. ¿Le habría oído su hermano? ¿Se habría dado cuenta de lo que le pasaba?

—He tenido un sueño —dijo Luis, con una voz extraña, ronca y sibilante, como si no fuera realmente él quien hablaba, sino alguna criatura dentro de él—. Un sueño horrible. Me he despertado por eso.

—¿Qué has soñado?

—Que se moría papá —dijo Luis con aquella extraña voz ronca que venía de los abismos de la muerte—. Pero es que no parecía un sueño, parecía verdad…

—Bueno, sólo es un sueño.

—Se moría ahí, en la biblioteca. Estaba sentado en el sofá, con los ojos abiertos, y parecía que no podía respirar… y todos gritábamos, y tú le gritabas que era un cuentista, que era todo teatro… y de pronto, cerraba los ojos y nos dábamos cuenta de que estaba muerto…

—Es porque le quieres —dijo Mateo—. Sueñas eso porque le quieres, no porque vaya a pasar.

—¿Te acuerdas cuando los viejos tuvieron el accidente con el 127? Tú soñaste el día antes que tenían un accidente.

—Sí —dijo Mateo—. Sí, es verdad… Pero no fue un sueño, fue como una… una visión… como un pensamiento, una imagen que tienes de pronto… Vi a mamá dentro de un coche que había tenido un accidente, con la boca llena de sangre.

—¿Y esas cosas te pasan a menudo? —preguntó Luis con curiosidad.

—El qué, ¿ver el futuro?

—Sí.

—Pues no —dijo Mateo—. Yo no veo ni el futuro ni nada. Por no ver, no veo ni el presente.

—¿Por qué dices eso?

—Na, por nada.

Quedaron los dos en silencio. En la oscuridad, sólo se oían las respiraciones de ambos.

—¿Tú has estado enamorado alguna vez? —preguntó Mateo.

—Varias veces… pero al final siempre me dejan por otro más rico.

—Bueno, ya habrá alguna que no te deje.

—A lo mejor sí… o a lo mejor no —dijo Luis—. Yo soy un desastre.

Quedaron en silencio de nuevo, tanto rato que Mateo llegó a pensar que Luis se había quedado dormido. Pero su voz sonó de pronto en medio de la oscuridad.

—¿Tú no lo piensas a veces?

—¿El qué?

—Que llegará un momento en que se morirán los viejos.

—No —dijo Mateo—. La verdad es que no pienso en eso… ¿Tú sí lo piensas?

—No. Bueno, sí, no sé… A veces…

—Son jóvenes —dijo Mateo—, todavía van a vivir muchos años.

—Además, seguro que me muero yo antes —dijo Luis con una risa forzada.

—¿Por qué dices eso?

—No sé… Bueno, no sé… Nunca me he visto a mí mismo siendo mayor… como un abuelete, con los nietos… Y además, con la vida que llevo, seguro que no duro mucho…

—Pero ¿por qué dices eso?

—Vive rápido y muere joven —dijo su hermano, citando algo o a alguien—. Morir antes de los treinta es la cosa más… Es el rollo punk, ¿no? No hay futuro…

—No digas chorradas. Claro que hay futuro.

No future.

—Siempre hay futuro.

—Yo creo que para mí no.

—Pero ¿por qué no?

—Me voy a dormir —dijo Luis—. Hasta mañana.

Unos segundos más tarde, estaba roncando.