José María
El segundo amigo que hizo aquel año fue José María Mugüerza. Estaba en la clase de Miguel, en el COU de Ciencias puras, y fue Miguel quien se lo presentó a Mateo. José María había estudiado en el colegio Base, una institución privada y muy elegante de Ciudad Jardín, y se había pasado al Ramiro a hacer COU porque quería estudiar Medicina en la Universidad Autónoma. Venía de un mundo muy diferente de todo lo que Miguel y Mateo habían conocido, un mundo de padres arquitectos y y madres escritoras, un mundo de canchas de tenis y pistas de esquí, de embarcaderos privados y grandes casas familiares en el Pirineo. Tenía una gran cultura y un interés apasionado por la música, por el cine y por los libros. Miguel se sintió intrigado con él desde el día en que le vio aparecer por la clase con un grueso libro bajo el brazo: Contrapunto, de Aldous Huxley, una novela que por entonces todo el mundo leía. Le preguntó qué le parecía el libro y José María le contestó que le gustaba mucho porque le gustaban mucho los libros muy gruesos donde se hablaban de temas interesantes, como por ejemplo los libros de Simone de Beauvoir o de Thomas Mann, y que aquel libro le gustaba además porque estaba construido como una obra musical, en la que cada personaje era como la voz de un instrumento.
Miguel le presentó a José María a Mateo, y enseguida Mateo y él se hicieron íntimos. Entonces Miguel comenzó a sentirse excluido y se puso celoso. Hay que tener en cuenta que Miguel se convertía en un ser maligno y temible cuando estaba celoso. Era la persona más cálida y dulce del mundo, el mejor amigo de sus amigos, pero cuando se enfadaba con alguien, sacaba ocho patas articuladas y un aguijón retorcido y atacaba sin compasión. Miguel siempre se sintió en cierto modo traicionado por José María, ya que al haber sido él su «descubridor», lo consideraba una especie de propiedad suya, y por eso José María y Miguel nunca llegaron a hacerse amigos. Además, eran demasiado diferentes. José María se reía de las pasiones incandescentes de Miguel, de sus arrebatos de indignación o de sus absurdos favoritismos, de la devoción que tenía por sus tías y de la admiración que sentía por su prima, que era violinista de la Orquesta Nacional, y Miguel encontraba odiosa la tranquilidad con que José María se tomaba todas las cosas, su aire juguetón, su ironía, su suave escepticismo, el agrado con que se aceptaba a sí mismo, su capacidad para disfrutar de las cosas sin preocuparse.
Mateo le conoció en uno de los conciertos de la Fundación March. Había quedado con Miguel, que le había dicho que invitaría también a sus amigas Esther y Queralt, pero en vez de aparecer con sus dos amigas rutilantes y bellísimas, que a Mateo siempre le ponían un poco nervioso porque tenía una timidez enfermiza con las mujeres, apareció con José María, una imagen mucho más tranquilizadora que la esbelta Queralt con su pelo cortísimo y su largo cuello moreno o que Esther, con su rostro demasiado maquillado y sus grandes ojos irónicos.
Era un muchacho un poco más alto que Mateo aunque no tan alto como el larguísimo Miguel. Esto fue lo primero que le sorprendió y le agradó de él: su aire de calma, el aura de reposo y agrado que parecía envolverle. Tenía un rostro que no se parecía a ninguno, un rostro ancho pero al mismo tiempo fino y elegante, presidido por dos grandes y expresivos ojos muy oscuros y aquejados de un ligero estrabismo. Quizá por esa razón, a causa de su estrabismo, José María tenía que levantar en ocasiones el rostro para enfocar bien los ojos, como hacen los que usan gafas, y miraba las cosas o a las personas con un aparente gesto de altivez o de desafío. A sus diecisiete años tenía ya entradas en el pelo, aunque no parecía que aquello le preocupara lo más mínimo. No parecía que hubiera nada que le preocupara en exceso.
Después del concierto salieron de la Fundación March dando un paseo hasta el Vips de López de Hoyos, que era donde acababan casi siempre, y merendaron tomando un sándwich. José María escandalizó a sus amigos pidiendo de beber un Cola Cao.
—¿Cola Cao? —se extrañó el camarero—. Le podemos traer un batido de chocolate si quiere.
—¿Un batido? —dijo José María—. No, es que lo que me apetece es un Cola Cao calentito. ¿No me lo pueden hacer?
El camarero dijo que tenía que consultar, y Miguel miró a José María con un gesto severo. Hay que tener en cuenta que los padres de Miguel tenían un negocio de hostelería, y que a Miguel todas las cuestiones relativas a los restaurantes, los camareros, el servicio o la forma correcta de servir una Coca-Cola o un café le parecían siempre de la mayor importancia. Miguel le dijo que uno tomaba Cola Cao en su casa pero no en un restaurante, y José María se disculpó diciendo que eso era lo que le apetecía, y que por qué tenía que pedir otra cosa si eso era precisamente lo que le apetecía.
Mateo pronto aprendió que éste era el verbo favorito de José María. La frase «me apetece» parecía tener para él un significado y un poder especiales, mucho más intensos y misteriosos que para las demás personas. Decía «me apetece» con una gran sonrisa de satisfacción y parecía como si algo se moviera en el mundo, como si un temblor atravesara la realidad. Mateo le preguntaba si quería ir al cine y José María lo pensaba un segundo y decía con decisión: «Me apetece». Sus apetitos eran moderados, ordenados, cultos, saludables, pero a pesar de todo los seguía con una alegría y una devoción desconcertantes. Mateo jamás había conocido a nadie que disfrutara tanto de las cosas, nadie que diera tanta importancia a sus propios gustos, nadie que se aprobara a sí mismo y se aceptara a sí mismo con tanta facilidad.
Todo en él parecía fácil, agradable, todo tenía sentido, todo procuraba placer. Se sentía a gusto en el mundo, sentía que tenía derecho a las cosas y actuaba en consecuencia. Tenía una Vespa con la que iba a todas partes, y Mateo enseguida se acostumbró a ir de paquete y a inclinarse en las curvas a izquierda y derecha y ahora iban siempre juntos, especialmente al cine, y muchas veces salían de una película y se metían en otra en otro cine, porque el cine les apasionaba, pero sobre todo la sensación de entrar en la sala, de sentarse en la butaca, de adentrarse en la oscuridad, en ese momento de excitación que separa el mundo de la luz y de la vida cotidiana del mundo misterioso y mágico de la noche de las imágenes. Y luego se iban a Vips a cenar, y luego seguían caminando y charlando, caminando y charlando durante horas.
Vivía en Padre Damián, en plena «costa Fleming», uno de los barrios favoritos de Mateo, en un piso muy grande en el que tenía una habitación propia, con un cuarto de baño propio, un teléfono propio y un equipo de música propio. A Mateo aquello le parecía un lujo inconcebible, porque en su casa sólo había un equipo de música, un cuarto de baño y un teléfono, que estaba en el salón, de modo que todo el mundo escuchaba todas las conversaciones. Tenía la habitación llena de libros, y probablemente en esa época tenía más libros que Mateo. Le gustaban los autores clásicos y morales como Simone de Beauvoir y Max Frisch, Carlos Barral y Gil de Biedma, Pedro Salinas y Félix Grande, pero su autor favorito en esa época era, probablemente, Lawrence Durrell. Había devorado los cuatro tomos de El cuarteto de Alejandría (Mateo no había pasado de Justine) y también admiraba el Retrato del artista adolescente de Joyce, Al faro, de Virginia Woolf y La espuma de los días de Boris Vian (un autor que en esos días todo el mundo leía compulsivamente), pero admiraba más a Camus que a Joyce, algo que a Mateo le sacaba completamente de quicio, porque Mateo detestaba el estilo plano y tedioso de La peste, un libro «sin imágenes» y «sin colores», y tampoco sentía una admiración especial por El extranjero, que para José María era una obra maestra. También tenía un cofre lleno de discos, entre ellos las sonatas completas para violín y piano de Mozart y muchas óperas y también muchos discos de jazz. El descubrimiento del jazz fue uno de los acontecimientos más importantes que haría Mateo en aquel su annus mirabilis, pero José María lo había descubierto antes. Fue en casa de José María donde escuchó por primera vez a Thelonious Monk y a Keith Jarrett.
Aquellos días quedarían teñidos para siempre en la memoria de Mateo con una luz de una excepcional transparencia, una luz azulada, soleada, optimista, cálida y feliz. Uno tras otro se sucedían los días perfectos, días de conversaciones interminables, de paseos por la Zona que rodeaba al Ramiro, por las calles del Viso, por el barrio de Salamanca, por los barrios de los cines, por Princesa y el cinestudio Griffith y por los cinestudios y la filmoteca, que cada vez estaba en un sitio, tardes interminables hablando de libros, de música, hablando del libro que estaba escribiendo Mateo, de su novela hegeliana, que jamás llegaría a terminar sobre todo porque toda la fuerza de su imaginación se gastaba en aquellas conversaciones que tenía con José María. Y aprendía de él a ser feliz, a aceptarse a sí mismo, aprendía aquella sensación tan intensa que transmitía su amigo de que uno tenía derecho a vivir en este mundo, que los dioses se han ido y las ninfas también se han ido y que todo lo que ha quedado vacío y abandonado y desocupado y muchas veces carente de sentido en este mundo que nos encontramos, nos corresponde. Porque a pesar de la luz maravillosa de aquellos días y de la suprema indolencia de su vida sin obligaciones, una vida compuesta de paseos, meriendas en Vips, películas en mitad de la semana, libros, música, a pesar de todo eso Mateo seguía viviendo en el infierno, saliendo lentamente de una depresión muy profunda, y quizá si no hubiera conocido a José María nunca hubiera logrado salir de aquel pozo oscuro y espantoso en el que vivía desde hacía años.
José María parecía convencido de que había nacido para disfrutar. Le encantaba el deporte, y era un gran tenista y todavía mejor esquiador. Había sido monitor de esquí en el Pirineo, donde la familia de su madre tenía una casa. Todo en él era mesurado, placentero, saludable, racional. Apenas bebía, y prefería una Coca-Cola a una cerveza y un Cola Cao a un café. Tenía todas las virtudes que puede disfrutar un racionalista. Era sensato, mesurado, tolerante. Estaba convencido de que todos los problemas tenían solución, y de que todas las cosas se podían resolver hablando, y que las tragedias y los melodramas no eran necesarios en la vida. Era absolutamente agnóstico, ya que había recibido una educación liberal y exenta por completo de cualquier elemento religioso, y creía que las leyes debían ser suaves y humanas, convenientes y flexibles. No creía en dogmas. Creía en el placer y en la felicidad y en realizar los propios proyectos. Frente a los que clamaban por la crisis de la familia, afirmaba que hacía falta ser muy valiente para atreverse a disolver un matrimonio, y que los que se divorciaban no eran egoístas ni inconscientes, sino personas que estaban intentando legítimamente buscar la felicidad. Mateo nunca había oído a nadie de su edad expresarse así. No creía en la desesperación ni en la depresión ni en la angustia existencial que había sido la vida corriente de Mateo durante los últimos años. No sentía admiración por la noche y el crimen, como tantas personas de esa época, sino más bien por la claridad y la lucidez. Nunca había tenido problemas con las mujeres. Nunca había sido un Don Juan, pero sabía hablar con las mujeres, tocaba un poco la guitarra y cantaba canciones de Bob Dylan y de Paul Simon y parecía convencido de que las bellas sirenas que llenan las calles y los cafés y los refugios de esquí estaban allí para ser besadas, para tomar sus manos frías con toda naturalidad y conducirlas escaleras arriba y afirmaba, por ejemplo (lo cual a Mateo le parecía algo tan fantástico como si hubiera afirmado que cuando caía la noche le salían alas y echaba a volar por la ventana), que para saber si una mujer le interesaba de verdad, para saber si de verdad sentía algo por ella, lo que tenía que hacer era acostarse con ella.
—Pero tú eres un cabrón —le decía Miguel completamente indignado, no sólo porque le indignara la forma de actuar de José María sino porque le indignaba José María en sí—. O sea que cuando te gusta una chica te la llevas a la cama para probarla, y si no te gusta, la mandas a la mierda.
—Es que yo funciono así —decía José María—. Yo no puedo saber si siento algo verdaderamente por una chica a no ser que…
—Claro, y luego ella que se fastidie, ¿no? —decía Miguel muy furioso—. Los sentimientos de ella no cuentan, ¿no?
Ahora salían algunas veces con Miguel y con Esther y Queralt. Miguel tenía el plan secreto de liar a Esther con José María, y Esther llegó a confesarle que José María le gustaba, e incluso había llegado a sufrir un poco por él, quizá a considerar la posibilidad de enamorarse, pero ella no era en absoluto de su estilo. A José María no le gustaban las chicas que se pintaban tanto, y además tenía todavía el corazón roto por su novia anterior, y se pasaba el día pensando en ella. El recuerdo de su maravillosa novia de la adolescencia, Gracia, era la única mancha de dolor y desarmonía en el soleado paseo lleno de rosas que era su vida. Quizá fue eso precisamente lo que les unió tanto en un principio a Mateo y a José María, la necesidad de agarrarse de alguien para salir de una crisis de profunda tristeza, la desilusión de Gracia, el dolor de Elisa.
Tenía una foto de Gracia en su habitación, una foto en blanco y negro que le había hecho él mismo cuando todavía eran novios. Era una foto en la que ella aparecía con el rostro apoyado en el brazo y sólo se veían sus ojos, unos enormes ojos de gato, oscuros y luminosos y ligeramente rasgados, ojos que sonreían con una curiosa mezcla de afecto y distancia, de amor y de ironía, y Mateo se acostumbró tanto a mirar aquella foto que asomaba entre los libros de José María, en la estantería donde estaban los tomos de obras completas de Salinas, de Guillén, de Cernuda, como si la muchachita fuera un hada que tenía una mansión secreta entre los libros de la que sólo se asomaba por aquella ventana rectangular de la fotografía para mirar a los habitantes de la casa con sus ojos orientales, que estaba convencido de que conocía el rostro de la muchacha a la perfección, aunque era un rostro imaginario que él mismo había creado, añadiendo una nariz, unos labios, unos pómulos y una barbilla a aquellos ojos intensos y fascinadores, de modo que cuando conoció a Gracia y la vio por fin en persona le sorprendió comprobar que no se parecía en nada a la imagen que él se había fabricado de ella. Era Gracia Querejeta, la hija del célebre productor cinematográfico Elías Querejeta y que con los años llegaría a ser una de las directoras de cine más importantes de su generación. Pero entonces ninguno de ellos era nadie, sólo eran unos chicos de diecisiete años que caminaban por las calles de Madrid.