A diferencia del cementerio, cuyos muros de caliza estaban tan desgastados que habían llegado a parecer borrosas fotografías de sí mismos, la cabina de teléfonos de Housatonic Lane estaba en perfectas condiciones. Su teléfono funcionaba perfectamente. La guía local estaba encuadernada en cuero, hasta la fecha —febrero 1992, enero 1993— y no le faltaba ninguna página. Los graffiti arañados en el mostrador eran eróticos, pero no infames.
Uno de los nombres que figuraba en la edición de la Guía del condado de Berkshire de febrero 1992—enero 1993 era el de Henry Waxman, del 117 de Melville Avenue, en West Stockbridge. Henry Waxman se había suicidado el invierno de 1992 a los treinta y ocho años de edad.
En la guía también figuraba Belinda Markson de Lenox y Paulie Fisher de Van Duesenville, ambos muertos recientemente y con tal brusquedad que habían dejado a sus deudos con sentimiento de culpa y paralizados. Paulie Fisher solamente tenía nueve años cuando fue violado y asesinado apenas a treinta yardas de la cabina de Housatonic Lane.
Otro nombre que aparecía en la guía era el de Terry Yarber, un vendedor de New York City, que había pasado casi toda su vida de adulto distribuyendo armas de fulminantes, pistolas de agua, rifles de aire y granadas de mano de plástico para almacenes de juguetes desde Montpelier, en el norte, hasta Philadelphia, en el sur. Terry Yarber no estaba muerto. De hecho, tenía una salud física excelente cuando, en la tarde del 12 de agosto de 1992, se acercaba caminando a la cabina de teléfonos de Housatonic Lane.
«Qué lugar tan acogedor y atractivo», pensó Terry cuando corrió la puerta de cristal. La cabina era como una posada en miniatura, un oasis de acero, un faro rodeado de tierra, y en tan buen estado... El suelo estaba inmaculado, ni un solo envoltorio de chicle a la vista. En lugar de las habituales palabrotas, en la pintura gris de la pequeña mesa de metal había grabada una deliciosa imagen de una joven desnuda haciendo una felación a un macho cabrío. La instalación misma parecía estupenda: no el típico teléfono de Manhattan, ningún auricular que cuelga como una dentadura desprendida de la mandíbula de alguien a quien Terry había aporreado para salvar la autoestima de una mujer.
Era un caballero moderno, o por lo menos ésa era la imagen que Terry Yarber tenía de sí mismo. Poned a Terry en cualquier bar de clase obrera de Jersey o de Connecticut e instantáneamente encontrará una dama en apuros, la que necesitaba un préstamo de cincuenta dólares o el oído en el que verter todas las particularidades de su podrido matrimonio o del borracho idiota que había forzado su cuerpo y la había golpeado hasta dejarla sin sentido en un callejón. Terry amaba a las mujeres. No las comprendía, pero las adoraba con tanta devoción como los paganos que se inclinaban ante sus —talismanes.
El teléfono era una antigüedad, un clásico; funcionaba con simples monedas de diez centavos. Terry buscó en sus pantalones de poliéster, cogió lo suelto, y cuando sacó la mano, desplegó los dedos. Dos monedas de diez centavos, una de cinco y cinco monedas de un centavo yacían en la palma de su mano como una limosna. La noche descendía sobre Nueva Inglaterra, trayendo ráfagas de viento frío y de llovizna. La penumbra cubría la cabina, las tumbas se tornaban sombrías y pálidas manchas de piedra iluminadas por una creciente luna naranja suspendida en el cielo como una rodaja de melón.
Terry echó todo el dinero suelto sobre la mesa de metal, sacó su tarjeta del Club Motor AAA, y cerrando la puerta tras él dejó caer una moneda, esperando sin demasiado convencimiento que cayera dentro del cajetín del cambio. Pero, no se sabe muy bien cómo encontró su camino en las entrañas del teléfono. Cuando aporreó el número del servicio de la Triple A, contestó una mujer joven, con una voz seca y ronca. Le contó sus problemas: una rueda pinchada, las lengüetas congeladas. Le aconsejó que llamara a la estación de Texaco de Gary, en Great Barrington, que permanecía abierta las veinticuatro horas del día. Terry le hizo repetir el número de Gary tres veces, las suficientes para grabárselo en la memoria. Durante un momento pensó que sería sensacional mantener una conversación con ella, con su voz tan sexy. Le hablaría sobre su trabajo. A Terry le gustaba contar a las mujeres que vendía armas de fuego para ganarse la vida. Nunca mencionaba que su mayor cliente era Juguetes «R» Us.
Colgó, depositó la segunda moneda y llamó a la estación de servicio de Texaco de Gary.
Por encima de su cabeza, la bombilla dio un chasquido; sesenta tranquilizadores vatios abriéndose camino a través de la oscuridad de Massachusetts. Terry amaba la luz, podía sentir su calor en su rostro.
—¿Sí?—bufó cualquier adolescente enajenado que estaba a cargo de lo de Gary a partir de las seis—. ¿Qué pasa?
—¿Es la Texaco de Gary? —preguntó Terry.
—Gary no está.
—He tenido un pinchazo y las lengüetas están muy mal. Estoy en Housatonic Lane, debajo de Williamsville, aproximadamente a una milla al este de la carretera cuarenta y uno.
—¿Housatonic? ¿Qué coño está haciendo ahí?
—Cogiendo la pintoresca carretera a Hartford. Me he perdido.
—Esto funciona así: yo llamo por radio a nuestro camión y este chico, Warren, va, tiene un montón de músculos y una llave inglesa de puta madre, que podría abrir el cinturón de castidad de Wonder Woman[3] ¿Qué tiene que buscar?
—Un Plymouth Voyager azul, del ochenta y siete.
—Vale, espere ahí.
—¿Cuánto tiempo?
—Hasta que llegue Warren.
—¿Cuándo llegará?
—Depende.
—¿De qué?
—De donde esté Warren, de que tenga otro trabajo, de que esté con su novia; factores de este tipo.
—Así que podría ser una hora.
—Podría ser —dijo el muchacho—. Adiós.
Terry volvió a poner el auricular en su soporte y gruñó. El siglo XX: videocassettes, trasplantes de corazón, hombres que pasean por la luna. Pero cuando tu neumático se pincha, todo se viene abajo si un chico llamado Warren se lo está montando.
Recogió rápidamente las monedas restantes, agarró la manilla de la puerta y tiró.
La puerta no se movió. «¿Eh?», dijo en voz alta. Lo intentó de nuevo, curvando sus tensos dedos alrededor de la manilla y tirando tan fuerte como pudo.
Nada.
Con las dos manos esta vez, con toda su fuerza, con todos los músculos de su torso, los mismos músculos que habían salvado a tantas mujeres del deshonor a manos de los patanes de los bares. Desesperación. La puerta estaba tan atascada como las lengüetas de conexión de su Voyager.
Estaba tan ajustada como el cinturón de castidad de Wonder Woman.
¿Atrapado en una cabina de teléfonos? Estúpido, loco, nunca han tenido cerrojo.
Atrapado, pero no por mucho tiempo, decidió; no mientras llevara las botas de cuero con las que una vez pateó hasta la muerte a un monstruo en Álamo Gordo. Apoyó la espalda contra la pared sur y dejó volar su pie derecho, crash, bota de cuero sobre el cristal. Su talón resbaló por la puerta. Golpeó de nuevo: esta vez el pie izquierdo —crash—, sin consecuencias. Ahora el derecho: rebote. Ahora el izquierdo: resbalón.
Le dolían las espinillas; los pies le ardían. Se reflejaba en el oscuro cristal el sudor de sus sienes, la rabia y la frustración en sus ojos.
Gesticulaba, escupía en el suelo, contó hasta diez y dejó que saliesen sus demonios. Empujó su espalda contra la pared sur, aporreó la norte con sus puños, golpeó, machacó, martilleó. Enterrado vivo, pensó. Como un niño encerrado en un frigorífico desechado. Como un vagabundo atrapado en un ascensor averiado de un hotelucho de mala muerte. Como un Houdini de segunda división asfixiándose hasta la muerte en un baúl que navega hundido en el East River.
Resollando, se inclinó contra el estante de la guía, un gancho de aluminio en el cual un libro encuadernado en cuero colgaba de una cadena dorada. «No te asustes» —se dijo a sí mismo—, «Tú tienes el mando.» Afuera, la tormenta arreciaba, salpicando el cristal con gotas de lluvia.
Se fijó en el teléfono. Marque el 911 para emergencias, decían las instrucciones. No se necesitan monedas.
Su problema podía resultar ridículo, desde luego. «Escuche, estoy encerrado en una cabina de la carretera cuarenta y uno. ¿Le importaría reventarla con un par de palancas y quizá con un martillo? Y tráigame un bocadillo de mantequilla de cacahuetes para pasarlo por debajo de la puerta, en el caso de que sea una noche larga...»
Novecientos once, eso es todo lo que tenía que hacer. Se acercó el auricular a la cabeza. El receptor lamió su oreja.
No daba tono para marcar. Movió el soporte arriba y abajo, agitándolo con el frenesí de un operador de telégrafos enviando una llamada de angustia desde un barco a punto de naufragar. Todavía no daba tono. Manipuló las teclas: 9-1-1. Nada. 9-1-1, 9-1-1, 9-1-1, 9-1-1. Nada[4]. Introdujo otra pieza de diez centavos, como si la moneda pudiese resucitar a la máquina moribunda. Marcó el 9-1-1. Silencio. Era como la conversación con una piedra, la conversación con un cadáver, un chiste contado por una jirafa. Colgó.
Por encima de su cabeza, la bombilla se fundió.
La oscuridad que descendió parecía exagerada, grotesca, una oscuridad pesada y pantanosa, como si se hubieran perdido más de sesenta vatios de luz, como si el mismo sol hubiera muerto. Terry no podía ver la carretera..., el cementerio..., la puerta..., el teléfono. Sólo las manecillas de su reloj de pulsera, dos luminiscentes astillas que le aseguraban que no se había quedado ciego.
Decían que eran las ocho y media.
A las ocho y treinta y dos se dio cuenta de que estaba bastante aterrorizado. Sus dientes castañeteaban, sus huesos se agitaban, la carne de gallina subía por sus miembros como percebes.
Dos faros surgieron ante su vista; dos altos haces que descendían por Housatonic Lane. Después llegó un Volkswagen del ochenta y dos con caravana, siseando a través de la tormenta. «¡Pare! ¡Eh! ¡Aquí! ¡Pare!» Terry saltaba arriba y abajo moviendo sus brazos como un náufrago en una isla haciendo señas a un trasatlántico. «¡Pare! ¡Por favor, pare!»
Los faros le dieron de lleno en la cara, obligándole a cerrar los ojos; pero la caravana simplemente siguió su marcha, sin comprender, indiferente, esparciendo el agua de lluvia desde sus neumáticos como si fuera espuma marina.
Gimiendo, Terry se dejó caer pesadamente al suelo, con la noche espesa fluyendo a su alrededor. Contempló fijamente las manecillas del reloj, consintiéndoles que paralizasen su mente como si formasen una capucha horrible alrededor de la esfera invisible.
Ocho y treinta y cinco, ocho y cuarenta, ocho y cuarenta y cinco, ocho y cincuenta...
Sonó el teléfono.
Comenzó jadeante. Un segundo timbrazo. Un tercero, chillón como una sierra. Poniéndose de pie, manoteó a través del aire opaco. Cuarto timbrazo. Sus dedos chocaron con el aparato y se lo acercó a la boca.
—¿Sí?
—Buenas noches, amigo —era una voz masculina, áspera y asmática.
—Se ha equivocado de número..., pero escuche, no cuelgue. Tengo problemas aquí y necesito...
—He marcado el número correcto, Terry Yarber.
Un viento helado se movió a través de las entrañas de Terry.
—Usted... ¿me conoce? —nunca antes se había asustado al oír su propio nombre.
—Conozco a todos los que figuran en la guía local —una voz pesada, jadeante. Una voz con fragmentos de cristal roto incrustados. Una voz envuelta en alambre de espino.
—¿Es usted el operador?
—No —dijo la voz de alambre de espino.
—¿Quién es usted?
—Sería mejor preguntar: «¿Dónde estoy?». Estoy en todas partes al mismo tiempo, Terry Yarber. Como los ángeles, como el polen, como el dolor. Incluso una pregunta aún mejor sería: «¿Dónde estás tú?».
—Ya se lo dije..., en una cabina telefónica.
—Estás en una casa encantada.
—Estoy en una cabina telefónica.
—¿Sabes quién la embruja?
—No me entiende..., una cabina telefónica.
—¿Quién la embruja?
Evidentemente, usted.
—No; tú. Eres un fantasma. Terry Yarber —la voz se rió, un sonido como un cojinete rodando alrededor de un jarrón de porcelana—. No, no el espíritu de un muerto, nada tan vulgar y tan melodramático. Pero en cualquier caso, eres un fantasma. Apenas estás en este mundo, Terry. No existes. Tu propio hijo no puede dibujar tu cara. Un fantasma.
—Esta historia tiene dos partes.
—Quiero darte unos números de teléfono.
—Hasta luego, payaso —a tientas, Terry encontró el soporte y colgó violentamente el auricular—, ¡Vete a hacer puñetas! —clamó en la cenagosa y coagulada oscuridad.
Pensó. «Espera. Despacio. Piensa.» «Él acababa de llamar...., el aparato funciona otra vez.»
Extendió el brazo, levantó el micrófono... ¡Tono para marcar! Y acarició las teclas como si leyera Braille. Aprendió el territorio. La tecla de más arriba a la izquierda: 1. Contó: 2, 3 —bajó una hilera—, 4, 5, 6 —bajó otra hilera—, 7, 8... 9. Lo pulsó, bip, luego dos 1, bip, bip.
Al otro extremo, el reconfortante y apagado sonido de un teléfono que sonaba, purrr, purrr, purrr. Decidió que llamaría a la policía de Great Barrington. Ellos tendrían las herramientas apropiadas, enormes cinceles, gigantescos taladros, cizallas como —mandíbulas de tiranosaurios. Ellos desharían esta cabina loca con la misma eficacia de macho que empleaban cuando sacaban automovilistas medio muertos de sus coches destrozados.
Click. Alguien contestó en la línea.
—Hola, Terry —dijo la voz de alambre de espino—. Como te iba diciendo, quiero darte unos números de teléfono.
Terry colgó con furia el auricular estrellándolo en el soporte como si estuviera remachando un clavo.
Extendió la mano en la penumbra y rozó la manilla de la puerta. Tiró. Todavía estaba atrapado.
Sonó el teléfono.
Y sonó, y sonó. Diez ráfagas metálicas, notas de una melodía cruel y monótona.
Agarró el auricular.
—¡Déjeme en paz!
—Sólo un minuto —la voz respiraba con dificultad—. Hagamos algo de luz sobre esto —la bombilla del techo volvió a encenderse con una intensidad diez veces mayor de su intensidad primitiva, inundando la cabina con una fosforescencia de otro mundo.
—¿Preparado para esos números?
—¡No, mierda!
Cuando colgó Terry, la tapa del cajetín de devolución de monedas osciló hacia atrás, crujiendo como un pastel horneado.
Surgió una cabeza, diminuta, siniestra, extraña, la cabeza de una cigarra. La criatura se arrastró hasta el borde del cajetín y lanzándose al aire, comenzó a volar por la cabina como un diminuto y malicioso helicóptero.
Otros insectos la siguieron, docenas, cientos, una colección de escarabajos y chinches; algunos especímenes levantaban inmediatamente el vuelo, otros se precipitaban a través de la mesita metálica de debajo del teléfono. Langostas de ojos saltones se precipitaban contra la camisa de algodón de Terry y contra su corbata de lana. Cucarachas de patas larguísimas caían al suelo y ascendían por sus botas de cuero y sus pantalones de poliéster, como alpinistas trepando por una garganta. Enjambres de abejorros producían pequeños tornados en el aire.
Terry luchó de nuevo. Esta vez al menos, sus pies trabajaron, su cuerpo trabajó —sus pies, sus rodillas, sus manos desnudas— destrozando los horribles tórax, aplastando los repugnantes abdómenes.
Estaba cubierto de sudor, se llevó el auricular a la oreja con su mano maloliente.
—¡Muy bien! —gimió—, ¡Déme esos malditos números!
—Te rindes, ¿eh? —dijo la voz.
—¡Déme los números!
—Saca tu navaja.
—¿Cómo sabe que tengo una?
—Sácala —dijo la voz—. Ábrela.
Terry obedeció. Sacó la navaja de sus pantalones y, colocando la uña del pulgar en la muesca, desplegó la brillante hoja de acero inoxidable a la resplandeciente luz.
—¿Ves esa mesita para la guía? Graba este número...
La voz dictó diez dígitos. Terry los grabó en la pintura gris, junto a la joven y su amante el macho cabrío. El prefijo era de Philadelphia —215—, pero los otros números no concordaban.
—Ahora éste.
La voz volvió a recitar números. Prefijo 301 —Maryland, creía Terry—, seguido de una ristra de siete números nada familiar. Terry los copió.
—Cobro revertido —dijo la voz—, 0 para llamar al operador. Adiós.
Click.
Terry escuchó el soporte y, al oír el tono, marcó el 0, luego el 2-1-5, y después el número de Philadelphia.
—Gracias por usar Bell de Pennsylvania —la voz nasal y presumida del operador hacía pensar en un caniche bendecido con el hablar—. ¿Puedo ayudarle?
—Es una llamada a cobro revertido.
—¿Para quién?
—Para cualquiera que esté.
—¿Su nombre?
—Terry Yarber.
A la tercera llamada contestó un hombre.
—¿Sí?
—Tengo una llamada a cobro revertido de Terry Yarber. ¿Acepta el cargo?
—¿De Terry? ¿Terry? ¡Jesús!... Muy bien.
El corazón de Terry se paró. La voz de su padre, sin duda. Benjamín Yarber, industrial puntero, ideólogo de la derecha, corruptor del entorno.
Terry colgó.
Como un cuervo que empieza a volar de repente, el aparato saltó de la horquilla, y arrastrando el cordón metálico, se enrolló alrededor del cuello de Terry. La funda rasgó su piel. Su lengua se disparó hacia afuera, sus brazos se agitaban locamente en el aire incandescente. El cordón era un gusano segmentado, un tentáculo blindado, un garrote de metal ondulado. Intentó gritar. El cordón le estrangulaba como una pitón matando a una mangosta, atenazando la garganta de Terry, bloqueando su tráquea. El dolor estallaba a través de sus hambrientos pulmones y de su nublado cerebro.
Extendió su dedo índice, 0 para el operador..., 2—1—5 para Philadelphia..., siete dígitos para su padre.
El cordón aflojó en su estrangulamiento.
El anciano aceptó el cargo.
—Hola, papá —Terry tosió, se frotó el cuello ensangrentado.
—¿Terry? ¿Realmente eres tú?
—Soy yo, papá. ¿Qué tal estás? ¿Cómo está mamá?
—¿Qué tal estamos? ¿Desde cuándo te preocupas por eso?
—Me preocupo.
—Sí, te preocupas tanto que nos llamas por teléfono aproximadamente cada veinte años. Eso es lo realmente preocupante, terriblemente preocupante. ¿Cómo supiste que nos mudamos?
—Alguien me dio vuestro número. Me preocupa, papá —¿le preocupaba? La vida con su padre: discusiones, insultos, rencores. Pero también un perro de caza de Labrador, un tren eléctrico, docenas de peces sacados triunfalmente en el río Chesapeake, maquetas de cohetes que navegaban en la estratosfera sobre la escuela elemental de Jefferson y aterrizaban en los árboles. Terry se preocupaba y nunca tanto como ahora.
—¿Por qué os mudasteis?
—La gente se va haciendo vieja, hijo. Ya no quiero cortar el césped. Se van a cualquier sitio que no tenga césped...
—Me alegro de que no tengas que cortar el césped.
—Déjame adivinar: necesitas dinero. Has llamado por eso, ¿verdad? Estás arruinado.
—Papá, tengo un problema, pero no es de dinero. Parece que estoy atrapado en esta...
—Tu madre ha sufrido una mastectomía.
Una maligna sacudida eléctrica atravesó a Terry.
—Dios, eso es terrible. ¿Cuándo?
—Hace una semana. Todavía está en el hospital.
—¿Está bien?
—No, no está bien. ¿Desde cuándo es buena una mastectomía?
—¿Está recibiendo quimioterapia?
—Dicen que no es necesaria.
—Entonces, está bien.
—Escúchenle —se burló su padre—. Escuchen al doctor. El doctor que vende juguetes y huye de su esposa.
—Estoy intentando aclarar las cosas —protestó Terry—. Papá, quiero ir a visitaros. ¿Puedo ir? Quiero ver a mamá. Tú y yo podríamos ir a un partido de béisbol.
—¿Desde cuándo me gusta el béisbol? No puedes recordar ni una maldita cosa sobre mí, ¿verdad?
—Iremos al cine. Quiero aclarar las cosas, papá.
—No se ha realizado una buena película desde Lo que el viento se llevó. Tuviste tu oportunidad con nosotros, Terry. Ahora voy a colgar.
—¡No! ¡Por favor!
Click.
Instantáneamente, el índice de Terry se lanzó hacia adelante, O para el operador, 2-1-5 para Philadelphia, siete cifras para llamar a papá.
—Un cobro revertido para Benjamín Yarber de Terry. ¿Acepta usted el cargo?
—No, no lo acepto.
—Papá, ¡por favor! —las lágrimas inundaron los ojos de Terry. No había llorado desde que estudiaba enseñanza media.
—No aceptaría el cargo aunque me pagara —dijo su padre al operador—. No lo aceptaría aunque me pagara un millón de dólares.
—¡Por favor!
Click.
A través del contorno borroso de agua salada, Terry marcó el segundo número; a través del dolor de garganta, habló con el operador —cobro revertido de Terry— y, por supuesto, era Nancy la que estaba al otro lado de la línea, aceptando el cargo de mala gana.
—Quiero ver al bebé —dijo de forma vacilante a su esposa—. Quiero ver a Nicky.
—No es un bebé —cuando se enfadaba, siempre se ponía frío y reservado—. Tiene cuatro años. ¿Cómo me localizaste?
—No fue fácil. Estás en Maryland, ¿verdad?
—No vengas por aquí, Terry. No eres bienvenido.
—Quiero ver a Nicky. Quiero aclarar las cosas.
—No sería buena idea.
—Escucha. Tengo todas esas pistolas de juguete en el coche. Estoy seguro de que a Nicky le gustan las pistolas.
—Olvídalo, Terry. Déjanos en paz.
—Puede tener todas las armas que quiera.
—Randy y yo no estamos intentando criar un fascista.
—¿Randy? ¿Quién demonios es Randy?
—Es el padre de Nicky.
—Yo soy el padre de Nicky.
—Un padre se queda en casa. Un padre está aquí. Randy está aquí. Es fiel. Desearía que no hubieras llamado, Terry. Creo que ya va siendo hora de que nos despidamos.
Terry se echó a llorar, sintiéndose como articulado de forma errónea: el corazón donde debería estar el bazo, los pulmones en el lugar que le correspondía al hígado.
—Quiero ver a mi hijo. Por favor, Nancy...
Click.
Intentó volver a llamarla. La línea estaba ocupada. Sus lágrimas seguían manando y manando.
Tres minutos después lo volvió a intentar. Comunicaba.
Una sensación de náuseas se propagó en él como una hemorragia.
Sonó el teléfono.
Alcanzó el auricular, se agarró a él como a un clavo ardiendo. Da igual —por favor, Dios, da igual que fuera su padre, da igual que fuera Nancy. Sí...
—¿Sí?
—Tenía razón, ¿verdad?—dijo la voz de alambre de espino—. Daría igual que estuvieras muerto.
—Muerto —murmuró Terry, mareado en su confusión, paralizado por la repugnancia que sentía hacia sí mismo.
—Ahora ya te puedes marchar —dijo entrecortadamente la voz.
—Quiero a mi padre —explotó Terry—, Quiero a mi hijo.
—¡Vete!
—La puerta está atrancada.
—Ya no —dijo la voz—. Mira...
La puerta se abrió automáticamente, sin ruido, doblándose por la mitad y deslizándose contra el marco. El aire suave de agosto se abalanzó contra la cara de Terry, pero no sintió nada.
Colgó; dio un paso hacia afuera y se quedó quieto. Se sentía arraigado, pegado, como si sus talones se hubieran vuelto imanes que le sujetaban con firmeza al suelo de acero. Cuando todavía estaba hablándole, la voz le había hecho una observación críptica; se había quedado incrustado en su mente como un tumor, una pequeña chispa de ambigüedad.
—Os conozco a todos los de la guía local —había dicho la voz.
Terry vivía en Manhattan, 59 West 81st Street. No había ninguna razón para que figurase en una guía telefónica del oeste de Massachusetts; ninguna razón, demonios.
Un tráiler con motor Diesel rodaba, echando humo por la chimenea, bufando y vomitando como un rinoceronte con indigestión.
Terry giró sobre sí mismo. Agarró la cadena dorada y, haciendo girar la guía en el escritorio, estudió la portada. En el grueso y lustroso cuero estaba impreso una críptica inscripción: Autobiografía de una cabina. Las primeras páginas eran normales y estaban en orden. En una brillante página roja, titulada EMERGENCIAS, figuraban los números para llamar a los bomberos, a la policía y a las ambulancias. Un diagrama claro explicaba cómo leer la factura telefónica. El libro dedicaba dos páginas al procedimiento para llamadas internacionales y otras dos páginas al tema de los derechos y responsabilidades de los consumidores. Luego venía la sección llamada Páginas Blancas, en las que se incluía una extravagante anomalía, porque, desparramados entre las esperadas columnas de nombres, direcciones y números de teléfono, había recuadros llenos de pequeños y densos caracteres.
Yagel... Yakich... Yanak... Yapa... Yarasavage... Yarber.
Yarber, Terrence. 59 West 81st St. (212) 877-0289.
Libre y completamente solo, Terrence W. Yarber era un hombre que se le podía haber dicho sinceramente: «Su bienestar no le importa a una sola persona sobre la tierra». Terry se enfrentaba a este espantoso hecho, cuando en la noche del 12 de agosto de 1992 usaba la cabina de Housatonic Lane en un inútil intento de reconciliación con su padre, que no le gustaba, pero al que amaba profundamente. Su padre le colgó. Ansioso por hablar con su lejano hijo Nicky, Terry llamó a continuación a su ex esposa y quedó igualmente desairado. Hundiéndose en las arenas movedizas de la desesperación, totalmente ausente del mundo exterior, salió de la cabina, interponiéndose en el camino de un tráiler que se acercaba, y posteriormente quedó despanzurrado por toda su delantera como una pasta dentro de un molde. Murió instantáneamente, llorado por la lluvia y por el viento.
Paralizado por la profunda inseguridad que cualquier hombre experimentaría al leer su propia necrológica, Terry hojeó las páginas sin un propósito concreto.
En la fría tarde del 18 de septiembre de 1991, Paulie Fisher, de nueve años de edad, de alguna forma impulsado a conseguir liberarse de su depravado maestro de octavo curso, que le corrompía sistemáticamente en las altas praderas del cementerio de Housatonic Lane. El ingenioso muchacho recorrió su camino hasta la cabina de al lado. Pensando velozmente marcó el 911. «No te preocupes, Paulie», dijo la operadora, una joven cariñosa de unos veintitrés años. «Es absolutamente correcto lo que te está haciendo ese hombre, y después te dará dulces, juguetes y un montón de dinero.» Y así el pequeño Paulie regresó con su sorprendido y agradecido torturador, quien después de completar su estupro, le aporreó hasta la muerte con una violencia cada vez mayor.
Terry gemía y temblaba. ¿Absolutamente correcto? La operadora había aludido a los abusos hacia el niño con un absolutamente correcto. Obviamente, el niño no había hablado con una operadora real, había hablado con un impostor.
El 12 de octubre de 1990, el hijo favorito de Belinda Markson, un agente de bolsa tremendamente honesto llamado George, volcó con su coche Toyota Célica junto a la cabina de Housatonic Lane, introdujo diez centavos en la ranura y pulsó el número de emergencias médicas que figuraba de forma tan clara en la guía. En el asiento trasero del coche, Belinda Markson, de setenta y dos años, temblaba de terror en silencio, con la tráquea obstruida por un hueso de Kentucky Fried Chicken. George dijo: «Mi madre..., hueso de pollo..., sé que con cualquier movimiento...» A lo que una voz amable de viejo médico le contestó al otro lado de la línea: «Debe abrirle la boca y empujar el hueso más profundamente dentro de su esófago». George Markson se precipitó al coche y llevó a cabo la maniobra sugerida. Cinco minutos después, su madre moría cuando su cerebro, privado de oxígeno, cesó de ordenar a su corazón la necesidad de bombear continuamente.
Un profundo y suave quejido brotó de los labios de Terry. Oh, George Markson, pobre tonto, no se había encontrado con un anciano y benévolo médico...
Qué ingeniosa la voz, pensó Terry. El hijo de puta podía imitar a cualquiera: una operadora de teléfonos, un médico, una paisajista...
Terry agarró violentamente el auricular.
—Eh, payaso, te he cogido. Esta noche no he hablado con mi padre. Tampoco he hablado con Nancy. Eres un jodido imitador. Te he ganado, payaso.
—¿Que me has ganado?—dijo la voz—. No, solamente me has colocado en una posición en la que tendré que destruirte más directamente.
—No te tengo miedo.
—Deberías tenerlo.
Y entonces comenzó a llorar.
Por decirlo de alguna forma: lluvia. Era un huracán interior, un monzón en miniatura, torrentes chorreando desde el techo empapando la camisa de Terry y bañando sus pantalones de poliéster, calando sus calcetines y sus botas. Se acumulaba con sorna, inexorablemente, bloqueada por los diques de hormigón que aparecieron misteriosamente bajo las paredes y la puerta. La glacial marea se movió por delante de sus pantorrillas sepultando sus muslos.
—¡Deténgalo! —aulló Terry al auricular—. Pare este agua.
La inundación continuó subiendo. Terry aporreó el cristal, desollándose los nudillos. Esto no podía estar sucediendo, no podía ser. Más alto, más alto, tronco, cuello, boca, nariz. Dejó caer el auricular, flotó hasta lo alto de la cabina, y pataleando en el agua frenéticamente colocó su boca en la diminuta bolsa de aire junto a la luz. Más alto, más alto. El agua le lamía los labios, introduciéndose en su garganta.
«De modo que esto es así», pensó. «Esto es ahogarse.»
Sus pulmones se convulsionaron, su esófago se crispaba, la sangre pedía aire a gritos. Brillantes cometas rojas estallaban a través de su cráneo. Sentía que su mente se diluía poco a poco...
Aunque sus oídos estaban sumergidos en el agua, todavía pudo reconocer el dulce, sagrado sonido del acero forjado agrietando el cristal. La pared sur se desintegró; los fragmentos rotos volaron por el aire y el agua se precipitó en una ola gloriosa que le arrastraba a la noche de Nueva Inglaterra, como un aventurero navegando por las cataratas del Niágara. Golpeó la tierra boca abajo y siguió rodando y llenó sus pulmones con el aire del buen Dios.
Un hombre barrigudo estaba de pie junto a él, empuñando una llave inglesa.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Warren. Era exactamente como Terry se lo había imaginado. Grande y zafio, con su voluminoso pecho embutido en una camiseta mugrienta, con un sombrero John Deere vacilante sobre su cabeza—, ¿Está usted bien? —la llave inglesa en forma de cruz era gigantesca. Podría haber crucificado un gato sobre ella—, ¿De dónde vino todo este agua?
Terry se levantó de su lecho de barro y hojas chorreantes.
—¿Usted es Warren?
—Ajá.
—Warren, me ha salvado la vida.
—Eso parece, señor. Nunca había hecho nada semejante antes. He tenido suerte de que le haya oído gritar.
La chorreante ropa de Terry colgaba de su cuerpo como un montón de musgo húmedo. Le palpitaban los nudillos magullados.
—¿Tiene niños? —preguntó escupiendo la lluvia.
—Dos chicos. Cuénteme lo del agua loca.
—Desde ahora mismo, Warren, sus dos niños van a tener todas las pistolas de fulminantes que quieran.
—Por favor, explíqueme el asunto del agua.
—Tenemos que matarla —dijo Terry, mirando hacia el sur de Housatonic Lane. El camión estaba apenas a diez yardas, un enmohecido conglomerado de manivelas, cadenas y garfios parecido a un itinerante potro de tortura. TEXACO GARY, SERVICIO PERMANENTE, ponía en la puerta.
—¿Matar qué?
—La cabina —le explicó Terry mientras se dirigía hacia el camión—, ¡Es el mal! —añadió abriendo la puerta del conductor.
—¡Eh! ¿Qué está haciendo? —le gritó Warren—. ¿Qué demonios está haciendo?
La llave colgaba del contacto. Un simple giro y Terry se convirtió en el hombre que quería ser: exorcista, enemigo de las casas embrujadas, azote de todas las cosas sobrenaturales.
Una emisora de radio de onda media estalló: un evangelista hablando sobre el satánico mensaje oculto de la comida rápida.
—¡Pare! —gritó Warren. Pero ahora nada podía detener a Terry, nada podía impedirle lanzar el camión de la Texaco de Gary contra la cabina.
La voz del evangelista cambió de registro. Se volvió áspera y asmática.
—¿Piensas que te puedes librar de mí tan fácilmente?
—¡Apuéstate algo, imbécil!
—¡Estoy en todas partes a la vez, Terry Yarber! —gritó la voz desde la radio—, ¡En todas partes a la vez!
Contacto. La cabina volcó como un árbol arrancado de raíz por un ciclón y se estrelló en el barranco al lado de la carretera. La bombilla explotó. Los cristales y los remaches se esparcieron por la tierra húmeda. La Autobiografía de una cabina de teléfonos voló por el aire y golpeó el pavimento. «¡Hiiiiiii!», exclamó la voz cuando el teléfono voló por Housatonic Lane, arrastrando el auricular tras él. «¡Uau! Qué blanco tan fácil», pensó Terry cuando desvió bruscamente la rueda e hizo diana.
Acelerando el motor a fondo, se lanzó hacia adelante y pulverizó el teléfono totalmente; como a las docenas de zarigüeyas y mofetas que había atropellado inadvertidamente en su carrera de vendedor itinerante.
En la radio, el evangelista advertía a sus oyentes sobre las hamburgueserías.
—¡Hey, tú, soplapollas!—parloteó Warren cuando Terry salió de la cabina—. Si mi camión sufre algún desperfecto, tendrá que pagarlo.
—Envíame la cuenta —dijo Terry, sonriendo ampliamente.
—Sin mencionar que probablemente tendrá todo tipo de problemas con la compañía de teléfonos. A propósito, ¿qué clase de movida tuvo con ese teléfono?
—Se quedó con mi moneda —dijo Terry, sonriendo todavía.
Warren lo desaprobó y cargó la llave inglesa sobre sus hombros. Definitivamente, ésta había sido la llamada más extraña del día. Comenzó con mucho mejores augurios, con aquella señora que necesitaba una puesta a punto, usted ya me entiende.
Terry se agachó y cogió de la carretera la chorreante guía:
—Mi camioneta está por allí —dijo señalando.
—Ya lo sé —dijo Warren—. Ya arreglé las lengüetas.
—Entonces vamos a coger unas cuantas pistolas de agua para sus chicos.
Una hora después, Terry se inscribió en el hotel Best Western, de Hartford. Colocó la guía en el escritorio, a la derecha de la Biblia. Todavía estaba demasiado mojada para proporcionar cualquier información. Cuando por fin se evaporó el agua, comenzó el arduo proceso de contactar con cada hombre, mujer y niño cuya necrología todavía era futuro, advirtiéndoles que no creyesen todo lo que oían.
Cenó, bebió a sorbos una cerveza sin alcohol en el bar, se dio una ducha reconfortante y se pasó una hora rellenando cuidadosamente los pedidos semanales de Kiddie Citty, Kay Bee y Juguetes «R» Us.
Lanzó al aire una moneda de cinco centavos. Cara, llamaría a su padre primero. Cruz, a Nancy.
Cara.
Marcó el 215.