Lectura
Pasaron los años. Ahora que los niños eran mayores, Isabel pensó que era el momento de volver a trabajar. Intentó primero entrar de nuevo en el sistema hospitalario, pero después de pasarse casi dos años asistiendo al hospital Gregorio Marañón como médico voluntario «en prácticas», se convenció de que sin enchufe tal cosa sería imposible. Llegó un momento en que era la médico que llevaba más tiempo trabajando como voluntaria, y la única a la que no habían contratado. Quedaba además el problema de los celos de Anselmo, que estaba ahora todo el día de mal humor y que no podía comprender (decía) por qué Isabel quería pasarse el día fuera de casa y rodeada de hombres, ya que a pesar de sus ideas progresistas, su internacionalismo y su admiración por Inglaterra, era de los que piensan que es el hombre el que tiene que mantener a la familia y que el lugar de la mujer está en el hogar cuidando de los hijos.
De modo que finalmente Isabel decidió hacer unas oposiciones a la Seguridad Social, sacó una plaza de pediatra y comenzó a trabajar en un ambulatorio. No era el trabajo que ella había soñado, ya que la medicina de ambulatorio se reducía a tratar a niños con catarro o con dolor de tripa y todos los «casos interesantes» (es decir, los niños realmente enfermos) tendría que enviarlos al hospital, que era exactamente donde le hubiera gustado estar a ella, pero al menos era un trabajo de médico. Y como le dejaba mucho tiempo libre, ya que trabajaba sólo por las mañanas, decidió solicitar una plaza como profesora de ruso en la Escuela Oficial de Idiomas. Le hicieron una prueba en el Departatmento de Ruso y la contrataron como profesora interina (todo era más fácil entonces), y ahora Anselmo e Isabel se iban juntos a la Escuela de Idiomas después de comer. Se iban juntos y volvían juntos, con lo cual Anselmo estaba feliz, ya que su ideal de matrimonio era aquel en el que los cónyuges iban juntos a todas partes.
Ahora la casa estaba vacía cuando los dos hermanos regresaban del colegio por la tarde, y la tarde se había convertido en una especie de remanso de paz en mitad del día. Tenían su propia llave, abrían, iban a la nevera y se hacían un bocadillo de chorizo o de salchichón para merendar. Se lo tomaban en la mesa de mármol, que era la mesa de café en esa época, y que también había sido diseñada y construida por Anselmo, sentados en los sofás que tenían en esa época, formados por módulos independientes de color azul cobalto y que recordaban poderosamente al mobiliario de 2001. Muchos de los muebles que compraron sus padres en esa época parecían, de hecho, de ciencia-ficción.
Aquéllas eran horas apacibles. No había nada que hacer, y los dos hermanos podían dedicarse a sus actividades favoritas. La luz siempre era tibia y agradable en la casa. El gran ventanal daba a un patio interior muy amplio, pero la luz del sol sólo daba directamente en los cristales durante la mañana. El atardecer era muy lento. Se veía el limpio cielo azul, pero para leer ya había que encender la lámpara de pie que había entre los dos sofás (que también recordaba al mobiliario de 2001). La luz se iba yendo muy lentamente del alargado salón, más alargado aún desde la obra que hicieron para cerrar el balcón e incorporarlo al salón, de modo que ahora las jardineras del balcón quedaban al otro lado de las ventanas de cristal que cerraban el fondo de la estancia, en el centro la jardinera donde crecía desde hacía unos años una acacia enana cuya semilla debía de haber sido traída por el viento. Suaves reflejos se iluminaban aquí y allá, señalando el paso melancólico del tiempo: en el canto dorado de un entrepaño de la biblioteca, en el marco plateado de una de las fotos colocadas sobre el aparador, en el tarro de cristal lleno de alcohol amarillento colocado en una de las baldas de la biblioteca donde dormía para siempre Pseudemis Scrypta, la tortuguita de Mateo.
Los dos hermanos se tumbaban en los sofás y se ponían a leer cómics. Ahora leían sobre todo cómics de Marvel. Los Cuatro Fantásticos, La Patrulla X, Namor, Dan Defensor, El Capitán América, El Hombre de Hierro, La Masa, Thor, Spiderman. Eran sagas interminables, maravillosamente dibujadas y con muchísimo texto, lo cual hacía que la lectura se hiciera mucho más lenta y el placer se multiplicara. Había también otro Spiderman que no era de Marvel, un hombre de rostro problemático que iba siempre vestido de negro y cargando pesados y complicados aparatos metálicos. A Mateo el otro Spiderman también le gustaba. Todo era oscuro, pesado y angustioso en este Spiderman: había pozos oscuros, fortalezas de piedra, muchos cables y condensadores por todas partes, pero era precisamente la oscuridad y el peso lo que le fascinaba, el peso de las máquinas, que siempre tenían un aire decimonónico, el peso del aparato que permitía volar a Spiderman, el peso del propio Spiderman, un hombre alto, muy huesudo y no especialmente atlético. De los demás, sus favoritos eran Namor, que era el príncipe de la Atlántida y vivía en el fondo del mar, y Dan Defensor, que trabajaba solo y era el más torturado de los superhéroes, ciego como un topo y moviéndose con agilidad de gato o de pájaro con la ayuda de sus otros sentidos y continuamente preguntándose el porqué de la vida, ya que así eran los superhéroes, una raza de acomplejados y de autoflagelantes superdotados existencialistas que se pasaban el tiempo saltando sobre los tejados o viajando a lejanos planetas o haciendo estallar bombas atómicas sin siquiera chamuscarse, envueltos al mismo tiempo en un imparable stream of consciousness de sentimiento de culpa, remordimientos, autocompasión y ansiedad. Éste era, quizá, el mensaje principal de los superhéroes de Stan Lee, maravillosamente dibujados por Steve Ditko o por el genial Jack Kirby: que los seres humanos siempre estamos perdidos en nuestros pensamientos, consumidos por un torbellino de fuego blanco de inadecuación y de falta de amor, y que aunque tuviéramos poderes sobrehumanos y fuéramos casi igual que dioses, nuestra angustia seguiría consumiéndonos igual que aquel gusano que flotaba en las tempestades y en las rugientes tormentas devoraba la alegría carmesí de la rosa enferma.
En efecto, Mateo ya había encontrado a los poetas ingleses que tanto le obsesionarían a lo largo de su vida. Los había encontrado en la antología Oxford de poesía inglesa que tenía su padre en la biblioteca, que en aquellos años era un volumen bastante breve, adornado en la portada con un bello diseño Tudor, rojo, negro y dorado. Y es que mientras Luis se tumbaba en el sofá bajo la lámpara de plexiglás blanco para leer Dan Defensor, o El Fantasma, o Flash Gordon, o Rip Kirby o Trinca, o Metal Hurlant, la revista que tenía siempre en la contraportada un fascinante dibujo de Barbarella de Frank Frazetta, el cuerpo femenino más bello y sensual que nadie había contemplado jamás, Mateo cogía la escalera que colgaba de un gancho metálico en el pasillo, la abría en la biblioteca y se subía a explorar la pared llena de libros.
Las exploraciones de Amundsen. Las de Hillary. Las de Livingstone. Las del capitán Burton. Las exploraciones de Mateo en la biblioteca de sus padres mientras la tarde caía lentamente y la acacia enana temblaba con la brisa en la jardinera central, al otro lado de los cristales, y en el salón, que giraba lentamente como el puente de un galeón que se hundía en las olas de la noche, se iluminaban sigilosos reflejos que parecían arrancados por la precisa inclinación de los últimos rayos de luz, poniendo un brillo en el tarro de alcohol de la tortuga Pseudemis, en el marco de plata de un marco del aparador, en el canto dorado de un entrepaño barnizado.
Aquella gran pared de libros guardaba muchos tesoros y también muchos misterios. Mateo recorría los anaqueles, uno por uno, degustando el sabor de los títulos y la música de los nombres de los autores. Luego abría el libro y lo olía. Siempre olía los libros que leía, y era raro que le gustara un libro cuyo olor no le agradara. Claro que en aquella época el papel de los libros era mucho más fragante que ahora, seguramente porque entonces se utilizaban menos productos químicos y había una menor distancia entre el libro que uno sostenía en la mano y el árbol original. El papel demasiado blanco tenía un olor ácido y desagradable, y el sabor, al tocarlo con la lengua, era definitivamente amargo, como el de una almendra estropeada. El papel amarillento era más agradable a la vista y olía mucho mejor. En general, cuanto más oscuro era un papel, más amarillento, más dorado, más perfumado resultaba. Sus libros favoritos eran, en aquella época, los de la editorial Bruguera, que publicaba a Salgari (el tomo enorme de Los tigres de Mompracem, que reunía tres novelas de Sandokan, era una de sus propiedades más queridas), El lobo de mar de Jack London, Los propios dioses de Isaac Asimov, la maravillosa Antología de la literatura fantástica española de José Luis Guarner y cientos y cientos de títulos más. Mateo abría estos volúmenes (lo hacía con exquisito cuidado, porque no estaban cosidos y al abrirlos demasiado se quebraban por el lomo), hundía la nariz entre las páginas como un voluptuoso podría hundirla entre unos muslos y aspiraba con delicia el perfume del papel, perfume intenso de flores y de árboles que parecía traer consigo un rumor de músculos y de muelles y de cables y de trabajo y de islas y gaviotas perezosas flotando en mitad del aire que eran ya el rumor de las aventuras y la realidad del mundo de la literatura. Encontró en aquella estantería dos novelas rusas, una de ciencia-ficción que no le gustó en exceso y otra que trataba de un muchacho griego que era raptado por unos piratas y vendido como esclavo a los egipcios, una maravillosa novela de aventuras cuyo autor y cuyo título olvidaría y que jamás podría volver a encontrar. Comenzaba en las costas de Grecia, frente al azul del mar, donde los muchachos y las muchachas se bañaban desnudos, y luego venía el rapto, los piratas, la horrible experiencia de la esclavitud, la marca con un hierro al rojo, el mercado de esclavos, las obras de las pirámides en las que el esclavo pasaba años de terrible sufrimiento moviendo piedras gigantescas y sufriendo el calor de las cámaras cerradas y el vértigo de los temibles andamios hasta que lograba escapar y escapaba, escapaba, perseguido por los cazadores de esclavos huidos, escapaba a través de verdes cañaverales sin fin hasta que lograba al fin regresar a su hogar, a las azules costas de su isla de delfines y de brisas. Encontró también la antología de poesía inglesa, e intentaba leerla consultando el diccionario y aplicando sus rudimentarios conocimientos de inglés. Buscaba los poemas breves, «The rose» de William Blake, «My heart leaps up» de Wordsworth, pero a pesar de que estos poemas eran sencillos, tenía la sensación de no acabar de entenderlos bien. O rose, thou art sick! significaba «Oh, rosa, estás enferma», pero ¿cómo podía un gusano (worm) ser «invisible» y flotar «en medio de las rugientes tempestades»? Aquel horrible gusano había venido traído por la tempestad, había descubierto (found out) el «lecho de carmesí alegría» y su «amor oscuro y secreto» destruía la vida de la rosa. Ah, aquél debía de ser sin duda un gran poema cuando estaba incluido en aquella antología, pero resultaba de lo más extraño. Por ejemplo, los adjetivos, que parecían todos desmesurados al ser traducidos al español: howling storm, crimson joy sonaban bien en inglés, pero «alegría carmesí» resultaba empalagoso y cursi. Y a pesar de todo fascinante por su propio exceso. Su cama de alegría carmesí, su lecho de roja alegría, el tálamo de su felicidad carmín. Aquél era el mundo de los adjetivos, un mundo misterioso de delicados excesos y felicidad prometida. Un mundo de música de las palabras y de imágenes visuales de chorreantes colores. En la biblioteca de sus padres encontró también a Vicky Baum, Lo que los hombres nunca saben, y a Lajos Hilay, y a Stephan Zweig, cuyos maravillosos relatos breves le impresionaron casi tanto como los dibujos a pluma que los acompañaban. Largas tardes de lectura, de silencio, de imaginación, pues la imaginación sólo puede crecer en el tiempo, en la melancolía y en el aburrimiento. Opimo tedio de la adolescencia, horas vacías, indolencia divina del salón familiar sin nada, sin nadie. La ausencia de un gran reloj familiar. La familia como navío, como nave espacial. La casa como habitáculo del gran edificio del tiempo. El tiempo como proyectil. En aquellos años uno leía a Charles Dickens, pero también a Mika Waltari y a Sven Hassel, cuyos relatos de la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista alemán sorprendían por su crudeza y también por las historias de amor, los libros de la colección Reno, que también publicaba a Frank Slaughter, que era el autor favorito de su amigo Miguel, especialmente sus novelas de médicos, y también a Somerset Maugham, que era el autor favorito de Anselmo por mucho que Anselmo hubiera leído extensamente a Conrad y a Henry James. En la biblioteca de la familia leyó las traducciones de Astrana Marín de las obras de Shakespeare, Hamlet, Otelo, Romeo y Julieta, Julio César, Macbeth, El sueño de una noche de San Juan, ediciones en rústica de la colección Austral que su padre había encuadernado en gruesos volúmenes de tapas azules, y tras las cuales, en una doble fila secreta, encontró libros prohibidos como Los indiferentes, de Alberto Moravia, un libro plagado de escenas eróticas, o un pequeño manual de educación sexual que estaba lleno de nociones curiosamente inexactas. En la bibilioteca familiar había libros que se consideraban importantes en la época, como Un millón de muertos y Los cipreses creen en Dios de José María Gironella o Las últimas banderas, de Ángel María de Lera, y estaban también Kuprin y Wells, Sinclair Lewis y Leon Uris, Oscar Wilde y el padre Feijoo, la Biblia en la traducción de Nácar y Colunga y también La familia del hombre, un libro de fotografías que miraba a menudo y cuyas imágenes en blanco y negro terminaron por transformarse para él en verdaderos recuerdos, tan intensos como si se correspondieran con acontecimientos que él mismo hubiera vivido, como si él hubiera estado en aquel tren, o hubiera abrazado a aquella muchacha o hubiera estado tumbado sobre aquella pradera de hierba. Así la imagen se transforma en imagen viviente. Así el pensamiento se hace pájaro, y agita las alas y canta con su ronca garganta la canción extranjera. Y el tren que partía entre nubes de vapor, la carne temblorosa de la muchacha bajo la tela de su vestido, la hierba húmeda y caliente que había al pie de la colina, se transformaban para él en lugares reales. Sentía que había estado en una guerra, que había llorado y que había conocido el horror de los bombardeos y que había regresado sin una pierna y que había reído con una familia de Swazilandia y que había jugado a las cartas en la parte trasera de una tienda de ultramarinos en Savannah. Y todo estaba en aquella pared llena de libros reunidos por el azar de dos vidas, la de Anselmo y la de Isabel, que se unían, como dos ríos de libros, en el río de libros que confluía en él, sentado en su orilla en el sofá de la biblioteca familiar leyendo a la sombra de un sauce de palabras. Allí estaban La perla de Steinbeck y El viejo y el mar de Hemingway, El padre Goriot de Balzac (un libro muy extraño que comenzaba con la minuciosa descripción de una casa habitación por habitación y luego de las personas que habitaban en ella, barba por barba y corsé por corsé) y los poemas de Gabriel y Galán, a quien su padre consideraba un poeta extraordinario, y también los de Miguel Hernández, que era realmente un poeta extraordinario, y los de Machado, y los de Rubén. Todas las bibliotecas son museos, todos los museos son mausoleos, y el mausoleo se llena de polvo, de hierbajos, de incuria, de olvido y regresa a la naturaleza. Un día un zorro orinará discretamente sobre el mausoleo cubierto de verdín para marcar la linde de su territorio, y un panal de miel silvestre colgará de los restos de una cruz de piedra. Una cigüeña hará su nido en el altar del olvido, y de debajo de las zarzas surgirá el espectro de una niña muerta en una epidemia de tifus de antaño. Comenzará a sonar el rumor de las viejas historias, las Leyendas de Bécquer eran consideradas entonces una lectura vigorosa y recomendable (¿quién lee hoy en día las Leyendas de Bécquer?) y Mateo las leía con la misma desazón con que leía a Poe. El preludio número 15 de Chopin era para él lo mismo que «El monte de las ánimas» de Bécquer (las ánimas surgían por debajo, en la mano izquierda, en la tonalidad de Do sostenido menor, que era la tonalidad que estaba «por debajo» de la principal, la luminosa Re bemol mayor), y soñaba con «Los ojos verdes» y se aterrorizaba con «Maese Pérez, el organista» casi tanto como con el relato más terrorífico jamás escrito, «El pozo y el péndulo» de Edgar Allan Poe. En la biblioteca de la familia estaba también La llamada de la selva, de Jack London, que se convirtió en su libro favorito, y cuyo autor sería su autor favorito durante el resto de su infancia y su adolescencia.
Siempre estaba buscando libros de Jack London en las librerías del barrio y en cualquier librería que pudiera encontrar en cualquier ciudad que visitaran. Al lado de su casa, en un local comercial que cambiaba de dueño con frecuencia y en el que todos los negocios que se emprendían se arruinaban (los que ponen negocios deberían preguntar a las gentes del barrio cuáles son las esquinas malditas, los locales que siempre fracasan, porque ellos no los ven, pero los que viven en un mismo lugar durante años aprenden a reconocerlos con claridad), pusieron una librería que duró poco menos de un año, y allí encontró La peste escarlata. El relato de una peste futura que termina con la humanidad, y los perros domésticos que se vuelven salvajes (éste era el detalle que más le gustaba a su tío César, el hermano pequeño de su padre, que también había leído el libro). En una feria del libro, en el Retiro, encontró Antes de Adán, el relato de un hombre que recuerda una vida anterior en la que era un hombre de Neanderthal, junto con la idea fascinante de que ese sueño que todos tenemos y que consiste en sentir que nos caemos desde una altura (lo cual suele suceder cuando comenzamos a quedarnos dormidos) no era sino el recuerdo ancestral de aquellos tiempos en que los seres humanos dormían subidos en los árboles y sufrían todas las noches el terror de caer desde allá arriba y ser devorados por las bestias nocturnas. En Bilbao encontró en una librería El lobo de mar, el personaje diabólico de Wolf Larssen, un marino maldito que cruzaba los mares en un barco que era también una biblioteca, un hombre tan brutal como despiadadamente culto, también de la editorial Bruguera, también un libro de intensos perfumes arbóreos cuando uno hundía la nariz entre sus páginas de papel amarillento y reseco. Y también Aventura, y Colmillo blanco, y Martin Eden, la obra autobiográfica, y Terry de las islas, que fue la obra con la que Mateo comenzó a soñar con el trópico y con los mares del sur y con los lujuriosos cielos estrellados de las islas Salomón. Pero su libro favorito de Jack London era El peregrino de las estrellas, a pesar de que tenía uno de esos defectos que enloquecen a cualquier buen lector: en uno de los cuadernillos había dos páginas en blanco por cada dos páginas de texto. Allí conoció Mateo el que sería, quizá, el mito definitorio de su existencia: el protagonista languidece en una horrible prisión cuyos carceleros le torturan de forma sistemática. La forma de la tortura era algo conocido como «la chaqueta», que consiste en envolver al prisionero con una fuerte lona como si fuera un fardo, oprimiéndole de tal modo que no puede apenas respirar. El desdichado tiene que pasar así días enteros, tirado en el suelo, luchando desesperadamente por aprovechar el hilo de aire que entra en sus pulmones y que es lo único que le mantiene con vida. Hay que decir que poco después de la separación de Mateo y Matilde, después del verano fatídico en el que las dos familias decidieron tácitamente dejar de verse, Mateo comenzó a sufrir fuertes ataques de asma. Le llevaron a que se hiciera pruebas de alergia en el hospital, y resultó que era alérgico a los pólenes de diversas plantas y también al polvo de su casa. La tortura de «la chaqueta» cobraba así para él un valor y un significado especiales, porque sólo somos capaces de dar su verdadero valor a aquello que conocemos por propia experiencia. Pero la pobreza de oxígeno que recibe en sus pulmones el desdichado protagonista de El peregrino de las estrellas tiene un efecto inesperado. De pronto, su alma se despega del cuerpo, y comienza revivir una tras otras las vidas pasadas del hombre que ahora languidece en una prisión. Y son vidas ricas, llenas de aventuras, gloria, amor, peligros, largos viajes, vidas que se extienden a través de los siglos y de los continentes. Ahora el prisionero ya no es prisionero. Ahora es libre, vuela «en el mágico círculo de la noche», como dice el poema de Hesse, «para vivir intensamente una y mil vidas». Ahora no poder respirar no importa. Ahora ya no necesita respirar, porque es libre. La tortura se convierte en un involuntario ejercicio de respiración que le permite encontrar la liberación y recordar todas las veces que nació y murió. El interés de Mateo por la reencarnación y por las vidas pasadas probablemente se inició en la lectura de este libro de Jack London. También la noción de que vivimos en una cárcel, pero que siempre podemos encontrar la libertad en la imaginación.
Ésta es una lista de algunos de los libros que leyó durante su adolescencia:
El hombre que perdió su sombra, de Adelbert von Chamisso.
Infancia. Adolescencia. Juventud, de León Tolstói.
Tartarín de Tarascón, de Alphonse Daudet.
Cartas de mi molino, de Alphonse Daudet.
Carmen, de Merimée.
Don Camilo, de Giovanni Guareschi.
Gog, de Giovanni Papini.
Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas.
Los tres tomos de Aguilar dedicados a los relatos y novelas de Sherlock Holmes, de Conan Doyle.
Cuentos de Chéjov.
Diez negritos, de Agatha Christie, y muchas otras novelas de Agatha Christie.
El Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, que a su padre le parecía una obra mediocre. (Sus padres consideraban mediocres, o simplemente malas, las obras que no respetaran el canon realista. Era como si los autores de obras fantásticas hubieran cometido un error de cálculo, como si la imaginación en la literatura fuera una aberración, una desviación caprichosa e injustificable de lo que deberían ser siempre las bellas letras. Así, para su madre las novelas de Knut Hansum, en las que según ella aparecían trolls y duendes, eran una muestra de la debilidad mental de los pueblos nórdicos, cuyos ciudadanos eran tan simples como niños pequeños, y Peer Gynt, la obra maestra de Ibsen, una obra menor y bastante ridícula por el hecho de que al principio del relato Peer se mete dentro de la montaña y conoce al rey de los trolls: cosas de niños, tonterías, muestras ridículas de la cursilería nórdica. Sus padres aceptaban la fantasía en los cuentos de hadas, pero ni siquiera allí debía romper ciertas reglas implacables: toleraban las transformaciones, las varitas mágicas, los magos, los castillos, los dragones de los cuentos de Grimm y de Andersen porque estaban convencidos, especialmente Isabel, de que aquellos relatos tenían todos una intención moral, pero veía esa intención moral también en Dickens, ya que ella pensaba que la buena literatura es aquella que defiende las ideas correctas e inspira buenos sentimientos tales como generosidad, espíritu de sacrificio o rebeldía contra la injusticia, y los libros que no contenían tales mensajes humanitarios le parecían no sólo malos, sino estúpidos, innecesarios, y de un modo difícil de explicar, erróneos, equivocados, del mismo modo que es un error creer que un ciervo es una cabra o una rosa es un clavel. Sus padres también despreciaban los tebeos, las historietas, los cómics, que consideraban obras de entretenimiento para niños y a los que situaban en el grado más bajo dentro de la apreciación artística, porque consideraban que los dibujos (incluso los de genios como Alex Raymond) eran «muy malos» y la parte «literaria» muy endeble. Pero ¿por qué les parecían tan malos, tan toscos, tan chapuceros los dibujos de genios como Hergé o Harold Foster? Sin duda por hábito, porque en su adolescencia no habían conocido nada parecido. Por hábito de haberlo dicho muchas veces. Por haberlo escuchado muchas veces y haberlo repetido muchas veces. Por costumbre. ¿No habla Rilke de una «cálida costumbre»? Claro que se refería a otra cosa cuando habla de ese paseo diario que nos ata a un olmo, a una pared, a un trozo de cielo, pero ¿acaso hay costumbres más cálidas que nuestros rechazos y nuestras negras maldiciones? ¡No son costumbres, clamamos, son nuestros principios, nuestros valores! ¡Es así como yo veo el mundo! Rechazaban los cómics porque no eran ni verdadera pintura ni verdadera literatura, del mismo modo que podría rechazarse a los pájaros por no ser verdaderos mamíferos (al carecer de cuatro patas) ni verdaderos reptiles (al carecer de escamas). Y les parecía que los dibujos eran malos, torpes, chapuceros, porque no eran realistas, porque representaban mujeres que volaban y hombres de piel verde, y todos sabemos que la piel no es verde y que las mujeres, por lo general, no vuelan. La mayor parte de las personas sólo vive realmente hasta que cumple veinte o veintitrés años. A partir de esa edad, su alma se cierra y ya son incapaces de recibir impresiones nuevas. Son como ostras que ya no filtran más agua de mar, convencidas de que ya han criado en su interior una perla. Lo que les gustó de jóvenes (de muy jóvenes, por cierto) será bueno, y lo que no conocieron porque aún no existía, será o nada (ya que el ser humano tiene una capacidad infinita para no ver lo que no desea ver) o un error ético y estético. Y estarán dispuestos a clamar que no les entienden, que no les aceptan, por la simple razón de que ellos no entienden ni aceptan nada de lo que les rodea. Porque los intolerantes siempre creen que están rodeados de intolerantes y de tiranos.)
Su hermano y él se hicieron socios de la biblioteca pública Concha Espina, que estaba en la calle Núñez de Balboa, y ahora iban allí todas las semanas. Trabajaban allí dos empleados que vestían un guardapolvos de bello azul cobalto y cuyo principal objetivo en la vida era, al parecer, moverse lo menos posible y, en caso de verse obligados a hacerlo, moverse lo más lentamente posible. Enseguida les pusieron motes: el Paleto y el Tolilo. Uno de ellos, el Tolilo, era idéntico a uno de los retratos de Hans Holbein el Joven que Mateo tenía en un libro de este pintor dentro de la serie «La obra pictórica de…», precisamente el que representaba a Sir William Butts. El parecido era tan asombroso que ahora Mateo contemplaba el retrato de Sir William Butts y le parecía adivinar la sonrisa irónica y pícara del que se sabe descubierto. Los dos empleados intentaban alejar por todos los medios a los indeseables que aparecían por allí para turbar su maravillosa calma. Se inventaban normas, ocultaban información, cualquier cosa con tal de poder seguir allí completamente inmóviles detrás de su mostrador, sintiendo la dulzura de las horas pasar en el gran reloj de la pared hasta que se cumplía el horario y llegaba el momento de cerrar. Mateo y Luis tuvieron que volver al menos seis veces antes de lograr hacerse el carné. Primero les dijeron que para hacerse socios necesitaban una foto cada uno. ¿Eso era todo? Sí, y rellenar un papel. Rellenaron el papel, que fue revisado con gesto crítico por el Paleto bolígrafo en ristre, que al parecer no entendía los números de Mateo y tenía que corregirlos uno por uno, como si los nueves, los cincos o los sietes sólo pudieran hacerse exactamente como los hacía él. Volvieron al día siguiente con las fotos. Pero las fotos no valían porque no tenían un espacio blanco debajo para que se marcara la huella dactilar. Volvieron al día siguiente con las fotos con el espacio en blanco y les preguntaron que dónde estaba la autorización de sus padres. Pero ¿qué autorización? Mateo comenzaba a impacientarse. No les habían dicho nada de una autorización. Habían dicho que hacía falta una foto y rellenar el impreso. El Paleto y el Tolilo se miraban con gesto de «tengo las manos atadas». Y es que ellos, realmente, no podían hacer nada: sin autorización era imposible. Volvieron al día siguiente con la autorización (¡para sacar libros de una biblioteca!), pero les faltaba la fotocopia del carné de identidad de su padre. Pero ¿qué fotocopia? No les habían dicho nada de eso. El Paleto y el Tolilo parecían muy divertidos con la irritación de Mateo. ¡Un mocoso como aquél, que pretendía saltarse la sagrada burocracia del sistema de bibliotecas populares de Madrid! Mateo les preguntaba una y otra vez que por qué no les habían dicho desde el principio que necesitaban el permiso de su padre y la fotocopia del carné de identidad, y ellos se reían y le dirigían palabras paternales como si fuera imbécil. ¡Eran unos verdaderos maestros en el arte de no hacer nada! A su picaresca fascinante, a su técnica refinada de quitarse trabajo de encima se unía además esa inextricable espesura mental de las personas que sólo usan la cabeza cuando van a la peluquería, personas que viven en un eterno presente, como los salvajes de Rousseau, que no tienen el menor recuerdo de lo que dijeron ayer o de lo que sucedió unos minutos atrás y que son incapaces de ponerse en el lugar de otro y darse cuenta, por ejemplo, que cuando alguien pregunta algo es porque no lo sabe, y que no todo el mundo conoce las cosas que ellos conocen. Eran, en suma, ejemplares soberbios de una raza ya extinguida: la de los bedeles, porteros, conserjes y empleados del franquismo, con sus modales untuosos, su servilismo, su incultura, su pasión de monje taoísta por mantenerse durante horas completamente inmóviles, su estupidez, su insensibilidad, su falta de vida, su grosería. Los dos hermanos regresaron una vez más a la biblioteca pública Concha Espina, haciendo el largo camino desde su casa, esta vez con la foto, con la autorización, con la fotocopia, para ver con desesperación cómo tampoco en esta ocasión podían hacerse socios porque en una de las fotos, la de Luis, seguramente porque la silla del fotomatón estaba demasiado alta, se había cortado un trocito inapreciable de la parte superior de la cabeza y no podía ser, la cabeza debía aparecer completa. Se fueron de nuevo a casa y pidieron dinero para volver al fotomatón a hacerse otras fotos, y cuando regresaron con las fotos perfectas, el Tolilo, que era el que se ponía detrás de la máquina de escribir con gesto majestuoso y ministerial, como si estuviera redactando un documento de alta seguridad nacional, les pidió las otras fotos.
—¿Qué otras fotos? —preguntó Mateo con incredulidad.
El Tolilo estaba estupefacto. Se reía. ¡Qué despistados son los niños! Tenían que traer tres fotos cada uno. Luis las tenía, porque venían directamente del fotomatón, pero Mateo sólo tenía una. Mateo deseaba insultar a aquel hombrecillo que, por esos azares del destino, era idéntico al retrato de William Butts pintado por Holbein en 1543, deseaba decirle que era un imbécil, que no sabía lo que hacía, que era un inútil, que habían ido ya diez veces con la foto y nunca les había dicho que hicieran falta tres fotos, que desde el principio habían dicho que hacía falta «una» foto, una, no tres. De modo que tuvieron que volver otra vez a su casa, cruzando las calles del barrio de Salamanca, en un largo paseo que Luis hizo en silencio, aburrido, mientras Mateo iba insultando a los dos empleados de la biblioteca con los peores insultos que conocía.
—Estos tíos son unos cabrones y unos hijos de puta. Mecagüen la puta madre que les parió a esa pareja de cabrones. Sucios cabrones, perros cabrones hijos de la gran puta.
Pero el Tolilo y el Paleto sabían lo que hacían. La biblioteca pública Concha Espina estaba casi siempre desierta. Ellos eran muertos, pero eran muertos tranquilos. Eran muertos que vivían en el país de la muerte, el país del aburrimiento, de la burocracia y de las cosas lentas, tardas e imposibles. Rodeados de libros por todas partes, se pasaban las horas detrás de su mostrador sin leer una sola línea. El pensamiento de que podían ocupar su tediosa existencia abriendo y hojeando alguno de los miles de volúmenes que les rodeaban por todas partes ni siquiera les pasaba por la cabeza. Bostezaban a menudo y con tanta intensidad que se les llenaban los ojos de lágrimas. No podían hablar, porque la norma básica de las bibliotecas es que tiene que haber silencio. La bibliotecaria, una mujer mayor que se llamaba Eugenia, estaba siempre metida en su despacho trabajando, y de cualquier modo, ¿de qué iban a hablar con ella? Era su jefa, y además ya se sabe que las personas con formación universitaria no tienen conversación. ¿Qué hacer, pues? El reloj marcaba las horas. Se oía su tictac muy tenue en el silencio de la sala de lectura medio vacía. Y aparecía alguien para pedir un libro y ya estaban molestos. Ya les iban a obligar a trabajar. ¡Es que es un no parar! Rellenaba el desdichado lector la ficha y todo eran críticas. Que no había puesto el año de publicación. Que faltaba el nombre completo del autor. El lector podía decir, por ejemplo, que qué importancia podía tener el año de publicación si aquel papelito servía simplemente para que buscaran el libro mirando la signatura, que era en realidad el único dato importante, pero el Paleto y el Tolilo eran muy serios y escrupulosos con sus cosas, y obligaban a rellenar todos los datos de la ficha. Había problemas a veces con los libros anónimos. Que «anónimo» no es un autor, decían, o bien que no habían puesto los apellidos del autor. Inútil decirles que los autores anónimos no tienen apellido. Pedía uno el Lazarillo de Tormes y le decían que no había puesto el nombre y apellidos del autor, y si el lector tenía buen humor les decía que ya le gustaría a él saberlo. Luego estaban los problemas con los números, que debían dibujarse de acuerdo con unas normas sólo conocidas por ellos, de forma que era normal que a uno le trajeran un manual de jardinería cuando había pedido una novela de Wenceslao Fernández Florez porque había un siete que parecía un uno, o un seis que era interpretado como un cero. ¿Esto es un seis? decían señalando un seis clarísimo. Pues aquello no parecía un seis, sino un cero, y sacaban su bolígrafo, dejaban asomar la punta de la lengua entre los labios como requiere todo trabajo bien hecho y rectificaban con tinta roja y con apabullante seguridad en el trazo el seis defectuoso convirtiéndolo en un verdadero seis, y mostrándoselo al desdichado lector con gesto de suficiencia. ¡Eran maestros de su especialidad! ¡Eran verdaderos perfeccionistas en el arte de molestar, de hacer las cosas mal y de quitarse el trabajo de encima! ¡Qué talento tenían el Tolilo y el Paleto!
Tampoco soportaban a los que leían rápido. Si uno, por ejemplo, sacaba dos libros y los devolvía dos días más tarde, se ponían realmente serios.
—Pero ¿ya los ha leído? —preguntaban frunciendo el ceño.
No digamos ya si alguien devolvía los libros al día siguiente de sacarlos. Entonces podían llegar a ponerse realmente desagradables. Eso sí que no, que les tomaran el pelo a ellos, no.
—No le ha dado tiempo a leerlos —decían con gesto muy serio.
—¿Cómo? —decía el interpelado, que no daba crédito a lo que estaba oyendo.
—Los sacó ayer. Y este libro —decía el Tolilo abriendo el volumen más grueso con gesto sagaz, como dando a entender que a él no se le pasaba una—, éste tiene 495 páginas. Y lo sacó ayer. No le ha podido dar tiempo a leerlo.
—Es una historia de los castillos de España, y yo sólo estoy interesado en el castillo de Medina del Campo —explicaba el lector—. No, no lo he leído entero. No necesito leerlo entero.
—Es un estudio sobre las poetisas hispanoamericanas, pero sólo lo necesitaba para cotejar unas fechas de publicación —podía decir, por ejemplo, una tímida lectora.
—¡Pues si sacan los libros para no leerlos…! —decía el Tolilo con muy malos modos—. ¡Si los devuelven sin haberlos leído…!
—El caso es hacernos trabajar a nosotros —decía el Paleto mirando con cara de odio al señor amante de los castillos, a la joven interesada en las poetisas de Hispanoamérica. Y luego, con un suspiro sentidísimo, colocaba los libros sobre el carrito que utilizaban para devolverlos a su sitio y volvía a sentarse en su banqueta.
—Y ahora querrá sacar otros dos, ¿no? —decía el Tolilo con tono severísimo.
—No, no —decía la lectora tímida—. Ya volveré otro día.
No entendían, aquellos perfectos necios, que no todos los libros son novelas que uno lee desde el principio hasta el final, que hay muchas formas de leer y muchas formas de consultar un libro, muchas razones para consultar un libro y muchas razones para no leerlo todo, página por página, del principio al final. No lo entendían porque no sabían nada de los libros ni de la lectura. Estaban en el paraíso, en una biblioteca, pero habían logrado impermeabilizarse de manera perfecta contra el esplendor y la felicidad que les rodeaban. Tendrían uno de esos sueldos ínfimos que son los responsables secretos de todos los «milagros económicos» de España y que logran hacer que hasta el más vago tenga siempre la sensación de que trabaja demasiado. Y además eran funcionarios, con cargos vitalicios, con destinos inamovibles. Un funcionario en España es, no lo olvidemos, un ser humano que tiene no sólo un «destino», sino un «destino definitivo» (y un documento oficial que lo acredita con esas mismas palabras: ¡eso impresiona!), un camino prefijado que le mantendrá a salvo de las tormentas y los huracanes y del que sólo le sacará la muerte o la jubilación. El «destino definitivo» es la muerte de la incertidumbre, pero también de la esperanza. El «puesto fijo» que todos los españoles de la época ansiaban y siguen todavía ansiando e incluso exigiendo a gritos, es la muerte del alma.
Llegó un momento en que Mateo se dio cuenta de que en sus extensas lecturas no había ni un solo nombre español, y consultó con sus padres.
—¿Por qué nunca leo escritores españoles? ¿Es que no hay buenos escritores españoles?
—Sí, claro que los hay —le dijeron.
Le recomendaron que leyera La barraca de Blasco Ibáñez, y Mateo lo leyó y le pareció un tostón. Tanta tragedia, tanto sufrimiento. Entonces su padre le recomendó Trafalgar de Benito Pérez Galdós, y Mateo lo empezó y ni siquiera se lo terminó. Decía que «no se veían bien las cosas» y que era muy aburrido. Isabel le recomendó entonces La hermana San Sulpicio de Armando Palacio Valdés, y Mateo lo leyó de cabo a rabo y se divirtió muchísimo, y se puso a buscar libros de Palacio Valdés, y leyó La aldea perdida, y Palacio Valdés entró en el panteón de sus autores favoritos. Muchos años más tarde se enteraría, ya en la universidad, de que Palacio Valdés era un autor flojo, un novelista de segunda fila. Su padre le recomendó Sotileza de Pereda, y Mateo se sintió fascinado con el lenguaje y con la capacidad sensorial de tenía Pereda, esa sensación de humedad y de salitre que permeaba todo el libro, que se desarrollaba en una villa pesquera de la costa del norte de España, pero el libro también le resultó aburrido. Le recomendaron entonces Pepita Jiménez, de Juan Valera, y el libro le gustó mucho porque era una hermosa historia de amor, pero el lenguaje le resultaba artificial y anticuado. Luego se puso a leer unos tomos de teatro que había en casa. El de Jaime Salom no le interesó en exceso, aunque se sintió atraído por las obras más surreales. El de Lorca, en el que se reunían todas las tragedias, le gustó y le intrigó, especialmente Mariana Pineda, que estaba en verso. Pero el que más excitó su imaginación fue el de Casona: La sirena varada, Los árboles mueren de pie, El caballero de las espuelas de oro, La casa de los siete balcones y muy especialmente Nuestra Natacha. Hablando con su padre, se sorprendió cuando él le dijo que el teatro de Lorca era mucho mejor que el de Casona.
—Pues a mí me gusta mucho más Casona —dijo Mateo.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Anselmo—. El teatro de Casona es mucho más convencional, más conservador. El teatro de Lorca es mejor.
—¿Todo el mundo piensa eso? —preguntó Mateo sorprendido.
—No creo que nadie tenga la menor duda de que el teatro de Lorca es superior al de Casona —le dijo su padre—. Es una de esas cosas en las que todo el mundo estaría de acuerdo.
Mateo se sintió sorprendido por su error de apreciación. Pero entonces, ¿por qué le gustaba a él tanto Casona? ¿Sería que tenía mal gusto? ¿Y por qué le gustaba tanto Palacio Valdés y tan poco Galdós?
El único novelista español que de verdad le gustaba era Pío Baroja. Sus primas Mari Carmen y Mari Nieves, que eran unos años mayores que él, tenían muchas novelas de Baroja en su casa. Tenían las ediciones con dibujos de Caro Raggio, el sobrino de Baroja, y le dejaban a Mateo Zalacaín el aventurero o Las inquietudes de Shanti Andía, Silvestre Paradox o Camino de perfección, que impresionó mucho a Mateo porque tenía una de esas escenas eróticas que ahora siempre buscaba en los libros.
Ya que ésta era una nueva fuente de fascinación. Las escenas eróticas de Los inocentes, de Alberto Moravia. La escena de la violación en un relato de Kuprin cuyo título olvidaría con los años (aunque no el pasaje en que la mujer sentía que sus piernas «eran como de algodón» durante el coito). Las escenas eróticas de las novelas de Harold Robbins, que Mateo sólo podía consultar apresuradamente cuando estaba en casa de sus primas, pero que contenían pasajes asombrosos, como aquel en que un hombre acaricia los pechos de una muchacha y ella se queja de que va a hacerle cardenales. ¿Sería aquello posible? La imagen de unos pechos femeninos con cardenales azules le provocaba escalofríos. Las escenas brutales de Espartaco, de Howard Fast, cuando los guardianes le ponen una muchacha desnuda en su celda al esclavo tracio para verles fornicar a los dos, pero él ni siquiera toca a la muchacha, que luego será su mujer, porque no quiere envilecerse ni envilecerla a ella. Las escenas eróticas de Sinuhé el egipcio, la bellísima prostituta Nefer entrando desnuda en su piscina, sus pechos blancos flotando entre los nenúfares azules. Las escenas eróticas de Sven Hassel, aquellas muchachas que se dejaban desnudar por los soldados alemanes en graneros y en vagones de tren, temblando de frío y de deseo. ¡Tantos, tantos libros recorridos a toda prisa en busca de escenas eróticas, y la recompensa de encontrar una en la página 145 o en la página 233! Las escenas eróticas de la edición de Las mil y una noches que tenía Miguel en su casa (en la edición de Mateo no había ni una sola: es como si fuera otro libro completamente diferente), dos gruesos tomos azules que pertenecían al padre de Miguel y que éste le prestó a Mateo y que estaban llenos de muchachas que se desnudaban para fornicar con esclavos negros, mujeres enamoradas de monos enormes que las poseían hasta dejarlas exhaustas y, lo más asombroso de todo, mujeres enamoradas de otras mujeres, que se desnudaban y se besaban en bellos jardines llenos de rosas, algo que Mateo no podía explicarse ya que, ¿para qué va a besar una mujer a otra mujer? ¿Qué sentido tiene decir que dos mujeres están «enamoradas»? Pero las mejores «escenas eróticas» jamás leídas, hasta la aparición de las novelas de Henry Miller, eran las contenidas en un libro supuestamente «científico», El mono desnudo, de Desmond Morris.