Abajo, en el sótano, lo que iba a ser nuestra cocina era todavía un desastre. La soleada terraza con vistas al jardín, donde imaginaba un perfecto desayuno al aire libre, estaba llena de montones de escombros; las paredes de la cocina rezumaban una mezcla de betún negro que obstinadamente se negaba a «secarse». Hicimos un arreglo provisional en la habitación que iba a ser el estudio de Don: el frigorífico en una esquina y la cocina y el microondas conviviendo con un viejo gran escritorio; hacíamos la colada en el cuarto de baño. Al principio todo esto parecía divertido, una gran broma: intentar mantener separado el aguarrás de la mantequilla y la salsa de chile de los recibos de los contratistas. Don y yo apenas nos veíamos. Por la noche chocábamos el uno con el otro a la puerta del frigorífico, rebuscando cerveza y chocolate. Éramos como el cazador y el ojeador que se encuentran brevemente para compartir una o dos chuletas poco hechas al fuego. Gastábamos la broma de que la casa había triunfado donde el mundo había fracasado durante años, separando nuestras vidas.

Anatomía de una chimenea: recoger las herramientas, la lata de disolvente, los guantes y la máscara. Tapar las cosas de alrededor y manos a la obra. La última capa, la superior, estaba pintada de blanco, antes de verde, antes de su increíblemente pegajoso azul, que se agarraba con fruición a los detalles de la moldura; debajo de todo había estado el marrón oscuro. ¿Para qué demonios quería alguien pintar una chimenea de hierro negro de marrón oscuro? Había un montón de tesoros enterrados en esta casa, cosas adorables y ricas en detalles como nunca se ven en las moradas modernas. También había una asombrosa cantidad de horrores completamente intencionados.

Para llevar a cabo estos trabajos pesados y estúpidos, era necesario desarrollar un estado mental especial. Aun sin sentido aparente, yo me había entrenado para trabajar duro, sin pensar prácticamente en nada, en un trance positivo de vapores de disolvente y músculos que arden. En tal estado, las alucinaciones no son improbables. Decidí dar un descanso a la taladradora y saqué la mano para coger un estropajo. Me encontré a mí misma tirando de una madeja de cabello humano. Lo dejé caer con una repugnancia instantánea, pero no lo suficientemente rápido. La mano me escocía como si la hubiera metido en el disolvente de la pintura. Se me había olvidado que me había quitado los guantes: cuando miré, vi que los dedos y la palma de la mano estaban moteados de gotas de sangre. Me arrodillé mirándome fijamente la mano y sintiendo un picor de desasosiego en la parte de atrás de mi cuello. La casa estaba muy silenciosa, ahora que había apagado la taladradora y la luz parecía extraordinariamente artificial, como lo parece siempre en una habitación vacía por la noche. Me puse los guantes y seguí. La capa blanca, la verde, la azul pegajosa, la horrible marrón... Me apliqué pacientemente a la inacabable, inacabable tarea, hasta que el trapo quedó inservible. Me estiré de nuevo para coger el estropajo: era cabello. Sentí cómo se resistía y retrocedía cuando tiré de él y en un instante otra conciencia inundó mi mente. Sentí la indignidad del desamparo senil, cuando ni siquiera puedes cuidar de ti mismo y tienes que soportar las bruscas atenciones de una enfermera descuidada o de una hija resentida. Los sentimientos de esa anciana odiada estaban bajo mis manos, me impregnaron, y no despertaban ni simpatía ni piedad, sólo miedo y disgusto. Luego la experiencia se acabó y me dejó estremecida... liberada de la posesión. A lo lejos podía oír la radio sonando tranquilamente, desde donde Don estaba trabajando, empapelando las paredes del piso de arriba.

Fui y le llamé por la escalera:

—¿Podemos cambiar? Los vapores del disolvente están empezando a afectarme.

Anatomía de una escalera. Esta vieja casa nuestra es alta y ancha. Uno de sus principales atractivos es la escalera. Lleva desde el soleado nido de águilas donde el ordenador espera pacientemente esos momentos robados, hasta el amplio recibidor con sus azulejos a cuadros blancos y negros. Pienso que fueron aquellos elegantes azulejos y la visión de la preciosa escalera los que nos decidieron a comprar este sitio. Vi las barandillas decapadas y ligeramente barnizadas; las paredes pintadas con capas de delicados colores marinos, turquesa pálido, lila y azul celeste, ondulándose uno dentro del otro. ¡Pero qué trabajoso era! Por lo menos, en la preparación no había productos químicos. Así que podía intentar terminar algo durante el día. En casa, en la otra, jugaba con Suzy todo el tiempo, cuando no estaba con la cuidadora. Don y yo compartiríamos las tardes y los fines de semana en este trabajo que considerábamos necesario. Ahora me había convertido en la «madre trabajadora» de mis peores pesadillas: cada día una serie de diminutos desafíos y derrotas, intensas campañas para conseguir metas insignificantes. Suzy se había convertido casi en mi enemiga. Me prometía a mí misma que la compensaría cuando las necesidades de la casa hubieran sido satisfechas...

Estaba lijando las escaleras del último piso, restregándolo todo con paciencia: atención sin inteligencia al rodapié color excremento. (¿Quién habría sido el que escogió tener paredes color mierda?) Suzy abandonó las destrucciones que estaba sembrando por mi abandonada oficina y vino y me cogió la lija.

—Para —dijo, en ese proto-inglés que sólo Don y yo podemos realmente comprender.

—Por favor, quítate de en medio, Sue.

—Por favor, para.

Le había dicho que esa palabra, «por favor», es como un besito, así que me besaba mientras tiraba de la lija con manitas decididas e imperiosas.

—Lo siento, cariño, tengo que hacerlo.

Pensé con desesperación que me estaba volviendo una madre auténtica. No tengo tiempo para mi niña, ella forma parte del trabajo pesado. Y yo me había jurado a mí misma que mi niña nunca sería «trabajo». Pero estaba hipnotizada por la tarea, parecía la única manera de que Suzy lo comprendiera.

Comencé a frotar de nuevo. Vi que estaba restregando carne. La vieja madera era suave, olía a polvos de talco y a edad rancia: cuando froté se apartó de mí contrayéndose. Seguí combatiendo obstinadamente la estúpida ilusión de un cerebro agotado.

—¡Por favor, para! ¡Por favor, para!

Insensata crueldad con la carne desvalida.

Estaba arrodillada a horcajadas sobre la vieja columna vertebral, la piel fláccida cayendo en flojos pliegues... Quítate de en medio, vieja bestia... Me sacudí, me levanté y corrí al cuarto de baño. Estaba verdaderamente, físicamente enferma; vomité y me tumbé en el suelo a los pies del retrete. Miré fijamente la agrietada escayola del techo veteada como el rico y horrible mármol de un edificio público Victoriano. Pero el de allí arriba estaba deteriorado, no había riquezas. Las tablas desnudas bajo mi cabeza, manchadas de pintura y de arena; trapos y latas de barniz se amontonaban en las esquinas. Nuestro sobrio cuarto de baño estilo Victoriano parecía flotar por encima de su entorno, como una familia de cisnes perdido en un viejo canal lleno de verdín.

Esclavizada por la marea invasora de caos mugriento; todos y cada uno de los días como un ama de casa del tercer mundo... ésta no puede ser mi vida. Estaba próxima a la desesperación. Oí a Suzy entrar corriendo en el cuarto, me di la vuelta y la vi allí, de pie con su pequeño mono verde, sosteniendo la lija y con su rizado cabello rojizo como una brillante aureola. Se reía indecisa: yo estaba jugando a un juego que ella no comprendía.

Fue unas pocas noches después cuando volví a oír la respiración. Debía de haber durado mucho tiempo, pues estaba colocando estantes y sólo oí el otro ruido cuando paré para descansar. La persona enferma seguía jadeando, jadeando, jadeando, hasta que el espasmo alcanzaba algún tipo de clímax y entonces cesaba. Quienquiera que fuera, lo habían trasladado desde el sótano hasta la primera planta, aunque apenas podía creer que alguien que hacía un ruido como aquél fuera capaz de subir escaleras. Fue sólo más tarde, mientras estaba dejando mis herramientas y la respiración estertórea comenzó de nuevo, cuando me di cuenta de que el sonido también había cambiado de lugar. Ahora llegaba a través de la pared, subiendo desde la terraza. Antes bajaba.

Subí a Londres para ir a una reunión de guionistas, resentida porque en este momento habría preferido pasar todos los días que me dejaba la cuidadora de Suzy en la casa, cualquier cosa con tal de terminar aquel horroroso trabajo. Zak Morgan, el animador, vino conmigo al pub y me pagó una copa. Sabía que debía tener un aspecto horrible cuando hasta Zak se apiadaba de mí; en realidad, no nos teníamos mucho cariño. Me sonrió afectadamente por encima de la mesita, con la mejilla apoyada en la mano, como si estuviera posando para una foto anticuada. (Zak siempre está posando para algo.)

—¿Sabes, Rosie? Durante estos últimos seis meses has madurado realmente. Todos lo hemos notado. Ya no sacas esas espinas de puerco espín que todos temían.

Ninguno de mis amigos me llama Rosie. ¡Bastardo protector! Pero era verdad. Solía llevar a cabo largas campañas de guerrillas en esas reuniones. Era sólo una historieta para críos, pero siempre que pudiera, me situaba el lado del mundo que yo quería para Suzy. Hubo una vez que pensaron que estaba cargando las tintas en los personajes femeninos. También estuvo lo de la selva, cuando se preocuparon de que mis tendencias «ecológicas» pudieran ofender a algunas personas. ¡Por Dios! Mi fuerza era que todos sabían que yo quería tanto como cualquiera que nuestro producto fuera un éxito. No siempre conseguí salirme con la mía, pero a menudo lo hice: sólo cuando era simpática y razonable y me quedaba en mi terreno. El que aguantara era suficiente para que a los ojos de Zak apareciese como una fanática total.

Pero todo eso fue anterior a la casa. Era verdad, tenía razón. No luchaba por nada en este momento. No tenía ningún objetivo a la vista, excepto seguir entregando material que fuera suficientemente bueno para que me siguieran pagando. Vi a Zak observando a ver cómo digería su inoportuno cumplido y lo peor que me había dicho era que medio año se había esfumado. Medio año de mi preciosa vida se había quedado en aquel abismo de la casa y se había desvanecido sin dejar rastro. Estaba sonriendo como si pudiera ver dentro de mí: las fuentes de pesar y pérdida que brotaban de mi interior. Pérdida irremediable, aflicción inconsolable...

—Ah, bien —dije seriamente—. Eso es porque estoy bastante preocupada en este momento. Me están embrujando, Zak. Me he vuelto víctima de una posesión psíquica.

Zak estaba preocupado. Como si se estuviera preparando para contenerme de alguna forma humana, pero dolorosa, hasta que los hombres de blanco pudieran llegar aquí. Me reí.

—Me refiero a la casa nueva, Zak. Me está poseyendo la putrefacción de la madera. Es una materia horrible, ¿sabes? Puedes estar infectado antes incluso de que sospeches que pasa algo. Quizá debería contarte algo. Quizá debería contarte algo sobre el craqueo coloidal, para que puedas inspeccionar tu casa antes de que sea demasiado tarde.

Pero en el viaje de vuelta a casa en tren, mi broma comenzó a adquirir un significado insospechado o quizá a tomar la forma de una verdad que había estado evitando. Donald ya estaba en casa y había recogido a Suzy de casa de la cuidadora. Los dejé jugando juntos en su habitación y bajé las escaleras.

De hecho, la putrefacción de la madera estaba supuestamente erradicada por completo y teníamos garantías para probarlo. Pero la idea de un progresivo cáncer de los ladrillos y de la madera me turbaba y había desarrollado en mí un poco de fobia al sótano, donde la putrefacción había sido tan violenta. Aunque el equipo del señor Hann había recogido definitivamente dos días antes, estaba demorando la situación. Dije que quería esperar hasta el fin de semana para tomar posesión, cuando tuviéramos más tiempo.

Abajo, más allá de la habitación donde la persona enferma jadeaba al otro lado de la pared, y de la otra habitación, donde había creído que el estropajo era el enmarañado cabello gris de una anciana... A través del recibidor delantero, donde mi maravilloso sueño estaba empezando a hacerse realidad.

Cartones de embalaje cubrían todavía las escaleras del sótano. Las paredes todavía estaban sucias y pintadas de marrón oscuro; el aire olía todavía a casa vacía; cartas viejas desintegrándose en un recibidor húmedo. Empujé la puerta del fondo de las escaleras y miré dentro del lugar que el señor Hann había decidido llamar «la habitación familiar». Había un olor húmedo, agrio, a escayola nueva. Había una montaña de muebles desechados y cajas en medio del suelo nuevo de pino blanco. Literalmente, no había estado sola aquí abajo desde la última reunión antes de mudarnos. Había habido muchísimo que hacer en otras partes y no había tenido que explicar mi repugnancia a nadie. Pero yo sola había estado lo suficientemente preocupada como para soñar con esa fobia sobre la putrefacción.

Las telarañas blancas y los ladrillos desnudos habían desaparecido, pero ella-ello todavía estaba allí. Estaba sentada exactamente como la había visto antes, con una plácida serenidad. Sus manos se movían constantemente, enganchando y guiando; su dulce rostro estaba plenamente satisfecho.