Eso fue cuando era estudiante graduada —en mi primera visita escasa de dracmas a Grecia—, queriendo quedar impresionada preferentemente por algo a lo que no hiciesen mención los libros. Lo superé pronto. Quince años después, recordé.

• • • • •

—Te encantará la casa —le había dicho a Elizabeth—, Verdaderamente, está más dentro de tu estilo que del nuestro. Es un desperdicio todo este terreno sólo para nosotros.

Elizabeth se rió maliciosamente.

—No me lo creo, Penny. A ti también te encanta.

—Oh, sí. Realmente nos encanta a todos. La niña dejó de llorar la primera vez que atravesamos la puerta. Pero eso no quiere decir que sepamos qué hacer con ella. Solamente vivimos allí.

Eso era ligeramente inexacto. Desde el momento en que traspasé el umbral había sabido que aquella casa era de nuestro estilo, de mi estilo. El exterior no nos había impresionado. Habíamos pasado por delante repetidas veces —la gente que vive en Pullman, Washington, recorre repetidas veces las ocho millas hasta Moscow, Idaho y la carretera del aeropuerto es más agradable, un paseo más bonito que la carretera principal. Habíamos visto el cartel de Se vende y consideramos que no merecía la pena ir a verla. Sólo cuando ya no esperábamos encontrar nada mejor y con un precio de entrada más barato, nos decidimos a echarle un vistazo. Como dijo Roger, la fachada parecía un garaje acrocéfalo (el extremo de un tejado fuertemente inclinado terminaba en el marco de una cara blanca, sin rasgos).

—Por supuesto, ésta no es la verdadera fachada. La fachada auténtica es la lateral.

Era verdad. La que había sido proyectada como puerta delantera daba al este, con una desviación de 90 grados exactos desde la carretera del aeropuerto, dentro del desvío de grava que conducía al interior del terreno que rodeaba a la granja.

—Eso es lo que algunos entendían por introducirse en un círculo —dijo divertido el agente de la propiedad—. Pero ya ven que hicieron un cambio.

Lo que alguien había hecho, en cambio, era un garaje que permanecía libre; su puerta estaba al mismo nivel del extremo de la casa y entre ellos había el espacio suficiente para una acera bordeada de lilas mustias (las lilas son las únicas flores que me disgustan profundamente). Detrás del garaje había una hilera de otras pequeñas dependencias que el agente identificó como un gallinero, un cobertizo para trastos y otro para herramientas. Entre el de las herramientas y el desvío de la grava había un montículo de una bodega, que parecía una sepultura.

—Si quieren, pueden quitar todo esto —añadió en tono alentador—, O trasladarlo a la parte de atrás de la finca. Excepto la bodega, por supuesto; la mayor parte es subterránea.

Roger se encorvó, con un filosófico encogimiento de hombros.

—Resulta poco eficaz dar vueltas.

Desde la acera de las lilas había tres escalones hasta un pequeño porche de entrada de hormigón, con un inútil tejado a dos aguas encima de la artesonada puerta delantera.

Dentro, un vestíbulo decente, con armarios y manchas que señalaban dónde habían estado el paragüero y los maceteros, una puerta a la cocina y otra que daba a un tramo de escaleras que conducían a los dormitorios de arriba. Un gran cuarto de estar ocupaba todo el lado norte, con una ventana salediza («Eso va a hacer que el calor sea más duro», observó Roger) situada frente a una chimenea. Un comedor independiente, con ventanas a poniente.

—Mira, una puerta de verdad —dije—. Me gustan las casas con puertas —había otra puerta de verdad en la cocina.

Pero el modo natural de entrar en la casa era por la puerta sur, directamente a la cocina, en primer lugar. Así fue cómo nos hizo pasar el agente al principio, y así fue cómo supe que ésta era una casa donde podía sentirme cómoda. Aunque no parecía fácil, aduje un montón de objeciones: con una carretera de grava y con campos de trigo por los alrededores, va a haber mucho polvo; tendremos pesticidas flotando en la comida; justo al lado de la carretera está el aeropuerto, así que los aviones nos pasarán rozando... Y no hay patio delantero. Todo el mundo vendrá por la puerta de la cocina y no estoy segura de querer que la gente vea nuestra cocina desordenada. Mire las vistas que hay desde las ventanas que dan al este: no se ve nada más que el garaje y todos esos cobertizos... Pero me encantaba. Nunca he sido lo que se dice una cocinera, pero me gustan las cocinas.

Y esta cocina estaba llena de sol y multitud de armarios y cajoncitos y espacio suficiente para una mesa de cocina decente, alrededor de la cual se puede sentar uno, caminar y amontonar cosas. Una puerta al comedor y otra al vestíbulo.

—Por supuesto, esta puerta sur no se abre exactamente a la cocina —dijo el agente—. Se abre al hueco de la escalera del sótano; y está este pequeño rellano de entrada donde pueden quitarse los zapatos mojados y colgar sus abrigos en esos ganchos. Así que ese camino es agradable. Y es excelente para que los chicos puedan bajar directamente las escaleras y que no se entrometan en su espacio vital.

—¿Cuándo se construyó? —preguntó Roger. Estábamos de nuevo fuera, echando un vistazo a la casa e intentando pensar que nos encantaba.

—Alrededor de mil novecientos cuarenta —dijo el agente—. Entonces todavía sabían cómo construir casas —golpeó con el pie en una piedra lisa casi enterrada en la hierba—. Por supuesto, aquí había una vieja granja antes. Esto formaba parte del camino, supongo.

También había árboles, una valiosa consideración sobre la ondulada pradera de Palouse; no sólo los pequeños sauces dorados a lo largo del hilillo del riachuelo, sino los restos de un álamo roto por el viento en el lado oeste, un arce detrás de la casa, unos cuantos serbales cubiertos de maleza entre los imponentes lilos al fondo del patio, y un viejo manzanal sobre la ladera de arriba.

—Esto era parte de la granja Morrisey —explicó el agente—. La razón de que esta pequeña parcela esté en venta es que, cuando el hijo se ocupó de su explotación, él mismo construyó una casa al otro lado, y cuando los parientes viejos murieron, alquiló ésta, hasta que empezaron a surgir demasiados problemas para preocuparse de ellos. Es estupenda para alguien que trabaja en la ciudad y quiera vivir en el campo. Sus cinco acres incluyen todo el lado delantero de la colina. Aquellos campos de guisantes a lo lejos; o de lentejas; resulta difícil decirlo desde aquí.

Roger me dio un codazo:

—¿Ves? No es trigo.

Así que tendremos distintos pesticidas —dije. Pero los dos estábamos canturreando cuando nos dirigíamos de vuelta al coche. Lo hacemos algunas veces.

Al día siguiente volvimos con los niños. Melanie todavía era un bebé —su llegada fue lo que nos había animado a buscar una casa más grande— y Todd era una bendición con sus tres años, todavía sin pulir por la guardería. Inmediatamente salió fuera a hacer un recorrido por las dependencias con Roger detrás de él para controlar los desperfectos.

Melanie estaba protestando en mis brazos, trastornada porque la habíamos despertado a una hora equivocada.

—¡Espera un minuto! —gritó Roger cuando Todd se esforzaba en levantar la trampilla de la bodega.

—¿Es seguro eso? —le pregunté al agente inmobiliario. El mundo parecía más inhóspito y peligroso que hacía unos minutos. El grito de Melanie ascendió a berrido. Aquí fuera, en el campo, lejos de los médicos, del asfalto y de los atascos, ¿quién sabía qué riesgos inesperados podían amenazar a mis hijos?

—La puerta quizá necesite alguna reparación —dijo el agente en voz alta—, pero la bodega es tan sólida como el Peñón de Gibraltar. La inspeccioné yo mismo. Le seguí de mala gana hasta la puerta de la cocina. Me la abrió y entré. Melanie dejó de gritar.

Estaba mirando en los armarios cuando Todd irrumpió unos minutos después, abriendo la puerta de la cocina como si hubiera estado ensayando durante semanas:

—Ven, mamá. ¡Ven! Aquí ha habido indios.

—Desde luego que los ha habido —dije—. Ha habido indios en todo el país.

—No. ¡Quiero decir en la bodega!

El agente inmobiliario podía haber inspeccionado, pero le tocó a alguien de tres años encontrar signos de indios. Seguí a Todd, dejando a una tranquila Melanie en los brazos de Roger, cuando pasamos a la calzada.

—Está oscuro —advirtió Roger.

—No te preocupes, aquí hay una linterna —le contesté. Estaba en la hierba, junto a la puerta abierta de la bodega. La encendí (su armazón estaba descolorido y roto, pero funcionaba) y seguí a Todd escaleras abajo. Dentro, el maravilloso olor subterráneo que siempre me recuerda a los champiñones frescos.

En el muro del fondo, justo a la altura de Todd, había un nicho rectangular, excavado en la oscura tierra.

—Todd, espera un momento —le saqué las manos del agujero. Una de ellas sujetaba una punta de flecha, la otra una pluma mugrienta y llena de barro. Me lanzó una sonrisa triunfante al rayo de la linterna, y me reí:

—¡Indios, Todd! Coge eso y enséñaselo a papá.

—¡Y esto! —se detuvo para coger más tesoros llenos de telarañas. Giré el rayo de luz para iluminar el nicho. Tenía dos pies de ancho y apenas un pie de profundidad, había sido allanado irregularmente en la sólida tierra; un lugar para almacenar, más tosco que los estantes que bordeaban los lados más largos de la bodega. Quizá un niño había escondido aquí esta colección, muy pequeña y muy de aficionado, hacía décadas; el hijo ingrato que había construido su propia casa en el lado opuesto de la granja y había vendido ésta, olvidando sus tesoros, cuando resultaron ser demasiado problema. O quizá los ancianos que habían construido ésta y murieron aquí. Quizá los primeros dueños de la granja habían saqueado personalmente estas curiosidades de los que alguna vez fueron los auténticos propietarios de la tierra. Había más puntas de flecha, un montón de plumas y diminutos huesos y guijarros y un fragmento de piel, quizá un vestigio de una bolsa de medicina, y hacia el fondo, introduciéndose en el rayo de mi linterna, una pequeña masa con ojos. Parecía estar tan en su sitio que vacilé antes de cogerla y cerrar mis manos sobre ella.

Era de piedra tallada, o más bien de piedra picada. Sus grandes ojos de lechuza eran dos grupos de círculos concéntricos, anchas líneas formadas por muchos hoyos pequeños, como si los hubieran hecho con un martillo y un clavo. Me lo llevé a la luz del sol, donde Todd estaba exhibiendo sus trofeos a Roger y al agente.

—¿Sabe algo sobre los indios? —me preguntó Roger impresionado por la sofisticación de su hijo.

—¿No te enseñó ese libro que estamos leyendo? Abrí la mano revelando la pequeña figura y Roger se cambió la niña de brazo para cogerla de mi palma.

—¿Sabes a lo que me recuerda esto? —miró la masa sin forma, poniéndola a la luz del sol—. Aquella vez que Clint Golding y su pandilla de antropólogos me hablaron de bajar a Colombia, en uno de sus recorridos para examinar petroglifos. Hay uno grande en algún lugar por ahí abajo junto a los Dalles que es como éste, todo ojos. Reduce a miniatura aquél mediante una escala de cuarenta o cincuenta y tendrás éste —lo inclinó hacia atrás y siguió—. Ella ve que vienes. Ella ve que vas. Así es cómo la llaman los indios locales o, por lo menos, eso me contaron. No sé si se puede uno fiar de un antropólogo.

—Dejémosla en su sitio —dije—. Vamos, Todd, vamos a devolver todo esto a donde corresponde.

—A mi mamá —confió Todd al agente— le gustan las cosas viejas.

• • • • •

Regresamos una vez más, Roger y yo solos. Esa era nuestra estrategia para cazar casa; primero investigar las posibilidades; luego, si nos gustaba, probarla con los niños (o probar a los niños con ella, como les decía a mis amigos) y, finalmente, si todavía estaba libre, revisarla una vez más sin que nos distrajeran los niños o el agente.

—Hay tantas cosas que no están bien —protesté, pasando amorosamente una mano sobre la repisa de la chimenea—. ¡Ese diminuto baño junto al comedor! Y el del piso de arriba no está mucho mejor.

—Tenemos suerte de tener dos baños completos en una casa tan antigua —dijo Roger—, Por supuesto, todo el sitio da al camino equivocado. Está ese enorme patio trasero con un mínimo de sol y sin espacio para plantar algo enfrente. ¿Qué utilidad tiene el irse al campo si no se puede tener un jardín?

—Son cinco acres enteros —dije—. Podemos hacer lo que queramos con ellos. Y un manzanal.

—Un pomar abandonado —rectificó Roger—. Tendremos suerte si conseguimos una libra de manzanas agusanadas. El sótano está sin terminar...

—Pero seco —dije—, Y si nos desembarazamos de esos horribles arbustos de los cimientos, tendrá mucha más luz.

—Realmente hay cantidad de habitaciones —dijo Roger—. Podríamos instalar un cuarto de baño y una habitación para el ordenador aquí abajo y separar el área de lavar y el horno, y todavía tenemos espacio para una habitación bastante grande para la familia. Están todas las cañerías, la fontanería no será ningún problema. Pero no sé qué pasa con la instalación eléctrica.

—Y esos suelos de madera serán gloriosos, una vez que quitemos esta alfombra y los pulamos. Es una pena que el ático no sea lo suficientemente alto para ponerse de pie. Me gustaría tener un ático soleado para trabajar.

—Es lo suficientemente alto en el centro. En último caso, podríamos eliminar parte del tejado y hacer buhardillas.

—Y a los gatos les encantaría —dije. Nos miramos el uno al otro y nos reímos—. Creo —dijo Roger— que nos conocimos precisamente en una casa.

• • • • •

Cinco años después nos estábamos felicitando todavía de la suerte o habilidad que nos había conducido a nuestra casa. Nos quejábamos de sus deficiencias, pero tanto como nos quejamos de los defectos de nuestros hijos o de los demás, las quejas rituales de la gente feliz. Los prudentes siempre habían ofrecido tales sacrificios para evitar cualquier apariencia de petulancia, esa excesiva satisfacción que tienta a los dioses a poner en orden las cosas.

Por entonces, yo tenía mis propias ideas sobre la suerte. Tu suerte muestra qué clase de relaciones se tiene con el Universo. O, como me parafraseaba Roger: «La suerte no es gratuita».

—Lo creo —añadía cortésmente—. Pasteur estaba en lo mismo cuando dijo que la suerte favorece a las mentes preparadas.

Pero Elizabeth objetó enérgicamente:

—¡Eso no me gusta nada, Penny! El próximo paso es «más afortunado que tú», ya sabes; tengo suerte porque me lo merezco y tú no la tienes porque no lo mereces.

—Es más un asunto de competencias que de moralidad —dije—. Es del mismo modo que cuando se dice que algunas personas son mejores haciendo dinero que otras personas. Podrá no ser correcto, pero funciona.

• • • • •

Me había gustado Elizabeth Bannerman desde el primer día que apareció en mi curso de Religiones Antiguas; una joven grande, natural, jovial, bien parecida, una de las pocas en las que nunca estuve tentada a pensar como una chica. Se quedó después de la clase para hacer preguntas inteligentes, y al final del semestre éramos amigas. Era profesora ayudante y estaba escribiendo despacio su tesis sobre las mujeres en Esparta en el siglo v antes de Cristo. Yo fui la única que la enseñó a usar A.D.N.E. (antes de nuestra Era), mejor que a. de C. (antes de Cristo), en un mundo en el que el cristianismo no tenía relevancia. Como católica razonablemente buena, nunca había pensado en ello.

Cuando Roger propuso un año sabático, empezamos a pensar en Elizabeth y su familia como posibles cuidadores de la casa y cuando conseguimos una oferta en firme de la Universidad de Montpellier la llamé inmediatamente. Estaban cansados de alquilar, muriéndose de ganas por un sitio en el campo y todavía no podían permitirse una casa que les conviniera. Su marido, George, era cazador y granjero potencial (ambos procedían de familias granjeras del Medio Oeste), atrapado en un trabajo de celador de teléfonos. Tenían tres hijos, cuyas edades estaban en, una escala que a mí me horrorizaba secretamente: Mark tenía doce años, Jane siete y el bebé apenas un año. Los niños habían retrasado su carrera —ella era sólo unos pocos años más joven que yo—, pero afrontaba todos los obstáculos de la vida con tan buenos ánimos que yo sólo podía apartarme y aplaudir.

Era una de esas situaciones en que todo el mundo sale ganando, que hace pensar que realmente se debe estar en maravillosas relaciones con el Universo. Los Bannerman cuidarían mejor nuestra casa de lo que nosotros lo hubiéramos hecho nunca; entendían de gatos, pagarían los gastos y nos darían exactamente lo que se habrían gastado en alquilar una minúscula casa en la ciudad. Nosotros podríamos afrontar el resto de los pagos de las hipotecas, más impuestos y seguros, gracias a los generosos acuerdos que Roger había negociado con Montpellier y al adelanto que yo acababa de recibir de mi primer libro.

—Y estaremos ahorrando dinero a manos llenas —dijo Elizabeth—, incluso con la gasolina extra. Podemos cultivar nuestras verduras para todo el año, más los pollos, más las manzanas. ¿Hay sitio ahí para que pongamos las cosas en la bodega?

—Nosotros no la hemos usado nunca —dije—. Ya ves lo que quiero decir con que la estamos desaprovechando —nunca había sacado la pequeña colección india de su nicho. De alguna forma, me gustaba la idea del vigilante subterráneo allí, todo ojos y eternidad. Los chicos, como suelen hacer los niños, en un momento dado hicieron un ídolo de ello y después la taparon con un trozo de madera y la olvidaron. Personalmente me gustaba tener una deleidad atónica a mano.

—¡Es estupendo!—dijo Elizabeth—, Quiero un montón de conservas —me sonrió alegremente—. Espero que disfrutes el verano tanto como lo voy a disfrutar yo.

Desde el principio habíamos planeado nuestro año sabático de esta forma, con tres meses de vacaciones de verano al comienzo, mejor que al final. Tres meses para instalarnos cómodamente en el modelo europeo y encontrar alojamientos para vivir donde pudiéramos descansar, mejor que sumergirnos en el trabajo sin habernos acostumbrado al cambio de hora, con los niños protestando y sin haber practicado el idioma.

Y pensábamos en ello como nuestro año sabático, aunque en público no hablábamos así. Aun así, no faltaban las bromas sobre esta Penélope que no se quedaba en casa mientras su esposo llevaba a cabo su Odisea. Yo no tenía derecho a un año sabático hasta pasados otros dos años. Habíamos hablado de esperar, pero el acuerdo de Montpellier era demasiado bueno como para dejarlo pasar. Y el contrato de mi libro de texto había llegado en el momento justo. No tuve muchos problemas para coger una excedencia de un año.

—Y de esta forma —observó Melanie— podemos ir dos veces —ella no tenía idea, pobrecita, de lo que suponía un año en un país extranjero, pero se había contagiado del entusiasmo de Roger y mío. Todd no estaba tan seguro. Él había tenido amigos que se habían trasladado, y sabía que eso significaba romper contactos.

No somos turistas. Somos un grupo tan antiurbanista que en cinco viajes anteriores a Europa yo nunca había visto París, y Roger, que había pasado algún tiempo allí casi todos los años durante más de una década, no había visto mucho más. Mis casas son Grecia y Sicilia; la Bibliothèque Nationale, la suya.

En el último minuto todos teníamos dudas. Los niños propusieron que nos lleváramos los gatos, y yo estuve medio tentada de aceptar. No se le pueden explicar los años sabáticos a los gatos. Todo lo que saben es que han sido abandonados por los humanos en los que confiaban. Y Ajax cumpliría diecisiete años en verano. A los Bannerman, además de ser gente muy responsable, les encantaban los animales; pero ¿y si Ajax necesitaba alguna asistencia seria?

Y se me partía el corazón al ver lágrimas en los ojos de Melanie cuando abrazaba a Susie.

Afortunadamente, Roger se mantuvo firme.

—Tendrían que pasar una cuarentena —dijo— y serían desdichados. Ajax es un gato muy viejo; el viaje podría matarlo. Faraday, si lo llevamos allí, seguramente se escaparía y no le volveríamos a ver nunca. Faraday era el clásico gato negro independiente, cuyos ojos, como Todd había señalado, parecían zumo de naranja sólido.

—¿Podríamos llevarnos solamente a Susie? —preguntó Melanie.

Roger se puso de rodillas para mirarla a los ojos.

—A los gatos no les gustan los sitios nuevos. Vamos a estar en una ciudad grande, donde hay montones de coches y no hay saltamontes para cazar. Es muy peligroso para una gatita tan asustadiza. Tendríamos que meterla en una caja para llevarla y eso no le gustaría. No quieres meter a Susie en una caja, ¿verdad?

—No, en una caja, no —reconoció Melanie furiosamente y hundió su cara en el pecho de su padre. Él la rodeó con sus brazos y Susie escapó con un maullido de indignación.

Pero Roger tenía sus propias dudas:

—¿Sabes, Pen?—dijo, mirando por encima del coche cuando terminamos de meter las últimas maletas—. Esta es la primera vez que en casi treinta años he sentido abandonar un sitio. A la gente, sí; a las bibliotecas, también. Pero un sitio como tal, no lo he dejado desde que era un niño —cerró de un portazo el maletero—, ¿Te acuerdas de cuando fuimos al Glaciar y dejamos la llave a Sandy Sukovaty?

Y la llave no funcionaba, y no pudieron entrar en toda la semana. No lo olvidaré nunca. Afortunadamente los gatos estaban fuera y hacía buen tiempo.

—¿Estás segura de que Elizabeth sabe cómo hacerlo?

—Elizabeth ha practicado abriendo y cerrando todas las puertas. Se lo sabe al dedillo.

Se volvió a mirar la casa, hizo una larga inspiración y expulsó el aire lentamente. Luego dijo:

—¡Todd! ¡Melanie! ¡Venga, es hora de irse!

Los niños estaban acostumbrados a acampar desde muy pequeños, así que alquilamos un coche en Bruselas y acampamos de camino a Montpellier. No fue una experiencia totalmente libre de tensión, pero tuvo su lado rejuvenecedor. Nos reíamos de las miradas maliciosas de la gente del campo, que no podían creer que Penélope Ross y Roger Deacon formaran un matrimonio[11].

—Después de todo, quizá debíamos habernos inscrito como Ross-Deacon —dije arrepentida.

—Deacon-Ross —replicó Roger, demostrando una de las razones por las que no lo habíamos hecho.

En Montpellier encontramos un apartamento subvencionado por la Universidad en un edificio alto, nuevo pero no-emasiado-nuevo, y empezamos a instalarnos. El trabajo de Roger no empezaba hasta septiembre; el mío ya había empezado.

La materia de Roger era Historia de la Ciencia, con un especial interés por Nicholas d’Oresme. La mía es la Civilización Griega, que es más específica de lo que parece. Estoy liada con todo tipo de cursos de historia y arte clásicos, literatura y religión, y ocasionalmente me encuentro enseñando griego; pero lo que a mí me interesa es lo que hizo que gente tan distinta como Marsilio e Izmir, tan distantes en el tiempo como dos o tres milenios, se identificaran con los griegos. El año sabático de Roger era mi oportunidad para trabajar en algo que me había estado planteando: cómo había cambiado la religión griega fuera de su tierra de origen.

Todas las costas del sur, por supuesto, fueron romanas antes de ser algo que pudiera llamarse Francia, y griegas mucho antes de que fueran romanas. Superficialmente, no queda mucho de la ocupación griega, salvo unos potos nombres. Las ruinas visibles son todas romanas; las audibles, también. Los griegos pueden haber permanecido en algunos de los centros urbanos durante un siglo o dos después de que los romanos tomaran posesión de ellos, pero fue el latín la lengua que arraigó aquí. El latín se ha transformado lentamente en el provenzal, y el provenzal ha sido desplazado solamente por el francés, otra «ruina» romana. Sin embargo, las generaciones de griegos que han vivido, trabajado y rezado aquí deben haber dejado rastros. Yo no era arqueó— loga, pero era una experimentada observadora de museos. Los templos griegos de Massalia, Antipolis, Agatha y Nicaea habían desaparecido hacía mucho, pero yo me había atrevido a apostar que algunos de los restos de sus adoradores podían encontrarse en los museos de Marsella, Antibes, Agde y Niza. Aunque primero yo tenía que hacer un peregrinaje.

—Antes de que te comprometas demasiado —dije a Roger—, quiero ir a ver algunos templos.

—¿No hay templos por los alrededores?

—No templos griegos. Los romanos simplemente no los hicieron.

Me miró de reojo, con dudas:

—¿Tengo que verlos yo también?

A veces he deseado que mis hijos pudieran haber tenido un padre más guapo, y acariciaba la idea de que podía haber ido a otra parte a buscar genes de belleza. Por otra parte, siempre he pensado que era afortunada, teniendo en cuenta las personas con las que podía haberme casado.

—No, no tienes que ver templos si no quieres. Estaba pensando en sólo unos pocos días. Nada más —fingí un estremecimiento de sensualidad, acomodándome más agradablemente en mi piel—. Ya sabes, sólo para sentir de nuevo los templos griegos.

—Mmmm —arqueó las cejas. Roger tiene unas bonitas cejas—, ¿A cuánto está el cambio del dracma?

—No quiero ir a Grecia, sino a Sicilia.

—¿Quieres llevarte a los niños? No me importa si quieres dejar aquí a uno o a los dos, pero me parece recordar que les hablaste de enseñarles cosas.

—No sé —dije.

—¿Cuál es el problema?

—No hay ningún problema.

—Pareces preocupada, Pen.

—Sicilia es el infierno. No estoy segura de querer que lo vean —él pareció preocuparse de repente—, ¿Estás hablando de la Mafia?

—No —aunque cuando dijo la palabra se disparó una de esas pequeñas alarmas maternales de culpabilidad: No me preocupo de las cosas normales. Me deberías haber hablado de la Mafia—, No, hay que bajar por carretera entre montones de basura y desperdicios de tres metros. Son esos barrios bajos, todos esos edificios de apartamentos inacabados, con gente alojada en todos los pisos sin electricidad ni agua. Sin mencionar los motoristas que arrancan los bolsos con cuchillos especiales para cortar las correas. Supongo que no quiero que los chicos vean cosas más horribles de las que les puedo explicar.

Roger me miró de su forma característica, por encima de las gafas.

—¿No es ésa la misma isla de la que has estado jactándote durante años?

Suspiré.

—Oh, claro —¡había tantas cosas en Sicilia que quería enseñarles a los niños! No sólo los templos en ruinas, sino el Etna, con sus rocas salientes y sus géiseres cenicientos como surtidores de ballenas infernales; los huertos de cactus y los olivos centenarios como gigantes artríticos; el reloj de la catedral de Siracusa, con sus figuras mecánicas que andan; los desfiles con muñecos y carruajes decorados, y la gente, simpática y escéptica, que recibirían un puntapié de un par de niños americanos realmente bastante bien educados.

Y quizá era sobreprotector intentar ocultarles la otra cara de la moneda de la vida en Italia del sur. Ocultarles —seamos más honestos, Penélope— la visión de la pobreza. Nadie tiene que cruzar un océano para encontrar una impresionante miseria y suciedad; la suciedad rebosa por todas partes. Él se inclinó hasta chocar mi cabeza contra la suya: —Que se queden aquí. Nos lo pasaremos bien. Necesitas poder concentrarte en tus ruinas.

• • • • •

Sicilia no es Grecia. Quería ver templos griegos en una tierra donde eran casi tan extraños como yo, templos cuyos constructores habían construido la piedra nativa, un reluciente estuco blanco, imitando los brillantes mármoles de su tierra natal. Y, dicho sea de paso, no para protegerlos del abrasador viento africano, cargado de arena y polvo.

—Intentaré llamar todos los días —dije a Roger. Eso era lo menos que podía hacer, si él estaba pensando en la Mafia. Pero no te extrañes si no consigo comunicar.

—Prometo no preocuparme —dijo—. Además, los chicos y yo estaremos ocupados.

• • • • •

Empecé por Palermo, en parte por el museo y en parte por el viaje adicional a Segesta, donde podía dar un paseo por el templo griego mejor conservado y quizá más hermoso de Sicilia. Los poderes allí existentes tienen sentido del humor; es un templo que nunca fue terminado, sin tejado, no porque se hubiera derrumbado, sino porque nunca lo pusieron. Algo no fue demasiado bien: la política, las finanzas, puede ser que hubiese algo erróneo en el sitio, que no se podía ver. Quizá no fuera un lugar donde los dioses habían escogido vivir. Cualquiera que fuera la razón, nadie se molestó nunca en estropearlo. El sol siciliano quemaba y ardía. Los niños de los turistas, poco impresionados por la piedra erosionada, corrían entre las flores silvestres mecidas por el viento, haciendo ramos rojos y azules. Me quedé de pie al sol, empapándome de helenidad.

Mi primera llamada se llevó a cabo sin problemas.

—Fuimos a la playa —dijo Roger—. Es la última vez que lo intento sin ayuda. Aunque conocí a un par de señoras jóvenes muy amables. Los niños pequeños lo propician.

—Y yo estoy aquí, defendiéndome de la atención de magníficos jóvenes, mientras tú te diviertes en la Riviera. Quizá debería dejar de defenderme.

—Considérate afortunada. No me prestaron ninguna atención. Los chicos la acapararon toda. Tienes una carta de Elizabeth.

—¿Ya? ¿Quieres abrirla y leérmela? —sin duda todavía no se habrá producido una crisis, pensé. Pero Elizabeth no era una charlatana. Quizá había escrito un montón de cartas, la nuestra incluida. O sólo quería informar rápidamente del principio.

—Querida Penny —leyó Roger—, Estoy sentada debajo del arce de tu patio. Ajax acaba de salir del cobertizo trasero, donde se ha pasado la mayor parte del tiempo, y se ha sentado en el regazo. Ahora está ronroneando.

—Es un alivio —dije.

—El viejo Ajax está madurando —dijo Roger—, ¿Sabes que su letra es como la de una colegiala?

—Quieres decir, legible —dije—. Sí, lo sé. Sigue.

—Los otros gatos están a la altura de las circunstancias, incluso Foxy. ¿Quién es Foxy?

—Es su pequeña dachshund —dije—. Es casi tan vieja como Ajax.

Roger siguió leyendo: Nos estamos adaptando muy bien, con las inevitables molestias menores. Ha escrito mal inevitables.

—Léeme las molestias —dije.

—Hmmm. No especifica. Hemos cultivado una parcela de veinticinco por veinticinco pies en la parte de atrás, y estamos poniendo el jardín. Mark está trabajando mucho en el gallinero y espera instalar su bandada esta semana. George está resultando muy mañoso, para satisfacción suya... Cosas así...

Según iba leyendo, algo dentro de mí se relajaba, se tranquilizaba. La casa estaba en orden. Los gatos estaban felices, o al menos resignados. Elizabeth y su competente familia cuidarían de todo.

—Déjame hablar con Melanie —dije—. Quiero preguntarle sobre la playa.

—¡Hey, es estupendo!—dijo Roger—, No te había puesto celosa desde que era estudiante.

—¿Qué te hace pensar que estoy celosa? Es sólo curiosidad.

Hizo el ruido de un beso y se rió:

—Cuídate. Aquí está Melanie.

• • • • •

En Sicilia, uno se puede adentrar en el interior a través de las llanuras de Enna, en otra época tierra fértil, cuyo grano había alimentado a medio Imperio romano. También se puede dar la vuelta alrededor del triángulo de la costa. En este viaje estaba ciñéndome a la costa; no quería ver arideces innecesarias. Divertido —amargamente divertido— que Enna fuera la casa de Perséfona, el sitio de la arquetípica violación de la vida por la muerte y el irresistible retroceso de la vida. La inconfortable vida de Sicilia parecía estar ahora en la costa, y brutalmente miserable, al menos así permanecía lejos de los nuevos hoteles de lujo turísticos. Cogí un autobús, empezando el largo camino, alrededor de las dos esquinas del triángulo, para Agrigento y los templos.

Desde la ventanilla del autobús se pueden ver las rocas que Polifemo, el cíclope ciego, lanzó el fugitivo Odiseo; islotes estériles en medio del mar. Tres de mis compañeros de viaje me las señalaban con tres versiones diferentes de la historia. Como un cajero de banco me comentaba una vez mientras me cambiaba dinero, en Italia todos son arqueólogos. O mitógrafos.

Hay una habilidad útil que aprende la gente que tiene que hacer cosas —especialmente padres de niños pequeños: cómo escuchar y comunicarse e incluso disfrutar con una parte de uno mismo— mientras otras partes se marchan solas. Sola en un atestado autobús de Sicilia, pensaba en palabras. Oikos es casa en griego. Corrompida en latín como oecus y luego ecus, nos da economía y luego ecología. Aún mejor es ese maravilloso derivado del griego oikoumene, el mundo habitado, de donde viene ecuménico. El mundo como casa, los humanos por definición, como habitantes; era una idea muy griega, a la vez civilizada y natural. Como otro concepto griego que el mundo moderno nunca ha adquirido: los bárbaros se avergüenzan de quitarse la ropa; sólo la gente civilizada va desnuda.

Naturaleza y civilización: fue Zenón el Estoico quien reflexionó sobre esa relación.

—Ya sabes —le dije a Roger esa noche por teléfono desde Taormina—. La próxima vez que llene un formulario que pregunte mis preferencias religiosas, voy a decir estoica. Casi podía oírle levantar las cejas:

—¿Tú? Había pensado que eras epicúrea.

—Y tú claramente eres un cínico —dije.

Desde fuera, también me habría etiquetado a mí misma como una epicúrea. De hecho, hubo un período en mis días de estudiante que declaraba ser eso exactamente. Uno de mis placeres epicúreos era explicar a la gente cómo nosotros, los epicúreos, habíamos sido injustamente calumniados durante milenios:

—No es hedonismo. Hedonismo fue una palabra de moda aquellos días; es realismo. Todo lo que hace la gente es por placer o para evitar el dolor. Los masoquistas lo hacen de una forma y los santos de otra un poco distinta; los epicúreos lo hacen inteligentemente. Después de todo, ¿cuál es la forma más efectiva de llevar al máximo el placer, y al mínimo el dolor? Sin duda, no se trata de quedarse como una piedra y abotargado y meterse en la cama con todo el mundo que aparezca.

Una buena forma que yo había encontrado de detener los avances sexuales no deseados era la de mirar dulcemente a los ojos del responsable y señalar: «¿Te importa?, estás interfiriendo en mi búsqueda del placer». Yo siempre había supuesto que los estoicos eran gente aburrida.

Pero ahora era el epicureismo lo que me parecía insulso, una especie de utilitarismo preindustrial: el mayor placer para el mayor número. Y Epicúreo había pensado, como tantos cristianos ignorantes después de él, que el mayor placer se alcanza con el altruismo, la paciencia y la abstinencia; en mi opinión, éste es su gran error. En cambio, los estoicos sostenían que el placer y el dolor son incidentes igualmente superficiales, cosas de las que hay que sacar el mejor partido, pero no tomarlas en serio, y que la única moralidad es vivir en armonía con la Naturaleza. Si estás disfrutando de algo, disfrútalo, pasará. Si sufres, no te preocupes, pasará.

No sueño a menudo con mis hijos, excepto cuando estoy lejos de ellos. Una conferencia fuera de la ciudad es generalmente buena para un sueño dulce y ansioso, que a menudo los retrata como sabios precoces. En Taormina soñé que Melanie y yo, con la ayuda ocasional de Todd y Roger, estábamos intentando reconstruir un templo en ruinas. La edad de Todd resultaba variable, a veces era mucho mayor que su edad real de ocho años. Melanie era aún una niña» en pañales. El templo era también nuestra casa, con armarios de cocina en el sótano y dormitorios apropiados bajo los arquitrabes caídos. De un modo frenético, estaba explicando a los demás que la bodega —como otras tumbas prehelénicas de esta zona (insistía)— había sido excavada en el lecho de roca con herramientas de metal. «La piedra puede cortar piedra», mantuvo Melanie, firme en sus pañales. «La piedra rompe a la piedra» —dije—, «no corta». Una columna detrás de nosotros cayó suavemente, como si fuera nieve.

Tuve que venir a Sicilia a sentir lo helénico y lo hice; pero también sentí lo que antes había echado de menos, la antigüedad del lugar. Desde mi punto de vista, no considero antiguos a los griegos, ni a los cartagineses. Poro aquí había naciones antes de esos recién llegados, y había políticas, estéticas y teologías mucho antes de que los griegos inventaran esas palabras. Las tumbas de piedra horadada que perforaban los acantilados y los riscos no eran sólo las c asas de los muertos, sino los citereos de las diosas, de las diosas sicilianas. Los griegos habían fusionado su culto con el de su propia Demeter y su hija, dándole una forma humana y un nombre griego: Perséfona. Pero pensar que ella no era más que la hija de Demeter era hacerla de menos.

Un poeta griego dice que el gran Dios Zeus dio Sicilia en su totalidad a Perséfona. Era ella quien propiciaba aquellas generosas cosechas a los griegos, y más tarde a los romanos. Los estoicos, desde luego, tenían unos profundos principios ecológicos; mientras los sicilianos habían dirigido su isla en armonía con la Naturaleza, había sido rica. Una forma menos filosófica de decirlo era que los humanos habían encolerizado a Perséfona al abusar de su tierra.

Estaba de pie en el porche de la catedral de Siracusa, mirando una enorme columna dórica. Era fácil ver por qué los cristianos habían querido incorporar aquella energía a su propia versión de la casa de Dios. En otro tiempo esto había sido el templo de Atenea. Atenea, Demeter, Artemisa, Afrodita —los griegos habían dividido la energía en pedacitos, puntos focales de la fuerza que engrana, a la que la gente siempre ha rezado. No es que Siracusa fuera inusual, salvo por la visibilidad de esas columnas. Muchas catedrales han sido construidas sobre los cimientos de un templo, la fe tardíamente tapada por la práctica. Parece que el lugar es más importante que la teología. Primero rezamos, luego pensamos en una razón.

Si marcamos todas esas iglesias en una hoja de papel cuadriculado, tendríamos un esquema, en puntos, de Europa —todos los puntos donde la gente había encontrado y conmemorado, nodos en cualquiera que sea la red donde viven. Más o menos ocurre en África y Asia y en las partes de América Latina que eran civilizadas antes de Colón (civilizado, como siempre digo a mis alumnos, no es necesariamente un término elogioso; sólo significa urbanizado). Las cosas son diferentes donde ha habido miles de años de población asentada. No se encuentran catedrales como la de Siracusa en América del Norte o en Australia. ¿Esto quiere decir que no existen otros lugares, o simplemente que la gente no los ha encontrado, o no han construido sobre ellos? No lo sabía.

—¿No lo conservan demasiado bien, verdad?—observó una voz americana—, ¿Ves lo sucia que está esa ventana?

Puse una expresión glacial, como de no entiendo inglés, ni otras lenguas bárbaras, y miré en la dirección del ruido: una pareja de jubilados se rezagaba detrás de su grupo; pude ver al guía haciéndoles señas impacientemente en la calle de abajo. El marido llevaba su cámara colgando de forma incómoda.

—Es una pena que no se preocupen lo suficiente de cuidar esto.

—¿Vas a sacar una foto o no?

—No tenemos tiempo; de cualquier forma, podemos comprar postales.

Se apresuraron pesadamente por los gastados escalones, abriéndose paso entre una familia siciliana como podían haberse abierto paso entre una bandada de mosquitos.

Si alguien me hubiera preguntado, habría dicho que mantener el lugar no tiene nada que ver con limpiar ventanas. Apoyé mi mano en la columna. Quizá, pensé, los lugares están ahí esparcidos por los continentes, esperando a su gente. No todos tienen que ser tan evidentes como la catedral de Siracusa.

• • • • •

Las colinas de Sicilia no se parecen en nada a las colinas de Palouse. Las de Sicilia son columnas resplandecientes, colinas estridentes, colinas con resentimiento. En otras palabras, colinas de los buenos griegos. Sicilia está llena de acrópolis naturales. Agrigento está construida sobre una fortaleza de escarpados lados situada en una colina. En el lado interior, la severa cima de la acrópolis propiamente dicha, de cara al mar, un acantilado almenado de templos. Llegué allí a última hora de la tarde, cuando la luz del sol se extendía horizontal y el santuario de roca, justo debajo del ángulo oriental del acantilado, estaba totalmente en las sombras.

Agrigento es la versión italiana de la versión romana de Acragas, que bien podía ser la versión de un nombre pre helénico. A este lugar sagrado bajo el acantilado lo llaman los guías «Santuario de Demeter», aunque, que yo sepa, no hay ninguna prueba de que lo fuera exactamente. Muchos eruditos cautos dicen simplemente que es un santuario de deidades atónicas —las potencias subterráneas; santuario sí que era—. Había cavernas en la cara del acantilado, los altares redondos, hoyos para verter libaciones y fosos que habían sido llenado con miles de ofrendas más sólidas, pequeños bustos de arcilla y figurillas, todas de mujer. Pero no había inscripciones, no había nombres. Si este santuario se parece a algo, es a otro lugar sagrado prehelénico, el santuario de Maláforas, en Selinunte, veinte millas más allá en la costa sur. Las guías también lo llaman Santuario de Demeter, pero el único nombre que hay allí es el de Maláforas. Significa «Portador de Manzana».

A lo largo de la cima del acantilado, los templos están engarzados como las joyas de una diadema. Algunos están destrozados, otros casi intactos. Ninguno de los templos griegos de Sicilia tiene, sin embargo, tejado y no es muy sorprendente, ya que han tenido que luchar con las estaciones durante dos mil años, sin mencionar tres o cuatro cambios de religión. Pero la primera vez, al recorrerlos entre los turistas que no comprendían, me pregunté qué había hundido los tejados exactamente. Un sensual estremecimiento subió por mi columna. No dudaba de que al final las vigas y las piedras habían ido a parar a las cocinas y a las aceras locales, pero antes, ¿habrían roto las espaldas de unos cuantos intrusos?

El último templo de la línea, en el ángulo occidental, había sido una maravilla, proyectado para superar cualquier casa en Sicilia o en Grecia. Era el templo de Zeus Olímpico, y su arquitectura debe de haber tenido grandiosas ambiciones. Todo en él era mayor, más grandioso, más colosal. En lugar de columnas exentas, había habido sólidos muros interrumpidos por medias columnas, con gigantes de piedra entre ellas sosteniendo el centro. Uno de esos gigantes yacía sobre su espalda en la hierba quemada por el sol, un cadáver de piedra caliza con los codos al aire, las manos a la altura de la cabeza para recibir el peso de una viga del techo. Los cartagineses habían saqueado el templo antes de que estuviera totalmente acabado, y un terremoto lo había derribado. Nadie había rezado allí.

Nada más pasar sus ruinas, en el ángulo más occidental, hay otro antiguo santuario, como el del ángulo oriental, pero más antiguo. Éste puede remontarse al Neolítico: «El Portador de Fruta». Las potencias subterráneas habían estado en Sicilia muchísimo tiempo antes que el Zeus tronante.

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Como las microondas vuelan, me sentía más próxima a Roger ahora de lo que había estado en Taormina, pero la conexión era peor. Probablemente él no usaba microondas:

—Estoy en la ciudad natal de Empédocles —le dije.

—¿La ciudad natal de quién?

—Em-pé-do-cles. Empédocles.

—¡Ah, sí! Los cuatro elementos, las dos fuerzas. Muy moderno si tomas los elementos como estados de materia y las fuerzas como atracción y repulsión. Las llamaba amor y odio, creo —la línea silbó y crujió.

—¿Qué? —dije. Pensé que se estaba riendo, probable mente.

—¿Cuándo volverás aquí?

—Quiero pasar un rato mañana en el museo —dije.

—¿Qué? Se oye muy mal desde aquí.

—Pasado mañana, sábado. Estaré ahí el sábado.

—¡Bien! —gritó. Esta vez oí una risa clara—. Otra cosa que dijo Empédocles... —pero después de esforzarnos en oír durante un minuto lo dejamos. Soñé con líneas de teléfono enmarañadas y tejados desplomados. Ni siquiera había hablado con los niños.

• • • • •

Mis credenciales eran lo suficientemente buenas —por lo menos cuando se complementan con mi italiano rudimentario y un montón de sonrisas— para permitirme entrar en la sección de almacenaje del Museo Archeologico Nazionale. No quería ver los «mejores» ejemplares, quería ver los desperdicios. La mayor parte de ellos habían sido biodegradables, pero había cubos de terracotas desportilladas y estropeadas, de los hoyos de basura de los templos y sobre todo la mayor parte de los precedentes de aquellos focos de los santuarios atónicos. Había intentado decirle a Roger a través de la estática qué era lo que esperaba encontrar en el museo. Era mediocridad.

Nadie usa la palabra mediocre si no es como un insulto. Todos nuestros hijos tienen que estar por encima de la media. Un extranjero que aprende inglés en la América de clase media seguramente sacaría la conclusión de que ser mediocre es peor que ser rematadamente malo. Y aunque mediocre es lo que somos todos nosotros, casi por definición, con las obvias excepciones de las obvias excepciones. ¿Por qué deberíamos avergonzarnos de ello? Mi teoría es que se destruyen más matrimonios por la busca de la excelencia que por la lascivia, la pereza y los abusos del cónyuge juntos.

Y para deformar a niños inocentes, ya basta con el fundamentalísimo.

Desde luego, los griegos inventaron más o menos la busca de la excelencia. Los templos dóricos eran ejemplos de excelencia en la práctica. Pero una vez que los caros arquitectos, escultores y pintores terminaban su trabajo, como el resto del mundo volvían a la gente corriente. Aquellas miles de figuritas de arcilla las habían hecho artesanos corrientes y las habían ofrecido adoradores corrientes.

Y estas figuritas de arcilla duran más que los enormes templos de piedra, aunque sólo sea por modestia y número, igual que la gente corriente dura más que la realeza y las estrellas de rock. En el sur de Francia no encontraría templos griegos, pero pensaba que encontraría en los cuartos de atrás de los museos los restos de la religión griega cotidiana y quería establecer algunas líneas de comparación con Sicilia.

Al principio, todas parecían semejantes; pero en realidad todas eran diferentes. Esto en sí mismo era impresionante, porque estaban hechas en serie con moldes; pero cada una que haya sobrevivido a milenios, docenas o cientos de ejemplares idénticos deben haber terminado como polvo y barro siciliano.

Algunas de esas figurillas deterioradas podían representar a diosas, algunas a sacerdotisas, pero no había nada que indicara que la mayoría de ellas fueran algo más que mujeres corrientes. Doy una muestra de mí misma a la energía que me ayuda. ¿O eran esclavas acolitas, criadas ofrecidas a la Diosa por hombres y mujeres? ¿O sacrificios sustitutivos? No estoy preparada para morir. Toma esta ofrenda en mi lugar.

Gracias a los griegos, el Poder subterráneo sin nombre tuvo un nombre: Perséfona. Reina de los Muertos. Era también hija de Demeter («Doncella» es una traducción afectada de Kore), pero en Sicilia ella era sobre todo la Reina de los Muertos. Kore siempre fue una muchacha esbelta y sonriente a quien Hades raptaba, el crimen que condenó a los ricos campos de Enna a su primer letargo. Kore era el trigo renacido de su propia tumba, danzando al sol, verde o dorado. Pero Perséfona tenía un poder más silencioso, más solemne. No todo resucita. Era la reina de la parte que desaparece para siempre.

Me alegraba de no haber llevado a los míos. Era tonto haber pensado hacerlo. Con la connivencia del ayudante del director, pasé ocho horas en el museo, sin contar las dos horas de interrupción para comer. Tuve que explicar varias veces que estaba feliz y fielmente casada, pero aprendí mucho sobre la arqueología del área agrigentina.

Aquella noche no pude conseguir hablar con Montpellier en absoluto. Al final me fui a la cama frustrada y aturdida y tuve un confuso sueño de clasificación inacabada de figurillas rotas, algunas de las cuales reconocí. Estaba impaciente por llegar a casa.

• • • • •

A Melanie le encantaron las figuritas de mazapán que les llevé, pero no se le ocurriría comérselas. El mazapán siciliano se prepara no sólo en forma de frutas muy coloreadas, sino también de flores y nueces, escarabajos e higos. Tan realistas que sólo al probarlos te convencías de que eran azúcar. Todd cogió valientemente un bocado de un tractor de mazapán verde y pronunció «yuck», lo que confirmaba su categoría de juguetes y no de comidas. Me dio pena cuando se pusieron sucios y los tuve que confiscar. La muñeca Saracen y el muñeco Norman duraron más y realizaron grandes hazañas por todo el apartamento.

El sur de Francia es un mundo diferente al sur de Italia, un sitio diferente en la oikoumene. El lenguaje es mucho más difícil de entender que el italiano, pero yo tenía la ventaja inicial de conocerlo y el deseo de intentarlo. En seguida averigüé que los franceses, como la mayoría de la gente, son generalmente agradables con cualquiera que haga un esfuerzo serio y bien intencionado de hablar su lengua. Lo que no les gustan son las personas cargantes que pronuncian con afectación ristras de sílabas con acento extranjero, en la creencia de que están hablando francés y se sorprenden cuando no les entienden.

—Eres estupenda —dijo Roger, y me besó, casi tirándome las gafas—; eres absolutamente estupenda. Nueve de cada diez americanos en Francia se están quejando en este momento de que los franceses son hostiles, groseros y obstruccionistas. Y tú los tratas como viejos amigos y vecinos. Te quiero.

—No creías realmente que yo sería como esa gente, ¿verdad? —dije molesta.

—No, pero —se puso serio— es como prestar un libro que significa mucho para ti a alguien que te interesa. Siempre temes que no le guste y entonces, ¿qué pasa con vuestra relación?

. Me reí, por supuesto:

—¿Qué pasa? Es como con la casa. ¿Qué habría pasado si a uno de nosotros le hubiera encantado y el otro no estuviera muy a gusto? —me estremecí.

—¿Sabes? —dijo Roger muy solemne—. Me pregunto si no les estará pasando algo así a Elizabeth y a George.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Recibí una nota de George —se rascó su incipiente calva, lo que en Roger era una señal de turbación—. Sospecho que se siente obligado a comprobar algo conmigo personalmente. Cosas de hombres. Definitivamente, me va a hacer parecer un zoquete.

—¿Qué pasa en el sector masculino? —dije indignada—. George es un inútil.

—Bueno, en su rama mañosa —dijo Roger, permitiéndome cogerle de las orejas para plantarle un beso en la calva—. Pero siempre has sabido que yo soy un imbécil.

—Sí. ¿Qué hace George? No debemos dejarle que nos estropee la casa.

—No creo que debamos preocuparnos por eso. Ya les dejamos suficientes problemas reales para mantenerle ocupado por lo menos durante un año entero.

—¿No me digas que está arreglando la puerta del garaje?

—Bueno, eso no lo mencionó. Pero antes se las tiene que arreglar con un par de cosas más urgentes puso cara de arrepentimiento.

—¿Qué pasa?

—Parece ser que Elizabeth perdió una lentilla en el lavabo del baño de arriba y cuando George intentó desatornillar el sifón, la cañería se partió, no el sifón, creo, sino la cañería que va empotrada a la pared, ya que dice que tuvo que tirar un trozo de pared.

Estaba consternada: ¡Nuestro precioso papel de mariposa!

—Afirma que apenas se pueden ver las líneas. Si lo hubiera cortado yo, las mariposas estarían volando al revés. Lo que más me preocupa es que han tenido problemas con la electricidad.

Nadie sabía lo antigua que era la instalación eléctrica. Habíamos estado esperando que surgieran problemas desde que nos mudamos.

—Dile que llame a un electricista y nos envíe la factura —dije—. No quiero que nadie se electrocute en nuestra casa.

• • • • •

En nuestro edificio hemos encontrado una maestra de escuela jubilada que quiere conservar su inglés estilo británico y que está deseando dar clases privadas de francés a los niños. «Madame está bien», pronunciaba Todd después de sus primeras lecciones.

«Nos enseña cosas buenas.» El apartamento de madame estaba atestado de baratijas antiguas y los chicos iban adquiriendo un vocabulario maravilloso de bisutería y de bibelots franceses. Como antídoto útil, también les llevaba al parque de detrás del edificio, donde bajo su dirección ellos se unían a los juegos terriblemente serios de los niños del barrio. Respiré más tranquila —otro obstáculo superado—, pero al mismo tiempo me sentí un poco culpable. No había tenido en cuenta lo horroroso que sería si Todd y Melanie no se adaptaban; simplemente había dado por sentado que lo harían. Bueno, la suerte no es un accidente.

En septiembre, la mayoría de sus compañeros de juego volverían a la école, unas pocas manzanas más allá. Roger tuvo una charla con el director, llegando a la conclusión de que había que matricular a Todd con los de ocho años. El cumpleaños de Todd es en enero y la mayoría de sus compañeros de clase siempre habían sido de seis meses a un año mayores que él, de modo que esto suponía un retroceso para él. Pero teniendo en cuenta que tenía que enfrentarse con un plan de estudios extranjeros y una lengua extranjera, adquiriría sentido, incluso para Todd.

—No es como cuando suspendí un curso —observó filosóficamente—. Además, estaré en la clase de Gervais.

De nuevo teníamos suerte; Gervais era el mejor amigo que había hecho hasta entonces.

Para Melanie había una guardería que funcionaba por las mañanas, junto a la Universidad, donde podía adquirir una instrucción francesa más seria y una mínima cultura, cantando canciones, tocando la pandereta y chapoteando en ~ pintura. Las cosas parecían casi tan perfectas como eran.

• • • • •

Elizabeth era una corresponsal infatigable. Me escribía por lo menos una vez a la semana, a veces más; y con la irregularidad del correo extranjero, sus cartas venían a puñados. Parte de eso se debía a su volubilidad natural; pero otra parte yo sospechaba que se debía a una doble inseguridad, como cuidadora hacia la propietaria y como estudiante hacia la profesora. Por supuesto que no era ya mi alumna, pero era una relación casi tan difícil de deshacer como la de un hijo con su padre. Y probablemente se renovaba por el mero hecho de escribir. Sentía que yo misma iba deslizándome en la rutina cuando contestaba sus cartas como si estuviera garabateando comentarios sobre un ejercicio trimestral.

No se trataba de que intentara competir con su ritmo de escribir cartas. Por lo general, me gustaba escribir cuando era estudiante, pero desde que descubrí el trabajo, no. El trabajo es más divertido e incluso mejor para el ego. Es lo que más me preocupa con respecto a mis hijos. Después do todo, ¿cómo encuentras tu trabajo? Por supuesto, no planificándolo de antemano. Me aterran todos esos chicos que eligen sus carreras en la escuela secundaria sobre la base de los test de aptitud y de las ganancias que esperan obtener.

Elizabeth parecía haber encontrado su trabajo: se emocionaba con la historia. Pero su marido todavía andaba buscando a tientas. Quizá realmente le impidieron ser un granjero, pero no, pensé, un granjero demasiado cómodo.

Reina de los Muertos, Reina del Averno. No la puedes llamar de otra forma sin que la tergiverses —le dije a Roger—, Mundo inferior también sería apropiado, demasiado literario y además el significado es erróneo. Con inframundo es lo mismo, y además suena como a gángsters.

—Y subterráneo es el metro británico[12] —señaló Roger.

—Quizá si no pones el artículo definido... De todas formas, no puedo ayudar, eso es lo que quiero decir. Subterráneo es donde van los muertos. Subterráneo es donde se extendieron las plantas; subterráneo es lo que gobierna Perséfona.

El conocimiento convencional mantiene que Sicilia era la isla de Perséfona, porque ella había sido la que más se aproximaba a las antiguas y bisexuales diosas sin nombre de los griegos (sí, exactamente eso) que habían sido adoradas allí antes de que llegaran los griegos. Lo que yo creía estar buscando era la evidencia de que Perséfona había sido casi tan importante aquí, en la costa francesa. Era demasiado pronto para ir brincando de rama en rama por el árbol de la especulación; y yo no soy arqueóloga. Los fragmentos de terracota y piedra caliza que había estado examinando en los cuartos de atrás de los museos superaron mi capacidad para identificarlos o datarlos con seguridad. Sólo podía plantear cuestiones que debería contestar algún otro.

—Es maravilloso tener un año sabático —dije a Roger, dándole un abrazo que no esperaba—. De este modo puedo hacer todas esas cosas que se supone no estoy calificada para hacer.

—Me gustaría poder hacer eso —dijo con tristeza—. Me estoy empezando a hartar de Nicolás de Oresme —pero inmediatamente acarició uno de los volúmenes que había en el montón que estaba delante de él como se puede acariciar a un perro que acaba de insultar—. De todos modos, yo creía que por lo menos sacarías una publicación de esto.

—Por supuesto que sí. Pero no sé cómo me va a servir para mis oportunidades de promoción. Puede que no encaje en la ranura «normal».

Se estiró para tocarme el brazo con un dedo.

—Penélope, tú no eres encajable. La Universidad tendrá que aceptarlo.

• • • • •

¿Cuánto tiempo vamos a quedarnos aquí? —preguntó Melanie. Estaba de pie mirando por la única ventana a la que llegaba, sujetando su vaso de zumo, con el borde apretado junto a su barbilla. No era una pregunta impaciente, no era una queja, no estaba pidiendo nada. Simplemente esa terrible desesperanza juvenil que llega cuando los niños se dan cuenta de que les haces trampas.

—Ocho meses más —dije—. Creía que te gustaba estar aquí.

Reflexionó, sorbiendo el borde de su vaso:

—Me gusta esto —dijo—, pero no es nuestra casa.

—No, no lo es —dije herida y aliviada al mismo tiempo por el hecho de que mis hijos fueran tan diferentes a esa versión hollywoodense de los niños americanos de clase media, en cuyo mundo irreal esos sentimientos no existen Pero iremos a casa de nuevo, Melanie. Elizabeth está cuidando la casa.

—¿Y está cuidando a Susie? —las palabras salieron forzadas por la necesidad.

—Sí, cariño, está cuidando a Susie para ti. Para todos nosotros —me arrodillé para darle un abrazo y a las dos nos cayó el zumo por la frente.

• • • • •

Durante el verano y el otoño las cartas de Elizabeth llegaban como la espuma, con regularidad, salvo por los caprichos del clima postal. Al principio se mezclaron en una letanía medio humorística, medio exculpatoria. No quiero que pienses que estamos saboteando tu casa, pero... La catástrofe menor de esta semana... George está muy ocupado reparando los escalones... Siempre había algún contratiempo que contar, si no con respecto a la casa o a las dependencias, sí acaecido a la familia Bannerman. Sufrían un ataque de gripe veraniega, se tropezaban con los escalones, se golpeaban la cabeza con la puerta de los armarios. George se está haciendo tan mañoso que siempre va lleno de cinta.

—¿Quiere decir cinta aislante o esparadrapo? —me pregunté en voz alta. Y Roger dijo, mirando por encima de sus gafas:

—Quizá las dos cosas.

Me compadecía de los problemas de Elizabeth —a fin de cuentas, yo los había metido en esto—, pero de vez en cuando sentía una pequeña oleada de superioridad. George había resultado ser alérgico al polvo del ático —había estado allí arriba intentando hacer algo en un punto inclinado de nuestro tejado que le había preocupado—, y ahora no podía abrir la puerta del ático sin sufrir un ataque de estornudos. Eso no decía mucho en favor de los cuidadores de nuestra casa, pero me hacía sonreír. Recordaba la primera vez que exploré seriamente el ático. Allí estaba yo de rodillas bajo la vertiente del tejado, intentando mover un tabique que rompía la última porción de espacio sobre los aleros. Quería saber si era simplemente un espacio desaprovechado, u otro de los compartimentos caseros de almacenaje, que estaban llenos de todo tipo de extrañas grietas:

—No se abre —anunció Roger subiendo las escaleras con un montón de cajas—. Ya lo intenté. Quizá esté aislado por detrás —y en ese mismo instante un panel se deslizó a sacudidas bajo la presión de mis dedos y un torrente de tesoros se precipitó sobre mis muslos. Di un grito y me reí.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó Roger, estirando el cuello por encima de sus cajas.

—¡Nueces! —grité—. Nueces y avellanas —las recogía a puñados y las dejé caer alrededor de mis rodillas.

Roger dejó las cajas de golpe y se detuvo a mirar celosamente por encima de mis hombres.

—Me pregunto cuánto tiempo han estado ahí. ¿Qué pasa con las nueces? ¿Se ponen rancias o se secan simplemente?

—Las dos cosas, creo —aplasté una avellana contra otra (en lo que siempre me ha gustado de las avellanas, son tan fáciles de romper) y le ofrecí el fruto claramente fresco. Lo masticó con aire de entendido—. ¿Qué tal?

Sonrió jovialmente:

—Dulce como la mantequilla o cualquier cosa que se supone sea tan dulce. ¡Pen, esta casa te ha estado esperando!

Echaba de menos mi casa. Europa era maravillosa y no quería acortar el año; pero me alegraría cuando terminara.

Gradualmente el tono de las cartas de Elizabeth se hizo más reservado y más sombrío. Espero que tu trabajo vaya bien y también el de Roger. No creo que termine mi tesis este año después de todo... Estamos razonablemente bien. Los gatos están estupendamente... Siento tener que mandarte otra factura del electricista. Nos gustaría poder pagarla nosotros mismos. De todos modos, confiamos en que esto solucione el problema... Gracias por la postal desde Arles. Te envidio, Penny.

• • • • •

Elizabeth no era la única que tenía problemas:

—No me gusta el colegio —dijo Melanie.

Ella estaba acostumbrada a la guardería desde antes de los tres años y siempre le había encantado. Recordaba sus lágrimas silenciosas, reservadas, en más de un día de vacaciones cuando no había colegio.

—¡Oh, cariño!, ¿qué pasa con el colegio?

—No me gusta —explicó con la mayor seriedad.

—A Todd le gusta.

—El colegio de Todd es diferente.

—¿Por qué supones que es diferente?

—A él le gusta —dijo.

Eso parecía resolverlo con absoluta exactitud. Todd venía casi todos los días de un humor excelente y tan orgulloso de su francés que apenas podía esperar hasta después de la cena para hacer sus deberes. En Montpellier los deberes de Todd eran un asunto familiar, no porque necesitase demasiada ayuda paterna, sino porque tenía que exhibirlos. Yo estaba contenta; Roger, encantado. Melanie parecía apabullada. Hasta transcurridas varias semanas desde que comenzó el curso no descubrimos que se suponía que Melanie también tenía que hacer deberes.

Roger fue quien contestó la llamada telefónica. Yo había cogido el tren a Marsella, en una de mis excursiones a museos. Regresé más tarde de lo que esperaba, entusiasmada con algunos fragmentos que había encontrado en el Musée Borély de lo que me parecían versiones en mármol de las terracotas sicilianas. Roger no estaba de humor para escucharme.

—Te agradecería que intentaras un acercamiento maternal a Melanie. A mí no me dirige la palabra.

—¿Cuál es el problema?

—Su maestra dice que les han dado a todos los niños poemas y citas para que los aprendan en casa y Melanie no ha aprendido ni uno.

—¡Por Dios! Es sólo una guardería. No está haciendo el doctorado de Filosofía.

—Mademoiselle, no sé cuántos parecía claramente glacial. Dice que ha mandado notas a casa con Melanie.

—Melanie estaba esperando en su minúscula habitación mirando atentamente un libro de Asterix. Me senté en la cama y le di un abrazo que no tuvo respuesta.

—Hola, Melanie.

—Hola.

—¿Te dio algo mademoiselle?

Asintió despacio y se escabulló de mis brazos para sacar su caja privada de debajo de la cama. Nuestros hijos siempre habían tenido cajas privadas en las que a nadie, ni siquiera a sus padres, se permitía husmear bajo ningún concepto. No les hacíamos preguntas sobre su contenido y ni siquiera hacíamos alguna advertencia, a menos que estuvieran atrayendo a las hormigas. La de Melanie era una maleta de cartón con una esquina rajada. Revolvió durante un momento, mientras yo pasaba las hojas de Asterix y luego me enseñó sin decir nada media docena de papeles doblados.

Abrí uno: Il pleut, il pleut, bergère. Rentrez vos blancs moutons. ¡Oh, éste es muy bonito, Melanie! ¿Nos lo aprendemos? Habíamos estado aprendiendo poemas juntas desde que teníamos tres años.

Apartó mi mano, sacudiendo la cabeza.

—Pero ¿por qué no, cariño?

—Porque mademoiselle dice que hay que aprendérselo en casa.

• • • • •

Lo resolvimos, finalmente, con explicaciones lingüísticas de Roger, pero no tocamos el problema básico. Era verdad que podíamos sacarla del colegio. Yo podía quedarme con ella mientras Roger trabajaba, lo que suponía aproximadamente seis horas diarias, seis días por semana, o pagar una canguro durante parte de ese tiempo. Pero yo también necesitaba tiempo para trabajar. Cargaba con los sentimientos de culpabilidad propios, así deliberadamente, no porque me considerara culpable ni nada, sino para compartir el disgusto de Melanie. Pobrecita. A mí tampoco me había gustado nunca la guardería.

• • • • •

Casi tres semanas sin recibir carta de Elizabeth.

—No te preocupes —dijo Roger—, Están amontonadas en medio del Atlántico. En algún lugar de las Azores hay una saca de correo llena de cartas de Elizabeth Bannerman dirigidas a Penélope Ross exclusivamente.

—No me preocupo —dije—. Es que bate una nueva marca.

Entonces llegó una de esas postales de felicitación escritas con tu propio mensaje, una idílica escena de granjerita entre flores y con la firme letra de Elizabeth: Sólo para hacerte saber que estamos vivos. Perdona por no haber escrito. Lo haré más tarde.

—¿Qué pasa, Pen?—preguntó Roger—, Primero te preocupas porque no escribe y luego te preocupas porque lo hace.

—No estoy preocupada —dije—. Únicamente me gustaría saber qué es lo que le preocupa a Elizabeth.

• • • • •

Melanie había comenzado a tener pesadillas.

—Quizá tiene esas pesadillas que se supone que tienen los niños de cuatro años —sugirió Roger.

—Tuvo unas cuantas en su momento. En cualquier caso, no creo que haya una Oficina de Pesadillas que lleve la cuenta.

—¿Crees que el hecho de llevar tanto tiempo fuera de casa está empezando a hacer mella en ella?

—Podría ser; creo que en mí la está haciendo un poco.

Cuando se acostaron los niños, Roger y yo nos tomaríamos un descanso ligero y bajaríamos a trabajar. Los dos éramos noctámbulos y las mejores ideas se nos ocurrían después de cenar y tomar un par de vasos de vino, por lo cual nunca habíamos sido animadores pesados. Cuando estábamos en casa, no teníamos que esperar a que se acostaran. Trabajábamos abajo, compartiendo amigablemente la mesa de comer —de hecho, el comedor se había transformado en un despacho común— mientras los niños jugaban arriba o fuera, en el sótano o en el ático. Peor en Montpellier, amontonados en cinco habitaciones pequeñas en una sola planta, con un país extranjero al otro lado de la puerta y sin siquiera un lametón de gato para aliviar la tensión; teníamos demasiado compañerismo para concentrarnos. Habíamos descubierto que intentar hacer cualquier estudio serio o escribir antes de que Melania y Todd estuvieran acostados sólo conducía a caldear los ánimos y herir sentimientos.

Todavía estábamos buscando la mejor parcela de espacio de trabajo. Nuestro actual compromiso tenía a Roger en el área del comedor-cuarto de estar y a mí en nuestro dormitorio. Eso significaba que me quedaba despierta de guardia —nuestro término que designaba al padre que respondía a las pesadillas y ataques de monstruos, sed repentina y cosas así— hasta que nosotros mismos nos acostábamos, después del turno de Roger.

Al primer gemido en la habitación de Melanie por lo menos el primero audible a través de la puerta cerrada y del suave ruido de mi ordenador portátil—. Puse la tecla de «seguro» y me levanté; pero en el tiempo que me llevó cruzar el estrecho vestíbulo y abrir su puerta, se había transformado en un chillido desesperado. La levanté en vilo —esto no era un abrazo— apartándola de las mantas como si fueran anacondas y la mecí hacia delante y hacia atrás, colmándola y abrazándola. Al cabo de un rato nos pudimos sentar en la cama y le canté. No me habría dejado cantarle ninguna de las canciones que había aprendido en el colegio, pero las nanas francesas que nos había enseñado Roger eran estupendas. No quería o no podía contar qué había soñado. Pero al arroparla y darle el último beso, me dijo solemnemente:

—No quiero ir nunca más al colegio. El techo se cae.

No nos habíamos dado prisa en tener nuestros chicos, al contrario que la mayor parte de la gente, y admito que hay momentos en que miro con un poco de envidia a los amigos que ya han terminado con algún estadio del desarrollo del niño que yo estoy afrontando. Pero más a menudo me siento satisfecha de haberlo hecho así, no sólo porque Roger y yo tuvimos más tiempo de conocernos primero el uno al otro y hacer un montón de cosas juntos, sólo para nosotros, sino porque me estremecía al pensar lo inepta que había sido como madre a los veinte años. Entré muy pensativa en el comedor.

—¿Roger?

—Mmmmm —dijo, lo cual es realmente gracioso en un profesor agregado al que interrumpen mientras está intentando revisar un manuscrito.

—¿Te acuerdas cuando nos reíamos de los Jackson? —acabó la frase, dejando la pluma y me miró.

—No. ¿Cuándo fue eso?

—Cuando estábamos en Innsbruck y oímos que habían sacado a Cheryl del Kindergarten porque no comprendía el alemán.

Asintió.

—Es verdad, no sé si lo dije entonces, pero recuerdo que lo pensé. ¿Qué demonios esperaban? Kindergarten es una palabra alemana.

—Lo dijiste. Y los dos estuvimos comentando que qué estupidez, qué maravillosa oportunidad perdida; nosotros nunca habríamos cometido ese error con un hijo nuestro.

Roger bajó el mentón, apoyó la frente en una mano y me miró a través de los dedos.

—No me digas nada.

¡Gemí!

—¿Qué puedo decir? Todd lo está haciendo estupendamente, pero Melanie es desgraciada.

Se pasó la mano por el pelo.

—Sí, pero de eso, ¿cuánta responsabilidad tiene el colegio?

—Verdaderamente, creo que la mayor parte. Ella echa de menos nuestra casa, desde luego, pero creo que podría soportarlo. Aquí hay montones de cosas que le gustan.

—Y las echará de menos cuando nos volvamos a casa —arrugó la frente—, ¡Maldita sea, es una gran oportunidad! Se supone que los niños de su edad aprenden los idiomas como pequeñas esponjas. ¿No podría insistir durante un tiempo? ¿No crees que después se alegrará?

—No lo sé. No, Roger, no creo. Todavía puede aprender un montón de francés. Aún estaremos unos meses y ella juega con niños franceses. Y habla con madame. Es sólo la escuela, con demasiadas presiones diferentes al mismo tiempo. La pobre cría está sufriendo, Roger, sufriendo de verdad.

Hizo ruidos —resentido, resignado, desilusionado—, pero cuando me levanté y le puse los brazos sobre los hombros, se acurrucó en mí como si fuera una cómoda chaqueta.

—Así que, ¿qué propones que hagamos? —preguntó malhumorado.

—Sacarla ya mismo. Mañana. Después ya veremos qué hacemos. Clases particulares. Madame otra vez, una esnob guardería inglesa, cualquier cosa.

Recogió su pluma:

—Muy bien, me has convencido —volvió a dejarla y me atrajo un poco más—, Eh, ya que hemos roto el ritmo, ¿por qué no vamos a la cama y lo pensamos?

Había esperado que madame estaría deseando ocuparse de Melanie todas las mañanas, pero era pedir demasiado. Nos comprometimos de nueve y media a doce, los lunes, miércoles y viernes, lo que significaba, con una pequeña ayuda extra de Roger, que yo podría salir tres mañanas a la semana. Afortunadamente, no tenía clases temprano. Las pesadillas de Melanie desaparecieron, pero todavía se entregaba a melancólicas meditaciones con un vaso de zumo.

Entonces llegó la carta de Elizabeth, la primera desde la escueta postal de felicitación. Melanie y yo habíamos bajado juntas a buscar el correo y cuando vi la familiar escritura de colegiala, me atacó tal inmovilidad que Melanie tuvo que tirar del borde de mi blusa para que reaccionara.

—¿Es de Elizabeth?—me preguntaba—, ¿Es sobre Susi?

No, no era sobre Susi.

«Podría también contarte —comenzaba Elizabeth de golpe—. He estado verdaderamente deprimida. Casi todo lo que podía haber ido mal este año, ha ido. No querría aburrirte con detalles. Sólo quería explicarte, porque tú no sabes todo lo que deberías. Pero lo principal que tienes que saber es que ESTAMOS CUIDANDO TU CASA PARA TI —sub— rayado tres veces— y continuaremos haciéndolo así pase lo que pase...

Los fragmentos y pedazos que mencionas sobre Perséfona suenan realmente interesantes. Ya me imagino leyendo tu ensayo cuando se publique, pero espero que podamos hablar de ello antes.

Aquí el tiempo todavía es agradable, aunque hemos tenido algunas heladas muy duras...»

Todos nosotros estuvimos de acuerdo —«todos», quería decir Roger y yo, Elizabeth y especialmente George— en que las llamadas telefónicas intercontinentales serían un gasto innecesario y una molestia, salvo en casos de auténtica emergencia. Pero hay veces en que la palabra escrita es un medio de comunicación poco adecuada. Me aseguré de que Melanie estaba en su habitación, «escribiendo a la abuela Deacon» y luego volví al comedor y me situé junto al teléfono mirando el reloj.

En Francia hay nueve horas de adelanto con relación al estado de Washington. Tuve que contar con los dedos —mi cerebro parecía confuso— para calcular qué hora era para Elizabeth. Las tres y media de la tarde aquí, la casa estaría empezando a despertarse, los pájaros haciendo sus manifestaciones matinales en el exterior, los gatos pidiendo su desayuno, la caldera dando esos pequeños saltitos cuando saltaba el termostato. Debería esperar un poco más, dar tiempo a que Elizabeth diera de comer a mi familia y se introdujera correctamente en la rutina diaria, tiempo para que George saliera de la casa, era lo que realmente quería decir. Pero para entonces ella podría haberse ido de la casa también. Vacilaba, mi mano sobre el teléfono. Con el bebé, los gatos y los pollos, no podría dormir hasta tarde. Pero estaría ocupada, medio despierta, no de humor o en situación de hablar. Cogí el teléfono, citándome a mí misma la máxima que Roger y yo habíamos inventado hace años para justificar nuestro matrimonio, en circunstancias inciertas: En la duda, no decidas; simplemente hazlo.

Comuniqué, razonablemente pronto para una llamada telefónica desde Francia, y lo tomé como un buen presagio. La voz de Elizabeth contestó, sonando —pensé— vacilante y aprensiva.

—Elizabeth, ¿te he despertado? —podía oír claramente al bebé llorando al fondo.

—No, estoy levantada —sonaba más allá de Washington—, ¿Eres Penny? —parecía incrédula.

—¡Sí! —reí de lo absurdo de la pregunta.

Quizá pensaba que yo estaba llorando; sus siguientes palabras fueron rápidas y ansiosas.

—¿Qué pasa, Penny? ¿Estáis todos bien?

—Sí, estoy bien. Todo va bien por aquí. ¿Estáis vosotros bien?

—Oh, Dios mío, es horriblemente pronto para contestar a eso —rió, evidentemente azorada—, Penny, ¿puedes esperar sólo unos minutos? Tengo que atender a la niña.

—Tómate tu tiempo. Esperaré.

Sonidos de asuntos domésticos. La voz de George, un niño quejándose, el llanto del bebé elevándose con estridencia y luego desvaneciéndose. Intenté encontrarlo todo tranquilizador. Pensé que parecía estúpida. Elizabeth me creería bienintencionada y estúpida. George, sin duda, me creería una cotilla idiota.

Pero la voz de Elizabeth, cuando regresó, era claramente tensa.

—Penny, ¿estás ahí?

—Sí, ¿todo tranquilo ahora?

—Oye, ¿qué te parece que te llame dentro de un ratito?

—Desde luego —dije, helada hasta los huesos—. ¿Tienes mi número?

—Justo aquí, junto al teléfono. Gracias. En cuanto pueda.

—¿Cuál es el problema?, ¿está enferma la niña? —pero ella había colgado antes de que pudiera decirle que llamara a cobro revertido.

Intenté enfadarme. ¡La gente que dice que volverá a llamar y te pasas el resto del día esperando junto al teléfono! Yo confiaba con sentimiento de culpabilidad que llamara antes de que viniera Roger. No es que Roger me fuera a echar una bronca, en absoluto, pero si llegaba en medio de esta negociación, tendría que explicarle todo, y eso la haría verdadera.

El teléfono sonó casi dos horas después. Había mandado a Todd y Melanie al parque de recreo e intenté ponerme a trabajar, sin muchas ganas de hacer planes por anticipado, sin muchas ganas de especular; luego esperé cuidadosamente durante dos timbrazos más, antes de coger el teléfono. NO hagas uso de tu propia filosofía si quieres evitar males accidentales.

Era Elizabeth, risueña y cordial, pródiga en disculpas.

—Tengo los típicos períodos de madre superprotectora. No fue tan malo con los chicos mayores, pero cada vez que Molly llora de una forma un poco distinta, pienso que le está pasando algo horrible. Tuve que llevarla rápidamente al médico y cuando conseguimos verle no le pasaba absolutamente nada. Probablemente sólo fue un pequeño trastorno intestinal. George cree que me estoy volviendo loca —rió bulliciosamente—. Así que en cualquier caso estoy aquí y ¿qué puedo hacer por ti?

—Por una parte, puedes dejarme pagar esta llamada ¿Estás ahora en la casa? —de algún modo no podía decir en «casa». No era la casa de Elizabeth.

—Sí —la cordialidad 'desapareció de su voz—, ¿Quieres que busque algo?

—Sólo quería charlar contigo. Tu última carta... bueno, me sobresaltó.

Hubo un sonido extraño, una risa, un sollozo o una respiración estremecida, como si unas manos hubieran tocado su garganta:

—¿Tú también? ¡Oh, Dios mío, Penny! Gracias por llamar. No quise inquietarte... No intenté.

—Cuéntamelo —dije con firmeza. Ahora que había conseguido pasar los horribles preliminares, yo era la profesora y ella la alumna. Fuera lo que fuera, era real, aunque solamente lo fuera en la mente de Elizabeth y se pudiese confrontar con la realidad.

—Esto va a sonar ridículo —pude oír el alivio en su voz—. Sé que amas esta casa, Penny, pero... —se detuvo.

—Pero, tú no.

Una larga respiración.

—Más bien es ella la que no me quiere a mí. Eso no sería tan malo, pero es que no quiere a nadie de mi familia tampoco —su voz se quebró y tapó esta ruptura con una carcajada—. Creo que te echa de menos, Penny. Y lo está pagando con nosotros. Es una broma, solamente estoy un poco agotada.

—Quiero que me lo cuentes todo —dije inflexible—. Desembucha, Lizzie.

—¡Oh, Dios mío. No sabes lo que me alegra oírte. No podría escribir todo esto en una carta. Parece tan estúpido y, además, no quería decírtelo, pero nunca me había sentido bien en la casa. Ya sabes, tú contabas que entrabas en la casa y la niña dejaba de llorar; bueno, yo entré y Molly empezó a lloriquear. No a vociferar ni a gritar, sólo a lloriquear, como... ¡Oh!, no sé, simplemente el ruidito más triste que jamás le hubiera escuchado, como si le ocurriera algo. Y tú sabes que no era así cuando estabas aquí. E incluso desde entonces todo va mal. No te he contado ni la mitad de las cosas que han pasado. Mark tuvo que deshacerse de sus gallinas, justo pararon de poner y un zorro o un perro entró, mató a tres y mutiló a las demás. Todos nos hemos puesto malos por esto, lo otro y lo de más allá —tragó saliva tan fuerte que la escuché—. Acabamos de averiguar que Jane tiene toxoplasmosis.

—¿Qué?—dije—, ¿Ésa no es una de las causas por las que muere la gente con SIDA? No, no era eso.

—Toxoplasmosis. No le puedo echar la culpa de eso a la casa. Es endémica en el Medio Oeste. Ya sabes, una de esas cosas que tiene todo el mundo, pero que generalmente nadie se pone enfermo de ello. La transmiten los gatos. Se coge al cambiarles el lecho.

—¡Oh, Dios mío!

—No, no, tus gatos no... Estoy segura de que la cogió hace años en Illinois. O que se la contagié yo. Las mujeres embarazadas son más sensibles. La cuestión es que puedes tenerla toda la vida y no enterarte nunca, pero una vez que se desencadena...

—¿Es un virus?

—No, es un hongo; ataca al sistema nervioso central y a los... los ojos.

—Pero ¿qué tal está, Jane? ¿Está bien?

—Todavía no ha tenido que faltar mucho al colegio, la cuestión es que dudo... —dudó—. No tiene ninguna cura. Empeorará.

¡Por Dios, Elizabeth! Pero no lo pude decir en voz alta. Yo era profesora, sabia y protectora.

—Así que entonces, ¿no es grave? ¿Habéis consultado ya a un especialista?

—Sí, la llevamos a Seattle la semana pasada. Espero que no te importe, Penny. A los animales les dejamos comida para dos días y nos fuimos todos. Pensé que nos vendría bien marcharnos una temporada.

—Buena idea. Parece que necesitabais unas vacaciones.

—Sí —vaciló—, Claro, también te podría contar eso, pero ése no era el motivo... el —tema de las vacaciones. Tuve que conducir yo porque George tenía el brazo escayolado.

—¿Qué?

—Se cayó en la escalera de la bodega. Se torció también el tobillo, pero eso no le supone un impedimento muy grave. Penny, todos nos hemos caído por la escalera; absolutamente todos. Hemos clausurado la bodega. Es una trampa mortal —su voz se alteró—. Se ha empezado a hundir el tramo del fondo. Hemos prohibido a los niños que bajen solos al sótano y estoy pensando seriamente en poner colchones en el comedor para no tener que subir a dormir arriba —oí cómo respiraba profundamente—. En cualquier caso, tenía que conducir. Yo no quería. No quería dejar a ninguno de los chicos aquí en mi ausencia y a George tampoco. Creo... —se rió forzadamente—. Bueno, si tu casa no quiere a nadie de mi familia, creo que odia a George.

—¡Por los clavos de Cristo! Elizabeth, ¿por qué no os vais entonces?

Ella rió desesperanzada:

—Porque te prometí que cuidaría tu casa. Además, todo esto es un disparate. No creo realmente que la casa vaya a atraparnos. No estoy chiflada, Penny. Todavía no.

—No hay que estar chiflado para caer escaleras abajo, simplemente ser propenso a los accidentes. En cualquier caso, si la casa no te sienta bien, no tiene ninguna utilidad que seas desgraciada permaneciendo allí —mi voz sonaba tan fuerte y razonable que me tranquilicé—. Simplemente busca otro sitio y múdate lo más rápido posible.

—Oh, Penny, gracias, pero no podemos hacer eso. Hicimos un trato.

—Bueno, estoy anulando ese trato. Múdate, Lizzie.

—No podemos hacer eso. Alguien tiene que cuidar a los animales.

—Lizzie, yo te digo cómo lo puedes hacer. Te encargo que contrates a uno de los chicos de la vecindad para que vaya en bici y les dé de comer todos los días o cada dos días, con eso será suficiente —estaba pensando rápidamente sobre la viabilidad del plan. Tenemos buenas relaciones con nuestros vecinos, aun cuando declaráramos en lados opuestos en las vistas públicas sobre las granjas químicas. Pero ¿cómo lo tomarían los gatos? Faraday seguramente iría a buscar una casa mejor. Bueno, la gente era más importante. Pero el pobre Ajax...

—Y además —dijo Elizabeth—, George nunca estaría de acuerdo. Me costó llevarle a Seattle y eso que era sólo a causa de Jane. Quiero decir, él quería venir, pero está totalmente decidido a no dejarse arrastrar por mi paranoia con la casa. Y además —esto es un doble además—, si solamente somos propensos a los accidentes, tendremos accidentes en cualquier lugar al que vayamos; y si es la casa, entonces todo el que entre en ella tendrá problemas. Cualquiera menos tú y tu familia. Así que... —su voz se había hecho más fuerte, también— no voy a huir de ella. Siento verdaderamente que te hayas preocupado con todas mis chifladuras. Quiero que sepas que la estamos cuidando. Vamos a arreglar la bodega.

—Deja la bodega tranquila —dije—. Por favor.

—¿Sabes qué pienso realmente, Penny? —dijo ella muy seria—. No hay nada malo en la casa, es que simplemente no sabemos vivir en ella.

—Elizabeth, dime sólo una cosa, ¿de verdad está todo bien?

—Sí, todo está bien, ¿qué...?

—¿Ha ido a mejor, o a peor?

Durante un instante hubo un silencio, el silencio con zumbidos de una conferencia telefónica internacional.

—Peor —dijo.

—Respiré profundamente.

—Entonces, cuelga. Vuelvo a casa.

Estalló en un frenesí de protestas.

—Cállate. Cogeré el primer avión que pueda conseguir y Elizabeth...

Era ridículo, pero tenía que decírselo:

—Solamente dile que voy, ¿de acuerdo?

Las dos nos echamos a reír.

• • • • •

No tuve que dar tantas explicaciones como había pensado. Roger sacudió la cabeza resignadamente.

—Bueno, un acto irracional para una situación irracional. Es perfectamente razonable.

—¿No piensas que estoy loca?

—Por supuesto que estás loca —me rodeó con sus brazos—. ¿Quieres llevarte a Melanie?

No pienso que vaya a estar más que unos pocos días. Le agotaría el ir y venir —sentía una doble punzada. Melanie me necesitaba, pero justo en este momento la casa me necesitaba más. Me recosté en Roger.

—¿Crees que es demasiado trabajo cuidar de los dos niños? Tendrás que contratar a una canguro prácticamente a jornada completa.

—Desde luego que pienso cuidar de los chicos y desde luego que pienso en el gasto y desde luego que deberías ir —me besó la nariz—, Y por encima de todo, probablemente te echaré de menos —pobre amor mío, parecía exasperado—, Únicamente, no me eches la culpa de cualquier lío que organice en tu ausencia. ¡Y por los clavos de Cristo!... —levantó una mano y la dejó caer—. No sé qué decirte. Haz lo que tengas que hacer con Elizabeth, pero asegúrate que la casa y los gatos no sufren.

• • • • •

Fuera del noroeste del Pacífico, la mayoría de los agentes de viaje, como la mayoría de las otras personas, aparentemente creen que hay una sola ciudad en el estado de Washington.

Probablemente terminarás volando trescientas millas más allá de tu destino, cambiando de aviones y volando otras trescientas millas de vuelta. Y si partes de Europa, no menciones el nombre del estado en absoluto o tendrás mucha suerte si no terminas en Washington, D.C.

—No quiero ir a Seattle —repetí insistentemente—. Quiero ir a Spokane.

La agente de viajes me miró fríamente. Cabeza hueca, fue el mensaje que recibí. No estamos hablando de deseos, estamos hablando de rutas aéreas. Lo que dijo fue:

—Debe ir a Seattle para llegar a Spokane.

—Mire —dije, dibujando mapas con mis dedos en la superficie del escritorio—. Estamos aquí; aquí está Spokane; ahí está Seattle, más allá. Quiero llegar a Spokane de la manera más rápida posible.

Cabeza hueca, dijo su mirada. No estamos hablando de geografía.

—La manera más rápida para llegar a Spokane es a través de Seattle.

Moví mi mano de una forma más francesa.

—¡Muy bien, muy bien! Consígame el billete.

• • • • •

El amor y el odio hacen que el mundo gire. Atracción y rechazo. Empédocles no era un imbécil. Desde los planetas que giran en sus órbitas a las niñitas que lloriquean cuando duermen, todos sabemos que el cambio y la estabilidad deben ser producto de esas dos fuerzas, que absorben, que chocan y refunden las materias primas del universo. No creo...

—Perdone —dijo el hombre de negocios del asiento de la ventanilla vecino al mío.

—De nada —dije y me encogí un poquito más. No me gusta estar atrapada en el asiento de en medio en un vuelo — largo, entre un ocupado hombre de negocios y un abuelo soñoliento. Evidentemente, había comenzado mi última frase en voz alta. ¿Hablando sola, Pen?, habría dicho Roger y me habría besado en algún sitio apropiado. La pasión es hermosa, pero los besos de hablar-sola eran francamente preciosos. Philia y neikos, amor y odio. No creo en dioses, ni tampoco en demonios, pero creo en puntos focales. La tierra es inestable; con todas sus absorciones y sacudidas, pero comparada con efímeras criaturas como nosotros es muy sólida. Philia la sostiene unida, neikos la mantiene en la configuración correcta; o más probablemente, la interacción de la pareja hace las dos cosas. Y con todas esas fuerzas empujando y tirando, forzosamente tenía que haber puntos focales. Como los remolinos que se pueden ver en los riachuelos, estables en su inestabilidad, conservando más o menos la misma forma aun cuando solamente existen como perturbaciones en una corriente.

Si se construye un templo en un lugar así, probablemente se consigan resultados. El mundo está lleno de lugares donde los dioses, los santos y las hadas han estado haciendo curaciones y prediciendo el destino durante miles de años, a través de varios cambios de religión. Los creyentes son sagrados al margen de lo que crean. Al punto focal no le importa la opinión. Lo que importa es la actitud, lo que importa es la compatibilidad. Es como un matrimonio.

La topología también influye en esto sin duda. ¿Los agujeros producen puntos focales, o son los puntos focales los que producen agujeros? Incluso el Peñón de Gibraltar tiene un agujero; una de esas tumbas—útero que se remontan a antes de los romanos, antes de los griegos, antes de los fenicios.

Antes del hombre de Cromañón, como de hecho, al menos que me acordase mal, el primer cráneo de Neandertal se encontró en una cueva de Gibraltar, aunque nadie supo lo que era hasta que lo encontrara el alemán. Pero no todas las cuevas son santuarios, aun cuando la gente haya vivido junto a ellos durante milenios, y no todos los puntos focales tienen agujeros. Los templos, cuando no son cuevas, tienden a construirse sobre terrenos altos. Pero entonces, hay bóvedas, sótanos, criptas...

Los mozos de vuelo de nuevo estaban pasando comida y bebidas, y hubo un general golpeteo de bandejas y maniobras de codo. Habría puntos focales mayores y menores, por supuesto... Probablemente una amplia escala de discretos niveles más bien que un continuum perfecto. (Así es cómo funcionan las cosas, de acuerdo con Roger; todo se reduce a quanta.) En las zonas habitadas, las mayores se descubrieron pronto. Esos son los templos que perduran. ¿Pero qué pasa si alguien construye una casa en uno menor?

Había un largo camino hasta Seattle. Pedí un gintonic, porque no me gusta el gintonic y me concentré al hacerlo. Confiaba en que Elizabeth le hubiera dado mi mensaje a la casa.

Cuando se entra en una casa en Sicilia, se dice hola; incluso aunque sea tu propia casa, y aunque se sepa que no hay nadie. Las personas mayores dicen que es un gesto de cortesía hacia los espíritus. No se me había ocurrido antes pensar en ello como una cortesía hacia la casa misma.

Tendría que esperar media hora en el aeropuerto Tacoma de Seattle, tiempo de sobra para llamar a Elizabeth. Quizá deberíamos haber discutido qué le diría a George sobre mi visita improvisada. George, pensé, no era un hombre que recibe amablemente a alguien que haya volado seis mil millas para examinar sus problemas familiares. El gintonic me hizo fruncir los labios.

• • • • •

No tenía que preocuparme por el equipaje. No había llevado nada más que un pequeño bolso de viaje. Cuando salí a Sea-Tac, lo primero que hice fue poner el reloj en hora (todavía por la mañana, como si el vuelo a través de un océano y un continente no fueran más que una excursión por Francia), y lo siguiente fue soltar mi bolso junto a un teléfono público. Ésta podía ser mi mejor oportunidad para una charla auténtica con Elizabeth, libre de las tarifas internacionales o de la familia por medio.

Pero cuando puse la mano en el teléfono, dudé. ¿Qué sucedería si contestaba George? No tenía nada que decir que él no considerara idiota. Además, si le decía a Elizabeth a qué hora llegaba a Spokane, querría ir a buscarme, y ella tenía miedo de dejar a su familia en la casa y George seguramente no querría venir con ella. George, pensé con resentimiento, podía incluso no dejarle llevar a los chicos. Escondería las llaves del coche o algo así. Lo más probable es que le diese una orden terminante y yo no sabía si Elizabeth le desafiaría. No lo quería infligir esa prueba. Me aparté del teléfono y me dirigí al bar.

• • • • •

En el vuelo a Spokane cogí asiento de ventanilla, con un asiento vacío al lado. Saqué dos aspirinas. Era un vuelo de sólo cincuenta minutos, pero sabía que al final me dolería la cabeza. Es lo que me pasa cuando tomo un par de tragos en medio del día; no es que este día interminable tuviera una mitad. Resaca instantánea a pequeña escala. Saludamos al monte Rainier y torcimos al este en un océano de nubes.

La moralidad es un concepto humano. Ni los dioses ni los animales se preguntan a sí mismos ¿es esto correcto? antes de llevarlo a la práctica. Lo que pensaba Zenón el Estoico es que la civilización auténtica se termina cuando la humanidad urbanizada aprende a vivir en los mismos principios armónicos de los dioses y los animales. Y las plantas, quizá especialmente las plantas. Zenón se dio cuenta de que el único poder digno de adoración es el Universo. Por definición, el Universo incluye todo; no hay nada fuera de él. Las deidades sólo son parte de él y, como señaló otro griego, el conjunto es más grande que cualquiera de sus partes.

Pero Universo es un latinismo. El equivalente griego es Kosmos. Significa «orden» y significa «belleza», lo que nos da al mismo tiempo cósmico y cosmético, y dice bastante sobre la aproximación griega a las cosas. Si se vive en armonía —armonía, que es otra palabra griega— con el cosmos, con la Naturaleza, nos llevaremos bastante bien con las fuerzas aparentemente guerreras que abarcan. Como la vida y la muerte.

Cuando llegamos a este punto crucial, Perséfona es la deidad más importante del panteón. Reina de los muertos, Reina del subsuelo, reina de todos los frutos de la tierra. La que lleva las manzanas. Naturaleza, por supuesto, no significaba hermosas tarjetas de felicitaciones. La Naturaleza implica muerte y nacimiento, ninguno de los cuales es hermoso.

• • • • •

Salí del avión felicitándome a mí misma por mi falta de equipaje y dándome un puntapié a mí misma por no haber llamado desde Seattle. La cortesía elemental, de permitir a la gente saber cuándo vas a llegar. Comprobé someramente en la computadora local que, como casi siempre, los vuelos Pullman estaban llenos. Siguiente paso, el teléfono más próximo.

Una de las cosas que más me irrita es la gente que llama y cuelga antes de que pueda llegar al teléfono. Recordaba que una vez había bromeado con Elizabeth sobre ello. «Así, pues, por el interés de la armonía universal y la comunicación» —había dicho— «siempre dejo sonar ocho veces».

Ella había asentido con entusiasmo. «¡Oh, claro que sí! Se tarda por lo menos cuatro llamadas sólo para terminar de poner un pañal.»

Pero comprendí por qué la gente cuelga tan pronto. Ocho timbrazos es mucho tiempo cuando eres tú el que está esperando. Tu mente puede pasar por toda clase de fantasía elaborada entre un timbrazo y el siguiente.

Lo dejé sonar diecisiete veces —dos veces ocho y uno por si acaso. Después tiré del soporte hacia abajo con mi dedo y posé el teléfono de nuevo silenciosamente, como si tuviera miedo de molestar a alguien. Recogí mi bolso de mano y anduve a paso rápido al mostrador más próximo de alquiler de coches.

Entre Spokane y Pullman la carretera atraviesa el borde de lo que se llama las Tierras Costrosas de los canales. Ése debe ser uno de los nombres geográficos más agudamente descriptivos nunca inventado. Retrata una costra de doscientos pies de grosor y cien millas de extensión, hendida y arrugada en todas las direcciones por una red de grietas. Torrentes de agua desgarran esos canales, como los glaciares, se derriten, apilados detrás de diques de hielo y cascotes, y luego rompen a través como el último diluvio, una y otra vez. Los fundamentalistas locales, que no lo han meditado, algunas veces dan crédito a la inundación de Noé.

Pero éste siempre ha sido un país violento. Mucho antes de que la tierra costrosa fuera colocada para ser canalizada por el agua procedente de la última edad de hielo, la mitad sur entera de lo que es ahora el estado de Washington fue inundada por avalancha tras avalancha de roca fundida, no arrojada por volcanes como el Etna o el monte St. Helen, sino vertida como torrentes de agua desde las grietas de la llanura. Una de las cosas que me gusta de este trozo de tierra es la tranquilidad de su fuerza. Algo parecido a un templo dórico.

No me gusta conducir los coches de los demás, y menos aún los de alquiler. Conducir no es una de mis mayores habilidades, y tener que vérmelas con un personaje desconocido al mismo tiempo, aunque sólo sea mecánico, no me hace sentirme cómoda. Pero hoy casi no lo noté. Era como la sensación de sordera parcial cuando se está hablando en un idioma extranjero y la conversación se vuelve tan interesante que se olvida que es extranjero. Con exactitud, no estaba pensando, ni haciendo planes por adelantado. Estaba sintiendo el campo, sintiendo el camino de regreso a casa.

Al sur de las Tierras Costrosas, el paisaje se redondeaba. No era suave, ni frágil; pero no tenía ángulos, ni líneas rectas, ni rugosidades por ningún lado. Las colinas giraban a mi alrededor como gigantescas dunas, sin árboles, por una parte el oro arenoso de los rastrojos de trigo, y por otra el marrón oscuro del escalonado terreno. Como onduladas olas de tierra, como ondulados hombros de enormes osos. Me encontré a mí misma disminuyendo la velocidad y respirando más fácilmente. El Palouse todavía estaba allí, y yo aquí, estaba en el Palouse. Apreté un poco más el pie sobre el acelerador. Si un coche puede tener personalidad —y cualquier conductor sabe que puede tenerla— entonces también puede haber cualquier otra concatenación de fuerza y materia. Sustituyamos ser humano por coche en esa frase y no cambia mucho.

A mi izquierda podía ver Steptoe Butte destacarse contra el cielo como una miniatura del monte Fuji y así es; un antiguo volcán, extinguido antes de que comenzaran las últimas inundaciones de lava, por encima de su garganta en otro tiempo de roca fundida. Golpe tras golpe del poder del subsuelo. El folclore histórico ha situado en este pequeño pico solitario el lugar de la versión del noroeste de la última resistencia de Custer: donde el apuesto coronel Steptoe y sus soldados fueron rodeados por una coalición de tribus indias y aceptaron escapar ignominiosamente en la noche, abandonando sus cañones, sus caballos de carga y sus provisiones. De hecho, esto había ocurrido sobre otra colina menos impresionante, 10 millas al norte a mis espaldas. Pero cada colina tiene su historia y su prehistoria.

Se traspasa una cierta subida, y ahí está Pullman, instantáneamente se manifestaba fuera de los trigales: un pequeño bosque de casas, árboles y torres de universidad, color y rugosidad extendidos sobre cuatro de esas colinas como un floreciente emparrado.

Al atravesar la ciudad, tuve una sensación extraña. En Europa, Pullman sería indudablemente etiquetada como un pueblo. Una vez que se han vivido aquí unos pocos años, probablemente los únicos extranjeros que ves en las calles son los estudiantes, que superan a los residentes permanentes en una proporción de 5 a 1. Podía haber parado el coche casi en cualquier sitio, haber entrado en una casa o en una tienda y haber gritado: «¡Estoy en casa!». Y la gente me habría dado un abrazo o un apretón de manos y habría empezado a enredarme en una charla que tanto había echado de menos. Pero no me sentí todavía en casa. Me sentía como un fantasma, un espía, un extraño, atravesando furtivamente, sin ser vista, las calles medio-familiares.

Al virar por delante del campus sentí un tirón más agudo. Quizá debería parar sólo un momento en la Oficina de Historia. Miré con nostalgia a los estudiantes que corrían entre el tráfico. Ese pelirrojo de barba había estado en mi clase de historia antigua el año pasado. Una pancarta de papel escrita a mano estaba colgada a través de la fachada de una de las hermandades de estudiantes: FELICIDADES, CANDY, NUESTRA DIOSA GRIEGA. Alguien había sido elegida para algo.

Torcí hacia el este, bajando por el camino de la Granja, lejos del campus, lejos de la ciudad. Pasados los invernaderos, pasada la torre de alimentación mixta experimental parecida a una astronave de juguete sobre su plataforma de lanzamiento, pasado el campo de investigaciones sobre la vida salvaje donde una docena de ovejas con aspecto aburrido yacía junto a sus fardos de heno. El verano en Pullman había desaparecido. Había echado de menos el mercado de plantas del Hort Club, la feria del Jardín, y el gran rastro de agosto que organizaba la iglesia episcopaliana de St. James. En comparación, ¿qué importaba el Etna y la Riviera?

Giré a la carretera del aeropuerto, siguiendo la línea de viejos sauces. La Antigüedad tenía aquí un significado diferente. Una vez pasado el aeropuerto Pullman-Moscow, con su fila de aviones monótonos y su única pista metida en un surco entre dos bajas colinas, me resultó difícil mantener los ojos en la carretera. Permanecí mirando hacia arriba, hacia delante, hacia la izquierda, estirándome para vislumbrar la casa. Aparecería a la vista de repente, desde detrás de una colina y desaparecería de nuevo, justo un momento antes del desvío de grava. Esta primera visión siempre había sido como desabrocharse el primer botón: una relajación inmediata y la promesa de la comodidad que seguía. Los niños podían estar riñendo en el asiento de atrás, el trabajo que llevábamos en las carteras podía estar separándonos a Roger y a mí por monótonos caminos diferentes, pero cuando veíamos la casa, todos nosotros reaccionábamos con ruiditos de satisfacción. Ahí estaba nuestra casa.

Entonces, ¿dónde estaba? Estaba nerviosa e incómoda con el coche. Había estado fuera demasiado tiempo; había pasado demasiadas horas en aviones. A pesar de toda la familiaridad, nada parecía totalmente igual a lo que yo creía recordar. ¿Había echado de menos la casa? ¿Había echado de menos el desvío?

Alguien tocó la bocina detrás de mí, y me di cuenta de que de repente había aminorado la marcha. Afortunadamente, no había mucho tráfico en la carretera. ¿Era allí? Tuve una aterradora sensación de enajenación, de no saber en qué país estaba. El cambio de hora, me dije. Esto era lo que pasaba por volar hacia atrás y hacia delante a través de los continentes. No me había perdido y tampoco era la casa. Si había perdido el desvío, en seguida volvería al camino principal y simplemente daría la vuelta y regresaría a él.

No bien había tomado esta firme resolución apareció la casa, precisamente donde la estaba buscando, y el mundo volvió a asentarse en su forma y situación habituales. Las colinas parecían más sólidas y la carretera más familiar. Por primera vez en cuatro meses sentí el desabrochamiento espiritual que significaba llegar a casa.

Paré junto a la camioneta de segunda mano de George y salí. Tenemos que rellenar de grava esta calzada, pensé distraídamente. La vieja Dachshund de los Bannerman —de hecho, medio Dachshund— se contoneó labrando con aplicación.

Tenía una mota de polvo en los dientes, algo que ni siquiera habría notado si no los hubiera apretado un poco. Eso también era propio de la casa. No el apretar los dientes, sino el polvo. La Palouse tiene una de las producciones de trigo en secano más altas del mundo por acre y una de las tasas de erosión también más altas del mundo. Esas colinas parecen dunas por una buena razón: son azotadas por el viento como las colinas de Loess de China; miles de acres de tierra de otras personas se amontonaban aquí, a través de los siglos. En algunos sitios el terreno baja cien pies. No tenía una idea clara de cuándo databan; Roger sabría más de este tema. Quizá estas colinas habían sido levantadas hacía sólo unos pocos miles de años, mientras los griegos, en el otro lado del mundo, estaban talando sus colinas para conseguir maderas y combustibles y lo que llamaríamos desarrollo. Quizá una parte de la rica tierra de entre mis dientes había sido arrancada del paisaje en un tiempo fértil de los alrededores de Atenas, o más probablemente —ya que la erosión de Grecia había sido mayoritariamente fluida— desde los saturados y exhaustos campos de Sicilia. El viento que erosionaba los templos con el polvo de África podía transportar lejos el polvo de Enna, y el trigo de Palouse podía brotar en el terreno en el que habían crecido las flores de Perséfona.

La perra ladraba dando vueltas a mi alrededor. Por lo que se refería a la perra, ésta era la residencia de los Bannerman; yo estaba en su césped. Algo parecido a la timidez me impidió gritar el habitual «Hola» o «¿Hay alguien en casa?» Si hubiera habido alguien, tenían que haber oído subir el coche o ladrar al perro. No hacía falta ningún otro aviso y tiene que haber alguien. El coche de la familia estaba en el garaje abierto —al parecer, la puerta todavía no funcionaba bien, y allí estaba la camioneta de George.

—Vale, Foxy —le dije a la perra recordando su nombre— ¿Dónde están los gatos? —me pareció una pregunta aceptable.

Al oír mi propia voz se rompió alguna atadura que me había mantenido inmóvil y caminé por delante del coche hacia la puerta de la cocina. Una enorme mata de pelo, como una piedra tornasolada de un amarillo desvaído, yacía en la alfombrilla de la entrada. «Hola, Ajax», dije, y me arrodillé para acariciarle. Abrió sus ojos y maulló impacientemente como diciéndome «Vienes tarde».

Había tenido este gato más tiempo que el que había dedicado a mi carrera profesional. Le había bautizado como Ajax el Telamónico, pero en los últimos años a menudo le llamábamos Schmoo o Cáscara de Plátano. Había tenido miedo de que no se acordase de mí. Había tenido miedo de que se hubiera muerto.

Foxy ladró una o dos veces más y husmeó en la puerta, ignorando a Ajax.

—Vale, Foxy —dije con fuerza—. Vamos dentro.

Cogí a Ajax en mis brazos, y él se enroscó, para abrazarme con sus patas delanteras, un truco que utilizaba desde que nació. Pesaba tan poco que me asusté, un débil espectro de piel de su antigua fortaleza. Su escandaloso ronroneo estalló, y parpadeé con fuerza, intentando mantener mis ojos lo suficientemente secos para la ocasión. Me levanté con él y liberé una mano para llamar a la puerta. No, mi primer golpe no fue lo suficientemente firme. Volví a intentarlo.

La puerta cedió un poco a mí segundo golpe: no se abrió del todo. La empujé hasta abrirla con mi hombro, sumergiendo mis dos manos en el pelaje de Ajax.

—¿Hay alguien en casa?

No hubo respuesta. Entré en la cocina y la casa me devolvió el eco. Había signos de otras personas. La encimera, el horno y la mesa estaban insospechadamente limpios y ordenados. Los utensilios de las otras personas colgaban en las perchas y nunca se me habría ocurrido llenar con ramos de flores secas y hierbas aquel armario con la puerta de cristal apenas accesible que estaba en lo alto de la pared oeste. Pero de todos modos, era mi cocina.

—Hola.

Foxy se había ido directa al plato vacío de la comida junto al frigorífico. Después de olisquear, se volvió y se marchó contoneándose a través de la puerta que estaba todavía abierta.

—¿Elizabeth? —llamé—, ¿George? —bajé a Ajax cuidadosamente, cerré la puerta y abrí el armario de la esquina de abajo. Sí, todavía guardaban allí la comida de los gatos. Puse un puñado de comida seca en el tazón que Ajax estaba mirando pensativamente y agitó la cabeza.

Se oyó un porrazo desde el cuarto de estar. Salté a la defensiva. ¡Hay que fastidiarse!, tener que ponerme a la defensiva en mi propia casa.

—No soy un ladrón —grité—. Ven y saluda.

Pat, pat, pat, pat. Bajé mis ojos hasta la altura del gato, a tiempo de ver a Susie doblando la esquina de la entrada hacia la cocina. Se paró, sorprendida, al verme.

—Hola, gatita —dije, y me arrodillé, extendiendo mi mano hacia ella—, Melanie te manda recuerdos —le llevó un minuto entero de olisqueos y vacilaciones antes de frotarse por mis rodillas con fruición y reunirse con Ajax en el tazón de comida. ¿Sería tan tímida con Melanie cuando Melanie viniera a casa? Había pasado menos de medio año.

Me levanté un poco molesta —tanto tiempo en los aviones y en el coche y recorrí la entrada para ir al comedor.

—¿Hay alguien? —ahora casi fue una plegaria. La hoja de la ventana corredera de la bahía estaba abierta y crujía, atascada, sin duda como siempre. George había instalado las persianas que Roger y yo nunca habíamos llegado a poner que, en mi opinión, desmejoraban el aspecto de toda la habitación e interferían la visión de una forma evidente. En la Palouse no había tantos insectos como para que mereciera la pena molestarse en poner persianas, a menos que se tenga fobia a los insectos o un corral cercano. Desde luego, habían intentado criar pollos.

Me arrodillé sobre el asiento de la ventana y miré afuera. No había nadie en el corral, excepto Faraday acechando algo entre las doradas hojas del arce. Alguien había restrillado la mitad del patio y apoyado el rastrillo contra el tronco del arce. En las serbales los racimos de brillantes bayas de color naranja rojizo colgaban tan gruesas que arrastraban las finas ramas hacia abajo como si fueran guirnaldas de la fiesta de la cosecha. Buenas noticias para los pájaros este invierno, Faraday pegó un salto.

—¡Eh, gato negro! —le llamé... Se sobresaltó tanto que me eché a reír, y sacudió su cabeza, arriba, abajo y hacia los lados—. Faraday, ¿oyes voces? —se quedó quieto en la hierba y me miró fijamente con sus ojos color zumo de naranja.

Levanté las manos al marco de la ventana, intentando arreglarlo como hacía siempre. Se atascó un momento y luego se deslizó tan suave como la seda.

—¡Eh! —dije, y me reí—. Bienvenida a casa —Faraday maulló lastimeramente.

Ante la evidencia del coche y el camión y de la puerta de la cocina abierta, se podía deducir que estaban por aquí, y ante la evidencia de mis golpes y llamadas no respondidas, ellos no estaban dentro. El siguiente paso más lógico era buscarle fuera, al otro lado de las dependencias o al otro lado de las lilas. Pero ahora que estaba en la casa me resistía a salir sin saludarla entera. Me levanté.

Había una mancha nueva en el suelo del comedor junto a una de las ventanas que daban al oeste, que debía haber vuelto a hacer agua.

—¡Maldita sea! —dije sinceramente. De la cocina llegaban una serie de gorjeos musicales aflautados. Ajax me contagió su ansiedad. Abrí la puerta del comedor que daba a la cocina, una de las bisagras estaba mal, y le cogí en brazos.

—Ven, Schmoo, hazme caso —me hizo una caricia con la pata, apoyó su quijada en mi clavícula y cerró los ojos.

Uno de los peldaños a mitad de la escalera estaba suelto; noté cómo se movía bajo la moqueta. No me extraña que se hubieran tropezado. Pero ¿no decía una de las cartas de Elizabeth que George había arreglado las escaleras? La barandilla también estaba suelta. Estaba sorprendida, se suponía que George era mañoso.

La puerta del dormitorio principal estaba cerrada. Desde detrás llegó un sonido apagado: un bebé que duerme en el límite entre el sueño ligero y el llanto contundente. Abrí la puerta, meciendo a Ajax con un brazo.

Elizabeth estaba dormida encima de la cama, tumbada plácidamente boca arriba sobre la colcha. Parecía una niña demasiado grande: descalza, con pantalones cortos y sudadera, la cara rubicunda y redonda y el pelo despeinado. Había una cuna apoyada en un extremo de la cama, y de ella surgió otro gemido.

—¿Elizabeth? —no respondió, pero el bebé, sí. Un llanto ahora definitivamente despierto: despierto, pero infeliz.

Elizabeth no se movió. Respiraba tranquilamente con los labios entreabiertos. La comisura de su boca se crispaba espontáneamente, como la de un niño que duerme. Solté a Ajax al pie de la cama y rodeé la cuna.

—Eh, mocosa, ¿qué pasa? —Molly debía tener casi dos años. Se puso de pie, con la cara enrojecida por el llanto, apretando los barrotes de la cuna con sus sólidas manitas. Me dejó que la cogiera, pero una vez en mis brazos comenzó a berrear y a patalear.

—¿Qué pasa? ¿Qué...? ¿Quién...? —Elizabeth, en un torrente de ruidos inconexos, se incorporó torpemente:

—¡Oh, Dios mío! Penny, ¿qué pasa?

Me dejé caer, con la niña junto a ella, provocando una débil protesta —de Ajax.

—No pasa nada, salvo que estás tan profundamente dormida que no oyes cuando entra alguien. ¿Dónde están los pañales?

A duras penas, agitó la mano.

—En la habitación de Molly. No, espera, puse unos pocos en la cómoda. Oh, cariño, por favor, cállate.

Encontré un pañal, pero fue Elizabeth, aturdida por el cansancio, la que tenía que cambiarlo. Entre el alboroto de Molly y su propia confusión, era difícil convencerla de que no se había despertado en medio de alguna catástrofe.

—Te dije que venía en el próximo avión. La puerta estaba abierta y nadie me contestaba, así que entré. ¿Dónde están George y los niños mayores?

—¿Dónde...? —Elizabeth abrazó a Molly con uno de sus brazos y extendió la mano para coger el despertador de encima de la mesilla. Lo inclinó hacia delante y hacia atrás, mirándolo fijamente—, ¿Las dos? ¿O las doce y diez?—agitó el reloj—. ¿Qué hora es realmente?

Me reí:

—Se lo estás preguntando a alguien que está bajo los efectos del cambio de hora. Es miércoles por la tarde, eso te lo puedo prometer. ¿Quieres que le prepare un biberón o algo?

—Generalmente no quiere biberón después de la siesta. Pero ha estado últimamente tan inquieta...

—¿Tienes hambre, Molly? ¿Quieres un plátano? ¡Dios mío!, creo que tengo plátanos.

—¿Dónde están los mayores? —pregunté de nuevo.

Elizabeth me miro fijamente por encima de la cabeza de su hija.

—Mark tenía que ir al Distrito 4H y quería quedarse a pasar la noche con su amigo Jerry. Y acabo de despachar a Jane a Pullman con una de sus amigas. Llevaban semanas queriendo dormir juntas, y les dije que era su oportunidad.

Abrazó a Molly más estrechamente.

—Penny... —se rió tontamente—. Me alegro de verte.

—Llamé desde Spokane, pero no contestabas.

Puso una expresión afligida.

—Es el teléfono. A veces hace eso. Suena como si llamasen, pero no lo hace. Cuando está así no se puede llamar ni recibir llamadas. George no es capaz de encontrar la avería, ni tampoco la oficina principal.

Le hice más caricias y le di palmaditas a Ajax, que se había instalado en los pliegues de la colcha.

—Venga, vamos a buscar plátanos.

—Vale, déjame que me ponga los zapatos —se levantó con esfuerzo—. De verdad, ten mucho cuidado con los escalones.

• • • • •

Los plátanos estaban podridos. Las moscas danzaban a su alrededor.

—Mira esto —Elizabeth y el estado post-plátano —pastoso—, tres tienen moho. Ayer... —me miró absorta. Molly protestaba, intentando coger los plátanos.

—¿Biberón? —sugerí.

—Sí, biberón. ¿Puedes cogerla un minuto? —me puso a Molly en los brazos y comenzó a medir la mezcla generosamente.

—¿No has visto a George?

—No, no le he visto. Supongo que estará por ahí ejerciendo de amo de la casa —tuve que reprimir una urgencia pasajera de echarme a reír. George, con su tobillo torcido y su brazo en cabestrillo, imposibilitado para ir a trabajar y cojeando por ahí intentando poner todo en orden.

Elizabeth hizo un vago ruido afirmativo. Molly aceptó el biberón con impaciencia.

—¿La pongo en esta silla alta? —pregunté.

—No, déjala aquí. No me fío de eso —cogió a Molly en brazos y dio un puntapié a las patas de la silla alta—. No es estable. Vamos fuera, ¿te parece?

La seguí fuera a la luz del tenue sol de octubre. Nada más traspasar la puerta se paró.

—¿Dónde está Ajax? ¿No lo tenías tú?

—Se quedó dormido encima de la cama. Pobre chico.

—¿Sabes?, es una cosa rara —dijo despacio—. No ha querido estar en la casa en absoluto. Incluso he tenido que darle de comer fuera. Supongo que ahora que estás tú aquí, todo vuelve a estar en orden —me miró esforzándose en vano por mostrar alegría—, ¡Dios mío?, Penny, Ajax y yo, los dos.

Le di un abrazo fuerte, con Molly y el biberón en medio.

—Tú y Ajax estáis muy bien.

—Lo tomé al pie de la letra —dijo, apagada—. Le dije a la casa que venías.

Me reí, ahora turbada, y lo solté.

—¿Respondió?

—No te lo podría decir, pero no creo que hable su idioma.

—Cuéntamelo todo, Elizabeth.

—Vamos a buscar a George —dijo en voz baja.

Bajamos por la línea de las dependencias. Foxy nos siguió unos pocos pasos y se tumbó con un suspiro. Molly botaba sobre la cadera de Elizabeth, agitando su biberón como una batuta.

—Tenía que dormir algo —dijo Elizabeth—. Estuve levantada toda la noche.

—¿Con Molly?, ¿con Jane?

—Todos nosotros hemos tenido problemas para dormir por la noche. Y he llegado al punto en que no puedo soportar dejar sola a Molly. George piensa que es ridículo. No quiere complacerme ya —no es que me haya complacido mucho nunca. Pero sabía que tenía que dormir algo mientras ella se echaba la siesta, así que llevé la cuna a nuestra habitación.

—¿Y qué hace durante todo el día? —pregunté, no intentando parecer agobiante. Obviamente, no ayudaba a su mujer y sus hijos.

—Está asegurando las cosas para el invierno —se estremeció—, Probablemente no debería mencionar esto, Penny, pero cuando le dije que venías... se interrumpió.

—No le gustó —terminé por ella.

Molly había empezado a revolverse y Elizabeth se paró para bajarla, sujetándola firmemente de la manita.

—Es tu casa, Penny, tienes derecho a estar aquí todo el tiempo que quieras. Lo que a George no le gusta es todo... gesticuló indecisa.

—Piensa que somos un par de hembras histéricas y estúpidas. «La una alimenta las supersticiones de la otra.» Dijo realmente eso —se rió, pero su voz era cortante—. Por supuesto, no lo dijo exactamente así. Dijo que estábamos empezando a parecemos a los ignorantes chicos de las granjas que se fomentan las supersticiones los unos a los otros.

—Creo que nuestras supersticiones están yendo demasiado lejos, aparte de nuestra mutua alimentación —dije, y nos reímos juntas.

Molly me extendió el biberón, estirándose hacia arriba, para introducirlo imperiosamente en mi mano, y se dio la vuelta para suplicar a su madre que la llevara a hombros. Me gustaba eso. Mis niños nunca habían tenido relaciones de tanta confianza con las personas que no conocían bien. Elizabeth era una persona muy abierta.

Abrazó a Molly protectoramente.

—Puede que haya ido arriba, al huerto, pero dijo que había un montón de cosas que hacer en el gallinero. ¿George? ¿Estás ahí?

No estaba en el gallinero, ni en el cobertizo de los trastos, ni en el de las herramientas, y desde aquí podíamos ver lo que quedaba del jardín detrás de las lilas y que parecía triste y vacío.

—Las chirivías ni siquiera han brotado —dijo Elizabeth incoherentemente. Molly se inquietó y se revolvió, insatisfecha, cambiando de postura—. Debería haber comprobado en el sótano —dijo Elizabeth. Estaba todavía de pie ante la puerta abierta del cobertizo de las herramientas, mirando hacia atrás a la casa. Su voz era desesperada, denotaba miedo.

—Tiene cinco acres para perderse, Lizzie —dije—. No hemos mirado en la bodega.

—No quiero mirar en la bodega —dijo de forma tensa—. Nos mantenemos alejados de tu maldita bodega.

—Bueno, echaré una ojeada allí —dije, en nombre de la meticulosidad—. Necesitaba dormir mucho más. Tú vuelve a la casa y me reuniré contigo arriba.

Dio un paso hacia la casa, y yo di la vuelta rápidamente a la esquina del cobertizo de las herramientas.

La bodega no estaba allí. Me tropecé violentamente como si el terreno se hubiera levantado en medio de mi zancada. El cambio de horario te produce cosas raras. Mi cerebro se sacudió y rebotó, volando entre turbulencias. ¿Me había olvidado la distribución de mi propio patio? El gallinero, el cobertizo de los trastos, el de las herramientas y la bodega detrás del cobertizo de las herramientas, un montón lleno de hierba como la tumba de un gigante, de cuatro pies de alto y el doble de largo, una puerta de madera inclinada que permite el acceso a su abrupto extremo norte. Di unos cuantos pasos más, explorando a derecha e izquierda casi frenéticamente.

Entonces lo vi, y me dejé caer de rodillas donde estaba. La puerta estaba abierta y por lo menos una de las bisagras debía haberse aflojado antes, de modo que se había librado de torcerse en el derrumbamiento. Ahora estaba plana, cayendo a ambos lados de la depresión que antes había sido un montículo. Estirándome hacia delante pude tocarla. Antes de nuestra época alguien había pintado esa puerta de azul grisáceo oscuro, y pensé a menudo como había pensado antes, que realmente deberíamos volver a pintarla. Pero no, ése era un pensamiento equivocado.

Tres vigas como traviesas de ferrocarril sostenían dos sólidos pies de tierra. Quizá George estaba en el huerto. Quizá estaba en el sótano. Pero en ese caso, ¿por qué se había derrumbado la bodega? No, tampoco éste era un pensamiento adecuado.

Me arrodillé allí durante lo que me pareció mucho tiempo, esperando que las cosas tuvieran algo del sentido con el que deseaba vivir; y Faraday, que nunca había sido un gato afectuoso, se me acercó tranquilo y empujó con su hocico mi mano. Supón que tienes un perro fiel que ha matado a alguien. Pero no era eso exactamente, ¿verdad? No era eso en absoluto.

La gente sobrevive algunas veces a las cosas más asombrosas. Me levanté, tambaleándome un poco. Elizabeth y yo éramos mujeres jóvenes y sanas, podíamos manejar una pala y una excavadora. Después de todo, estaba muy bien que el cobertizo de las herramientas estuviera tan cerca.