Ángeles subterráneos
Miguel se lo contó a Mateo y a José María una de aquellas tardes. Habían quedado para ir juntos a la Fundación March, a escuchar un recital de Cristina Bruno, que tocaba una selección de sonatas de Scarlatti y la Fantasía en Do mayor de Schumann. Después del concierto echaron a callejear y terminaron en el pub Dickens, que está a un par de calles de la Fundación, y allí Miguel les contó, muerto de risa y con mucha cara de chino, lo que había pasado unos días atrás con un chico de su clase que se llamaba David Zúñiga.
David no iba bien en prácticamente ninguna asignatura. Era un chico simpático, de bonitos ojos verdes, cuyo principal interés era el deporte. Se pasaba el día corriendo, saltando, sudando y haciendo músculos, pero cuando tenía que ponerse con los libros era como si las letras y los números se entremezclaran. Miguel se ofreció a ayudarle a estudiar y David le invitó a su casa para que le explicara las cosas que no entendía. De modo que allí estaban los dos, en el cuarto de David, con el libro de Física abierto sobre la mesa, un par de Coca-Colas y una bandejita con patatas fritas. Y de pronto, les contó Miguel con mucha risa, los dos estaban metidos en la cama.
Aquello parecía muy extraño. Mateo no lo entendía. ¿Se metieron los dos en la cama de David? Pero ¿cuál era la razón? ¿El frío? ¿Hacía mucho frío en la casa de David? No era una época especialmente fría aquella, y además, estudiar los dos metidos dentro de la cama resultaría un poco difícil. Sobre todo si estaban comiendo patatas fritas y bebiendo Coca-Cola. Las sábanas acabarían llenas de migas. ¿Por qué se habían metido entonces en la cama? La historia era un poco extraña, y Mateo tenía la sensación de que no acababa de entenderla bien, o de que había algún dato importante que había pasado por alto, porque en realidad ni siquiera era una historia sino, más bien, una anécdota. Una anécdota sin importancia. Ahora Miguel se había detenido y les miraba a los dos muy divertido. Y entonces, por fin, Mateo comprendió. Un débil destello se iluminó en alguna zona de su cerebro, dos palabras se unieron entre sí, una noción se aproximó a otra. De pronto, ya había comprendido.
—Fue una sorpresa para mí —dijo Miguel—. Bueno, para los dos.
—Pero tú nunca antes… —comenzó a decir José María.
—¡No! —dijo Miguel—. Alguna vez lo había pensado, no digo que no. Pero todo ha comenzado con este chico. Desde principio de curso no sé qué me pasaba con él. Me sorprendía mirándole. Vamos, que me pillaba a mí mismo mirándole. Siempre está sudando, es como un niño grande, con esas botazas que lleva siempre. Hasta que un día pensé: «Tío, lo que pasa es que a ti este tío te gusta. A ti este tío te gusta».
—Yo tengo una curiosidad —dijo entonces José María, con su tono ligero y humorístico que ambos conocían tan bien.
—Tú dirás —dijo Miguel, juntando las yemas de los dedos de ambas manos y preparándose para adoptar su personalidad más solemne. Seguramente había percibido algo en el tono de José María que le había puesto a la defensiva.
—¿Cómo lo hacéis? —preguntó José María, sin mirar a Miguel directamente a los ojos y buscando la complicidad de Mateo—. Quiero decir que… ¡Esto es muy divertido!… Quiero decir que ¿quién se pone encima?
Miguel le miró con severidad y respiró profundamente. En estas ocasiones, parecía crecer entre cinco o diez centímetros de estatura y otros tantos años de edad. Se empujó las gafas sobre el tabique de la nariz con estudiada parsimonia y a continuación comenzó a responderle usando su tono más heladamente cortés.
—Nadie se puso encima —dijo fríamente. Y luego añadió—: Por suerte… ¡o por desgracia…! Hay muchas otras cosas que se pueden hacer.
Unos días más tarde, José María le confesó a Mateo que no se sentía cómodo en absoluto con las confidencias que les había hecho Miguel, y que pensaba que a partir de entonces ya no podría comportarse con él con naturalidad. Mateo se sintió sorprendido, porque siempre había considerado a José María una persona enormemente abierta, la persona más racional, moderna y tolerante que nunca había conocido. ¿Acaso no había sido José María quien le había leído ese pasaje de Max Frisch donde se dice que el progreso de la ciencia debería llevar aparejado un progreso y una evolución de la moral, y que normalmente las ideas morales y éticas se quedan atrasadas?
En cuanto a Mateo, aquella aventura homoerótica de su amigo no cambió en nada la relación que tenía con él. De hecho, pasada la sorpresa inicial, que Miguel se fuera a la cama con un compañero de clase le pareció algo casi inevitable teniendo en cuenta la enorme sensualidad de su amigo. Estaba convencido, por otra parte, de que aquél era un episodio aislado y que su amigo no era realmente homosexual. Eso mismo era lo que pensaba el propio Miguel. Afirmaba que los hombres le gustaban igual que las mujeres, pero que así como él había estado intensamente enamorado de varias mujeres en su vida, la idea de enamorarse de un hombre le resultaba inconcebible. Pero seguramente no era aquello lo que realmente sentía, sino lo que se había dicho a sí mismo que sentía. Somos tantos, son tantas las personas que nos habitan y tantas y tan complejas las vidas que viven cada una de ellas, que la verdad en nosotros no es nunca una sola cosa y puede convivir fácilmente con otras verdades igual de ricas y profundas. No vivimos una, sino varias vidas, y lo más triste de todo es que algunas de esas vidas no conocen en absoluto la existencia de las otras.
Como era de esperar, la historia con David Zúñiga no prosperó. Ahora, cuando Miguel y él se encontraban en clase se limitaban a sonreírse vagamente, pero ni siquiera se dirigían la palabra. Sin embargo, Miguel se dio cuenta enseguida de que aquél no era, no iba a ser un espisodio aislado. Aquel primer encuentro homosexual había despertado en él una especie de sexto sentido.
Pronto descubrió que tener aventuras con hombres era infinitamente más fácil que tenerlas con mujeres. Las mujeres estaban llenas de ritos, de protecciones, de contrafuertes verbales. Había que vencerlas con poesía, con atención, con devoción, con regalos. Con los hombres era diferente. Era amor homosexual, amor entre iguales. Era como hablar con un compatriota. Era como ponerse de acuerdo con alguien que tiene exactamente los mismos gustos. Era como proponerle a un cinéfilo pasar una tarde en el cine.
—Además, yo lo sé sólo con mirar a alguien, lo sé… —le contaba a Mateo bajo el gran cedro que crece frente al museo de Ciencias Naturales.
—Pero ¿cómo? ¿cómo puedes saberlo? —le preguntaba Mateo con curiosidad.
—No sé, es una forma de mirar, una especie de brillo en los ojos… La forma en que el otro te mira… No es nada que tenga que ver con los gestos, ni con el afeminamiento, porque eso del afeminamiento es un mito, la mayoría de los homosexuales no son afeminados…
—Ya.
—¿Tú lo notas? ¿A mí se me nota? —preguntó Miguel poniéndose una mano lánguida sobre el corazón para señalarse a sí mismo.
—No —mentía Mateo.
—Dime la verdad, ¿se me nota algo?
—Tú no eres afeminado —decía Mateo, lo cual era cierto, porque Miguel no era en absoluto afeminado pero sí era muy femenino, muy suave, muy refinado.
Era muy delgado, muy alto y con la piel amarilla de los hepáticos, aunque Miguel (ya lo hemos dicho) jamás sufriría del riñón en su vida, con una varonil nuez de Adán en su largo cuello y una especie de elegancia natural que le hacía sentirse a gusto en todas partes, en cualquier asiento y con cualquier ropa, y tenía una presencia imponente, casi principesca, sobre todo en invierno, cuando aparecía enfundado en un abrigo oscuro con las solapas subidas y con el cuello protegido por una gruesa bufanda, ya que era muy aprensivo y siempre tenía miedo de acatarrarse. Tenía la lengua afilada que es propia de los que se sienten en entredicho y una increíble capacidad de bondad, de afecto y de entrega, y aunque no era en absoluto afeminado sí es verdad que era muy femenino. Claro está que hay muchos hombres que son muy femeninos aunque no sean ni afeminados ni homosexuales. Cuando eran más pequeños, los otros salvajes de la clase le decían a Miguel con frecuencia que parecía una niña y le habían llamado a menudo «maricón», y es posible que ya desde muy joven Miguel hubiera desarrollado el hábito de disimular y de adoptar gestos conscientemente «masculinos». ¿Se le notaba? Para una persona sin prejuicios y con un cierto conocimiento del mundo debería ser evidente que Miguel era homosexual, pero el resto de los amigos de Mateo, el propio Pedro Rojo, y más tarde Rosa y no digamos ya los padres de Mateo, que conocían a Miguel de toda la vida, se pasaron años y años sin acabar de explicarse por qué Miguel con veinticinco, con treinta, con treinta y cinco años nunca tenía novia, y sin caer jamás en la cuenta de que Miguel, al que todos admiraban y adoraban por su bondad, por su simpatía y su inteligencia, era homosexual.
—De todos modos —decía Miguel arrugando la nariz—, yo nunca me podría enamorar de un tío. La idea de enamorarme de un tío me parece rara, ¿no?… Pero me atraen los tíos, jo si me atraen… me atraen mucho…
—¿Tanto como las mujeres?
—Tanto como las mujeres, o a veces más, depende de la persona… Además, ¿tú sabes qué diferencia hay entre besar a un tío o besar a una mujer?
—Ni idea.
—Ninguna —decía Miguel—. Ninguna en absoluto.
El hecho es que un día, unas semanas o quizá unos meses después de su encuentro erótico con David Zúñiga, Miguel tuvo una experiencia curiosa. Iba en el metro y de pronto sus ojos se cruzaron con los de un hombre joven, unos pocos años mayor que él, que estaba recostado en la pared del vagón. Los dos apartaron los ojos, como exigen los buenos modales. Pero unos segundos más tarde, cuando el tren corría a toda velocidad por el túnel oscuro bamboleándose como una boa teniendo un orgasmo, los ojos de ambos volvieron a encontrarse como por casualidad, y entonces Miguel supo cuál era el sentido de la mirada del otro. Miguel supo que el otro sabía que él sabía. Era guapo, tenía el pelo rizado y la camisa entreabierta, y al mirarle mejor vio que era algo mayor de lo que le había parecido en un principio, cerca de los treinta. El tren llegó a la estación, y Miguel y el otro volvieron a mirarse, esta vez algo más abiertamente, sin sonreír, sin desafiarse, pero ahora sostuvieron la mirada unos segundos más. Y entonces se abrieron las puertas, y el otro, sin dejar de mirarle, salió del vagón. Miguel dudó un instante, y entonces salió también. Llevaba, según le contó a Mateo, un ramo de flores porque iba a casa de su tía Enriqueta, una de sus muchas tías abuelas, y le llevaba un ramo de rosas blancas, que eran su flor predilecta. Y salió del vagón con su ramo de rosas blancas y con una gran erección y con las rodillas temblorosas. No sabía adónde iba, y no sabía para qué había salido del vagón. El otro caminaba en dirección a las escaleras, y Miguel fue detrás de él, y subió las escaleras detrás de él, y al llegar al descansillo el otro se volvió y le miró, y los ojos de ambos se encontraron de nuevo. Parecía un ángel sucio, le contó Miguel más tarde, un ángel con alguna mancha por dentro, una mancha que no se veía pero se presentía, pero su exterior era adorable. Salieron del metro, Miguel con sus rosas blancas y sus rodillas temblorosas, y el otro fue caminando por las calles estrechas hasta un portal, sacó la llave y abrió la puerta. Estaban en el barrio de Chueca, frente a una de esas casas antiguas del barrio que en vez de portal tienen una vieja puerta de madera que se abre directamente desde la calle. El otro sostuvo la puerta entreabierta y esperó a Miguel, que se acercaba con sus rosas.
—¿Subes? —le dijo el otro con voz amigable.
Miguel asintió, y los dos subieron juntos.
Jamás (le contaba Miguel a Mateo) había sentido tanto placer como en aquel paseo desde el metro, escaleras arriba y luego por las calles, sosteniendo un ramo de rosas blancas y siguiendo a un hombre desconocido que tenía alas de ángel. Ningún placer físico era comparable a aquella sensación que había tenido aquel día, aquella primera vez, ascendiendo por escaleras interminables con las rodillas temblorosas y la sensación de las espinas de las rosas en la palma de la mano a través del celofán. Y aquella puerta que se abría, y el ángel que decía «¿subes?», porque no hay felicidad comparable (le dijo Miguel a Mateo) a la expectativa de ser feliz.
Éste fue el principio de sus aventuras en el metro. Así fue cómo descubrió la manera de tener aventuras, y lo asombrosamente fácil que era. Era un juego: se hacía con los ojos, y había muchos que lo practicaban.
—¿Muchos? —se asombraba Mateo.
—No te imaginas.
Ahora Miguel se metía en el metro simplemente porque tenía ganas de amor, y sospechaba de que muchos de los que cogían el metro y viajaban por debajo de la tierra a toda velocidad no lo hacían porque fueran a ningún sitio sino sólo porque estaban sedientos de amor como él. Había descubierto (o había creído descubrir) que los mejores lugares eran el fondo de los vagones, el final de los trenes. El último vagón era siempre el mejor, según le contó a Mateo, ése era el lugar de los encuentros. ¿Quién lo había decidido así? ¿Quién lo había organizado así? Sin darse cuenta, Miguel había entrado a formar parte de una conspiración secreta de ángeles subterráneos que volaban bajo las calles de la ciudad buscando y regalando amor. Ahora él también formaba parte de la sociedad secreta, del club misterioso. Pero ¿cómo había logrado descubrirlo?, le preguntaba Mateo admirado. ¿Cómo había logrado descubrir que ellos se ponían en el último vagón del metro, que ése era precisamente el lugar? ¡Ah, pero si era muy fácil!, contestó Miguel. Porque todo sucedía con los ojos, y porque bastaba una mirada para saber si el otro era una persona vulgar y corriente o bien un ángel rodeado de su aureola invisible. Había además un cierto lenguaje corporal que era indetectable para las personas corrientes y que transmitía todo tipo de información sobre lo que uno buscaba u ofrecía. A veces, le contaba Miguel, uno podía saber incluso lo que un posible amante deseaba en la cama, lo que nunca haría o lo que estaba dispuesto a hacer, sólo con observar su postura, sus ropas, el gesto de sus manos o la postura de sus piernas. Había cosas que él no deseaba hacer, y muchas veces hasta se salía del metro y esperaba a que llegara otro tren por miedo a que el atractivo de un cierto arcángel moreno o castaño acabara por llevarle a una situación embarazosa. Después de establecido el contacto, uno de los dos salía del vagón, y el otro le seguía.
¿Adónde iban? Normalmente a la casa del otro, o a veces a un portal desierto, o a una casa abandonada, en aquellos años en que en Madrid todavía había casas abandonadas o solares llenos de flores en mitad de la ciudad. Pero las casas abandonadas no le gustaban, le daban miedo, y a veces había ratas, o vagabundos durmiendo, y entonces todo resultaba todavía más sórdido. Eran mejores los portales solitarios, es increíble la cantidad de cosas que se pueden hacer en un portal solitario un día de lluvia, le contó Miguel. Nunca entraba en detalles, y Mateo tampoco le pedía que lo hiciera. Pero él imaginaba a su amigo en uno de esos grandes portales del barrio de Salamanca o de Chamberí, espaciosos como palacios, algo húmedos quizá, la escalera del cuarto de los contadores, el banquito que hay debajo de la escalera, le imaginaba entrando en aquellos espacios silenciosos y oscuros, caminando solo a lo largo de un largo corredor de baldosas amarillas y paredes de linóleo, adentrándose más y más hacia el lugar en que la sombra se hacía más cálida, como si Miguel hubiera descubierto la entrada a un Madrid secreto, el Madrid análogo del amor prohibido. Allí, entre las sombras, aguardaba el minotauro, un gran hombre toro negruzco, hecho de carbón y sueño, de humo y semen, y también una niña albina huía interminablemente por una galería acristalada que corría entre dos campos de girasoles. Y al final sólo quedaba tristeza, le contaba Miguel, sordidez, sensación de vacío.
—Ah, pero ¿te resulta sórdido? —le preguntó sorprendido.
—Pues claro. Cada vez que lo hago me juro que es la última y que no voy a volver a hacerlo. Pero es que es muy difícil resistirse… El juego, la atracción, todo eso está muy bien y es muy adictivo, genera un montón de adrenalina y es el juego de seducir, de dejarse seducir… pero luego, cuando lo has hecho, cuando lo único que te queda es ponerte la ropa, y abrocharte los pantalones y marcharte de la casa de ese tío del que no sabes ni el nombre y al que no vas a volver a ver jamás en tu vida, entonces te sientes sucio… sí, yo me siento fatal cada vez que lo hago… llego a mi casa y me doy una ducha… pero no puedo dejar de hacerlo… Unos días más tarde, o unas semanas más tarde, vuelvo a caer de nuevo…
A veces, el ángel del metro no era sino el anzuelo para un amante mayor, que atraía así a sus presas. Miguel nunca se sintió interesado por esos juegos. En una ocasión acabó en un piso antiguo en mitad de la mañana. El dueño de la casa, un hombre maduro de aspecto agradable, le condujo por un largo pasillo abarrotado de libros hasta una cama muy grande llena de muchachos de su edad desnudos, algunos de ellos con coronas de flores en la cabeza. Miguel contempló la beatífica visión de tantos cuerpos encendidos y hermosos y tantos falos rosados y erguidos, y sin decir ni una palabra se dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
Sus viajes en metro se iban haciendo cada vez más peregrinos. Descubrió (o creyó descubrir) que había ciertas líneas, ciertas zonas, donde los encuentros se producían con más facilidad. Por alguna razón, quizá por una sensación de secreto corporativo, nunca quiso decirle a Mateo cuáles eran estas líneas ni estas zonas. De cualquier modo, ¿para qué quería saberlo Mateo? ¿Qué interés tenía en saber dónde se podía ligar con hombres? Era pura curiosidad de novelista, de protonovelista, le decía Mateo, que estaba esos días terminando su primera novela, Ciro, la ilusionista.