Esta gente se había olvidado de que había un mundo fuera y aún menos eran capaces de encontrar el camino.

—¿Preparado? —me preguntó, y yo asentí.

El trabajo de John Speakman, como inspector de policía de Hong-Kong, consistía en entrar en los refugios de los gigantescos arrabales para asegurarse de que todo el mundo había salido, de modo que se pudiera empezar la demolición. Tenían un guía, por supuesto, y una escolta armada de dos policías nativos, y le acompañaba el reportero de un periódico: yo. Soy un periodista independiente y mis artículos aparecen principalmente en el South China Morning Post.

Se podía decir que la Ciudad Amurallada era un conjunto de muchas viviendas —tantas como siete mil—, pero también se podía decir que era una estructura sencilla. Consistía en un sólido bloque de casas, toscamente construidas, unidas entre sí. No había ninguna idea ni planificación en cada vivienda adosada, aparte de proporcionar refugio a una familia. El edificio entero cubría aproximadamente el área de un estadio de fútbol. No había ninguna plaza en su centro, ningún patio interior, ningún espacio libre dentro del terreno que ocupaba. Cada simple pieza de la desvencijada masa, aparte del ocasional y fétido pozo de ventilación, se había utilizado como base para construir doce plantas de altura. Bajo el suelo, y a través de cada parte de esta chabola monstruosa, se extendía un laberinto de túneles y pasillos. Por encima de ellos y en su interior había caminos, escalerillas, pasadizos, calles y avenidas, todas unidas como si algún artista de la chatarra, como el hombre que construyó las Torres Watts, hubiera decidido dedicarse a la arquitectura.

Una vez que se penetra en su interior, más de diez pies, no hay luz natural. Los que estaban más al interior enviaban mensajes a los de los extremos para averiguar si era de día o de noche, si hacía bueno o llovía. El ladrillo y el yeso con los que estaba construida la casa tenían tendencia a pudrirse y desmoronarse en los espacios sin aire del interior y tenían que ser parcheados y apuntalados constantemente. En una tierra de altas temperaturas y humedad, los hongos engordaban en las paredes y en las hendiduras, las ratas y las cucarachas construían sus propias colonias. El hedor era increíble. Cuando estaba ocupado, más de cincuenta mil personas vivían dentro de sus muros.

John llamó a los dos policías locales y todos nos deslizamos en la oscura hendidura abierta en uno de los lados de la Ciudad Amurallada. Sang Lau, el guía, iba el primero. Dos gwailos —blancos— y tres chinos, entrando en el lugar prohibido, quizá por última vez. Incluido Sang Lau, que conocía el edificio mejor que nadie, parecía ansioso de terminar el trabajo. Hijo de un emigrante ilegal, se había criado en este bloque de cuchitriles, en la inmundicia y oscuridad de sus entrañas. Su cuerpo mal desarrollado evidenciaba este hecho y se había ofrecido voluntario a mostrarnos el camino tan sólo cuando se le permitió el derecho de ciudadanía de Hong-Kong para los miembros de su familia que todavía no la tenía. Él y su familia se habían beneficiado de la amnistía que había servido para vaciar la ciudad de sus habitantes. Ellos habían salido; algunos medio ciegos, debido a la falta de luz; algunos enfermos y lisiados, por el aire viciado e infecto, y ahora se le había pedido a Sang Lau que regresara por última vez. Yo imaginaba cómo se sentiría: un poco nostálgico, porque era su lugar de nacimiento, y sin embargo deseoso de terminar con aquello, para que muchos otros recuerdos desagradables pudieran ser arrasados junto con la estructura.

El pasillo en el interior era estrecho y constantemente torcía, giraba, bajaba y trepaba, aparentemente al azar. Sus muros se extendían llenos de agua filtrada y olían a humedad, con bolsas de hedor a comida rancia y cosas peores. Yo tenía náuseas constantemente. También había haces de tubos, mangueras y cables retorcidos, que se enredaban en nuestros pies si no teníamos cuidado; las cañerías de plástico corrían junto a cables que alguna vez habían suministrado electricidad robada.

Cuando los cables podridos funcionaban y el agua corría a través de las tuberías agujereadas, aquellos pasillos debían haber sido trampas mortales. De vez en cuando, el rayo de la lámpara de mi casco iluminaba una cara afilada, con bigotes y ojos pequeños; después, la rata se iba a toda prisa por su propio laberinto de túneles.

Alguna que otra vez hacíamos una pausa en uno de los muchos cruces o huecos y uno de los policías chinos, el rechoncho de la cara cuadrada, gritaba por el megáfono. El sonido golpeaba sordamente en las paredes o se repetía a lo largo de los corredores de yeso. La atmósfera era plomiza, pero todos estábamos extrañamente conscientes. La maciza estructura, con todos los agujeros, sus fosas y sus huecos, era como una bestia al final de su vida, cerca del último aliento. Era un caparazón que se había empapado en la febril actividad de cincuenta mil almas. En un tiempo fue una ciudad sagrada, pero había sido desangrada, sudada, orinada y escupida no sólo por los pobres y desamparados, sino también por los gángsters, matones, renegados, cobardes, desertores, refugiados y fugitivos, hasta que ninguna de sus partes siguió siendo sagrada. Nos apretaba por todos los lados, como si quisiera machacarnos, pero carecía de la fuerza final necesaria para derrumbarse ella misma. Era un lugar ominoso, melancólico y terriblemente extraño para un gwailo como yo. Podía sentir los espíritus agrupados en las esquinas. Espíritus de una cultura que ningún occidental había llegado nunca a comprender por completo. Más de una vez me tambaleé detrás de los otros. Me decía a mí mismo: «¿Que estoy haciendo aquí? No hay sitio para mí en este agujero».

El policía rechoncho parecía asustado de su propia voz, que resonaba desde el megáfono. Se crispaba visiblemente cada vez que tenía que dar el aviso. Por su constitución, supuse que su familia provenía originalmente del norte, de algún lugar cerca de la Gran Muralla. Sus rasgos y su pesado torso eran más mongoles que cantoneses; los del sur tienen tendencia a ser de pequeña estatura, delicados y con caras redondas. Probablemente era un policía duro en las calles, donde su constitución le serviría para golpear cabezas, pero aquí sus supersticiones norteñas y el miedo obsesivo a los espíritus le convierten en un estorbo.

No era la primera vez que me maravillaba del criterio de John Speakman al valorar el carácter humano.

Después de casi una hora de andar y algunas veces arrastrarnos por túneles del tamaño de una tubería, John sugirió que descansáramos un rato.

Yo le dije:

—No irás a comer sándwiches aquí, ¿verdad?

Era una broma, pero estaba tan tenso que no tuvo ninguna gracia y John gruñó:

—No, por supuesto que no.

Nos sentamos en círculo, con las piernas cruzadas, en lo que antes había sido un apartamento. Era una caja de madera do chapa de 10 pies de lado.

—¿Dónde estamos? —pregunté a las caras iluminadas por las linternas—. Quiero decir en relación al exterior.

La respuesta podía haber sido «en las entrañas de la Tierra», y yo la hubiera creído. Todo era oscuro, húmedo, fétido y hedía a pasta de gambas, que era lo que recordaba el olor del fango.

Sang Lau contestó:

—En algún lugar cerca de la esquina este. Nos trasladamos hacia el centro.

Su contestación me intranquilizó.

¿En algún lugar cerca...? ¿No lo sabe exactamente?

John estalló:

—No seas tonto, Peter. ¿Cómo quieres que lo sepa exactamente? Lo importante es que él conoce la salida. Éste no es un ejercicio de localización concreta.

—Cierto —dije, haciéndole un gesto jocoso, y se volvió a poner la gorra de visera, un signo inequívoco de que estaba molesto. Si hubiera estado de pie, no tengo ninguna duda, habría puesto los brazos en jarras en la postura clásica del gwailo dando órdenes.

John no estaba del todo conforme en llevar en el grupo a un civil, a pesar de que éramos íntimos amigos. Tenía una muy pobre opinión de los que no llevaban algún uniforme. En línea con esta filosofía, para él la raza humana se dividía en dos: estaban los protectores (policía, ejército, profesionales de la medianería, los bomberos) y los que necesitaban protección (el resto de la población). Como aparentemente yo pertenecía a la segunda categoría, necesitaba que me cuidaran. John era uno de esos solteros irritables que uno se encuentra en las últimas avanzadas de los imperios que van desapareciendo, una reliquia viviente de principios de siglo. Sheena, mi mujer, le llamaba «el fósil», incluso a la cara. Creo que los dos lo consideraban un término cariñoso.

Sin embargo, él decía que trataba de hacerme un favor, que ya sabía que mi trabajo se estaba poniendo duro. Las cosas no eran fáciles para los periodistas independientes, especialmente desde que Australia se había dado cuenta de que Hong-Kong, un lugar próspero de negocios donde se amasaban fortunas, estaba justo a un paso. Los británicos y los americanos expatriados estaban igualmente en la primera posición, numéricamente hablando, pero los profesionales australianos estaban empezando a entrar, si no en manada, sí en pequeños rebaños. Con ellos traían sus propios parásitos, los periodistas independientes, y por primera vez yo tenía mucha competencia. Esto significaba que tenía que consolidar las amistades y utilizar los contactos que previamente habían sido sobre todo sociales. Además, Sheena y yo estábamos atravesando una temporada un poquito difícil y una cosa que ella no soportaría es un escritor aburrido que ganase menos que un mal pagado empleado local. Podía sentir las palabras «trabajo decente» en el aire, esperando a condensarse.

Allí, incluso la oscuridad parecía tener sustancia. Podía ver cómo el otro policía joven, el delgado, un joven cantonés avispado, estaba también incómodo. Miraba hacia arriba, sonriendo nerviosamente en la oscuridad. Él y su compañero cuchicheaban, y les oí mencionar a «Bruce Lee» un momento antes de que se callaran de nuevo, con sus sonrisas fijas. ¿Quizá intentaban utilizar el recuerdo del legendario actor de artes marciales para reforzar su valor? Posiblemente el único de nosotros que estaba completamente inconsciente o quizá indiferente a la atmósfera espiritual del lugar era el propio John. Estaba demasiado endurecido, demasiado en actitud de viejo guerrero sin patria, para que le afectasen atmósferas fantasmales. Pensé que podía tranquilizar a sus hombres, ya que los dos sabíamos que cuando los chinos sonreían en circunstancias como ésta, significaba que o bien estaban ocultando un desconcierto tremendo o un terror abyecto. No había nada de desconcertante, así que solamente me quedaba una suposición.

Sin embargo, John prefería ignorar el miedo.

—Muy bien, vamos —dijo, poniéndose de pie. Continuamos por los pasillos, tambaleándonos, detrás de Sang Lau, cuyo poder sobre nosotros era absoluto en este lugar, ya que sin él nos habríamos perdido con toda seguridad. Era posible que una partida de búsqueda nos encontrara, pero entonces podíamos perdernos de nuevo en el interior de este enorme gusanero durante semanas, sin encontrar a nadie o sin ser encontrados.

Un cambio sutil pareció haberse producido sobre el lugar. Su resistencia parecía haberse evaporado y era como si estuviera atrayéndonos suavemente. Los túneles se hacían más anchos, más accesibles y había menos obstáculos que franquear. Yo tengo una imaginación muy activa, especialmente en lugares oscuros, sitios célebres que han estado involucrados en historias recientes de sangre y basadas en el terror. Lejos de hacerme sentir mejor, esta alteración en la atmósfera me hizo un nudo en el estómago, pero ¿qué le podía decir a John? ¿Que quería regresar? No me quedaba otra opción que seguir adonde el guía nos llevara y esperar la primera oportunidad para largarme si alguna vez veíamos la luz del día.

Aunque soy muy sensible a este tipo de lugares, generalmente no soy un cobarde. Las iglesias viejas y las casas antiguas me fastidian, pero normalmente lo minimizaba y lo soportaba con una ligera sensación de incomodidad espiritual. Aquí, sin embargo, la atmósfera opresiva era tan amenazadora y la sensación de pavor tan fuerte que quería escapar del edificio, aunque se fuera al infierno el artículo y el dinero que tanto necesitaba.

A medida que nos aproximábamos al centro, más aguda se volvía mi tensión emocional, hasta tal punto que me pregunté si no me estaba hiperventilando. Finalmente grité:

—¡John!

Se volvió bruscamente con un irritado:

—¿Qué pasa?

—Tengo... que regresar...

Uno de los policías me agarró del brazo en la oscuridad, y lo apretó, lo tomé por un gesto de ánimo. Él también quería dar la vuelta, pero tenía más miedo de su jefe que de cualquier fantasma. Por la fuerza del apretón deduje que el propietario de los dedos era mongol.

—Imposible —dijo John—, ¿Qué te pasa?

—Un dolor —dije—. Me duele el pecho.

Empujó a los otros hombres y me llevó bruscamente a un lado.

—Sabía que no debiera haberte traído. Lo hice únicamente por Sheena, creí que todavía quedaba algo dentro de ti. Ahora serénate. Sé lo que te pasa, te está entrando miedo. Es claustrofobia, nada más. Combátela, hombre. Estás asustando a mis chicos con tu estúpido canguelo.

—Me duele —repetí, pero él no lo estaba oyendo.

—Mentira. Sheena se disgustará contigo. Dios sabe que nunca te consideró el primero.

Por un momento todos mis miedos fueron sustituidos por la intensa furia que inundó mis venas. ¿Cómo diablos se atrevía este insensible policía arrogante a suponer que conocía la opinión que mi mujer tenía de mí? Era cierto que sus sentimientos no eran los mismos del principio, pero ella en un tiempo me había amado sin limitaciones y sólo la descomposición provocada por la vida superficial de la colonia había devorado ese amor. Los maniquíes, la gente con cara de cartón, había conseguido desgastarnos. Antes Sheena había sido una mujer feliz, llena de entusiasmo, de energía, de color. Ahora estaba disgustada y amargada, igual que yo; esto lo habían hecho los frívolos gwailos con los que nos tratábamos y en los que nosotros mismos nos habíamos convertido. Dinero, negocios y vecindad con cuernos eran las prioridades de la vida.

—No mezcles a Sheena en esto —dije con la voz estrangulada por la cólera que me atenazaba la garganta—, ¿Qué demonios sabes tú de nuestros comienzos?

Speakman se limitó a lanzarme una mirada de desprecio y volvió a tomar su puesto de cabeza, junto al encorvado Lau, que indicaba qué camino escoger cuando llegábamos a una de las múltiples bifurcaciones y encrucijadas. Ocasionalmente, el policía delgado, que tenía ahora el megáfono, gritaba en cantonés, pero el sonido se debilitaba rápidamente por la densidad de la estructura circundante. Además de mi problema de ansiedad, ahora tenía un sentimiento de desdicha. Había mostrado mi naturaleza íntima a un hombre que cada vez me resultaba más detestable. También había algo que me estaba importunando en los límites de mi cerebro y que, gradualmente, recorrió su camino hacia un área de comprensión.

Dios sabe que nunca te consideró el primero.

Cuando llegó, la implicación completa de estas palabras me aturdió. Al principio me quedé demasiado perplejo para hacer algo más que darle vueltas a la idea en mi cabeza, de una forma obsesiva, hasta que expulsó cualquier otro pensamiento. Seguí repasando sus palabras, intentando encontrar otra forma de interpretarlas, pero siempre se producía la misma respuesta.

Por fin ya no me fue posible quedarme tranquilo por más tiempo, y tenía que sacarlo, porque estaba empezando a enconarse. Me paré en seco y, a pesar de la presencia de los otros hombres, grité:

—Tú, Speakman, bastardo, tienes un lío con ella, ¿verdad?

Se volvió y me miró en silencio.

—Tú, bastardo —dije otra vez. A duras penas conseguía hablar; me estaba sofocando, asfixiando—. Se suponía que eras un amigo.

Había un absoluto desprecio en su voz al contestar:

—Nunca fui amigo tuyo.

—Querías que lo supiera, ¿verdad? Querías contármelo aquí.

Él sabía que en este lugar tendría menos confianza en mí mismo, que tenía todas las ventajas de su parte. Estaba fuera de mi ambiente y era menos capaz de manejar las cosas que él. En los meses pasados había estado allí varias veces, estaba más familiarizado con la oscuridad y las zonas herméticas y sin aire de la Ciudad Amurallada. Estábamos en un mundo subterráneo que me aterrorizaba y a él le dejaba impasible.

—Ustedes, sigan —ordenó a los demás, sin apartar los ojos de mí—. Les alcanzaremos en un momento.

Hicieron lo que les dijo. John Speakman no era hombre al que hicieran frente sus subordinados asiáticos. Cuando estuvieron fuera del alcance de su voz, dijo:

—Sí; Sheena y yo hemos estado juntos alguna vez.

A la luz de la lámpara de mi casco vi cómo se crispaban sus labios y deseé partirle la boca.

—¿Hemos? ¿Quieres decir que se acabó?

—No del todo. Pero tú estás todavía. Estás en el medio. Sheena, siendo como es, todavía guarda cierto tipo de lealtad hacia ti. No puedo ver por qué, pero ahí está.

—Discutiremos esto más tarde —dije—. Entre nosotros tres.

Hice un movimiento para pasar delante de él, pero bloqueó el camino.

Segundos después, me golpeó una espantosa evidencia y de nuevo me cogió desprevenido. Lo debió ver en mi cara, porque esta vez sus labios se apretaron.

—Ahora —le dije con calma— vas a hacer que me pierda aquí, ¿verdad? Sheena te dijo que no me abandonaría y tú te vas a asegurar de que me quedo atrás.

—Tu imaginación te hace perder el control, otra vez —volvió a balbucir—. Intenta ser un poco más juicioso, hombre.

—Soy juicioso.

Ahora tenía las manos en las caderas, en la típica postura gwailo que tan bien conocía; una de ellas descansaba en la culata de su revólver. Al ser policía, era obvio que llevaba un arma; yo no. De todas formas, yo tenía poco que hacer. Era unos diez centímetros más alto que yo y pesaba veinticinco kilos más, la mayor parte de ellos músculos. Estuvimos allí, de pie, frente a frente, hasta que oímos un grito que me puso los pelos de punta.

El penetrante grito fue seguido por un sonido como de escarbar y, finalmente, uno de los dos policías entró en el círculo de luz de nuestras lámparas.

—Señor, venga rápido —jadeó—. El guía.

Nuestra pelea quedó a un lado por el momento. Nos apresuramos por el túnel hasta donde estaba el otro policía. Enfrente de él, a unas cinco yardas, estaba el guía. La luz de su casco estaba apagada y parecía que estaba de puntillas por alguna razón, con los brazos colgando accidentalmente a los lados. John caminó hacia delante y me encontré siguiéndole. Él quizá trataba de apartarme de su camino, pero yo iba a estar estrechamente pegado a él.

Lo que vi a la luz de nuestras lámparas me hizo vomitar y retroceder rápidamente.

Parecía que una viga se había desprendido del techo cuando el guía pasaba por debajo de ella. Había aplastado su lámpara. Si eso hubiera sido todo, el guía podía haber salido vivo, pero no era así. En el extremo de la viga, que ahora le sostenía de pie, había un clavo curvado. Le había entrado por el ojo derecho y estaba sin duda profundamente encajado en el cerebro del pobre hombre. Colgaba de este soporte fláccidamente, y la sangre manaba de su nariz y goteaba en sus zapatillas blancas de tenis.

—¡Dios mío! —dije al fin. No era una profanación, una blasfemia: era una oración. Rezaba por nosotros, que estábamos perdidos en un mundo oscuro y hostil, y rezaba por Sang Lau. Pobrecillo Sang Lau. Justo cuando había empezado a construir su vida, justo cuando había escapado de la Ciudad Amurallada, los ladrillos, el mortero y las vigas se habían tornado irritadas contra su antigua criatura y le habían roto la crisma. Sang Lau había sido uno de los silenciosos millones de seres que se habían esforzado por salir del fango, que evolucionan desde los terribles comienzos a un lugar en el mundo de la luz. Todo en vano, aparentemente.

John Speakman levantó al hombre del instrumento que le había empalado y puso el cuerpo en el suelo. Siguió con la formalidad de tomarle el pulso, y luego sacudió la cabeza. Para ser justo, a su vez permaneció notablemente firme, como si todavía lo controlara todo.

—Tendremos que llevarle fuera —dijo a sus dos hombres—, Cogedle cada uno de un extremo.

Hubo un reluctante arrastrar de pies cuando los hombres avanzaron para hacer lo que se les había dicho. El más bajo de los dos temblaba tanto que dejó caer las piernas y tuvo que volver a cogerlas rápidamente bajo la mirada feroz de Speakman.

Dije:

—¿Y quién demonios nos va a conducir fuera, ahora que ha muerto?

—Yo —fue la respuesta.

—Y supongo que tú conoces el camino.

—Estamos cerca del corazón del lugar, amigo. No importa realmente en qué dirección vayamos, siempre que sigamos en línea recta.

Yo sabía que era más fácil decirlo que hacerlo. Cuando los pasillos se curvan y giran, desembocan unos en otros, suben y bajan, nos encontramos con bifurcaciones, encrucijadas y cruces con varias elecciones. ¿Cómo demonios se puede seguir en línea recta? Por esta vez no dije nada. No quería que los dos policías se asustaran. Si íbamos a salir, teníamos que mantener la calma. Los de fuera no nos dejarían aquí: enviarían una patrulla de búsqueda cuando anocheciera.

El anochecer. Reprimí un escalofrío cuando avanzamos dentro del corazón de la bestia.

Hacía siete meses que Gran Bretaña había acordado con China que Hong-Kong retornase a su país propietario en 1997. Fue entonces cuando decidieron finalmente limpiar y vaciar la Ciudad Amurallada, desalojarla y realojar a sus habitantes; había incluso proyectos para construir un parque en el terreno ahora cubierto por esta antigua ciudad dentro de la ciudad, para el uso de los ocupantes de los edificios circundantes.

Se levantaba en medio de Kowloon, en el continente. Hace tiempo había una muralla alrededor, cuando era el hogar de los manchúes, pero los invasores japoneses robaron las viejas piedras para construir en otra parte. El área en la que está situada se conoce todavía como Ciudad Amurallada. Cuando los manchúes estaban allí, ellos la utilizaban como fortaleza contra los británicos. Luego, se les alquiló la península a los británicos y se convirtió en un enclave para los oficiales chinos, cuyo deber era informar a Pekín sobre las actividades gwailo en el área. Finalmente, se convirtió en una pesadilla arquitectónica, un gigantesco tugurio. Una zona no reconocida por los británicos, que se negaban a vigilarla, y abandonada por Pekín; un laberinto sin ley, a veces llamado el Lugar Prohibido. Aquí era donde practicaban los médicos y dentista sin título. Estaba gobernado por bandas de jóvenes, las tríadas, que llenaban de sangre sus muros interiores. Un lugar de muerte; el hogar de diez mil fantasmas.

Durante las dos horas siguientes nos esforzamos por los túneles malolientes, arrastrándonos sobre inmundicia y pilas de basura, hasta que quedamos completamente exhaustos. Yo tenía cortes en las rodillas y sentía insectos corriendo por mi pelo. Sabía que en estos pasillos había arañas, posiblemente incluso serpientes, y seguramente tábanos, piojos, mosquitos y docenas de otros bichos desagradables. No sólo eso, sino que parecía haber salientes por todas partes: afilados trocitos de metal, cables colgando como emparrados del techo y clavos oxidados. El pequeño policía cantonés había pisado un clavo que le había atravesado completamente el pie. Ahora iba cojeando y gimoteando en voz baja. Sabía que si no recibía tratamiento pronto, el envenenamiento de la sangre sería el menor de sus problemas. Sentí lástima por el joven, que en condiciones normales probablemente haría frente a la corriente de los asuntos humanos con competencia dentro de su escala de deberes. Era un agente de la ley en el área del mundo más densamente poblada, y yo le había visto enfrentarse a diario (la mayoría de las veces) con destreza y pacíficamente a situaciones potencialmente feas. Aquí, sin embargo, estaba desbordado. Esta situación no podía manejarse con eficientes señales de tráfico o mediante la negociación, ni siquiera con el uso prudente de un arma. Había algo en este hombre que resultaba familiar. Había cicatrices en su cara: parches brillantes que debían ser el resultado de una operación de cirugía plástica. Intenté recordar dónde había visto antes al policía cantonés, pero mi mente estaba saturada por los acontecimientos recientes.

Hicimos turnos para llevar el cuerpo del guía. Una vez que le hube tocado y superé mis remilgos, aquella parte no me molestaba demasiado. Era el peso del cadáver lo que me fastidiaba. Nunca pensé que un hombre pudiera pesar tanto. Después de diez minutos, mis brazos casi se salían de sus articulaciones. Comencé a llevarlo por las piernas y rápidamente decidí que el hombre de delante, el que le llevaba por el torso, tenía la mejor parte del asunto. Le sugerí un cambio, que llevamos a cabo, sólo para descubrir que por el otro extremo el hombre era el doble de pesado. Comencé a odiarle.

• • • • •

Después de cuatro horas, ya tenía suficiente.

—No cargo más con él —declaré de modo tajante al policía que estaba intentando quitarme la esposa—. Si quieres llevarlo fuera, llévalo tú mismo. Tú eres el puto jefe. Es problema tuyo.

—Ya veo —dijo John—, Te rebelas, ¿verdad?

—Vete a tomar por el culo —le contesté—. No puedo probar que planeas deshacerte de mí, pero lo sé, compañero, y cuando salgamos de este sitio, tú y yo vamos a tener una pequeña charla.

Si salimos —murmuró.

Estaba sentado lejos de mí, en la oscuridad, donde la luz de mi lámpara no podía llegar. No podía ver su expresión.

—¿Sí?

—Exactamente —suspiró—. No parece que lleguemos muy lejos, ¿verdad? Casi es como si este lugar estuviera intentando atraparnos. Juro que estamos dando vueltas alrededor de nosotros mismos. Deberíamos haber llegado al exterior hace mucho.

—Pero enviarán a alguien a buscarnos —dije.

Y uno de los policías añadió:

—Sí, alguien vendrá.

—Me temo que no. Nadie sabe que estamos aquí —lo dijo como si estuviese satisfecho consigo mismo. Entonces vi que yo tenía razón: tenía la intención de dejarme en medio de este edificio dejado de la mano de Dios, a sabiendas de que nunca encontraría la salida por mí mismo. Sólo me extrañó que lo hubiera planeado con los dos hombres y el guía, aunque no dudo de que ellos podían haber sido sobornados. La Fuerza de Policía de Hong-Kong a veces ha sido famosa por su corrupción. Quizá los escogió porque los podía comprar.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunté, intentando agarrarme a cosas prácticas.

—Aproximadamente cinco horas más. Después comienza la demolición. Empiezan a derribarlo a la seis de la madrugada.

Justo entonces, el más pequeño de los chinos hizo un sonido horrible, como si estuviera haciendo gárgaras, y todos nosotros dirigimos nuestras luces hacia él instintivamente. Al principio no pude comprender qué le pasaba, aunque pude ver que se retorcía. Estaba sentado y su cuerpo se agitó y se desplomó. John Speakman se inclinó sobre él; al cabo se enderezó, diciendo:

—¡Cristo, otro no...!

—¿Qué? —grité—, ¿Qué pasa?

—Un clavo de seis pulgadas. Le ha entrado por detrás de la oreja. ¿Cómo demonios? No comprendo cómo pudo inclinarse sobre el clavo de esa forma.

—A menos que el clavo saliera de la madera —dije.

—¿Qué estás diciendo?

—No lo sé. Todo lo que sé es que dos hombres han sido eliminados en accidentes que parecen demasiado monstruosos para creerlos. ¿Qué piensas? ¿Por qué no podemos salir de este lugar? ¡Mierda! Sólo tiene la superficie de un campo de fútbol y llevamos aquí horas.

El otro policía miraba a su compañero con ojos incrédulos, muy abiertos. Agarró a John Speakman por el cuello, diciendo bruscamente:

—Nos vamos ahora. Vamos fuera ahora —y luego en un barboteo de esa lengua tonal, algo que John debió entender. Yo, realmente no pude.

Speakman desprendió de su cuello los achaparrados dedos del hombre y se apartó de él, dirigiéndose hacia el policía muerto, como si el incidente no hubiera ocurrido.

—Era un buen policía —dijo—. Jimmy Wong. Salvó del fuego a un chico el año pasado. Arrastró fuera al niño con los dientes estirando el cuerpo a todo lo largo del suelo y bajó las escaleras, porque se le habían quemado tanto las manos que no podía agarrar al chico. Me acuerdo que tú cubriste la información.

Le recordé entonces. Jimmy Wong. El gobernador le había puesto una medalla. Él había saludado orgullosamente con las manos fuertemente vendadas. Hoy no era un héroe; hoy era un número: la segunda victima.

John Speakman dijo:

—Adiós, Jimmy.

Luego le ignoró, diciéndome:

—No podemos llevar los dos cuerpos fuera. Tenemos que dejarlos. Yo... —pero no escuché más. Se produjo un sonido de tela al rasgarse y yo súbitamente me encontré cayendo. El corazón se me salía del pecho. Aterricé pesadamente sobre mi espalda y algo penetró entre mi omóplato, algo afilado y doloroso; tuve que esforzarme mucho para librarme. Cuando conseguí ponerme de pie, bajar y tantear a lo largo del suelo, toqué un saliente fino, probablemente un clavo largo. Estaba pegajoso de mi sangre. Una voz desde arriba dijo:

—¿Estáis bien?

—Creo que sí. Un clavo...

—¿Qué?

Mi luz se había apagado y me sentía desorientado. Debía de haber caído aproximadamente unos cuarenta pies, a juzgar por la distancia a la que estaban las lámparas, encima de mí.

Me toqué la espalda con la mano. La sentí húmeda y caliente, pero aparte del dolor no me costaba respirar ni nada por el estilo. Obviamente, habrá errado mis pulmones y otros órganos vitales o estaría retorciéndome en el polvo, echando las tripas.

Oí a John que me decía:

—Intentaremos llegar hasta ti —y entonces la voz y las lámparas desaparecieron.

¡No! —grité—, ¡No me abandones! Alarga la mano y trataré de subir. ¡Ayúdame a subir!

Pero mi mano permanecía vacía. Se habían ido, dejando la oscuridad tras ellos. Durante mucho tiempo, con miedo a moverme, me quedé acostado. Había clavos por todas partes. Mi corazón latía acalorado: estaba seguro de que iba a morir. La Ciudad Amurallada nos tenía en sus garras y no íbamos a conseguir salir. En tiempos, había estado llena de vida, pero le habíamos robado el alma, la gente que había proliferado dentro de sus muros. Ahora, incluso el cascarón estaba amenazado con la destrucción. Y nosotros éramos los responsables. Representábamos a la autoridad que había ordenado su muerte, y la ciudad estaba decidida a llevarnos con ella; nada quiere morir solo. Nadie quiere dejar este mundo sin, como mínimo, obtener satisfacción en forma de venganza.

Al antiguo corazón negro de la Ciudad Amurallada de los manchúes, rodeado por el cuerpo que había sido tomado por los proscritos más recientes de la sociedad, le quedaba suficiente vida para sacrificar a aquellos cinco insignificantes mortales del otro lado, el lado legal. Había probado la sangre gwaila y quería más.

La herida me estaba empezando a doler, y me incorporé con dificultad y con cuidado, hasta ponerme de pie. Tanteé despacio las paredes, dando cada paso con mucha cautela. Había cosas que se precipitaban a mis pies, murmurando sobre mi cara, pero las ignoré. Un movimiento brusco y me encontraría empalado en algún saliente. El hedor de la muerte estaba en el aire viciado llenando mis fosas nasales. Intentaba meterme el miedo en el cuerpo, así que la única forma que tenía de sobrevivir era permanecer en calma; si caía presa del pánico, todo se habría acabado. Tenía la sensación de que el edificio podía matarme en cualquier momento, pero estaba saboreando cada instante, dejando que yo cometiese un error. Quería que me zambulliera de cabeza en la locura; quería experimentar mi terror. Después me asestaría el Coup de grace.

Me trasladé de este modo a lo largo de los túneles durante una hora aproximadamente. Ninguno de nosotros parecía estar escaso de paciencia. La Ciudad Amurallada había visto siglos, así que ¿qué era para ella una hora o dos?

El legado de la muerte dejado por los manchúes y las tríadas existían sin relación al tiempo. Antiguas maldades y modernas iniquidades habían juntado sus fuerzas contra el extraño, el gwailo, y la maloliente oscuridad sonreía ante cualquier intento de frustrar sus planes de chupar la vida de mi cuerpo.

En un punto, mi pie no tocó suelo: delante de mí había un espacio vacío, un agujero.

—Buen intento —susurré—. Pero no, todavía no.

Cuando me dispuse a bordearlo, esperando un pequeño reborde o algo, tanteé delante de mí y toqué la cosa. Estaba colgando sobre el agujero, como el peso de una plomada. Lo empujé y se balanceó lentamente. Al inclinarme y tantearla con cuidado descubrí que era lo que quedaba del policía local, el norteño musculoso. La supe por sus tirantes: Speakman no los llevaba. Tanteé la garganta del cadáver y encontré que de la piel sobresalían cables apretados: el edificio le había ahorcado.

Acostumbrado ya a la muerte, me agarré a la cintura del cadáver y lo utilicé como un columpio para cruzar el hueco. Los cables aguantaron y toqué el suelo. Un segundo más tarde, el cuerpo debió caer, porque oí un estrépito abajo.

Continué mi viaje a través de los interminables túneles. Tenía la garganta muy seca, una sed del demonio. Finalmente, no pude soportarlo más y lamí un poco de la humedad que bajaba por las paredes; sabía a vino. En un punto, cogí una cucaracha con la lengua, la machaqué entre los dientes y la escupí con asco. Realmente, ya no me preocupaba nada; todo lo que quería hacer era salir vivo. Ya no me importaba incluso si John y Sheena me decían que me fuera. Sería feliz. En cualquier caso, no quedaba gran cosa, porque todo lo que había sentido se había marchitado durante esta prueba. Sólo quería vivir; nada más. Nada menos.

Una estaca o algo así saltó hacia abajo desde el techo y atravesó varios pisos, errándome por una pulgada. Creo que realmente me reí. Un poco después, me encontré un pozo de ventilación, con una cuerda colgando.

Confiando en que el edificio no me dejaría caer, descendí por la estrecha chimenea hasta llegar al fondo. Tenía idea de que, si alcanzaba el nivel del suelo, podría encontrar una forma de salir a través de los muros. Alguno de ellos no era más grueso que el cartón.

Después de llegar a salvo al suelo, comencé a tantear el camino de los corredores y callejones, hasta que vi una luz. Suspiré con alivio, pensando al principio que era la luz del día, pero mi ilusión duró poco al ver que solamente era un casco con una lámpara, todavía encendida. Al propietario no se le veía. Supuse que era de John: era el único que quedaba, aparte de mí.

No mucho después de esto oí la voz de John Speakman por última vez. Parecía venir de muy lejos por debajo de mí, de las profundidades de los pasillos subterráneos que recorrían la Ciudad Amurallada. Era un débil grito de socorro. A este grito distante le siguió inmediatamente el sonido de cascotes que se derrumbaban. Después, el silencio. Me estremecí involuntariamente, suponiendo lo que había pasado. El edificio le había atraído a su mundo subterráneo, a su laberinto bajo la tierra y luego había bloqueado las salidas. John Speakman había sido enterrado vivo, emparedado por la ciudad que le despreciaba.

Ahora sólo quedaba yo.

• • • • •

Me trasladé a través de la oscuridad interior. El rayo de luz que quedaba se había ido desvaneciendo hasta convertirse en un débil brillo. Yo era Teseo en el laberinto, salvo que no tenía a Ariadna para que me ayudara a encontrar la forma de atravesarlo.

Caminé tambaleándome por los largos túneles donde el aire era tan denso y húmedo que parecía un baño de vapor; me arrastré por pasadizos no más altos ni más anchos que el armario de debajo del fregadero de la cocina, los compartí con arañas y ratas y salí al otro extremo atragantado de polvo y escupiendo telarañas. Me abrí camino a través de las paredes, tan finas y podridas que un simple golpe de mi puño era suficiente para agujerearlas. Trepé por encima de vigas caídas, escombros y montones de trapos inmundos acumulados por el camino, pasajeros no deseados y raspaduras.

Y todo el tiempo supe que el edificio estaba riéndose de mí.

Me estaba conduciendo en círculos, jugando conmigo como una rata en un laberinto. Podía oírle moverse, crujir y desplazarse como si se reajustase, como si cambiara su estructura interna para impedirme encontrar una pared exterior. Entonces pisé algo blando. Podía haber sido una mano —la mano de John— rápidamente retirada. O podía ser una criatura de la Ciudad Amurallada, una rata o una serpiente. Cualquier cosa que fuera, estaba viva.

Había momentos en que me sentía tan abatido que sólo quería tumbarme y morir poco a poco, igual que los hombres de una tribu primitiva abandonaban toda esperanza y vuelven su cara hacia el muro. Había momentos en que me ponía furioso y chillaba contra la construcción que me había atrapado en su vientre, protestando hasta que me quedaba ronco. A veces, me dejaba llevar por una violencia inútil y cogía el objeto más próximo para golpear a mi torturador, aunque mis acciones derribaran lo que había sobre mi cabeza.

Una vez, incluso le susurré a la oscuridad:

«Seré tu esclavo. Dime qué hago, cualquier maldad, y la haré. Si me dejas salir, te prometo que cumpliré tus deseos. Dime qué tengo que hacer...»

Pero seguía riéndose de mí; hasta que supe que me estaba volviendo loco.

Finalmente comencé a cantar para mis adentros, no para animarme, como se supone que hacen los hombres valientes, sino porque estaba empezando a deslizarme en ese mundo enloquecido que rechaza la realidad en beneficio de la fantasía. Pensé que estaba en casa, en mi propia casa, haciendo café. Me vi a mí mismo imitando las acciones de encender la cafetera y preparar el café, la leche, el azúcar, tarareando para mis adentros una melodía agradable. Una parte de mí reconocía que esa escena doméstica era una invención, pero la otra estaba convencida de que no podía estar atrapado por una entidad malévola y a punto de morir en los oscuros corredores de su esqueleto de múltiples secciones.

Entonces ocurrió algo que me devolvió la cordura.

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La serie de acontecimientos que ocuparon los minutos siguientes se me han perdido. Sólo concentrándome mucho y haciendo conjeturas puedo traer a la memoria lo que pudo haber pasado. Desde luego, creo recordar aquellos primeros momentos, cuando un ruido me ensordeció, y el edificio entero se sacudió y tembló como en un terremoto. Luego, creo que caí al suelo y tuve la presencia de ánimo suficiente para ponerme el casco. Siguió una segunda sacudida (que ahora que lo sé era una explosión) y fragmentos del edificio llovieron a mi alrededor: los ladrillos me daban en la espalda y rebotaban en mi duro casco. Creo que la única razón por la que ninguno de ellos me hirió fatalmente fue porque los constructores, al ser pobres, habían usado los materiales más baratos que pudieron encontrar. Aquellos ladrillos estaban hechos de coque prensado, y afortunadamente eran ligeros y etéreos.

Apareció un agujero, a través del cual pude ver la cegadora luz del día. Me puse en pie al momento y corrí hacia él. Los clavos salían del encofrado, subían desde el suelo y desgarraban y rasgaban mi carne como colmillos afilados. Postes metálicos se estrellaban en mi camino, golpeándome los miembros. Me atacaban por todos lados con cascotes y trozos de escombro, hasta que estuve magullado y en carne viva, sangrando por docenas de cortes e incisiones.

Cuando llegué al agujero en el muro me lancé a él y aterricé fuera, en el polvo. Allí, los encargados de la demolición me vieron y uno de ellos arriesgó su vida para precipitarse hacia adelante y arrastrarme con él totalmente fuera del edificio que se derrumbaba. Luego fui trasladado rápidamente al hospital. Me encontraron un brazo roto y laceraciones múltiples, algunas de ellas bastante profundas.

En su mayor parte, no recuerdo qué pasó al final. Me guío por lo que me han dicho, y por destellos de dentro y fuera de mi pesadilla, y utilizando éstos he conseguido componer el citado relato de mi huida de la Ciudad Amurallada. Parece que es razonablemente exacto.

Desde luego, no he contado la verdadera historia de lo que pasó dentro de aquellos muros, salvo en este relato, que estará en un sitio seguro hasta después de mi muerte. Esta historia sólo haría que la gente chasqueara la lengua y dijera: «Es el shock, ya sabes, el trauma de una experiencia así».

Y me mandarían al psiquiatra. Una vez intenté contárselo a Sheena, pero pude ver que la molestaba, así que refunfuñé algo así como: «Desde luego, puedo ver que la imaginación de uno puede trabajar horas extraordinarias, en un lugar como aquél». Y nunca volví a mencionárselo.

Logré hablar de John al personal de la demolición. Les dije que podía estar vivo, bajo todos aquellos escombros. Pararon las operaciones inmediatamente y mandaron dentro patrullas en su búsqueda, pero aunque encontraron los cuerpos del guía y de los policías, a John no se le vio nunca más.

Todas las patrullas de rescate lograron salir ilesos, lo cual hace preguntarme si quizá anda algo mal en mi cabeza; pero tengo las heridas y están los cadáveres de mis compañeros de viaje. No lo sé. Ahora sólo puedo contar lo que creo que pasó. Le dije a la policía (y me atuve rígidamente a mi historia) que me había separado de los otros antes de que ocurrieran las muertes. ¿Cómo iba a explicarles dos muertes por instrumentos afilados y un ahorcamiento posterior? Les dejé que intentaran imaginárselo. Todo lo que les dije fue que había oído el grito final de John, y eso era verdad.

Incluso no me preocupa si me creen o no. Estoy fuera de ese maldito agujero infernal y eso es todo lo que me importa.

¿Y Sheena? Hace siete meses del incidente y hasta ayer me enfrenté a ella y la acusé de haber tenido un lío con John. Ella me miró tan conmocionada y angustiada y lo negó tan vehemente que tengo que admitir que al final creo que no hubo nada entre ellos. Estaba a punto de contarle que John lo había admitido, pero lo pensé mejor. Quiero decir, ¿lo hizo? Desde luego, él sugirió que había habido algo entre ellos, pero quizá sólo estaba intentando provocarme. Quizá yo había completado resquicios mis propios celos. A decir verdad, no puedo recordar honestamente y va a ser duro vivir con la culpabilidad. Veréis: cuando me preguntaron en qué punto oí el grito de socorro de John, señalé un punto... bueno... Creo que les dije que excavaran.

Dije... En cualquier caso, no le encontrarán, lo cual no era sorprendente, ya que yo... bueno, quizá no sea éste el lugar para hacer confesiones completas.

John está todavía allí abajo, en algún lugar. Que Dios le ayude. Tengo la horrible sensación de que las ruinas subterráneas de la Ciudad Amurallada pueden mantenerle vivo de alguna forma, con agua filtrada y con comida en forma de cucarachas y ratas. Un hombre hambriento comerá porquería con tal de llenar su estómago. Quizá todavía está debajo, en alguna bolsa, por ese mundo subterráneo. Una tortura tan lenta y terrible como la de mantener a un hombre apenas vivo, en su propia tumba, sería consecuente con esa tortuosa y nefasta entidad que conozco como la Ciudad Amurallada de los manchúes.

Algunas noches, cuando me siento especialmente valiente, voy al parque y escucho —escucho pequeños gritos desde una prisión subterránea—, escucho débiles súplicas de socorro desde un «oubliette», a lo lejos, bajo del suelo.

A veces creo que los oigo.