Gwyneth Jones
GWYNETH JONES ha escrito recientemente buen número de excelentes relatos fantásticos y es la autora de Divine Endurance, Escape Plans y Kairos. También escribe libros para niños con el seudónimo de Anne Hallam. Vive en Brighton, Inglaterra.
Se dice con frecuencia que el horror es un género conservador, escrito mayormente por hombres. Sin embargo, también es verdad que algunos de los mejores relatos de horror han sido escritos por feministas, por ejemplo. The Yellow Wallpaper, de Charlotte Perkins Gilman; My Dear Emily, de Joanna Russ, y The Vampire Tapestry, de Suzy McKee Chamas. Ésta es una historia sobre la psicología de la opresión.
El orgullo es anterior a la caída
La reunión fue intensa: las operaciones eran tan importantes y la discusión sobre ellas tan profunda que me sentí como si Don y yo hubiéramos estado llevando casco protector y transportando tablones. Al final, estábamos exhaustos. Donald y el señor Hann (el médico de la casa) caminaron hacia la puerta delantera, consultando todavía cómo negociaban el andamiaje. Suzy estaba dormida sobre la espalda de Don. Pobre niña, había sido buena como un ángel; su carita se fruncía muy seria cuando escuchaba y miraba por encima del hombro de su papá. Vacilé. Musité algo sobre querer echar otra mirada abajo, pero no pretendía que me oyeran. Quería hacer algo que era privado, o quizá sólo demasiado tonto para recabar la atención de los demás.
Estábamos a mediados de febrero y ya hacía frío en el oscuro atardecer, al final de la jornada de trabajo. El fontanero y el electricista y todo el personal de confianza del señor Hann habían recogido y se habían marchado mientras él nos concedía el beneficio de su —realmente maravilloso— comportamiento con la enferma. Bajé las oscuras escaleras que en este momento terminaban en unos tablones extendidos a través de un agujero; encontré el cable de la luz que colgaba de una vigueta desnuda del techo y apreté el interruptor. Dentro de una bombilla gris que se balanceaba en el aire, el retorcido arco incandescente parecía estar luchando contra fuerzas superiores, como si la humedad que subía por las paredes fuera algún tipo de reforzamiento de la oscuridad. Nuestro sótano tenía un aspecto horroroso, realmente horroroso; como un absceso de pus o un diente extraído.
Salí al centro de lo que una vez había sido una habitación e intenté recordar cómo la había visto por primera vez. Entonces la casa estaba vacía, e incluso con todos sus problemas era casi más de lo que nos podíamos permitir. Había una terrible sensación de urgencia al sentir a los de urbanismo a nuestra espalda y ver cómo la podredumbre y la humedad trabajaban afanosamente. Yo tenía que recoger la llave del agente y bajar aquí casi todos los días con Suzy a esperar todavía a otro topógrafo, un médico de casas o un experto en descomposición. Suzy prácticamente aprendió a andar en este sótano. Anduvo muy pronto: con apenas diez meses comenzó a hacer sus pinitos. Fue aquí, en la sombra, en el vacío mohoso, donde había dado alguno de sus primeros, tambaleantes y triunfantes pasos.
Ahora parecía más una excavación arqueológica que un lugar donde la gente pudiera vivir. O parte de una investigación de asesinato en masa. Cuando nuestros amigos (tuvimos que enseñárselo, no podíamos guardar tal espectáculo para nosotros mismos) vinieron a admirarlo, todos ellos dijeron lo mismo: «¿Habéis encontrado ya el cuerpo?».
Pero a pesar de todos los traumas, sabíamos que estábamos haciendo lo que debíamos. Incluso desde que nació la niña y aun antes, habíamos sabido que esto iba a pasar. Fue el cambio de casa lo que marcó el cambio de nuestras vidas. Y ésta era la única forma de vida que nos parecía correcta. Queríamos vivir en un lugar que tuviera sus raíces ancladas en el pasado, pero remodelada a nuestro gusto. Necesitábamos fundir lo viejo con lo nuevo, tanto en nuestros ladrillos y en nuestro cemento como en nuestras vidas.
Me quedé y esperé que la presencia de la antigua casa regresara desde donde quiera que hubiera sido conducida por la atronadora música pop y el trueno de las herramientas. No creo en fantasmas, pero creo en atmósferas. Nunca había sido dueña de una casa antes, y quería redescubrir el significado emocional del paso que estaba dando; algo que había sido oscurecido por los pánicos y las crisis de las últimas semanas. Cerré los ojos, con la sensación fugaz de que estaba corriendo alguna clase de riesgo.
Todo estaba tranquilo allí abajo, a pesar del frío y de la humedad, del olor a cieno. El zumbido del tráfico lejano sonaba suave como una canción de cuna en comparación a lo que rugía en la atascada calle a la que daba nuestro piso. Cuando supe que estaba tranquila, cuando había realizado esa sutil pero inequívoca transición a la concentrada consciencia neutral, abrí los ojos. Entonces vi a una mujer anciana sentada junto al hogar, es decir, frente al agujero abierto donde iba a estar nuestra chimenea victoriana restaurada. Estaba sentada, derecha, en un sillón de respaldo recto. Estaba haciendo ganchillo; un blanco montón de labor yacía en su regazo. No me veía. Estaba totalmente absorta, con su cara inclinada, con una expresión severa y medio ausente, la expresión que se produce con las tareas que ocupan las manos y vacían la mente. Su piel parecía suave como los pétalos de una rosa: la delicada, sólo ligeramente arrugada tez de una plácida abuela; las mejillas que uno sabía que serían tan suaves al tacto como las de un bebé. Yo nunca tendré una cara como ésa. Pienso demasiado, discuto demasiado. A veces no duermo muy bien.
La anciana, junto a mi hogar —plantée la, como dicen los franceses— parecía estar muy segura de sí misma, como si estuviera en su perfecto derecho de estar allí, como si posiblemente nada pudiera moverla. Tenía una inquietante apariencia contemporánea, demasiado para ser una emanación espectral. No era una abuelita victoriana, sino una anciana bien conservada de hoy en día: una coleccionista de recetas de los programas culinarios de TV, una cómoda lectora de gruesas y brillantes sagas familiares. La visión persistía, haciéndose más nítida cuando miré fijamente, alimentándose de no sé qué trozos de información en las formas de la oscuridad y de los ladrillos desportillados. Las telarañas blancas de la putrefacción de la madera recién descubiertas flotaban alrededor de su cabeza y se habían transformado en el ganchillo de su regazo y en sus diestras y suaves manos aplicadas a la labor.
Entonces comencé a oír su respiración. Era desagradable: el sótano entero parecía resonar con ella; un pesado jadeo asmático, como de alguien que se estuviera muriendo. Era un ruido inmundo. Incluso se me ocurrió que quizá alguien se estaba muriendo, realmente en la puerta de al lado del sótano. Después de un minuto o dos se detuvo y yo me fui.
Donald estaba esperando en el coche. La niña —todavía dormida— estaba atada con las correas de su silla en el asiento trasero. Me había dejado el asiento del conductor. Entré y nos sentamos, cogidos de la mano, con pocas esperanzas. Don no habría estado más deprimido si el señor Hann hubiera sido un auténtico geriatra y nos hubiera dado noticias graves sobre un ser querido. Pero no era demasiado grave. Sabíamos que nos estábamos enfrentando a un reto: ganaríamos.
—¿Y bien? Entonces, ¿qué conseguiste? ¿Qué te parece? ¿Vamos a vivir con ese personaje?
Desde luego, sabía que yo estaba al tanto. Me conoce. Estamos muy unidos Don y yo. Lo cual es algo que hace unos pocos años no creía que podría decir, por más que estábamos casados, ¿verdad? Pero había visto agriarse tantas relaciones por la porquería acumulada que salía a la superficie bajo la presión de dos carreras y el cuidado de los niños. Sabía cómo valorar mejor lo que teníamos.
—Un poquito destrozada, de momento —dije—. Un poquito machacada y maltratada. Pero estructuralmente sólida.
Podía haberle contado que había visto el espíritu de nuestra casa, vivo, bien y sentado cómodamente junto a su propia chimenea. Pero no lo hice. No me gustan las abuelas con las mejillas como pétalos. Si hubiera sido la imagen de una anciana, realmente se trataría de una mujer muerta, que apesta. De todas formas, estaba aquel horrible ruido. No creía que Don quisiera oír hablar de un vecino enfermo sin esperanzas precisamente ahora.
Exhaló un gran suspiro. ¡Dinero! ¿De dónde íbamos a sacar todo el dinero?
—Sobreviviremos, Rose.
—Por supuesto.