Coca-Cola

Al día siguiente, se encontró con Fabricio en el recreo como por casualidad, y volvieron a retomar su conversación de frases sueltas y de silencios incómodos exactamente donde la habían dejado. Fabricio seguía muy serio, sin sonreír en absoluto, y seguía llevando su pañuelito de bohemio al cuello y su guitarra dentro de su blanco estuche laqueado. Estuvieron hablando todo el recreo, y Fabricio volvió a decirle que él siempre le caía mal a todo el mundo y que en su clase eran todos unos imbéciles, y volvió a preguntarle, muy interesado, por sus estudios en el Conservatorio, por sus viajes por Europa, por su padres.

—¿Quién era ese chico con el que hablabas? —le preguntó Pedro Rojo, que les había visto a los tres, Mateo, Fabricio y el estuche de la guitarra, sentados en los escalones de la Cruz.

—Toca la guitarra —dijo Mateo—. Es guitarrista de jazz. Tiene un grupo de jazz.

—¿Sí? —dijo Pedro abriendo mucho los ojos.

Al día siguiente, temiéndose que Fabricio iría de nuevo a buscarle, Mateo decidió esconderse y se perdió por los jardines de la Residencia, hundiéndose por esas mismas frondas donde una vez soñó que veía a Adán y Eva contemplando el edificio de El Corte Inglés de la Castellana. Al regresar al Hispano Marroquí se encontró allí a Fabricio con su guitarra, sentado en las escaleritas de ladrillo del edificio, haciendo guardia. Mateo sintió que se le encogía el corazón. ¿Ya nunca podría librarse de él? Nada más verle, Fabricio le saludó levantando una mano, y luego se puso de pie y se le acercó.

Echaron a caminar de nuevo, y de nuevo Fabricio comenzó a hablarle de lo mucho que le odiaba todo el mundo y de lo estúpidos que eran los de su clase y de las ganas que tenía de terminar aquel curso para no volver jamás al colegio.

—¿No piensas ir a la universidad? —preguntó Mateo.

—Claro que no —dijo Fabricio—. ¿Tú sí?

—Claro. Quiero estudiar Literatura. En realidad, escribir es lo que más me gusta.

—¿Escribir? ¿Tú escribes?

—Sí. Escribo desde que era niño.

—Tú todo lo haces desde que eras niño —dijo Fabricio, en un débil intento de humor.

—¿Sí? No sé.

—Pero ¿qué escribes?

—Ahora estoy escribiendo una novela que se llama Ciro, la ilusionista.

—A mí leer novelas me parece una chorrada —dijo Fabricio.

—Depende de qué novelas —dijo Mateo con tono cortante.

—Yo nunca leo novelas —dijo Fabricio.

—¿Por qué no?

Pasearon en silencio durante un rato, rodeando los campos de baloncesto que hay al lado del polideportivo llamado «la nevera».

—¿Tu madre es médico? —preguntó Fabricio, para quien los padres de Mateo parecían ser una continua fuente de fascinación.

—Sí.

—¿Y sabe ruso?

—Sí —dijo Mateo—. Es su segunda lengua. A veces pienso que en realidad es su primera lengua. Las cosas que escribe para ella siempre las escribe en ruso. Y cuando habla en sueños, habla en ruso. Eso es lo que dice mi padre.

—No me apetece pasar aquí todo el resto de la mañana —le dijo Fabricio entonces, desenfocando los ojos como solía hacer y mirando a lo lejos—. ¿Por qué no salimos a dar una vuelta?

Mateo hubiera preferido mil veces regresar al Hispano Marroquí y pasarse con Pedro lo que le quedaba de recreo charlando sobre el concepto de «figura» en Cortázar o sobre «Funes el memorioso», y además no debían de quedar ni quince minutos de recreo, pero no sabía decir que no, de modo que aceptó. Salieron por la puerta de Jorge Manrique y fueron bajando por Vitrubio en dirección a la Castellana. Luego fueron caminando hasta el monumento de Isabel la Católica que está al pie de la colina de los Chopos y se sentaron en el banco de piedra. El lugar era muy agradable: la escultura de la reina católica se elevaba en el centro de un pequeño estanque de forma irregular, alrededor del cual corría el banco de piedra. Por encima de ellos crecía el enorme cedro del Líbano que tanto gustaba a Mateo y que les ocultaba parcialmente la vista de la fachada del museo de Ciencias Naturales.

—¿Por qué habla ruso tu madre? —le preguntó Fabricio.

Ahora que estaban fuera del Ramiro, en el aire común de la ciudad, parecía sentirse mucho más a gusto.

—Ha vivido la mitad de su vida en la Unión Soviética —dijo Mateo—. Se fue allí en la guerra civil, cuando tenía seis años, y estuvo allí dieciocho…

—¿Se fue allí en la guerra civil? —dijo Fabricio sorprendido.

—Claro. Muchos niños fueron. Los mandaban sus padres, para que no estuvieran debajo de las bombas.

—No lo sabía —dijo Fabricio.

Era como si los dos hubieran vivido en mundos mutuamente excluyentes. ¿Cómo podía Fabricio no saber que durante la guerra civil se habían llevado niños a la URSS? Todo el mundo lo sabía. Les llamaban «los niños de Rusia». Todo el mundo había oído hablar de «los niños de Rusia».

—Hay que volver ya —dijo Mateo señalando hacia lo alto de la colina—. Si no, llegaremos tarde a clase.

—Yo no voy a volver —dijo Fabricio, que se había recostado cómodamente en el asiento de piedra—. No me apetece pasarme la mañana en ese nido de imbéciles.

—¿Vas a hacer pellas?

En ese momento, Fabricio sonrió. Era la primera vez que Mateo le veía sonreír, y contempló el fenómeno con interés. Primero era una sonrisa que se insinuaba sólo en los ojos, como una especie de brillo en las pupilas, una especie de rapidísima vibración que bien podría ser de ira, o incluso de miedo. Luego se apoderaba suavemente de las comisuras de los labios de Fabricio, más bien de una de las comisuras solamente, un lado de la boca, que comenzaba a sonreír como con desgana, como sin acabar de decidirse del todo.

—Venga, vamos a tomarnos una caña —dijo Fabricio—. Yo invito.

Mateo no sabía qué decir. Fabricio le miraba con los ojos entrecerrados, quizá por el exceso de luz. Parecía un gato, un gato adormilado vagamente feliz, casi feliz, casi a punto de ser feliz. Le miraba como diciendo: «No me puedes negar una cosa tan pequeña».

—Vale —dijo Mateo finalmente.

Entonces la sonrisa de Fabricio fue completa. Sus ojos seguían brillando, pero cuando la sonrisa se extendía a ambas comisuras de los labios, el rapidísimo fulgor de sus pupilas parecía de pronto traicionar una inmensa tristeza, una insoportable sensación de frustración y de ansiedad. Muchas veces Mateo pensaría, en los años por venir, que nunca parecía Fabricio tan desdichado como cuando sonreía.

—El otro día me encontré con una antigua novia —le contó Fabricio cuando cruzaban la Castellana—. Iba con mi novia Meli, entramos en un bar y nos encontramos a Isabel, que es una tía que fue novia mía hace dos años, una tía preciosa, con el pelo negro larguísimo y ojos verdes. Y estaba allí, todavía más guapa que como la recordaba, con los labios pintados, maquillada, preciosa… Y entonces me puse muy nervioso, y decidí hacer como si no la conociera, no sé por qué, pero al entrar para sentarnos en el fondo pasamos por su lado y ella me ve, se levanta muy contenta y me dice «¡Hola, Fabricio!», y casi pensé que se me iba a tirar a los brazos, la tía. Y entonces voy yo y le digo muy serio: «Hola, ¿quién eres?». Y ella me dice: «¿Cómo que quién soy? ¿Estás loco?», y Meli sonriendo, toda cortada, y diciendo: «Pero Fabricio, ¿por qué dices que no la conoces?». Y ella «eso, Fabricio, ¿por qué me preguntas que quién soy?». Y al final, claro, las dos supermosqueadas conmigo, Isabel y Meli. «Te juro que hace dos años que no la veía», le digo a Meli, «así, de pronto, no caía en quién era.» Y Meli diciéndome «seguro que te la estás tirando también a ella… seguro que te gusta porque se pinta los ojos…». Porque Meli es la hostia, no se pinta jamás. Y tiene unos ojos bonitos, pero como es hippie no le da la gana pintarse.

—Pero ¿por qué tuviste esa reacción? —preguntó Mateo—. ¿Por qué le dijiste «hola, quién eres»?

—No sé. Me puse nerviozo… nervioso. Con las tías hay que tener siempre tanto cuidado con lo que dices, con lo que no dices, con cómo lo dices… Pero al final siempre se mosquean. Conmigo siempre se mosquean, aunque yo intente hacer las cosas bien.

Se fueron hasta Martínez Campos, al mismo bar donde unos días atrás Fabricio se había encontrado con su exnovia Isabel. Mateo no entendía por qué pasaban de largo por tantos bares y finalmente Fabricio le explicó que su intención era volver a aquel mismo bar para ver si se encontraba a Isabel.

—Pero ahora no estará —dijo Mateo—. Estará en clase.

Fabricio suspiró profundamente.

—Sí, es cierto… Pero ya sabes, hay que conocer el terreno… Además, cuando yo salía con ella, se fumaba la mitad de las clases.

—¿Para qué quieres verla?

—Joder tío, cuando era mi novia no se pintaba, ni se maquillaba… No estaba ni la mitad de buena que está ahora. Desde que me la encontré el otro día no he dejado de pensar en ella.

—Pero si tú ya tienes una novia…

—Ya… —dijo Fabricio, su rostro ahora iluminado por una plena sonrisa de felicidad—. Pero a veces se puede hacer un esfuercito…

Cuando llegaron al bar, se dirigieron directamente a la barra. El bar era pequeño, y se veía de un vistazo que Isabel no estaba allí. Era uno de esos bares verdosos, con una pared de cristal ahumado y un mostrador de aluminio en el interior.

—Dos cañas —dijo Fabricio señalando el triple grifo que presidía el bar.

—No, un momento —dijo Mateo—. Yo quiero una Coca-Cola.

—¿Tú tomas Coca-Cola? —le preguntó Fabricio descompuesto.

—No me gusta la cerveza.

—¿Tomas Coca-Cola? —le dijo, ahora con gesto de cachondeo.

—Sí, tomo Coca-Cola.

—Bueno, pues una caña y una Coca-Cola.

Fabricio levantó su vaso y lo chocó con fuerza con el de Fabricio.

—Salud —dijo.

El brillo de sus ojos era ahora feliz, pero no había perdido ese curioso fondo de tristeza y de ansiedad. Mateo le miraba con interés. Veía que Fabricio se sentía a sus anchas en aquel bar, sentado en su taburete alto, un codo sobre la barra metálica, un vaso de cerveza en la mano. Él nunca había conocido a nadie así. Casi ninguno de sus amigos tenía novia, y no conocía a ninguno que hubiera tenido varias novias o que pretendiera, como al parecer pretendía Fabricio, tener varias al mismo tiempo. Sus amigos no se iban de cañas en mitad de la mañana, ni vivían en pisos alquilados ni tenían padres separados como estaban, seguramente, los padres de Fabricio.

—¿Siempre tomas Coca-Cola? —le preguntó Fabricio.

—Normalmente tomo té con leche —dijo Mateo intentando preservar un mínimo de dignidad—. Pero no me gusta el té de los bares.

—Tengo muchas cosas que enseñarte —le dijo Fabricio; y luego añadió, como informándole de que había cometido un error imperdonable en un examen—: Sólo los pardillos toman Coca-Cola.

—Oh, gracias —dijo Mateo—. ¿Me ayudarás a dejar de ser un pardillo, oh gran Fabricio?

—¡Cuenta con ello! —dijo Fabricio; y luego añdió, poniendo acento de tipo duro—: ¡A ti te voy a hacer un hombre yo, coño!

Ya iba por la segunda cerveza.