Sin preocuparse de los pimenteros que susurraban por encima de su cabeza, con sus semillas rosas crujiendo bajo los pies y las locas guitarras a su espalda, Martin se metió las nudosas manos en los bolsillos de su gabardina y caminó cojeando. Las paredes de estuco brillaban como el oro a la nebulosa luz de Los Ángeles; palomas que zureaban bajo los tejados de rojas tejas; insectos que zumbaban al otro lado del camino de baldosas, hacia la puerta de hierro negro. ¡Aleluya! Es exactamente igual... ¡Es mi casa! Martin guiñó sus ojos color ceniza.
Pero no puede ser. Porque él había visto su casa demolida para hacer un tramo de autopista. Había tenido pesadillas durante años.
Su padre había heredado el lugar. Cuando murió, Martin y su madre habían criado allí una docena de hijos adoptivos y los dos niños de Martin cuando murió su esposa, hasta que murieron también.
¡No! ¡No quiero recordar! Martin se paró bajo los árboles, apretó los puños en los bolsillos y se concentró en la casa. Detrás de la puerta, un patio y una puerta delantera de hierro. La fachada: ventanas estrechas con barrotes de hierro forjado.
—¿No es un tesoro? Sabía que le encantaría. Pero tendrá que trasladarse rápidamente, señor Aickman. Acaba de ser catalogada. Cuando mi socio coloque los carteles ya no habrá remedio —el chasquido de los dedos de Lois Marshall coincidió con el estallido de su chicle. Su tono, cuidadosamente encantador, era el de una locutora de Hollywood, una actriz o la profesora que era en realidad (el pluriempleo en la inmobiliaria, le confió Lois con una sonrisa dentífrica, pagaba el alquiler). Ahora tiraba de su falda de cuero hacia sus rodillas, apagó el motor y la cinta de Pink Floyd paró por fin—. Está roto el interruptor —había dicho secamente Lois cuando Martin se había tapado los oídos para evitar aquella música demoníaca. Ahora giró sus piernas para salir del antiguo Thunderbird que les había traído. Martin apenas lo notó.
—Detrás de los muros del patio, tiestos de fucsias colgando; detrás de las fucsias, ventanas con pequeños cristales que brillaban. Mi casa.
¿Cómo habrá podido ella suponer que éste es el único lugar que verdaderamente podría comprar? Es la mano de Dios. O una trampa. Martin lanzó una mirada de sospecha con su sonrisa de medio lado.
Pero sus ojos marrones parecían chisporrotear sólo con el ardor de la venta. Cuando se enderezó volvió a agitar su melena oscura... Todas las ventajas. ¡Propiedades Patrimoniales trata bien a sus clientes!
Mientras Lois revelaba las restauraciones de su empresa y los generosos préstamos que concedía para cristianos practicantes, Martin estudió la casa y sus alrededores. (¿No era la hierba de un verde anormal para ser otoño?)
En el lado sombrío, un arco... Ningún patín ni patineta, ni trampas en los arbustos, ni lugares pelados en el césped. La casa era idéntica a los sueños de Martin: perfecta. Como si hubiera sido antes de la guerra, antes de que muriera papá y vinieran los niños adoptados.
Bajo la arcada, puertas turquesas que cerraban el camino. Más allá del camino, a la sombra de la casa, el techo del garaje... Martin se puso rígido.
No se dejó impresionar por la mirada inquisidora de Lois cuando ella se precipitó dentro del coche a buscar su bolso y su carpeta.
En la oscuridad, junto a la casa, algo se movió: ¿Levantó un brazo, dispuesta —si no le contestaba— a gritarle que entrara y se explicase?
—¡Ya voy, madre! —movió sus labios en un susurro silencioso. El viejo sentimiento de desesperación hizo más rápida la respiración de Martin y aflojó sus rodillas. Apretó el puño contra su corazón enfermo. ¿Nunca se vería libre de sus órdenes y de sus citas, libre de hacer lo que le apeteciera? Se lo había preguntado, una vez, con desesperación.
—¿Cuándo dejaréis de tener unos modales tan horribles? —alisando la bata floreada que cubría su corpulencia, madre había citado a la Biblia: «Primero ama y has lo que quieras. Pero no ahora».
¡Madre está muerta!, recordó por enésima vez. Tan muerta como sus niños —muertes de cuna, le había dicho madre al médico cuando, llorando, le llevó ante sus todavía pequeños cuerpos—. Tan muerta como esta casa, lo único que Martin había amado y que nunca le había hecho daño. Sólo el ilógico sueño de su regreso le había hecho contestar al anuncio de Los Angeles Herald-Examiner’s:
¿YA NO SE CONSTRUYEN CASAS COMO ANTES? Jubilados: Proporcionamos las casas más antiguas a la gente más antigua. Préstamos para los que tengan avales. «En la morada de mi Padre hay muchas mansiones» (Juan 14:2). Propiedades Patrimoniales.
—Vaya delante, hablaremos fuera. Subiré en un segundo para abrir la puerta —Lois revolvió su bolso de cuero y sacó un rectángulo blanco de cartulina.
—Si los vecinos le paran, enséñeles esto.
Martin palmeó la tarjeta de visita: no necesitaba leerla. La había memorizado durante la semana que había transcurrido desde que cedió a la tentación de llamar al número del periódico. Después de mirar las palabras del apóstol San Juan y animado por su exactitud, comprobó Propiedades Patrimoniales y la graduación de Lois como doctora en asuntos sociales por la Universidad de California, donde daba clases. Y cuando conoció a Lois en la inmobiliaria, le aplicó la descripción de la secretaria de la UCLA: delgada, ojos y cabello oscuro, tipo italiana. Probablemente madre diría que el corazón de Lois era una trampa, y ciertamente Lois hacía que Martin se sintiese incómodo. Le echó otra mirada furtiva, temeroso de que supiera demasiado sobre él. Como madre. Como su esposa.
Martin subió con dificultad el sendero, negándose a recordar a la obstinada mujer que su madre le había traído desde la iglesia para que le hiciera un hombre. Ante sus protestas, madre espetó:
—Ruego a Dios que alguien te aguante tus artimañas y ese corazón.
En su lugar, miró con esperanza el estuco y la carpintería metálica de delante.
Si pudiera tener su propia casa, sería alguien. Sólo los propietarios de casas eran respetables; madre y papá le habían dicho que las casas que se poseían durante generaciones casi conferían nobleza. Cuando papá murió, madre trabajó sin cesar para mantener a los suyos. Tenía poco tiempo para Martin, y la soledad le había producido un vacío desde que era capaz de recordar.
Abrió la puerta, entró al patio y examinó la puerta delantera. Sólida, pintada de color caoba oscuro. A la altura de los ojos, una ventana con reja. Un llavero colgaba del picaporte.
Martin inhaló el olor a cemento húmedo, a la tierra de las macetas ya. .. gardenias. Dio unas vueltas por allí, confirmando la firmeza de la puerta.
Debajo de las fucsias se encontraban delgados tallos acabados en hojas lustrosas y lisos pétalos blancos de bordes rizados. ¡Cómo le gustaban a madre para sus cumpleaños! Siempre el perfume de las gardenias. Y en Navidad, tilos, naranjos o limoneros; el Día de la Madre, hibisco... Se volvió.
La puerta de entrada se estaba abriendo lentamente.
El olor a cera Johnson se expandió hacia afuera. Un cono de luz mortecina que llegaba desde el patio mostraba el suelo de madera de la entrada.
Respirando rápidamente, Martin miró por encima de su hombro. Lois estaba en el coche subiendo las ventanillas. Tengo tiempo. Traspasó el umbral, empezó a cerrar la puerta... ¡Madre se ha ido a buscar su recompensa! Desafiando sus reglas, dejó la puerta abierta.
Le envolvió la frialdad de la casa. He vuelto a casa, pensó Martin. Aquí seré admirado. Envidiado. Puede que incluso tenga amigos... Me pregunto si vivirá cerca algún niño.
Una luz mortecina llegaba desde la ventana de la fachada anterior. ¡Estrecha y con barrotes, como la de sus recuerdos! El increíble deleite casi mitigó la ansiedad que sentía Martin por las respuestas que había dado a Propiedades Patrimoniales, pero no del todo. Está bien, repetía, y recordó la aprobación del entrevistador a las inversiones que le quedaban a Martin tras la muerte de madre y el pago de los impuestos; su asentimiento a que el corazón de Martin no era ningún problema, ya que evitaba los esfuerzos y las impresiones; y cuando Martin afirmó que no volvería a provocar antiguos problemas de discusiones con niños adoptados, le puso un «Notable». El hombre había añadido que la adopción de niños con problemas por parte de Martin demostraba una caridad cristiana que podía avalarle como un préstamo.
Así, ansioso de disfrutar de una oportunidad en un hogar, Martin había apretado el auricular con manos sudadas y había dado nombres y fechas:
Ahora detrás de él sonó un crujido, un chasquido de metal bien lubricado. Martin se volvió con el corazón dando saltos. La puerta delantera, que él había dejado abierta, se había cerrado. Cerrado. No estaba asustado, sólo sobresaltado. Las puertas se cierran solas a menudo en las casas viejas. De todas formas, miró por el enrejado ventanuco de la puerta.
En el patio vacío las fucsias se movieron. Debe de haber sido el viento. Más allá del muro, Martin vislumbró a Lois todavía en el coche, con la cabeza apoyada en la carpeta.
¡Si pudiera explorar antes de que Jezebel trajera sus botas ruidosas y su jerga de vendedora expectante al silencio! Con culpable excitación, Martin se encaminó hacia el cuarto de estar. Lo recordaba. Buscó sus gafas en la gabardina. Las siguió buscando en la chaqueta. Quizá debería colgarla.
Miró la puerta del vestidor de la entrada a través de la montura de plástico negro. Igual que la recordaba: el tirador de latón era la cabeza de un león, la placa para empujar, el cuerpo; sus zarpas agarraban a un novillo, cuyos cuernos eran la cerradura. Con creciente regocijo, Martin se quitó la chaqueta y abrió la puerta. El vestidor era profundo. Sólo una pequeña luz se filtraba dentro.
Por un instante le pareció vislumbrar unas botas de caucho, negras y rojas, un balón de voleibol blanco con una marca, un montón de mallas rojas y azul metálico revueltas bajo los abrigos en sombras. Detrás de la capa de lana de madre, una niña de rizos castaños miraba a hurtadillas, con la cara manchada por las lágrimas y los ojos verdes enturbiados por la furia. Una niña adoptada, encerrada en el vestidor, esperando sus piadosos latigazos, que la salvarían de los castigos con escorpiones de Dios.
Martin intentó entrar. No pudo: la rabia de la niña levantaba un muro. Parpadeó. Los abrigos y las mallas se volvieron a las sombras y la visión de la niña se desvaneció con ellas. Y la barrera desapareció.
«Los recuerdos me juegan malas pasadas», pensó. Colgó su chaqueta en el gancho al lado de la puerta. Su gancho. Martin estallaba de alegría. ¡Ésta es mi casa! Precipitándose al salón de alto techo, echó un vistazo fuera.
Lois estaba subiendo el sendero hacia la puerta. ¡Date prisa!
El pulso de Martin latía rápidamente cuando esquivó el sofá de chintz, situado más allá de la chimenea, enmarcada por los azulejos. ¡Bien! No había ningún hacha inclinada contra el fuego para que los niños adoptados sacaran yesca de la leña. Martin aborrecía las hachas, los cuchillos y las hojas afiladas que llenaban sus sueños, sus terribles sueños. Se dejó caer frente al hogar con las rodillas temblando. El hedor acre de los antiguos fuegos penetró en su nariz. Se quitó las gafas. Satisfecho y tembloroso, garabateó un par de pies en los morillos; unos cuantos ladrillos más arriba el mortero se había desvanecido, como si algo le hubiera arrancado.
Un grato frescor trepó por la columna de Martin cuando revivió los fuegos que había encendido aquí; los niños adoptados que había empezado a criar... Sólo ocasionalmente se había visto forzado a usar el hachuelo.
Pero nunca había permitido que madre le encontrara aquí. A Lois tampoco debía permitírselo, aunque ella no fuera una mujer virtuosa como madre, cuyo valor sobrepasaba el de los rubíes.
Martin se puso de pie. Se alisó el pelo y de paso miró hacia la entrada. Estaba vacía. Echó un vistazo por las ventanas, más allá del verde césped primaveral. En el sendero sólo había un mirlo que brincaba con un gusano en el pico.
Al correr, Martin casi se tropieza con la mesita de café de madre antes de aplastar la nariz contra los cristales biselados. ¡Qué curioso! Desde este ángulo la hierba parecía estar descolorida y marchita, como correspondía a la estación.
Al principio del césped, Lois, en cuclillas, estaba copiando las medidas que había leído en su informe. Si era rápido... ¡Al diablo con la hierba! Martin se precipitó al recibidor y los dormitorios.
Solamente quería echar un vistazo al de madre. La luz verde se filtraba a través de las ponsetias de la terraza, para brillar en las paredes color marfil que él recordaba y en la colcha de satén blanco de madre. Inspiró. El tenue aroma de las gardenias. ¡Desde fuera! O...
Buscando un frasquito de perfume, dio un paso prohibido por el suelo resplandeciente. Esperó unos segundos esperando oír: «¡Mar-tin! ¡Sal inmediatamente de mi habitación si no quieres saber lo que es bueno!».
No llegó. No podía llegar. Dio otro paso. Las almohadas de satén blanco atrajeron su atención. En ellas reposaba la muñeca de madre, que ella había arrullado y que Martin secretamente había deseado ser. El tieso cabello rubio de la muñeca y su falda de punto extendida alrededor. Parecía que sus ojos azules de cristal miraban fijamente a la mesilla y la fusta de montar que yacía sobre ella.
«¡Mar-tin! El mal crece en ti como un laurel verde, igual que sucedía con tu padre, que así se pudra en el infierno. ¡Te falta disciplina!» La voz áspera de madre parecía llegar de nuevo al recibidor vacío. Una vez más, la casa se estremecía con los pasos de sus zapatos ortopédicos cuando le hacía entrar y bajarse los pantalones... Tenía que besar el látigo antes y después. ¡La odiaba!
Ahora Martin estaba junto a su cama, las ponsetias daban golpecitos en la ventana con sus uñas rojas y verdes. La amarga savia blanca de las flores era venenosa. Lo había dicho madre y ordenó a Martin que no las tocara.
Pasados los años, vertió esa savia en su café, en la botella de whisky bajo su cama que creía que él no había visto; había exprimido los tallos que había cortado en la leche que ella echaba en los cereales. Pero sólo se había puesto más fuerte.
Con un sonido gutural, Martin se precipitó sobre la mesilla. Se golpeó la rodilla con el látigo, rasgó el trenzado mango de cuero, mordió las tiras de cuero, ensañándose con ellas hasta que se desgarraron.
Respirando con dificultad, se limpió la boca y miró a su alrededor. Era mejor que Lois no le hubiera visto; podía pensar que estaba chiflado y le haría perder su oportunidad en esta casa, la muy puta. Martin se escabulló a gatas, metiéndose los trozos del látigo en los bolsillos y en los calcetines.
Cuando recogió un último pedazo de debajo de la mesilla vio las dos pequeñas espátulas entre ésta y la pared.
• • • • •
Cuando Martin y madre habían llevado a casa a los gemelos, Martin había querido que estuvieran en su habitación para acariciar sus suaves cabezas, oler sus cálidas respiraciones, mirar sus redondos y sedosos cuerpos.
Pero madre dijo que no, que no le pertenecían en absoluto; eran de ella y los pondría en el camino recto. Se los llevó a la habitación donde las gardenias viciaban el aire.
Cuando colocó sus colchones junto a la pared, Martin vio la puntiaguda nariz de la niña igual que la suya, los ojos azules del chico y no avellana como los suyos, la pelusa de su cabeza, castaña como su pelo. Les hizo carantoñas a los niños hasta que se rieron, de modo que ella pudo ver cómo sonreían con un lado de la boca, como él.
—¡No! —ladró madre. Cerrándoles la puerta, fue hasta la cocina, donde empezó a cocer harina de avena.
Martin siguió detrás de ella.
—Deberían aprender a honrar también a su padre —musitó mientras sacaba los tazones.
Madre dejó de servir las gachas. Colocó las manos en sus floreadas caderas, estirando el arrugado delantal blanco sobre su vientre:
—Con tu esposa muerta y sin su salario, y como no tienes trabajo por tus visiones y tus palpitaciones, os mantengo, os alimento y doy alojamiento a esas cargas del estado —agitó el cucharón hacia los niños adoptados que se apiñaban en la habitación contigua—. Con su madre criando gusanos y con su padre corrompido, mis nietos nunca llegarían solos a la Gloria. No permitiré que los contamines, Martin, ni a esta casa. Se la dejaré a ellos, no a ti. Puede que tus perversas costumbres no sean culpa tuya; he intentado quitártelas, Dios lo sabe. Pero has salido a tu maldito padre. ¡Podrido por completo!
• • • • •
Ahora Martin retrocedió desde la habitación de madre hasta el recibidor. No debería haber dicho aquello, no delante de los niños adoptados. Aquellos niños eran míos. Cada día se parecían más a mí. Y la casa tenía que ser mía también. Se merecía lo que le pasó.
Al final del pasillo estaba el cuarto de baño de los niños adoptados. Cuando murió papá, madre le había ofrecido el cuarto de baño a Martin, pero no lo había querido. A través de la puerta abierta, echó un vistazo a los azulejos negros y amarillos —que hicieron que se le revolviera el estómago—, el lavabo blanco de pie, la bañera donde había tenido que sumergir a los chicos para que fueran dóciles. «El que te ama te castiga.» Silbaría en caso de que se acercara madre. Sus manos hormigueaban, recordando los cuerpos resbaladizos, el agua caliente que salpicaba sus bocas abiertas y sus ojos desencajados por el pánico. Recordaba cómo le obedecían después. El recuerdo del poder de Dios inflamado en él.
Pero una noche, madre le había pillado y dejó de vigilar el baño de los chicos. Ahora no entró. En cambio abrió la puerta de al lado con una emoción expectante.
La luz del sol se derramaba a través de las ventanas cubiertas con arrugadas cortinas blancas. Caía en haces brillantes sobre las blancas colchas de algodón. Alfombras raídas de color blanco decoraban el suelo. Martin pensó con placer en las preciosas niñitas que se habían desnudado para él en aquellas camas, sus esbeltos cuerpos, sin la traba de los pechos, acostados de espalda, entregándose a sus dedos; con sus pequeñas manos temblando sobre su cremallera, sobre él. Los ojos de una pequeña belleza eran verdes como los de su gato bajo sus rizos castaños; obviamente ella deseaba todo lo que él hizo, se le había resistido tan deliciosamente. Tomó aliento. ¡Aquí se había sentido semejante a Dios! Controlando, respetado...
—¡Yu-ju! Señor Aickman, ¿dónde está? Desobediente, qué desobediente, entrando a escondidas en la casa sin mí —el acento televisivo flotaba desde el recibidor hasta los dormitorios.
Me llama malo, como madre. Martin se dio la vuelta, con el rayo de Dios chisporroteando en las yemas de sus dedos. Los extendió, apuntando a su garganta que charlaba y charlaba...
Lois retrocedió al recibidor. Por encima de un extraño sonido, como de arcadas, dijo:
—Así que es donde usted quería llegar.
Se llevaron a madre. Martin se recordó a sí mismo otra vez y Quiero esta casa. Bajó los brazos a los costados, borró una sonrisa de su cara. Cuando pudo controlar la respiración, dijo humildemente:
—La puerta estaba abierta. Perdóneme. Me iré.
La sonrisa de Lois parecía tensa, quizá un engaño de las sombras del recibidor. Después de una profunda respiración, ella dijo con precipitación:
—Está bien, señor Aickman. No pudo resistirse a esta joya y no le culpo. ¿Vio los suelos de madera? ¡Apuesto a que tienen un grosor de una pulgada! Y los techos abovedados, de catorce pies de altura (los he medido); no los hacen así hoy en día... —se atascó y siguió hablando, aparecieron manchas rojas en su pálido rostro—. Marcos interiores de caoba maciza, todos esos armarios empotrados. ¡Y el espacio! Cuartos de baño, dormitorios... —tragó saliva.
Martin fue acercándose a ella. Seguro que la Biblia decía en algún lugar que el Señor odiaba a las mujeres charlatanas.
Lois se dio la vuelta, salió hacia la puerta:
—¡La cocina! Tengo que enseñarle la cocina. ¿No la ha visto todavía?
—No.
Martin dejó caer sus manos, confuso. ¿Para qué quería ver la cocina? Allí había cuchillos. Y a veces, a pesar de sus gritos sobre la seguridad, los niños adoptados dejaban el hacha junto a la puerta en vez de dejarla en el garaje. Sabían que le asustaban. ¡Pequeños bastardos! De cualquier modo, odiaba cocinar. En su habitación, con vistas al interminable hormigón de la Clínica Acres Sombreados, calentaba las cenas en un hornillo.
—¡Oh, bien! —Lois estaba a mitad de camino del recibidor—. Le enseñaré los electrodomésticos. Incluso pusimos un interfono en estas viejas paredes.
De mala gana, Martin dejó el virginal dormitorio.
—Será cómodo —dijo educadamente, cuando la siguió.
—Así lo espero, señor Aickman —Lois entró en la cocina. Su voz resonó—:. .. habitación para desayunar. El aparato central está por aquí... —se cerró una puerta, apagando su voz, que seguía sonando.
En el recibidor, Martin echó una ojeada desde la puerta cerrada de la habitación de desayunar a la de enfrente, que conducía a la lavandería. Mientras Lois elogiaba los armarios y los cristales biselados, él se metió entre el familiar fregadero blanco de la cocina, los mostradores de azulejos blancos y negros, las ventanas con vistas al sombrío camino bordeado de hibisco... Se quedó paralizado.
Alguien estaba delante de esas ventanas, perfilado por la luz. Alguien con un cuchillo.
La figura se movió, se apartó de las sombras. Martin adivinó unos cabellos rubios ralos, vaqueros ajustados, sudadera sin mangas.
—... interfono de la cocina por el hall, señor Aickman —estaba diciendo Lois cuando el hombre se acercó hacia Martin, sin hacer ruido con las zapatillas sobre el linóleo moteado, con la hoja brillando fríamente a la declinante luz.
—Aquí hay un aparato más silencioso —susurró.
Junto al codo de Martin se alzó un panel, mostrando un rincón con un interfono, un tostador y un abrelatas eléctrico con su asa arriba. Martin saltó cuando Lois anunciaba desde la rejilla del interfono:
—... modulados. Sus emisiones. Sus emisiones aquí dentro, en la puerta delantera... —se detuvo—, ¡Mierda, se atascó! —después, la estática.
Martin retrocedió hacia el chisporroteante panel. Pediré ayuda en voz baja; abriré la puerta principal y llamaré a gritos a la policía.
El hombre se acercó más:
—¿Quieres probar el filo?
Martin buscó, tanteó a su espalda buscando un tirador. Su manga se enganchó con algo. Miró hacia abajo. Su chaqueta se había deslizado entre el asa del abrelatas y la hoja redonda. Intentó soltarse. Chasquidos y exclamaciones llegaron de la rejilla del interfono.
El hombre estaba ahora muy cerca. Su susurro era áspero, como el chirrido de las hojas, afuera.
—¿... suficientemente afilado para cortar la piel? ¿Una arteria?