1959
Estoy desorientado. ¿Dónde podría encontrar esa vieja novela en la que sentí quizá por primera vez la intensa felicidad de la escritura? Regreso a mi antigua habitación, donde ya he mirado varias veces, y abro de nuevo el armario donde ya he mirado, abro los cajones que ya he abierto y repaso de nuevo los papeles y carpetas que ya he repasado durante los últimos días. Sé que no esta allí, pero a pesar de todo busco con la vaga esperanza de obtener un regalo de las hadas. No sería la primera vez en mi vida que un objeto aparece en el lugar más incomprensible o desaparece del lugar más inesperado. Además, queda la vaga esperanza de no haber mirado bien la última vez. Mi madre siempre me ha dicho que no sé buscar las cosas. Al parecer, es una característica masculina. Pero las mujeres, ¿por qué saben buscar las cosas? Quizá porque están convencidas de que las cosas son simplemente cosas, mientras que para nosotros las cosas son ideas. Ellas buscan con los dedos, pero nosotros buscamos con la fantasía, con la impaciencia.
Regreso al salón de casa y me arrodillo de nuevo frente a las puertas corredizas que están debajo de las estanterías de la biblioteca. Sólo me queda un apartado por explorar, el último, al que resulta difícil llegar porque la última puerta no corre del todo. Debe de haber algo que le bloquea el paso: hundo los brazos en el armario y me encuentro con carpetas llenas de papeles que se aprietan con fuerza contra la tabla de madera. Es la fuerza de los recuerdos escondidos en los rincones olvidados.
El día es tan oscuro que a pesar de que los visillos del salón están descorridos, la biblioteca, que recibe la luz sólo indirectamente, está casi hundida en la penumbra. Pero esta penumbra me resulta enormemente dulce. Creo que podría vivir para siempre así, en esta luz de la lluvia, en esta penumbra, en este perpetuo asombro de que el arbolito del pasado haya desaparecido.
¿Por qué me he obsesionado de pronto con esa vieja novela que empecé a escribir cuando casi era un niño? ¿Por qué he convertido en mi ocupación diaria venir a la casa de mi madre para buscarla?
No, no he venido para buscar aquel libro perdido, sino para buscar a aquel Mateo perdido.
Encuentro por fin lo que lleva tanto tiempo, quizá tantos años, bloqueando la última puerta de madera. Es el viejo bate de cricket de mi padre. No lo recordaba tan pequeño. La madera, con los años, se ha puesto de un bello tono dorado rojizo. El mango está forrado con bramante negro enrollado y encolado. Mi padre tiene algunas fotos en las que aparece jugando al cricket, pero son bromas o anécdotas, como cuando se vestía con ropas africanas con sus amigos africanos del college o cuando se disfrazó de director de orquesta en una fiesta familiar anterior a mi nacimiento, pero este bate tampoco es realmente una herramienta deportiva, sino un regalo de despedida. En la pala de madera están escritos los nombres de todos y cada uno de los compañeros del curso de mi padre en Fircroft College. El nombre de Hopkins, el director del college, que luego seguiría siendo amigo de mi padre, aparece también por algún lado. Algunos de los nombres han empezado a borrarse.
Este último rincón del armario aparece, de pronto, plagado de tesoros inesperados. Hay, primero, cientos y cientos de mapas de toda Europa, cuidadosamente almacenados por mis padres en el curso de todos nuestros viajes y luego, al final, lo, lo and behold, una serie de viejas carpetas marrones cerradas con el viejo procedimiento del bramante y el botón. Están muy polvorientas, y por espacio de unos segundos me siento como en la escena de una película cuando el protagonista encuentra, por fin, el viejo libro escondido en el fondo del cofre. Ya que en estas carpetas, me digo con un latido de maravilla y asombro, debe de esconderse todo eso que yo venía buscando: el pasado, el pasado de mi padre.
Llevo las carpetas a la mesa del comedor, las coloco en hilera y comienzo a abrirlas desenroscando los bramantes y sintiendo en las yemas de los dedos la áspera sensación del cartón viejo. Una está llena de cartas de mi padre a mi madre y también algunas de mi madre a mi padre, todas fechadas en el año 1959. Otra está íntegramente dedicada al Servicio Civil Internacional, folletos, información impresa y varios recortes de periódicos locales de Francia e Inglaterra donde aparecen noticias relativas a las actividades de la organización y en los que aparecen varias fotos de mi padre, muy sonriente y ya no tan joven (debía de tener unos treinta años y ya había empezado a perder pelo). En otra hay varios pasaportes de mi padre, papeles y cartas diversos, un cuaderno escolar de 1936 con delicados mapas coloreados y dibujos de castillos y poemas copiados, y un pequeño bloc lleno de apretada escritura que contiene, al parecer, el diario de un viaje que mi padre realizó en 1956. Las otras contienen trabajos a mano y a máquina y resúmenes sobre historia y literatura inglesas que son, me imagino, sus apuntes y sus trabajos de Fircroft.
Comienzo por este mazo de cartas. Están escritas en cuartillas con la redondeada letra rusa de mi madre y la letra nerviosa y elíptica de mi padre. Con un suspiro me digo que estas cartas no me pertenecen, y que no tengo derecho a leerlas. Las he encontrado en casa de mi madre, estoy en casa de mi madre y mi madre aparecerá en cualquier momento por la puerta, y parece bastante obvio que yo no debería leerlas, sino entregárselas. A pesar de todo, las hojeo un poco. Todas las fechas corresponden a 1959, el año en que mis padres fueron novios. Mi padre había regresado de Inglaterra a mediados del año anterior y vivía con sus padres en la travesía de Tortosa, la casa de los abuelos de mi temprana infancia. Mi madre había regresado de la Unión Soviética sólo dos años antes y trabajaba y vivía en el Sanatorio Antituberculoso de Guadarrama.
Leo frases sueltas de las cartas, párrafos aquí y allá. Las cartas de mi padre están fechadas en Travesía de Tortosa, y las de mi madre en el Sanatorio Antituberculoso de Guadarrama. Vivían los dos separados, él en su acalorada terraza de Madrid y ella entre los pinos y las águilas de la sierra, y sólo podían verse los fines de semana, pero a mi madre no le resultaba fácil viajar de Guadarrama a Madrid. Debía de haber pocos trenes y menos autobuses, y no creo que a mi padre le hubiera gustado que alguno de los médicos del sanatorio trajera a mi madre a Madrid en su coche. Lo primero que salta a la vista en estas cartas, aun para el que lee sólo frases sueltas aquí y allá, son los celos de mi padre, unos celos enfermizos que serían motivo de incontables problemas a lo largo de la vida de ambos. Eran la manifestación más palpable de su complejo de inferioridad, la sensación de que cualquiera podría quitarle a aquella mujer maravillosa y llena de mundo y de encanto que acababa de conocer, especialmente aquellos médicos arrogantes de fines de los cincuenta, pequeños dioses de túnica blanca que hacían diagnósticos llenos de términos técnicos y salvaban vidas en su montaña mágica. Mi padre le habla a mi madre con las expresiones más dulces y lastimeras, la trata con un cariño y con una delicadeza exquisitos, la llama «mi niña» una y otra vez, e introduce palabras y frases en ruso. El tono de las de mi madre es mucho más frío, mucho más maduro emocionalmente. Aunque él era once años mayor que ella, parecen casi las cartas de un jovencito a una mujer algo más madura. En sus cartas, mi madre le tranquiliza, le asegura una y otra vez que le quiere, le pide que no sufra, que no sufra tanto, que no sufra siempre. Es evidente que el dolor de mi padre le inquieta, pero no estoy seguro de que la conmueva. En los párrafos que leo al azar no parece conmovida, sino simplemente preocupada, quizá incluso impaciente. Ella a veces también introduce frases en inglés, y hay algunas cartas que están escritas íntegramente en inglés. Da la impresión de que mi madre, aburrida en sus largas horas del sanatorio de Guadarrama y forzada a decir siempre las mismas cosas, no te preocupes, yo también te quiero, no te preocupes tanto, había pensado que podía aprovechar la obligación de escribir para practicar un poco su inglés. No me cabe duda de que los dos estaban enamorados, pero hay muchas formas de estar enamorado. Creo que mi padre sentía una pasión desbordante por mi madre, y que mi madre más bien se dejaba querer. Sin embargo, la muerte de mi padre, treinta años más tarde, fue la gran tragedia de su vida. Mi padre fue su único amor.
Mi padre siempre tuvo celos de mi madre, y durante una época, cuando mi padre entró en la universidad y se pasaba el día rodeado de chicas jóvenes, mi madre también tuvo algunos episodios de celos de mi padre, lo cual me sorprende, porque no creo que ninguno de los dos tuviera nunca el menor motivo. ¿O quizá sí? Uno siempre tiende a ver de forma simplificada a los padres. Siempre nos parece que nuestros padres son muy ingenuos, no nos damos cuenta de que todo lo que ellos quieren es que nosotros no veamos los horrores de este mundo. Pero los vemos a través de ellos, como si sus cuerpos se transparentaran suavemente, igual que espíritus.
¿Qué decía Otelo? Ella me amó porque tuvo compasión de mis sufrimientos, y yo la amé porque me tuvo compasión. ¿Qué somos, más que espejos de nosotros mismos? Hace algunos años, en Nueva York, vi un espectáculo de danza de Carolyn Carlson en el City Hall en el que ella, que ya era un poco mayor y no bailaba, salía haciendo una coreografía muy bonita en la que llevaba un pequeño proyector de dibujos animados colocado en la espalda. La maquinita, con su ruido antiguo y enternecedor, proyectaba continuamente viejos cartoons de Mickey Mouse y el Pato Donald, pero la bailarina no era consciente de esas imágenes que ella misma ponía sobre el escenario, sobre el ciclorama, sobre las bambalinas, sobre el público. Se movía y giraba y caminaba, siempre seguida por las temblorosas imágenes que ella misma producía y que, al parecer, era incapaz de advertir. Ella me amó porque tuvo compasión de mis sufrimientos, y yo la amé porque me tuvo compasión.
Pero ¿acaso es posible decir «yo la amé porque la amé»? ¿Es posible que el amor no tenga otra razón que el propio amor? ¿Deberíamos tratar al amor como a la velocidad de la luz, es decir, como a una constante que no varía aunque varíen las magnitudes convencionales que la acompañan? Mi padre amó a mi madre porque ella era muy hermosa y le resultaba intrigante e intelectualmente estimulante, y ella le amó porque mi padre tenía un alma hermosa y llena de todas las cosas que ella buscaba en un hombre y que no encontraba en los médicos del Sanatorio de Guadarrama, necios como pavos reales, machistas y beatos como la época lo exigía, llenos de valores franquistas, totalmente incultos.
La pena de sí mismo fue siempre el gran problema psicológico de mi padre, su gran debilidad, y uno de los gusanos que envenenaron a lo largo de los años la convivencia de mis padres y también la de toda la familia, especialmente en los largos veranos en los que nos veíamos obligados a convivir los cuatro en un pequeño espacio, un pequeño espacio rodante que se movía arriba y abajo del mapa de Europa, deteniéndose al pie de lagos y castillos. Se sentía ofendido, perpetuamente ofendido. Se sentía perseguido, ridiculizado, y cuanto más manifestaba este sentimiento poco halagador, más ridículo resultaba a los ojos de los demás y más ridículo se sentía ante sí mismo. Ahora, cuando escribo esto, pienso que quizá esa falta de amor por sí mismo que abrazó a mi hermano por detrás desde el principio de su vida y le impidió para siempre abrir las alas, fue una herencia de mi padre. Es como si mi hermano y yo nos hubiéramos reunido en algún lugar, en algún momento del que no somos conscientes, algún lugar oscuro y salvaje lleno murciélagos y telarañas, y hubiéramos decidido repartirnos el legado de mis padres, el legado de humillaciones, tristezas, pérdidas, miedos, mierda, bilis, sangre… Yo me quedo su furia, yo su frustración, yo me quedo su mal carácter, yo su complejo de inferioridad, yo su panza, yo su mandíbula apretada…
Busco los álbumes de fotos familiares, en la zona del armario que ya he explorado antes y enseguida encuentro el que recoge las primeras fotos, las fotos desde el principio de los tiempos. Es el álbum más bonito de todos, está forrado en terciopelo azul y tiene una foto inscrita en la portada, una vista de Frankfurt desde el río Main tomada por mi padre.
Allí están las primeras fotos de mis padres, las fotos de mis abuelos, dos labriegos en el pueblo de Nuévalos, en medio del desierto de Zaragoza, una foto, la única que existe de mi bisabuelo, que era salinero en unas zonas lunares en medio del páramo de Aragón, una foto de estudio de mi padre, con tres años, sentado en un caballito de cartón. Cuando éramos niños siempre mirábamos esta foto y nos asombrábamos de lo mucho que Luis se parecía a mi padre cuando era pequeño. Cuando más nos parecemos físicamente a nuestros padres es cuando somos muy pequeños y luego, en el otro extremo de la vida, cuando comenzamos a hacernos viejos.
Mi padre dispuso las fotos de este álbum de forma que la página izquierda le correspondiera a él y la derecha a mi madre. Las fotos están colocadas y anotadas con enorme cuidado y evidente cariño, los rótulos escritos con tinta china blanca sobre la cartulina negra, esa tinta que había que agitar una y otra vez en su frasquito para que el poso blanco no se fuera al fondo. Allí están las fotos de mi padre como albañil en Alemania y jugando al cricket en Fircroft, las fotos de mi madre en Moscú y en la playa, en Crimea, y luego hay un momento en que las vidas de ambos se encuentran (esto sucede, precisamente, en el año 1959) y entonces los dos aparecen ya indistintamente en las dos páginas, derecha e izquierda. Hay unas páginas pares donde están las fotos de mi padre en Birmingham, el último año de sus viajes por Europa, mientras que las páginas impares rescatan las fotos de mi madre a su vuelta a España: fotos con su madre, fotos de paseos por Madrid, la plaza de Oriente, la puerta del Sol.
Las fotos del año 1959 son las más bonitas de todas. Hay muchas del verano, que era la época en que los dos tenían más tiempo para estar juntos. Mi madre era una muchacha muy guapa, de piel extraordinariamente blanca, ojos ligeramente rasgados, nariz judía y una boca pequeña y pintada del color rojo oscuro propio de la época, y solía llevar trajes de algodón muy ligeros, gafas negras de actriz de cine y una sombrilla blanca con flecos alrededor que parecían rayos de sol. No me explico cómo logró tanto glamour después de sus años de miseria igualitaria en la Unión Soviética, pero es posible que fuera precisamente la conciencia de la sordidez de la vida que había llevado hasta entonces la que le hiciera vestirse de esa forma esplendorosa. Me sorprende comprobar lo mucho que salían con la familia. Hay fotos de excursiones a Toledo, a El Escorial, a Aranjuez, y también al río o al pantano de San Juan, donde aparece Leopoldo, el hermano de mi madre, y también los hermanos de mi padre, Pascual, Manuel, José, y también las hijas de Manuel, mis primas Mari Carmen y Mari Nieves. Todos parecen felices en esas fotos llenas de sol, fotos en blanco y negro de enorme nitidez y muchas de ellas de una calidad casi artística. Me imagino lo que disfrutarían unos y otros al conocerse, al conocer mi padre a Leopoldo, el hermano mellizo de mi madre, con todo su idealismo proletario, al conocer Pascual y Manuel a mi madre, que venía de otro mundo y tenía un acento y unas costumbres pintorescas. Hay también una serie de fotos en la playa, en Almuñécar, en las que aparecen también Manuel con las niñas, Pascual, que entonces estaba también soltero, y Leopoldo, que seguiría estando soltero bastantes años más. Mi madre aparece con un bañador de lunares negros, su elegante sombrilla de flecos y sus gafas de sol, y mi padre con entradas en el pelo, unos enormes calzones de baño y unas piernecitas flacas y larguiruchas. Es evidente que mi madre no se enamoró de él por su físico, sino por sus ojos azules y por la bondad y el optimismo que transmite siempre su rostro en estas fotos. Ella me amó porque tuvo compasión de mis sufrimientos, y yo la amé porque me tuvo compasión.
Poco después aparecen las fotos de la boda. Mi madre no se casó con uno de esos vestidos de princesa que suelen llevar las novias, sino con un traje de chaqueta color blanco con finas rayas azules que luego conservaba en el armario como un traje más y se ponía de vez en cuando. Era una de las muchas formas de rebeldía de mis padres, especialmente de mi madre, que se reía de la religión y de sus símbolos. Unas páginas más allá están las primeras fotos de un niño recién nacido que mira al mundo con gesto desabrido. Cuando mi madre vio por primera vez a su primogénito, éste fue su comentario: «Se parece a Mao Tse Tung».