De la película de Peter Weir,

«The Last Wave»

De nuevo estaba en el Camino de los Cedros, la casa grande donde había pasado su infancia, creciendo hasta que llegó la hora de irse al colegio. Era el más joven y sus padres habían vendido la casa entonces, trasladándose a una más pequeña y más apropiada en una urbanización más nueva y agradable.

Un rito de paso, pero a Garrett Larkin le fortalecía la realidad de que nunca había vuelto. Salvo en sueños, y los sueños son de lo que está hecho el mundo.

A veces le dejaba perplejo que mientras que por la noche soñaba con su infancia en la casa del Camino de los Cedros, nunca soñaba con ninguna de las casas en las que había vivido desde entonces.

A veces los sueños eran espantosos.

A veces más que otros.

Era una casa grande de dos pisos y un sótano, construida antes de la guerra, la guerra durante la que había nacido. Era muy sólida, revestida de gruesas piedras de color rosa de mármol de Tennessee, procedentes de las canteras locales. Había tenido tres ventanas de buhardilla que sobresalían del tejado de delante y a Garrett le gustaba llamarla la casa de los tres tejados, porque siempre pensaba que el libro de Hawthorne tenía un atractivo y misterioso título. Sus dos hermanos y él tenían su guarida privada en las pequeñas habitaciones de la buhardilla, del tamaño justo para ellos, sus cajas de juguetes, un escritorio diminuto para hacer maquetas o para montar rompecabezas. Los deberes no se podían hacer aquí y quedaban relegados al gran escritorio del gabinete de trabajo que papá no utilizaba nunca.

El Camino de los Cedros era un auténtico camino rural, tendido probablemente a principios del siglo pasado a lo largo de sucias pistas de tierra que atravesaban las granjas. Ahora dos estrechos caminos de superficie negra y muchas veces asfaltado se retorcían a través de una hendidura estrecha enmarcada por hileras de cedros imponentes. La casa de Garrett se levantaba muy atrás por encima de cuatro acres de césped, huertos y jardines parcelados cuando el vecindario pasó de ser rural a convertirse en la periferia de la ciudad, justo antes de la guerra.

Había sido una casa maravillosa para hacerse mayor. Los tres chicos arriba, y la cursi hermana mayor, con dormitorio propio, abajo a otro lado de la sala de mamá y papá. Había que bajar dos tramos de escalera, el otro conducía a! cavernoso sótano donde papá aparcaba el coche nuevo y tenía todas sus herramientas y el material de jardinería y donde habitaba la caldera de carbón llamada Miedo y su reino de los inviernos, la bodega del carbón, encantada por los monstruos. El patio era más grande que el de cualquiera de sus amigos, y hasta que creció lo suficiente para tener que segar la hierba y poder decir palabrotas, fue un terreno de juegos sin límites para correr y retozar con los perros, para jugar a la pelota y a vaqueros o soldados, para trepar a los árboles y construir sedes secretas con cajas y tablas desechadas.

Garrett amaba la casa del Camino de los Cedros. Pero deseaba no soñar con ella todas las noches. A veces se preguntaba si la casa le había embrujado. Su siquiatra le decía que simplemente era una fantasía nostálgica por su infancia desaparecida.

No era sólo eso. Algunos de los sueños le perturbaban.

Como la esquiva fragancia de las hojas de otoño al arder, y los recuerdos fragmentarios de carne carbonizándose.

• • • • •

Garrett Larkin era un arquitecto paisajista con mucho éxito, con oficinas y sociedad propias en Chicago. Había conservado la misma mujer maravillosa durante treinta años, estaba colocando al menor de sus tres hijos estupendos en Antioquía, anticipando una cómoda y plácida quinta década de su vida y no había dormido en su cama del Camino de los Cedros desde que tenía diecisiete años.

Garrett Larkin se despertó en su casa del Camino de los Cedros, sintiéndose vagamente perturbado. Buscó a tientas por encima de su cabeza la lámpara de metal negro con una silueta de un vaquero montada sobre su cama. Encontró el interruptor, pero la lámpara no se encendió. Se deslizó fuera de las mantas y se trasladó al baño a través de la familiar oscuridad; allí encendió el interruptor.

Estaba llenando el vaso de agua cuando notó que sus manos eran las de un hombre viejo.

De un viejo. No eran sus manos. Ni su cara en el espejo del cuarto de baño. Arrugada por demasiados años, demasiadas preocupaciones. Cabello gris y ralo, nariz bulbosa y salpicada de manchas rojas. La ceja izquierda había perdido la delgada cicatriz de cuando había comprado el Volvo. Las manos gruesas con callos de trabajo. No tenía anillo de boda. Ningún pijama de franela demasiado limpio holgado sobre un cuerpo excesivamente delgado.

Bebió lentamente el agua, estudiando el reflejo. Podía haber sido él. Otro sueño perturbador. Esperó el despertar.

Bajó a la habitación de sus hermanos. Había dos chicos jóvenes durmiendo. Ninguno de ellos era su hermano. Tenían aproximadamente entre nueve y trece años. Y de algún modo le recordaban a sus hermanos, tiempo atrás, cuando todos eran jóvenes, en el Camino de los Cedros.

Uno de ellos se agitó de repente y abrió los ojos. Miró hacia arriba al viejo perfilado por la lejana luz del cuarto de baño. Dijo medio dormido:

—¿Qué pasa, tío Gary?

—Nada, creí que habíais gritado uno de vosotros. Vuélvete a dormir, Josh.

La voz era la suya y la respuesta surgió automáticamente. Garrett Larkin regresó a su habitación y se sentó en el borde de su cama, esperando la luz del día.

La luz del día vino y trajo el olor del café y del bacon frito y el sueño permanecía todavía. Larkin encontró sus ropas en la oscuridad, se puso la familiar bata y bajó las escaleras.

La alfombra era nueva y muchos de los muebles, extraños, pero seguía siendo la casa del Camino de los Cedros. Sólo que más antigua.

Su sobrina estaba trajinando en la cocina. Estaba forzando el límite de los treinta años y las costuras de la bata y no la había visto antes en su vida.

—Buenos días, tío Gary —vertió café en su taza—, ¿Se han levantado los chicos?

Garrett se sentó en la silla a la mesa de la cocina y sopló con cuidado el café. Muerto para el mundo.

Lucille dejó el bacon un momento y volvió a subir las escaleras. Podía oír el eco de su voz arriba.

—¡Dwayne! ¡Josh! ¡Levantaos y lavaos! ¡No os olvidéis de traer la ropa sucia cuando bajéis! ¡Moveos!

• • • • •

Martin, el marido de su sobrina, se unió a ellos en la cocina, dio un abrazo a su mujer y se sirvió una taza de café. Robó una loncha de bacon.

—Buenos días, Gary. ¿Has dormido bien?

—Creo que sí —Garrett miró fijamente su taza.

Martin masticó el bacon demasiado crujiente.

—Necesito que esos chicos trabajen en las hojas después del colegio.

Garrett pensó en el olor de las hojas ardiendo y recordó el dolor de la piel vaporizándose y el café le quemó la garganta como un torrente de sangre hirviendo y se despertó.

Garret Larkin boqueó en la oscuridad y se incorporó en la cama. Buscó a tientas detrás de él la lámpara con la silueta del vaquero y no pudo encontrarla. Entonces hubo luz. Una lámpara de pie desde el lado opuesto a la enorme cama. Su mujer le estaba mirando fijamente, preocupada.

—Gar, ¿estás bien?

Garrett intentó recomponer sus recuerdos.

—Sí... Rachel. Sólo fue otra pesadilla.

—¿Otra pesadilla? Quieres decir otra pesadilla más. ¿Estás seguro de que se las cuentas a tu siquiatra?

—Dice que sólo es una añoranza nostálgica de la infancia cuando te encuentras con que la madurez avanza.

—Debe haber sido una infancia feliz. ¿Te parece que apague la luz?

Y soñó de nuevo, soñó con el Camino de los Cedros.

Estaba seguro y cómodo en su propia cama, en su propia habitación. Resguardado bajo las sábanas, herencia de su madre del frío de octubre que penetraba en el piso de arriba. Algo le apretaba las costillas y se despertó descubriendo que su linterna de Boy-Scout estaba atrapada bajo las mantas, junto a los prohibidos tebeos de terror que había estado leyendo, a escondidas, después de la hora de acostarse.

Gary buscó a tientas la luz, moviéndola alrededor de la habitación. Su rayo era débil y amarillento porque necesitaba pilas nuevas, pero zigzagueaba reafirmándose a través de las paredes del dormitorio, familiarizado con sus carteles de aviones, salpicado por algunas pinturas al óleo y (un añadido de temporada) recortables de Halloween, calabazas, gatos negros, brujas montadas en sus escobas y esqueletos danzarines. El rayo apuntó hacia la buhardilla descubriendo los libros de los estantes y sus tesoros; el B—36 a medio terminar; el «Cigarro Volador», un bombardero nuclear que se elevaba por encima de un escritorio salpicado de piezas de plástico y tubos de pegamento.

El desvaído rayo de la linterna flotó hacia el otro lado de la habitación y se detuvo sobre la cara que le miraba desde el borde de la cama. Era la cara de un adulto que nunca había visto antes, cadavérica a la amarillenta luz. Al principio, Gary pensó que debía ser uno de sus hermanos con una máscara de Halloween y entonces supo que realmente era un asesino demente con un cuchillo de carnicero como los que salían en los tebeos y entonces la carne de la cara, iluminada por la luz, comenzó a pelarse en tiras negras y apenas los huesos y dientes se carbonizaron y resquebrajaron, dando paso a un polvo que se desvanecía y la vejiga de Gary explotó en un torrente de vapor.

Larkin murmuró y se quedó paralizado de estupor. Buscó a tientas su entrepierna, bajo las capas de plástico hechas jirones, pensando que se había hecho pis durante el sueño. No se lo había hecho, pero realmente no le habría importado. Algo le estaba molestando en las costillas y recuperó la botella medio vacía de Thunderbird. Echó un trago. E—1 vino se había calentado con el calor de su cuerpo y sus vapores le cosquillearon nariz arriba.

Larkin se corrió más adelante de su caja de cartón, hacia el fondo que apoyaba contra la pared del callejón. Hacía frío esta noche de otoño —otro invierno malo, seguramente— y se preguntó si quizá debería salir y reunirse con los otros alrededor de la hoguera. Tomó otro vaso de vino, que le calentó la garganta y las tripas.

Cuando podía permitírselo, a Larkin le gustaba beber Thunderbird. Era un lazo con su infancia.

—Aprendí a conducir en el Thunderbird de mil novecientos sesenta y uno, recién comprado, de mi viejo —solía decir a cualquiera que se le acercara. Un Thunderbird blanco de mil novecientos sesenta y uno con tapicería azul turquesa. Todo potencia y rápido como un demonio. Las chicas del Instituto hacían cola para quedar conmigo y poder dar un paseo en el flamante Thunderbird. ¡Estaba hasta el culo de chicas!

Todo aquello era mentira, porque su padre nunca le había dejado conducir el Thunderbird y Larkin había pasado su adolescencia quemando tres embragues del Volkswagen escarabajo de segunda mano de la familia. Pero nada de eso importaba realmente a la larga, porque Larkin había sido llamado a filas justo después del colegio y lo mejor de él nunca regresó de Vietnam.

Hospitales para veteranos, centros de rehabilitación, casas de marginados, demasiadas cárceles para contar. ¿Por qué molestarse en contarlas? A nadie le importaba un bledo. Larkin recordó que había vuelto a soñar con el Camino de los Cedros. Ni siquiera el vino peleón podía matar aquellos recuerdos. Larkin se estremeció y se preguntó si quedaría algo para comer. Había cogido algún producto de desecho de un vertedero, pero ya se había podrido.

Decidió probar suerte en la hoguera. Al salir de su caja de cartón, se metió en el bolsillo la botella de vino e intentó recordar si había dejado algo que valiera la pena robar. Probablemente, no. Recordó cómo una vez había acampado fuera de la enorme caja del frigorífico nuevo en el Camino de los Cedros, antes de que las lluvias deshicieran la caja de cartón.

Había una media docena más o menos, todavía levantados, perfilados por el resplandor llameante del bidón de gasolina del edificio en ruinas. Se suponía que no deberían estar allí, pero también se suponía que el edificio debería haber sido desalojado hacía dos años. Larkin se arrastró hacia ellos; una mancha idéntica de desechos harapientos, fundido con el yermo urbano.

—¿Qué pasa, hermano?[13] —le preguntó Pointman.

—Demasiado frío para dormir, soñé. Tuve pesadillas.

El negro asintió comprensivamente y utilizó su brazo bueno para echar un palo al fuego.

Chispas volaron hacia arriba y se desvanecieron en la noche.

—¿Con Nam?

—Peor —Larkin sacó su botella—. Soñé que era un niño otra vez. De nuevo en casa: el Camino de los Cedros.

Pointman echó un largo trago y le alargó la botella.

—Creía que me habías dicho que tuviste una infancia feliz.

—La tuve. Tan buena como puedo recordar —Larkin remató la botella.

—Eso es —Pointman le dio un consejo—, A veces es mejor olvidar.

—A veces no puedo recordar quién soy —le dijo Larkin.

—A veces, también es lo mejor.

Pointman clavó sus dedos en un viejo embalaje de transporte y lo echó en el bidón de gasolina. Una rata había hecho un nido dentro del material envolvente y todo ello se alzó en un hongo de brillantes chispas y espeso humo negro.

Larkin oyó sus chillidos de terror y su lucha agónica. Sólo duró un minuto o dos. Después pudo oler la piel que se quemaba, pudo oír la suave explosión de los cuerpos que estallaban. Y pensó en la hoja del otoño quemándose en el bordillo de la acera. Y recordó la suave explosión del estallido de sus globos oculares.

Gary Blaze aspiró a pleno pulmón los vapores del crack y luchó para aguantarse la tos. Le alcanzó la pipa al doctor Syn y exhaló.

—Es como seguir soñando sobre el pasado, cuando era un niño —dijo a su batería—, Y un montón de mierdas más. Se hace realmente pesado algunas veces, tío.

El doctor Syn fue el cuarto batería durante la fluctuante carrera de dos décadas de «Gary Blaze and the Craze». Había estado con la banda alrededor de un año y no había oído a Gary repetir esas viejas historias tantas veces como los supervivientes más antiguos. Ahora precisamente estaban en una extraordinaria gira por todo el mundo y el doctor Syn no quería volver a actuar en los bares de Minnesota. Terminó lo que quedaba en la pipa y dijo con simpatía:

—Mierda.

—Es como las veces que no puedo recordar quién soy —Gary Blaze hizo una confidencia, observando cómo un admirador recargaba la pipa de cristal. Tenían el aire acondicionado a toda máquina y la habitación del hotel se notaba fría.

—Eso no es más que todos los años que has pasado en la carretera —le confirmó el doctor Syn. Era un chico alto, de la mitad de edad de Gary, con la obligatoria melena rubia y el atuendo heavy-metal, que habiendo tenido un gran comienzo con una superestrella de rock ya eclipsada no podía dañar a su propia naciente carrera.

—Ya sabes —Gary tomó una anfeta con un trago de wodka—. Ya sabes, a veces me subo al escenario y realmente no puedo recordar si puedo tocar esto —acarició su excelente Strat—. Y lo he estado tocando desde que compré mi primer disco de Elvis del cuarenta y cinco.

Hound Dog y Dont be cruel son de mil novecientos cincuenta y seis —le recordó el doctor Syn—, Tú sólo eras un crío que crecía al este de Tennessee.

—Y yo soñaba con eso. Con la vieja casa familiar en el Camino de los Cedros.

El doctor Syn se ayudó con otro golpe del crack de Gary.

—Eso no es más que todos los años que has pasado en la carretera —tosió—. Sigues pensando en volver a tus raíces.

—Quizá debería volver. Sólo una vez. Sabes, ver de nuevo el viejo lugar. Me pregunto si estará allí todavía.

—¿Montar el número del rockero malo que vuelve a casa?

—¡Mierda! —Gary sacudió la cabeza—. No quiero volver a ver la casa nunca.

Inhaló vigorosamente, arrastrando el humo profundamente a sus pulmones, y recordó cómo su pecho explotó en un enorme chorro de vapor supercaliente.

Garrett Larkin estaba soñando, soñando con el Camino de los Cedros.

Le despertó la voz de su madre y eso no era razonable porque antes de quedarse dormido sabía que hoy era sábado.

—¿Gary? ¡Levántate y lávate! ¡Recuerda que prometiste a tu padre que quitarías todas las hojas antes de ver el partido de fútbol! ¡Muévete!

—Muy bien —murmuró bajando las escaleras y susurró un par de palabrotas para sí. Lanzó sus largas piernas por encima del borde de la cama, bostezó y se estiró, se esforzó en entrar en unos vaqueros y un chándal del instituto y se metió en el cuarto de baño para lavarse. La cara de un adolescente le devolvía la mirada desde el espejo. Gary exploró unas pocas espinillas incipientes antes de cepillarse los dientes y ponerse laca en el flequillo. Podía oler las salchichas friéndose y las tortillas dorándose cuando bajaba pataleando por las escaleras. Mamá estaba en la cocina en bata y delantal sirviéndole ya su plato. Gary se sentó en la mesa y sorbió su zumo de naranja.

—Tu padre regresa de Washington mañana, después de la iglesia —le recordó mamá—. Esperará encontrarse ese césped completamente limpio de hojas.

—Tendré terminada la parte delantera —Gary se echó mermelada en todas las tortitas del montón.

—Dijiste que lo harías todo.

—¡Pero mamá! Las hojas todavía están cayendo. Solamente hace falta rastrillar. debajo de los arcos —Gary engulló un trozo de salchicha.

—Mastica la comida —machacó mamá.

Pero era una maravillosa mañana de octubre con el aire fresco y vivificante, el cielo azul y despejado. Con el estómago confortablemente lleno, Gary atacó las doradas hojas, barriéndolas en torbellinos con el rastrillo. Blackie, su viejo perro blanco, se trasladó a un sitio al sol para supervisar su trabajo. Pronto se aburrió y se quedó dormido.

Comenzó en la base de la fachada de mármol rosa de la casa, quitando las hojas de debajo de los arbustos y apilándolas bajo los alto arces azucareros y, después, encima del bordillo. El tráfico era fluido esta mañana en el Camino de los Cedros y el fortuito paso de los coches a toda velocidad mandaba espirales de hojas del montón hacia el cielo. Estaba yendo más rápido de lo que Gary había pensado y podía tener tiempo para empezar el resto del patio antes de comer.

—Esto realmente no tiene sentido, Blackie —le dijo a su perro—. Tienen que caer muchas más hojas.

Blackie golpeó con la cola en señal de asentimiento y él se detuvo para acariciar su cabeza. Se preguntó cuántos años le quedarían, confiando en que no sucedería hasta después de haber salido de la facultad.

Gary echó cerillas en la larga hilera de hojas de la acera. En unos pocos minutos, el montón estaba ardiendo y el dulce olor de las hojas al quemarse llenaba el día de octubre. Gary atravesó la parte delantera de la cara y colocó la manguera en el grifo que había en la base de la pared, justo en el marco. Ya había sudado bastante y se detuvo para beber del chorro del agua.

De pie, delante de la pared de mármol rosa, bebiendo de la manguera, de repente Gary miró al cielo azul.

Por supuesto, realmente nunca vio el relámpago.

• • • • •

Ahora no hay cedros en el Camino de los Cedros, sólo hileras de tocones destrozados y ennegrecidos. No había hojas que rastrillar, solamente una papilla de ceniza muerta. No había cielos azules de octubre, sólo el gris mortecino de un largo invierno nuclear.

Aunque la casa sólo es un recuerdo conservado dibujado al carbón, una sección de la pared delantera de mármol todavía permanece en pie, y fundida en la piedra rosa se encuentra la silueta negra de un adolescente que mira hacia arriba confiadamente.

El viento gris soplaba a rachas a través del yermo muerto y el esqueleto quemado de la casa del Camino de los Cedros todavía llora la pérdida de aquellos que la amaron y aquellos a los que amó.

Descansa, Gary Larkin, y sueña tus sueños. Sueña con todos los hombres que podías haber llegado a ser, sueña con el mundo que podías haber sido, sueña con toda la gente que podía haber vivido, si no hubiera habido aquel día de octubre de 1962.

En la vida, no te pude salvar. En la muerte, acogeré tu alma y tus sueños todo el tiempo que mis muros permanezcan en pie.

Lo que vemos

y lo que parecemos

sólo son sueños,

un sueño dentro de un sueño.

De la película de Peter Weir,

basada en la novela de Joan Lindsay,

«Picnic en Hanging Rock».