—No te quedes ahí chillando, ¡entra!

—Me llevó por las librerías en las que no había estado desde que me dejó. Dijo:

—Estamos pasando un día muy bueno juntas. Ya ves, todavía podemos ser amigas.

Pero yo no estaba pasando un buen día y ella, estúpida, infiel, cara de mierda, no sabía una cosa: me gustaría matarla. Cuando entró en una tienda de comestibles a comprar unos malvaviscos cubiertos de chocolate que —¡qué estupidez! — le gustaban más que cualquier otra clase de dulces, me quedé en el coche. Cuando desapareció de mi vista, salté fuera y saqué de mi bolso un envase de limpiador para el retrete que llevaba hacía días. Me dirigí apresuradamente a la puerta de atrás del Volkswagen y abrí el capó. Vertí la mitad del limpiador en el aceite y cerré el capó. La otra mitad la añadí a la gasolina.

Cuando estábamos en camino de una librería alejada del centro, el coche se averió. Salió fuera y miró el motor y vio cristales del limpiador del water esparcidos alrededor del tapón del aceite. Comenzó a gritar:

—¡Tú, puta! ¡Puta estúpida! ¡Estábamos pasando un buen día y tú lo has arruinado! ¡Mala puta! ¡Estúpida!

Comencé a caminar hacia casa y la dejé allí con el coche.

Ése fue un acontecimiento emocionante para mí. Siempre nos habíamos llevado tan bien que ella no sabía exactamente lo enfurecida que me sentía. No habría creído que fuera posible tanta intensidad de sentimientos. Pensó que podía cambiar todas las reglas y salirse todavía con la suya, tenerme como su mejor amiga y al infierno los años que fuimos amantes.