Encierro
Las clases del Conservatorio se suspendieron. La nueva Ley de Educación seguía sin reconocer la enseñanza del Conservatorio como enseñanza superior, lo cual quería decir, entre otras cosas, que los titulados del Conservatorio, al no ser licenciados universitarios, no tendrían derecho a dar clase de música en la enseñanza media. La nueva Ley de Educación ampliaba el horario de clases de música durante el bachillerato, lo cual suponía muchos miles de posibles puestos de trabajo, pero no se permitía a los verdaderos músicos que dieran aquellas clases, que estarían reservadas a los licenciados —licenciados en Derecho, Historia, Sociología o Biología—. Los profesores del Conservatorio declararon una huelga indefinida y profesores y alumnos iniciaron un encierro en el Conservatorio. Comenzó así una época de intensa felicidad para Mateo. Estaba en sexto de Piano y en último año de Contrapunto y Fuga y la música era el centro de su vida, pero su felicidad no tenía nada que ver con la lucha política ni las reivindicaciones, esa nueva palabra que se había puesto tan de moda.
Su felicidad se debía a que de pronto el Conservatorio se había convertido en un espacio encantado, en la Utopía de los felices. Las clases habían quedado suspendidas, pero el Conservatorio estaba más lleno de actividad que nunca. Se creaban comisiones para organizar la vida del encierro, se recogía dinero, se organizaban grupos de información, se pintaban carteles, se redactaban pasquines, pero sobre todo se hacía música sin cesar. Los encerrados dormían donde podían, en sofás y colchonetas, en butacas puestas una al lado de otra, se duchaban en las duchas de la Escuela de Danza, comían lo que compraban las comisiones correspondientes o lo que se subía de las cafeterías cercanas y el salón de actos se convertía en una especie de teatro químico-filosófico donde se sucedían los recitales, los discursos, las lecciones magistrales, porque el Conservatorio no estaba muerto, ni parado, ni anclado, sino vivo.
A Mateo también le hubiera gustado ser uno de los encerrados, irse al Conservatorio con su saco de dormir y no salir del edificio hasta que aquella estúpida ley fuera retirada, pero sabía que sus padres no verían con buenos ojos que lo hiciera y tampoco él se atrevía a hacerlo, sobre todo porque se habría sentido ridículo durmiendo allí en un rincón cuando nadie le había pedido que lo hiciera y cuando no tenía a nadie con quien hablar, de modo que ahora se iba allí por las tardes, se pasaba unas horas leyendo en el salón de actos o vagando como un fantasma por los pasillos y al caer la noche regresaba a su casa, ebrio de música y de imágenes.
Se sentía orgulloso de poder hablar en primera persona del plural y de decir «lo que nosotros queremos», «nosotros, en el Conservatorio, pensamos», aunque él no formaba parte de nada, ni estaba en ningún grupo, ni hablaba nunca con nadie en las tardes interminables que pasaba en el encierro. Se llevaba algún libro para pasar las largas horas, la partitura de Parsifal, la antología de poemas de Rilke que leía por esa época obsesivamente, se sentaba en la parte de atrás del salón de actos y disfrutaba del estimulante ambiente revolucionario. El salón de actos siempre estaba lleno a medias, porque siempre había algo en el escenario. Los profesores y los alumnos de los cursos superiores ofrecían conciertos, un recital de piano, un cuarteto de cuerda, un recital de clarinete bajo, unas canciones para voz y piano, un quinteto de viento, un pianista enloquecido que tocaba la sonata de Boulez, un catedrático de órgano ofreciendo preludios y fugas de Johann Sebastian, y cuando no había nadie tocando, los cabecillas de la revuelta y los que estaban en partidos políticos o en sindicatos hablaban por el micrófono, se leían comunicados, se informaba de la repercusión en la prensa y de las conversaciones con el ministerio, se creaban comisiones y grupos de trabajo, se pedían voluntarios. Mateo hubiera dado media vida por poder participar, por ser parte de alguno de esos grupos de trabajo, pero la timidez le mantenía pegado a su asiento mirando los tejados de Madrid a través de una de las ventanas abiertas en los gruesos muros medievales del Conservatorio y las palomas blancas y azules planeando sobre las doradas hileras de tejas y pasando las páginas del libro que estaba leyendo, donde las cálidas bestias regresaban al hogar al caer el sol por anchos senderos que envejecen.
Era un lugar muy agradable, el auditorio del Conservatorio. Es un lugar que ya no existe, aunque siguen existiendo los muros que lo contenían: la remodelación del edificio para volver a convertirlo en teatro de ópera borró todo el antiguo Conservatorio. El auditorio era un salón muy largo, con capacidad para unas ciento cincuenta personas, con cómodas butacas abatibles y un amplio escenario de maderas bruñidas coronado por un órgano. En la pared de la izquierda había varias puertas dobles, y en la de la derecha una serie de ventanas, también dobles (los muros del Conservatorio tenían más de un metro de grosor), que se abrían a los tejados dorados y a las espadañas de las iglesias de Madrid.
Y uno de aquellos días tuvo una visión. Es difícil saber cuánto «duró» exactamente la visión, y mucho más difícil todavía saber por qué se produjo precisamente allí, en el Conservatorio. Estaba allí sentado en el salón de actos contemplando a través de las ventanas los cielos tranquilos de Madrid sobre los tejados de tejas y las torres de las iglesias, y entonces de pronto pensó en una mujer que escribía poesía y vivía en un apartamento, y a través de la ventana de su apartamento veía las ramas de una acacia, desnudas ahora que era invierno. En la calle, al pie del apartamento, un coche rojo aparcaba. Y en el salón de la casa, un hombre se sentaba en el sofá con una copa en la mano y decía frases amables y sonreía. ¿Qué relación había entre estos acontecimientos? En realidad, no había ninguna relación. Cada acontecimiento seguía su propia serie, su propia lógica. Era como si cada acontecimiento viviera aislado en su propio mundo de causalidades (sic, pero no «casualidades», querido corrector). Pero el hombre que estaba en el sofá era el amante de la mujer, al que había conocido unos meses atrás en esa misma habitación, y el coche rojo que aparca es el del marido de la mujer. ¿Qué relación existe, entonces (a pesar de todo), entre el coche que aparca, el hombre que se sienta en el sofá y la mujer que mira a través de la ventana poseída por la espantosa melancolía de los suicidas? En realidad, no había relación de ningún tipo. Sin embargo, para nosotros sí existía la relación: nosotros la inventábamos, la imponíamos, la añadíamos. ¿Nosotros? Sí, cada uno de nosotros en eso que llamamos «nuestra vida», que en este caso serían tres vidas, la vida de la mujer, la del marido, la del amante, que tampoco puede decirse que creen intersecciones unas con otras. Uno encuentra a una mujer en su cama: es su mujer, es cierto, pero ¿qué significa exactamente ese «es» de la frase «es su mujer»? ¿Qué une ese «es» cuando el hombre sale por la puerta y la mujer se queda allí adormilada entre las sábanas y preguntándose si ella, que no es tan buena poetisa como Sylvia Plath, acabará suicidándose como Sylvia Plath? ¿Qué relación hay entre el coche aparcado y su dueño? ¿En qué sentido puede decirse que un ser humano es «dueño» de un coche? El hombre, el marido, tiene la llave del coche, lo abre, lo pone en marcha, lo lleva hasta otro sitio de la ciudad (desde otro punto de vista también puede decirse —es lo que solemos hacer, de hecho, por absurdo que sea— que es el coche quien le ha «llevado» a él hasta ese otro sitio), sale y lo deja allí quieto, pero ¿en qué sentido puede decirse que el coche es «suyo»? ¿Porque existen unos papeles metidos en una carpeta dentro de un cajón de un mueble donde se afirma tal cosa? El coche ahora está inmóvil exactamente igual que cuando estaba inmóvil aparcado al pie de la ventana del matrimonio. ¿Y la relación entre besar y desear, entre acariciar y excitar, entre hacer el amor y que nazca un niño, entre enfermar y morir? Mateo sentía que había descubierto un misterio inconcebible, algo tan obvio y tan espantoso como la propia muerte, algo tan terrible que dejaba sin sentido y, digámoslo así, sin eficacia a la propia Muerte. Porque no había relación ninguna entre unas cosas y otras, y eso que yo describo como «mi vida» no es más que una creación. En realidad, sólo suceden cosas, se dijo Mateo aterrado, maravillado, mirando el vuelo de las palomas sobre los tejados del viejo Madrid mientras una arpista tocaba un allegro de Mozart arreglado por Zabaleta pero sin ver a las palomas ni oír a la arpista, perdido en la poderosa serie de imágenes que habían brotado como por ensalmo en su imaginación, y arrastrado tan poderosamente por ellas como una palmera por un ciclón antillano. En realidad, eso que llamamos «la vida» sólo son cosas que suceden, sin ninguna relación entre sí, se dijo Mateo, y ésa es, precisamente, la tarea de los novelistas: relacionar unas cosas con otras, establecer vínculos entre los acontecimientos como si esos vínculos fueran la forma en que de verdad suceden las cosas, como si realmente existiera una «relación» de alguna clase entre la acacia que lleva años y años creciendo en su alcorque y la mujer que la contempla a través de los visillos poseída por la angustia de saberse adúltera y de sentir la vulgaridad del adulterio y no poder siquiera redimirse de su vulgaridad, del carácter meramente genérico que tiene ahora y que un espasmo de asco o de hastío quizá le ha revelado, mediante la composición de un poema memorable que, de cualquier modo, tampoco tendría relación alguna con su adulterio ni con su sensación de haber sido usada por una mujer estúpida y débil que no es otra que ella misma. Ninguna relación entre el acto físico, el árbol, el visillo, la angustia, el coche que está aparcado al pie de la ventana, el coche, el hombre, el amante, el sofá, el mueble donde se guarda un contrato de compra. Además, puestos a relacionar unos actos con otros, ¿por qué no relacionar el adulterio con el árbol, el coche con el visillo, el semen con la lluvia, la pasión suicida de esta mujer con el delicado plato de cardos salteados con almendras que cenó tres noches atrás? Sólo cosas que pasan, cosas anónimas que no le pasan a nadie, porque no hay «alguien» en ningún sitio, nada que pueda ser «alguien» que atraviesa mágicamente el tiempo y el espacio, el abismo del sueño, las paredes de las habitaciones, las estaciones del año. Y en eso consiste precisamente la literatura: en describir la vida humana como si tuviera sentido, como si fuera una vida real, se dijo Mateo. Elegimos series de acontecimientos y componemos con ellas una «historia», pero esa historia existe sólo en nuestra imaginación. Aquel descubrimiento le dejó aterrado pero también feliz, porque de pronto creía haber hallado el secreto del misterioso puzle en el que todos estamos atrapados. Él le llamó «mundo» a este descubrimiento: nosotros vivimos una «vida» pero en realidad sólo existe mundo, y en mundo no hay «vidas», sino sólo acontecimientos, actos, lugares, cosas. Descubrir de pronto la existencia de mundo (y él siempre lo llamaba así, sin artículo, para distinguir bien ese descubrimiento suyo de «el mundo» en general, que siempre intuimos como un mapa o una bola del mundo, «el mundo», ya que «mundo» a secas puede ser una habitación o un visillo que ondea o una manzana caída a la sombra de su manzano: contemplar las botas de pronto y maravillarse de su existencia algo embarrada es «mundo» y sentir que el tren que nos lleva se mueve simplemente porque sus ruedas están encajadas en unos rieles metálicos es mundo) le hacía sentir la felicidad del adelantado que penetra la terra incognita.
—¡Ayuda, participa, no te pases todo el día estudiando! —le dijo alguien cuando estaba en el salón de actos sentado y con la partitura de Parsifal frente a los ojos.
Mateo levantó los ojos llenos de ansiedad y se encontró con un amigo de su clase de piano. ¡Si yo no quiero estudiar nada!, hubiera querido decirle. ¡Si estoy harto de leer, de mirar partituras, de estar aquí solo y sin hablar con nadie! Era Remigio Gandasegui, que más tarde haría también una pequeña carrera como pianista de jazz y que ya entonces tocaba muy bien, con una fuerza y una autoridad que imponían.
Mateo salió del salón de actos donde alguien cantaba canciones italianas tradicionales acompañado de un acordeón y se dirigió a las mesas donde se preparaban carteles y se inventaban eslóganes. Preguntó si podía participar y le dieron un rotulador y un montón de papeles. Y así, con toda facilidad, de pronto ya estaba participando. No podía comprender por qué le había costado tanto. Se hizo amigo de un chico que estudiaba Composición y que le dijo que por qué no se quedaba a dormir esa noche, que se trajera un saco de dormir y que lo pasarían bien, que había muchas diversiones en el Conservatorio por la noche. ¿Diversiones?, preguntó Mateo. ¿Qué clase de diversiones? Su amigo le dijo que el Conservatorio, como era obvio, estaba lleno de chicas. Y además habría chocolate. Y además, añadió con mucho misterio, él conocía a una chica que tenía una llave para pasar al Otro Lado. Y esa noche, pero especialmente esa noche, había un pequeño grupo que pensaba pasar al Otro Lado. De modo que si pensaba quedarse a dormir en el Conservatorio sólo una noche, aquella era la más adecuada.
Éstas eran, pues, las diversiones: chicas, chocolate y el Otro Lado. Las chicas estaban en todas partes y eran todas maravillosas, aunque Mateo tenía en esa época una timidez enfermiza con las mujeres. En cuanto al chocolate, digamos que a Mateo le gustaba el chocolate pero que no entendía qué importancia podría tener comerse una tableta de chocolate, por bueno que fuera, en el gran esquema de las cosas, y menos aún durante una noche en el Conservatorio. Pero quedaba aquella misteriosa chica que tenía una llave para pasar al Otro Lado.
El Otro Lado era, por supuesto, el Teatro Real. Se seguía llamando Teatro Real, aunque ya no era un teatro de ópera, sino una sala de conciertos donde se celebraban los conciertos de la Orquesta Nacional. El vestíbulo, los salones, la sala del teatro con todos sus palcos y con el palco real todo dorado y terciopelo rojo habían quedado intactos, pero el escenario había sido convertido en sala de conciertos y toda la parte trasera del edificio había sido remodelada para acoger los tres conservatorios, el de música, de danza y de artes escénicas así como la Escuela Superior de Canto. El edificio tenía ahora, pues, dos entradas, la de la plaza de Oriente, por donde se accedía al Teatro Real, y la de la plaza de Isabel II, por donde se entraba al Conservatorio. Pero los dos lados del edificio no estaban completamente aislados: había ciertas puertas que los ponían en comunicación, situadas al fondo de ciertos pasillos por donde nunca se metía nadie. Ya que el viejo Conservatorio era un verdadero laberinto lleno de misterios y de lugares desconocidos, sobre todo por la disposición caprichosa que tenían los pasillos y las salas a causa de la extraña forma del edificio, que era realmente la parte trasera de un enorme teatro.
Esa noche dijo en su casa que se iba a quedar a dormir en el Conservatorio, causando a sus padres un nuevo motivo de inquietud, cogió un saco de dormir y se fue. Cuando salía de casa, vio que su padre apretaba la mandíbula en un gesto de ira reprimida.
Iba llegando la noche. Las actividades oficiales y los conciertos disminuían, los salones y pasillos se iban vaciando. Mateo buscó un sillón vacío situado en una sala de profesores y extendió allí su saco de dormir. Luego buscó a su amigo, que estaba en el salón de actos, todavía el centro de la actividad. Estuvo un rato charlando con Menchu Mendizábal, que iba a su clase de piano con Fernando Puchol unos años por delante de él, y con Fernando Palacios, que era uno de los líderes del encierro. Es posible que ya entonces fueran novios. Menchu era muy simpática, aunque él nunca se había atrevido a hablar con ella simplemente porque estaba unos años por delante, un motivo ligeramente estúpido, por cierto, y también porque las clases de piano, en las que uno permanecía sentado en silencio esperando a que le llegara su turno, no favorecían en exceso la interacción social. Fernando Palacios era un chico alto, muy simpático, dotado de una gran barba negra, unos grandes ojos estrábicos y una voz profunda y melodiosa que le ayudaría años más tarde a hacer una gran carrera en la radio. Llegaría a ser director de Radio 2, que con el tiempo se llamaría Radio Clásica, y a convertirse en especialista en conciertos para niños y en uno de los grandes comunicadores de la música en España. También estaba por allí Luis Carlos Gago, cuyo hermano tenía fama como gran pianista en ciernes, y que años más tarde llegaría a ser uno de los grandes intelectuales de la música española, traductor de obras importantes, erudito modesto y silencioso, organizador de ciclos de conciertos, uno de esos músicos cuya forma de hacer música no es tocar un instrumento, ni componer ni dirigir, sino hacer que la música sea posible a su alrededor, abrir puertas y establecer caminos para la música y hablar con unos y con otros, y escribir, y traducir. También Jorge Fernández Guerra, que llegaría a ser también un compositor conocido además de un importante gestor cultural, y cuya labor al frente del Centro para la Difusión de la Música Contemporánea sería crucial durante la primera década del siglo XXI. Todos estaban allí, y todavía no eran nadie y todavía pensaban en chicas, en chocolate y en pasar al Otro Lado.
¡Chocolate!, se dijo Mateo. Pero ¡qué estúpido! Cuando fue a reunirse con su nuevo amigo, se lo encontró en un grupo donde se pasaban un cigarro de hachís. Claro, esto era el chocolate, no el Nestlé con avellanas, no Suchard, no Elgorriaga. Le pasaron el canuto, pero dijo que no, gracias. Su amigo, consumido por la hilaridad de la droga, le dijo que ya estaba allí La Chica que Tenía la Llave para Pasar al Otro Lado. Era una chica joven vestida con pantalones moriscos y un chaleco de terciopelo negro y con el pelo recogido en una larga trenza. Cuando se reunió el grupo de los que iban a pasar al Otro Lado, la chica les condujo hasta el fondo de uno de los largos, desiertos pasillos del Conservatorio. Había allí una doble puerta pintada de color verde hoja claro, el mismo color de todas las puertas del Conservatorio, la chica abrió la puerta y todos pasaron al Otro Lado.
Así pasó Mateo su noche de encierro en el Conservatorio. Charlando con desconocidos, uno de los grandes placeres de la vida, y explorando las salas de ensayo de la Orquesta Nacional, tocando en clavecines de doble teclado y probando marimbas y celestas. Había mucha gente en el Otro Lado, muchos más de lo que Mateo imaginaba, quizá porque la Chica que Tenía la Llave no era la única que sabía cómo pasar al Otro Lado, y todos los pasillos estaban encendidos y en la sala de ensayo de la Nacional, por ejemplo, que estaba llena de instrumentos de percusión, había montada una verdadera jam session con los dos pianos de cola y la celesta y todos los instrumentos de percusión, timbales, marimbas, campanas. Y al mismo tiempo todo el mundo se pasaba el rato diciendo que no podían hacer mucho ruido, que tenían que ser discretos. Pero ¿no serían visibles desde fuera las ventanas iluminadas? ¿Es que nadie vigilaba el Teatro Real?
Cuando regresaron al lado del Conservatorio, el sol hacía tiempo que había salido. Mateo se dirigió a su sillón y a su saco de dormir y durmió un par de horas antes de regresar a su casa.