Hibakusha
Mi padre la llamó al día siguiente y le propuso que fueran a dar un paseo. Shelly no conocía Londres, de modo que había miles de sitios adonde podrían ir. A la luz del día, ella le pareció más vulnerable, más frágil que la noche anterior. Pero a ella no le apetecía ir al British Museum ni a la National Gallery. Prefería pasear. Deseaba impregnarse de los sonidos y los olores de las calles. Y pasearon. Fueron hasta la abadía de Westminster, aunque ella no sentía especial interés en visitar la tumba de Handel, y luego hasta el Parlamento, donde se sentaron en la hierba para descansar. Era un bello día de sol y de río. Ella cruzó las piernas morenas sobre la hierba, y él las admiró en silencio.
¿Qué más desearía hacer ella? ¿Le gustaba a ella la música? Sólo por unos chelines podían ir al Royal Albert Hall y ver un concierto, aunque fuera de pie. Es posible que mi padre estuviera un poco nervioso, o que deseara asombrarla con su conocimiento de Londres. Pero para ella «música» significaba más Petula Clark y Pat Boone que John Barbirolli y la orquesta Hallé. No, no le interesaba la música sinfónica.
—No necesitamos hacer nada especial —dijo ella, con la curiosa música australiana de su voz—. Simplemente estar aquí sentados ya es muy agradable.
Aquel sentimiento, aquella sensación, aquel especial cariz que adquiría la palabra «simplemente» en sus labios, todo aquello le producía a mi padre una sensación de intenso peligro, casi de miedo físico. Se sentía a gusto con Shelly, y sentía que ella estaba a gusto también. Era cierto que no tenían que hacer nada especial para que estar juntos fuera agradable, porque era estar los dos juntos lo que resultaba placentero, no el lugar donde se encontraran ni la actividad que realizaran.
Sentía el deseo de ayudarla, de protegerla, y descubrió que nunca había sentido por nadie nada parecido. ¿Sería ella la tierra? ¿Sería ella aquello de lo que hablaba la canción del oboísta chino que toca escondido entre los bambúes?
Caminaron de nuevo por las calles. A ella le sorprendía todo. Le sorprendían los bobbies, y las tiendas, y los autobuses de dos pisos. Pasaron frente a la galería donde se exhibía The Family of Man, la exposición fotográfica que estaba dando la vuelta al mundo, y mi padre le propuso que entraran a verla. Shelly se sintió muy interesada, porque era también fotógrafa aficionada como mi padre y además había leído en los periódicos sobre aquella exposición célebre, quizá la exhibición fotográfica más famosa que se haya celebrado nunca. Entraron y recorrieron la exposición, y a la salida mi padre compró el libro The Family of Man que hizo encuadernar en tapas negras y que todavía sigue en casa y que yo miré tantas veces cuando era niño y sigo mirando ahora de vez en cuando.
Shelly y mi padre recorrieron las galerías de la exposición poseídos por esa especial emoción que se genera siempre que un hombre y una mujer se sienten intrigados o conmovidos el uno por el otro. Los hombres y las mujeres son como rocas, pero algunas veces una roca siente que podría disolverse al acercarse a otra, y siente que la otra roca siente lo mismo, y ese sentimiento es quizá el más delicioso, el más raro, el más codiciado de todos los sentimientos posibles de los hombres.
Y llega a continuación una de las imágenes más extrañas, más inexplicables. Shelly y mi padre, sentados en una mesa en una terraza acristalada, al otro lado de la cual se ve un jardín japonés, un hermoso paisaje compuesto por un lago, un toru rojo en mitad del lago y una orilla de abetos y zelkovas. ¿Qué hacen los dos tomando té melancólicamente y contemplando este paisaje que probablemente esté en blanco y negro y no tenga más que dos dimensiones? ¿Es una de las fotos de La familia del hombre o es Hibakusha, el Hiroshima Memorial de Sugarmond Street, una especie de templo subterráneo y en semipenumbra que tiene, a un lado, fotos de la ciudad destruida y de cuerpos carcomidos por la radiación y al otro, fotos de la naturaleza de Japón, de campos de peonías, de jardines antiguos, del monte Fuji? En el centro de la sala hay una masiva campana de bronce traída de un monasterio del norte de Kyushu y frente a ella una viga de madera de arce de tres metros de largo que cuelga del techo amarrada de unas gruesas bandas de tela: cada hora, durante las veinticuatro del día, un monje budista impulsa suavemente la viga y golpea la campana, y el sonido impersonal, anónimo, resuena casi durante un minuto entero.
Y ellos, ¿qué contemplan, mientras toman el té? ¿La muda belleza del mundo? ¿El anónimo horror de la bomba? ¿El propio asombro de existir y de haber logrado sobrevivir a tantas guerras? Un paisaje de desolación se extiende más allá de ellos, en el que suena el «himno de la tierra» de Das Lied von der Erde. Un oboísta lo toca escondido entre los bambúes. Shelly tiene los ojos cansados, pero siempre los tiene cansados. Es como si tuviera los ojos cansados de mirar, como si hubieran mirado demasiado.
—Nunca he conocido a nadie que se parezca a ti —dice mi padre.
—Es que nunca has conocido a nadie de Canberra —dice ella.
No le gusta el té, y dice que prefiere mil veces una mala taza de café tostado que aquella agua teñida de hojas. Así son las conversaciones que suceden en el fin del mundo: son triviales, hechas de frases intrascendentes y de observaciones casuales. Pero ¿saben ellos que lo que están contemplando es el fin del mundo? Claro que no lo saben, y por esa razón su conversación es tan desvaída. El fin del mundo sucede en un pacífico lago japonés rodeado de abetos y zelkovas. La música que suena es la de La canción de la tierra.
Shelly se gira para contemplar el paisaje, en el que un grupo de niños japoneses avanzan por el camino que se dirige hacia el lago, vestidos con los uniformes del colegio, ellos con gorras de plato y camisas blancas y ellas con faldas azules y zapatitos negros, todos con sus macutos de cuero de cabra a la espalda. Con ellos va un militar, un hombre joven y muy delgado que tiene un bigotito fino en el labio superior. En el bosque, al otro lado del lago, ha aparecido un ciervo. Varios niños sacan sus pistolas de juguete y le apuntan. Las niñas gritan, pero a pesar de su excitación no se salen de la fila. Son muy disciplinados, y caminan todos muy rectos. Algunos de los niños ponen una rodilla en tierra como para apuntar mejor, y entonces disparan. Pero sus armas no son de juguete. Son verdaderas armas de fuego, de las que brotan fogonazos y disparos. Uno de los niños levanta los brazos y grita algo en japonés. El militar grita también, con urgencia y con miedo: le grita al niño que se aparte. Pero el niño pretende impedir que sus compañeros disparen al ciervo y se pone delante de los que apuntan, les agarra del brazo para que no disparen. En cuanto oye los disparos y siente las balas que se estrellan en la hierba a su alrededor, el ciervo da un salto fantástico y corre para salvar la vida. Los niños le siguen disparando, pero no pueden hacerlo como quisieran, porque el niño que quiere salvar al ciervo se pone frente a ellos, les agarra del brazo, les grita. El ciervo desaparece. Varios pájaros que estaban ocultos entre las ramas vuelan también asustados. Un faisán se ha elevado de entre las altas hierbas y vuela a menos de un metro del suelo, pegado a la hierba, escapando en dirección al bosque, pero los niños no le prestan atención porque está sucediendo algo más importante. El militar desenfunda su arma y se acerca al niño que quería impedir que sus compañeros dispararan. El niño está ahora muy quieto, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y la cabeza caída hacia delante, la mirada fija en el suelo. Parece una postura teatral, parece imposible que nadie adopte una postura así de forma natural. Pero no es teatro, es la postura de humillación que se le exige al que ha desobedecido. El militar se le acerca, dando gritos y empuñando su pistola, y Shelly y mi padre se temen que le golpee con ella en la cabeza. Está tan furioso que casi le sale espuma por la boca. ¿Cómo es posible sentir una furia así? Entonces el militar da una orden a los niños, que se apartan todos, camino arriba, y forman en dos filas rápidamente, las niñas detrás. El militar señala a cinco niños al azar, que dan todos un paso al frente. Luego señala al niño que ha desobedecido, que sigue en el mismo lugar en la misma postura, con la cabeza caída hacia delante en un exagerado gesto de humillación y con los brazos rígidamente pegados al cuerpo. El militar dice unas palabras más, todavía a gritos. Más que palabras parecen los ladridos de un perro, un perro enfermo. Los cinco niños levantan el brazo. El militar da una orden y los cinco disparan. El niño desobediente cae al instante derribado, y desaparece entre las altas hierbas. Después del estampido de los disparos, queda el horrible silencio. La brisa se lleva rápidamente el humo de los disparos. Alguien gimotea. ¿Quién puede atreverse a gimotear? ¿Alguno de los niños que han disparado? ¿Alguna de las niñas? Pero no, es el niño desobediente, que todavía no ha muerto. Gime como un animal, también gime como un perro. Está herido en una pierna, en la vejiga, en el hombro, dos veces le han atravesado el pulmón. Es posible que sus compañeros hayan intentado no alcanzarle en ningún punto vital, pero no les servirá de nada. El militar se acerca al lugar donde está caído, extiende el brazo y le da el tiro de gracia. Un perro mata a otro perro. Un perro enfermo mata a un perrito herido. Ahora el silencio es total. El militar se vuelve y da una orden. Todos los niños se ponen firmes, giran cuarenta y cinco grados y echan a caminar de nuevo. El militar da otro grito y todos los niños se ponen a cantar un himno patriótico, cuyos ecos siguen sonando en la distancia cuando los niños se pierden en la curva del camino.
Ahora el paisaje está desierto. Mi padre y Shelly contemplan el antiguo parque japonés. Una garza cruza sobre las aguas, y mi padre recuerda el lento amerizar de los cisnes blancos sobre el río Avon. Unos minutos más tarde, aparece el primer cuervo. Es muy grande, totalmente negro. Se posa en el camino, como con precaución. Otros vuelan ya en los aires.
—No sabía que los cuervos fueran animales carroñeros —dice Shelly.
Pero el cuerpo caliente todavía no es una carroña. ¿O sí lo es? Unos instantes después el círculo de cuervos del aire se transforma en una hilera de voladores negros que descienden hacia ese lugar entre las altas hierbas donde yace el cuerpo del compasivo. También los cuervos desaparecen de la vista cuando se abalanzan sobre el cuerpo. Pero se oye un rumor, un rumor de voracidad y de plumas. Uno de los cuervos surge de entre la hierba y se aleja volando con un ojo en el pico.
La bomba explotó en el aire, justo encima de un edificio que permanece casi intacto. Es un edificio coronado por una cúpula de cristal: ni siquiera se han roto todos los cristales. Es difícil saber cuántos murieron. Quizá unas setenta mil personas instantáneamente, y unas cien mil en los días que siguieron. Cuando cayó la bomba, todas las comunicaciones de Hiroshima se cortaron. Los rumores de que había habido una gran explosión llegaron al alto mando japonés enseguida, pero resultaba imposible ponerse en contacto con la ciudad: el teléfono, el telégrafo, todo había dejado de funcionar. Existe incluso un informe del ejército japonés donde alguien afirma que los rumores sobre Hiroshima son falsos, que nada ha sucedido allí, ya que la ciudad no es un objetivo militar y no tiene instalaciones de guerra. Sin embargo, el alto mando decide enviar un avión de reconocimiento para ver desde el aire qué diablos ha pasado. Los pilotos sobrevuelan la ciudad arrasada, reducida a una llanura de escombros humeantes, prácticamente borrada del mapa, y no pueden dar crédito a sus ojos. Poco después el presidente de Estados Unidos, Harry Truman, se dirige a la nación y explica que han lanzado dos bombas atómicas en Japón. Asegura que entre las víctimas sólo hay militares, soldados y marinos. Es probable que no estuviera mintiendo, sino que fuera eso realmente lo que él creía. Truman no sabía que Hiroshima y Nagasaki eran ciudades populosas y no objetivos militares.
Algunos historiadores arguyen que las mujeres, los niños y los ancianos de Hiroshima y Nagasaki no eran exactamente «civiles». Japón había lanzado contra Estados Unidos una «guerra total», lo cual quiere decir que para el gobierno japonés todos los ciudadanos de Japón, incluidos las mujeres y los niños, eran soldados. «Cuando se declara una “guerra total”, ya no hay civiles», afirman estos sutiles analistas. Y para apoyar su tesis explican, por ejemplo, que el gobierno japonés obligaba a los niños y a las mujeres a trabajar en industrias de guerra, lo cual los convertía automáticamente en blancos legítimos. Luego están los «humanistas», claro está, que afirman que gracias a las dos bombas Little Boy y Fat Man, se salvaron incontables vidas humanas, y que si Estados Unidos hubiera tenido que asediar las islas para forzar la rendición, diez millones de personas habrían muerto de hambre. De modo que lanzar las dos bombas atómicas fue, en realidad, una acción humanitaria.
Los aviones que acompañaron al Enola Gay, que fue el avión que arrojó la bomba sobre Nagasaki, se llamaban Gran Artista y Mal Necesario. Su misión era tomar fotos y filmar el espectáculo. Gran artista. Mal necesario.
Pero es posible que el paisaje que vieron mientras tomaban el té fuera otro muy distinto. Simplemente, un bello lago japonés rodeado de juncos, abetos oscuros y grandes rocas redondeadas. Un paisaje de Hokusai, una de las «Visiones del monte Fuji». Entre las cañas el oboísta escondido tocaba el himno de la Tierra que todos los oboístas del mundo se empeñan en leer solfeando, sin comprender que la extraña notación de Mahler no está escrita para ser seguida al pie de la letra, sino para permitir al intérprete que su canción suene sin barra de compás y como improvisada.
O bien que estuvieran, realmente, al borde de un estanque real y no frente a un paisaje fotografiado. Al otro lado del cristal, se extendería entonces el más bello lago del mundo, con la luz aterciopelada más delicada de la historia de la luz y la nitidez más extraordinaria de la historia de la percepción humana. Las cosas se contagian de nuestro amor y de nuestra atención. ¿Acaso no es el amor una forma especial de la atención?
Shelly no creía en la melancolía. Cuando salieron de ver The Family of Man, los dos un poco aturdidos, ninguno de los dos sabía qué hacer. Y tenían que seguir haciendo cosas, siempre tenemos que hacer cosas, y después más cosas, y a continuación más cosas. Mi padre propuso, quizá, visitar la Torre. Pero Shelly ya había tenido suficiente historia por un día. Una cosa que a mi padre le intrigaba de ella era que venía de un mundo sin pasado, un país de interminables desiertos rojos rodeados de atolones de coral, y que ni el arte ni la cultura le interesaban lo más mínimo. Le interesaba la vida moderna, lo actual, la historia, la política, los hechos, los viajes, las historias que uno tenía que contar de sí mismo, y también le gustaba reír, tomarle el pelo a mi padre, y mirar a su alrededor, observar las cosas que veía por la calle, y asombrarse, interesarse. Le atraían las cosas vivas y evidentes, no las quimeras: uno disfrutaba viajando en autobús con ella y también era capaz de tener una conversación vibrante con el camarero que les servía el té y era griego y hacía diez años que no veía a sus hijos. No se parecía en nada a los ingleses que había conocido. Finalmente, ella le propuso que fueran a algún parque de atracciones. ¿Conocía él alguno en Londres? ¿Había alguno?
Sí, claro que había alguno, aunque mi padre jamás lo había visitado. Fueron hasta allí en el metro. Pasaron una tarde muy agradable en Dunwich. Dispararon a una hilera de patitos de hierro que giraban en una rueda y Shelly derribó cinco seguidos y ganó un premio, un osito de peluche que luego tuvieron que llevar el resto de la tarde, como la sombra de una tercera persona o de una tercera fuerza que se asomara entre los dos. Tomaron limonada y se pusieron a la cola de la montaña rusa. Mi padre jamás había subido a una montaña rusa (de hecho, jamás en su vida había estado en un parque de atracciones), y la visión de aquellos raíles metálicos suspendidos en los aires le llenaba de terror, pero ella parecía tan ilusionada y tan feliz que no le pareció el momento de echarse atrás.
Mi padre siempre fue muy aprensivo con los desafíos físicos, y tenía una especie de fobia autoinducida que podríamos definir como «miedo enfermizo a tener vértigo», porque a pesar de que no tenía verdaderamente vértigo, sí se sentía fascinado con la posibilidad de tenerlo. Tenía algo así como nostalgia del vértigo, sensación a la que atribuía cualidades casi voluptuosas, y creo que lamentaba no ser de esas personas que no pueden ni siquiera acercarse a una ventana de un segundo piso porque sienten un miedo irracional a caerse. Le he oído muchas veces hacer comentarios sobre el vértigo cuando cruzábamos un puente sobre un río o nos asomábamos sobre un desnivel del terreno, y hablaba de los afectados por el vértigo con una extraña mezcla de admiración y de envidia.
Creo que aquélla fue la primera y la última vez que mi padre se montó en una montaña rusa. Había algo en su educación que le impedía extraer placer de cosas que fueran «inútiles» o que no exigieran algún tipo de habilidad o de ingenio. Simplemente montarse en un coche y ser zarandeado de un lado a otro, arriba y abajo en los aires, no debería darle a nadie, de acuerdo con el curioso código moral de mi padre, el derecho a divertirse. Mi padre se agarró con fuerza a la barra que tenían los dos delante, y cuando terminó el trayecto, que incluía una vuelta completa durante la cual uno quedaba boca abajo, estaba más blanco que el papel.
Cuando descendieron del coche, a mi padre le daba vueltas la cabeza y le temblaban las rodillas, y casi no podía ni andar del mareo que sentía. Shelly estaba tan tranquila, y se reía de buena gana porque lo había pasado muy bien.
—Montemos otra vez —dijo Shelly.
—Pero ¿a ti esto no te afecta? —le preguntó mi padre estupefacto—. ¿No te mareas?
—Estoy acostumbrada —dijo ella. Y ante el gesto de extrañeza de mi padre—: Soy piloto de vuelo sin motor.