Las noticias le llegaron a Enan a mitad del invierno. Había ahorrado un poco de dinero, y su facultad, que pretendía proteger a los humanistas, le había permitido acumular una insignificante deuda, que sería pagada si el interés de su patrocinador volvía a despertarse o si Enan encontraba otro, o incluso si él mismo estaba en situación de pagarla.

Pero cuando llegó la primavera y las carreteras estaban de nuevo transitables, se le informó de que sus tratos con Calpurnius Siculus y Pomponius Mela habían finalizado, al menos de momento. Sus compañeros le animaron enérgicamente a robar todos los libros de la biblioteca para cambiárselos por comida, mientras él proseguía los estudios en los que le quedaban. Él rechazó este bienintencionado consejo, abandonando las aulas sin más equipaje que una camisa limpia, un montón de monedas mendigadas en su nombre por su amigo más querido y un ejemplar de Moralia encuadernado en cuero (este último era enteramente suyo, regalo de uno de sus profesores que, habiendo encontrado uno mejor, ya no lo quería).

Al llegar a su ciudad natal, nueve días después de la partida, y después de privaciones fácilmente imaginables, descubrió que su padre, un sastre, no tenía mucha necesidad de su ayuda. Sin embargo, por mediación de la influencia de su padre pudo por fin asegurarse un puesto como empleado de un comerciante de paños; y como empleado del telero permaneció durante algo más de un año. Alis volat propriis.

Vuela con sus propias alas, pero no demasiado alto, para dormir con dos hermanos empleados en el desván encima de la tienda. Y si continuaba cenando en casa de sus padres una o dos veces por semana, si leía Moralia durante las largas tardes de verano, si se hacía un pequeño manual de latín en un cuaderno de tamaño folio, los otros tenían peculiaridades no menos chocantes; y no estaba nada claro que su final fuera muy diferente del de los otros.

Volvió la primavera y sorprendió a Enan con la casi insoportable convicción de que había pasado un año; muchas de las caras que conocía se irían pronto. Habría muchas charlas sobre los exámenes y gran cantidad de proyectos veraniegos. Los estudiantes más acomodados repartirían invitaciones, por supuesto, no a los que estaban en las mismas condiciones en las que había estado él. El viejo manzano del ejido (se decía que databa del segundo milenio) estaría engalanado de blanco nupcial.

Incluso el comercio de paños no carecía totalmente de placeres. La tienda cerraba temprano los miércoles y los jueves, y cerraba todo el día los lunes. Enan disertaba sobre Virgilio a unas cuantas vacas y renacuajos que le prestaban atención y luchaba y pescaba con los dos jóvenes hermanos. Casi se había reconciliado con la vida de elogiar, medir y vender algodón, lino y lana, cuando llegó la carta. Era del amable amigo que había recogido monedas para él, y dado que era la más importante y casi la única carta que había recibido, se expondrá aquí por entero.

Mí querido Enan:

No hemos sabido nada de ti, pero confío en que te vayan bien las cosas. Ollie no se matriculó, pero regresará el próximo curso, o por lo menos eso dijo. Jo se casa ahora. No creo que le conozcas.

Te escribo para hablarte de una carta que recibí de un pariente lejano llamado Seely. Tiene un pequeño colegio y quiere que alguien se encargue de la biblioteca y de alguna clase. Me pidió como un favor que fuera. Intento terminar la licenciatura de Letras, así que le dije que no podía, pero que podía enterarme de alguien que pudiera. Te puse por las nubes, puedes estar seguro. Parece ser que da el alojamiento con un salario insignificante; tendrías que ayudarle en esto y lo otro a cualquier hora, por lo que dice, y podría haber de vez en cuando propinas de los padres. Si estás interesado, escribe al director de New Lake School, Granville.

Siempre tu amigo,

LEO R. PRUITT, Diplomado en Letras

Las manos de Enan temblaban aun antes de que hubiera terminado la primera lectura de esta carta, que leyó por entero una segunda y una tercera vez antes de doblarla y dejarla a un lado.

¡Ser encargado de una biblioteca! Habría montones de libros, incluso podían ser cientos. Quizá de vez en cuando habría fondos para la adquisición de más volúmenes. Podría continuar sus estudios, prepararse para un posible regreso a la Universidad. Podría incluso terminar su carrera en la región de Granville, respecto a la cual no sabía nada, excepto que estaba a unas cincuenta millas al Este.

O quizá alguna familia acaudalada podía desear un tutor para acompañar a su heredero. Enan había conocido a varios individuos así, mitad maestro y mitad criado. Un tutor podía ocuparse de una clase o dos, podía tomar un alumno adicional aquí y allí para hacerlo posible. ¿Y quién sería más apto?... El actual tutor del joven Arthur... conocido y respetado...; él mismo.

Dice mucho del carácter de Enan el que escribiera a su amigo para darle las gracias antes de escribir al director de New Lake School. Después, y sólo después, con los bolígrafos bien masticados del pañero, con mucho rascado de cabeza y mucho retorcimiento de manos y caminado arriba y abajo, se atrevió a dirigirse al señor Seely, modesta e incluso humildemente, expresándole ab imo pectore su completo consentimiento en aceptar el puesto en cualquier término que el señor Seely creyera apropiado. No se puede describir el cuidado con que dobló y selló esta carta y con qué sentimientos fue entregada en la oficina de correos de la ciudad.

El estanquero de la esquina había sido en su juventud fogonero de autocares, y Enan aprovechó la primera oportunidad para preguntarle con respecto a Granville.

—¿No estarás pensando quedarte mucho tiempo? —inquirió el estanquero, golpeando su pipa.

—Quizá —Enan fue cauteloso—. Un amigo mío tiene familia allí.

El estanquero se encogió de hombros.

—Atranca tu puerta y cierra también tus ventanas. ¿Sabías que el autobús no va hasta allí?

Enan sacudió la cabeza.

—No, ya no; solía ser un sitio grande —el estanquero no sabía si había Universidad en Granville o cerca; nunca había oído hablar de la New Lake School.

Casi había transcurrido junio. Julio pasó sin palabras. Los alumnos de la New Lake School, se dijo Enan, muy probablemente no tendrían clases durante los meses de verano; también pudiera ser que el mismo señor Seely se hubiera ido al campo.

Hacia finales de agosto, enfebrecido de ansiedad, escribió otra vez.

Cuando la cosecha estaba próxima, cuando las carretas de calabaza se podían ver por todas las calles y la respiración de hombres y caballos echaban humo a las dos de la tarde, cuando la campana de la escuela primaria que había sido la suya sonaba antes del anochecer y pequeñas tropas de alumnos salían de todas las puertas en la oscuridad vestidos como brujas, mineros y espíritus, llegó la carta.

Estaba rota y manchada, y había sido enviada desde una lejana ciudad del sur. Cuando Enan la abrió, descubrió que estaba escrita en agosto y por una de esas coincidencias que casi parecen preternaturales, en la misma fecha en que él había escrito su segunda misiva. Como se ha sentado un precedente, esta carta rota también se expondrá por completo. Usus magister est.

Sr. Bambrick:

Usted parece perfectamente apto para el puesto en cuestión. Agradecería que viniera inmediatamente; en cualquier caso, puede llegar antes del quince de septiembre, fecha en la que comienza nuestro curso. Por favor, considere esto urgente.

G. VlNCENT SEELY

Enan escribió inmediatamente, informando al señor Seely que su carta se había extraviado, pero durmió muy poco esa noche, y por la mañana, con todas las excusas que pudo ensamblar, pero con la tenacidad de alguien que se abraza a su última esperanza, renunció a su empleo con el telero. En menos de una hora había empaquetado sus escasas pertenencias y dicho adiós a sus padres.

Como le había advertido el estanquero, no había autobús para Granville. Había, sin embargo, un autobús para Bradford, que estaba —le aseguraron a Enan— a no más de diez millas. A mediodía ya se encontraba a bordo, habiendo conseguido un billete a mitad de precio, mediante la promesa de ayudar a ponerlo en marcha, transportar agua y empujar si fuera necesario. Inmenso y destartalado, derramando un humo negro parduzco, salió a un paso que ningún caballo podía haber mantenido más de media milla y Enan conoció por primera (y última) vez la emoción del infatigable movimiento rápido. La dura helada de la noche había pintado de blanco cada ramita de cada arbusto y cada brizna de hierba en cada prado. Blancos eran también los penachos del frío humo que se filtraban de los cilindros del coche; aún blancos, se congelaban sobre los vibrantes cristales de la ventana, hasta que el interior quedó bañado por una media luz lechosa y Enan se vio forzado a dejar su libro a un lado.

El hombre del asiento del otro lado del pasillo le preguntó si iba a Bradford. Él sacudió la cabeza:

—No, a Granville.

—Vaya... ¿A Granville? ¿Vive allí?

Enan volvió a sacudir la cabeza.

—¿Conoce el lugar?

—No —dijo Enan con sinceridad—. Nunca he estado allí. ¿De dónde es usted?

—De Bradford —el hombre hizo una pausa chupándose los dientes—. Tenga cuidado, ¿me oye?

—Seguro que intentaré tenerlo —dijo Enan—, Es un lugar peligroso, ¿verdad?

—El hombre se volvió un momento a mirar la capa de hielo de su ventanilla y Enan temió haberlo ofendido.

—Granville es un lugar raro, eso es todo —le dijo por fin su compañero de viaje—, ¿Sabe algo sobre su historia?

Enan sacudió la cabeza, negando.

—Es simplemente antigua. Ellos dicen que se remonta a los primeros colonos que se instalaron por aquí. Más antigua que eso, quizá.

Enan se atrevió a preguntarle cómo era posible aquello.

—Oh, antes había gente allí. Sólo que no nos gusta hablar sobre ellos, eso es todo. Y además Granville no se quedó vacía durante la guerra, como la mayor parte de los sitios. Había más botes en el río entonces y Granville tenía algo que ver con ellos. No sé qué. De cualquier modo, se alzaron muros por todos los alrededores y todavía están allí. También hay fiebre y cosas peores en los pantanos. Son cosas que quedaron después de las guerras, igual que los muros, dicen.

—Quizá usted me podría indicar la carretera a Granville, cuando lleguemos a Bradford —sugirió Enan—, si fuera tan amable.

Su compañero de viaje levantó una ceja:

—¿Cómo va a cruzar el río?

Eso era lo que Enan mismo se preguntó cuando lo estudiaba desde un pilar del derruido puente. El hielo parecía sólido cerca de la orilla; pero una sinuosa serpentina de agua oscura aparecía junto al centro del amplio canal, errante y amenazadora. Se dio cuenta de que la cosa más sensata que podía hacer sería pasar la noche en Bradford y esperar que el frío hiciera más consistente el hielo por la mañana, pero disponía de escasos fondos y era sumamente tímido como para mendigar un alojamiento al viajero con el que había charlado en el autobús, en el caso de que pudiera localizar su casa.

El corto día otoñal casi había transcurrido ya. Tendría que hacer algo pronto, si no quería soportar una noche glacial al aire libre.

Después de unos momentos de indecisión, decidió proseguir su camino corriente arriba a lo largo de la orilla. Podría ser (se dijo) que en algún punto un hielo más compacto se extendiera a través de todo el río; si no había un lugar así para cruzar, podría llegar a alguna cabaña de la orilla del río, cuyos ocupantes le acogerían.

Esta fue la forma en la que se le concedió tener la primera visión de Granville, después de tres agotadoras millas. El sol se estaba poniendo tras él y sus rayos casi horizontales iluminaban las achaparradas y grises almenas tanto como las venerables agujas y las esqueléticas torres que las dominaban. Granville había sido, como vio ahora, construida sobre un cerro. Las inundaciones de hace un siglo habían convertido las fértiles tierras bajas de los alrededores en una zona pantanosa, entre cuyos innumerables bajíos y matas de hierba el desconcertado río perdía su camino. Aunque aislada, esta ciudad crepuscular y venida a menos —como Enan pensaba que debía ser con seguridad— le parecía que respiraba tanto promesas como amenazas, que miraba con alegría lo mismo que lanzaba miradas amenazadoras. Posiblemente alguna relación intemporal de las islas encantadas que mencionaba Filóstrato pasó por su pensamiento.

Parpadeó y entonces Granville pareció realmente encantado, porque se dio cuenta de que se podía trazar un camino completo a través del hielo desde el punto en que él la observaba hasta el alto terreno que había conservado al pueblo rodeado por un foso; no una senda directa, pero una senda a fin de cuentas, que le permitiría bordear la oscura extensión de las aguas abiertas con un margen de seguridad; pensó que la distancia apenas podría ser mayor de una milla.

Todavía le quedaba una milla de camino cuando el traicionero hielo se agrietó bajo sus pies y el agua helada se cerró sobre su cabeza.

• • • • •

Enan soñó con frío, con que montaba eternamente en una carreta traqueteante y con sombras monstruosas que le acompañaban y perseguían, pero siempre y sobre todo con frío, y con que yacía en su tumba. Su padre estaba de pie al lado de dicha tumba, enhebrando una aguja a la lóbrega media luz; su madre lloraba y sus lágrimas cortaban sus mejillas y sus labios como si fueran aguanieve.

Fue arrojado al infierno y allí ardió por toda la eternidad, el deporte de los demonios, y aunque gritó a Dios y a su madre, no podían oírle o quizá no quisieron. Un diablo le envolvió en una sábana de llamas, lo abandonó a un lado y durante eras enteras recorrió sin rumbo los retorcidos corredores del infierno, gimiendo en su agonía e incendiando todo lo que tocaba. Allí se encontró con un ángel y pensó que no podía expresar sus entrecortadas súplicas. Cayó postrado a sus pies y el ángel pasó su fría mano sobre su ardiente cabeza solamente durante un momento.

La luz del frío sol invernal se derramaba desde una ventana, pequeña y alta, con muchos cristales. Durante mucho tiempo a Enan le pareció que teñía el edredón, como un rayo tiñe las caras de los feligreses a través de las ventanas de una iglesia; cuando volvió a mirar, había crecido una pequeña bandeja de madera y había retoñado un tazón y una copa alta y estrecha, cada una en un cilindro del atestado autobús. Algo caliente le presionaba los labios y después de un rato decidió que debía ser una rosa en llamas, porque su aroma le inundaba las fosas nasales.

—Come. Esto es muy bueno. Está bien, abre la boca.

Una mujer de cara ancha y brazos fuertes hundió de nuevo la cuchara dentro de la sopa. Tenía los ojos azules y el cabello blanco.

—He muerto —le dijo Enan.

Ella sonrió, estudiándole:

—Lo harás si no comes.

De alguna forma remota Enan sintió que debería preguntarle algo, aunque no sabía qué.

Cuando se despertó de nuevo, la ventana estaba oscura y su garganta en llamas. A tientas, sus manos encontraron una jarra junto a la cama, bebió de ella y estuvo como antes. Nobis cum semel occidit brevis lux, nox est perpetua una dormienda.

Un largo sueño, sin duda; pero de hecho, no el eterno. Se incorporó y vio una sombra que huía de la habitación.

Al ponerse de pie casi se cayó. Se agarró al cabecero, se inclinó contra la fría pared de escayola y finalmente dio un paso y luego otro. La ventana estaba demasiado alta para poder mirar fuera. La luz gris de más allá podía ser el amanecer o el anochecer, o simplemente la de un oscuro día de invierno. La habitación contenía la estrecha cama en la que había estado acostado, un lavabo de pie con un espejo medio estropeado por la humedad, un escritorio con cajones y una isla con asiento de madera de caña lisa. El techo era mucho más bajo en el lado de la habitación donde estaba la cama —lo suficientemente bajo para golpearse la cabeza contra él, aunque él no fuera alto.

Fue hacia la puerta por la que había huido la sombra, medio temeroso de encontrarla cerrada. Se abrió con un chirrido. La sombra ni la había abierto ni había cerrado, estaba seguro; luego la sombra no era real. Unas ropas demasiado holgadas colgaban fláccidamente de los clavos junto a la puerta. Apoyando su espalda contra ella, se puso los pantalones; luego se puso la camisa mientras se sentaba en la silla.

Al otro lado de la puerta había un estrecho vestíbulo. Una angosta escalera finalizaba casi a sus pies, su puerta era la primera de las tres que había. La segunda daba a un dormitorio todavía más pequeño, parecido al suyo. La cama estaba hecha (aunque no con mucho detalle) y una camisa limpia apoyada sobre ella. Había libros muy deteriorados, entre ellos una Moderna Geografía de América y una Redacción Inglesa, sobre una mesa plegable. Enan salió, cerrando la puerta con cuidado tras él.

La tercera puerta, dos escalones más alta que las otras, daba a un amplio e irregular tejado, que no estaba en las mejores condiciones. Un viento fresco le dio la bienvenida; por encima de él surcaba un halcón peregrino, navegando como una veloz corbeta de guerra. Pasó a la altura de sus ojos, quizá a veinte pies, y no pudo resistir la tentación de hacerle señales.

Después de comprobar el picaporte para asegurarse de que la puerta no se cerraría de un portazo, caminó fuera, por encima de los guijarros. Seguramente se había producido deshielo; el viento tenía esa húmeda renovación que señala que el invierno está de vacaciones. Los confusos sonidos del juego llegaron desde algún lugar que a su juicio tenía que estar muy por debajo de él; una torre medio desnuda se elevaba mucho más alta a una distancia no muy grande.

Volviéndose para mirar hacia atrás, al lugar de donde había venido, vio que se trataba de un torreón octogonal. Por una de sus estrechas ventanas se veía la cama mal hecha, con la camisa encima.

Avanzó, escalando la pendiente hacia la cumbre. Un penacho irregular de plumaje marchito recordaba al halcón. La nieve derretida se hundía en la sombra de una buhardilla. Después apareció ante sus ojos un segundo torreón y un tercero. Las chimeneas que había creído que pertenecían a los otros edificios eran, ahora lo veía, parte de éste; porque si bien un completo revoltijo de tejados —cubiertos de tablillas, plomo y tejas— estaban situados entre ellas y él mismo, no había un hueco que indicara que la monstruosa casa acababa.

Desde la cumbre la pudo contemplar entera, con sus cuatro fachadas, como un animal sin lomo. Los muros desmoronados; una obra de adobe almenada con piedra y madera daba a una sola calle; más allá, recordaba que se extendía el pantano, cubierto de hielo. La brisa que sacudía su cabello era fresca y agradable. Llenó sus pulmones. ¡Qué bien se sentía! ¡Qué libre de la enfermedad y el dolor!

La sombra del halcón corrió hacia él a través de todo el tejado; por un momento le pareció que una segunda sombra corría con él, quizá la de una niña o una mujer delgada. Después las dos se fueron y sólo estaba el halcón, revoloteando por encima de los chicos que jugaban en la calle de abajo; luego salió disparado de allí.

Aunque se dijo a sí mismo que no le quedaba nada que hacer, se mostraba reacio a volver a la estrecha cama en la que había estado acostado. ¿Sería posible llegar al suelo desde este tejado? ¿O volver a entrar en la extraña casa por otra puerta? Vagó sin rumbo fijo hasta que estuvo de pie ante la ventana de un torreón, curioseando el interior de una habitación vacía en la que una pálida doncella vestida de negro estaba sentada llorando delante de una segunda ven tana. Cuando golpeó el cristal, ella subió la hoja de la ventana.

—¿Qué está haciendo ahí afuera?

—Mirando —le dijo y confió en que no le preguntara por qué.

—Eso está bien —vaciló—. Eres Enan Bambrick. ¿Te acuerdas de mí?

Desconcertado, él negó con la cabeza.

—Fui a verte varias veces mientras estabas tan enfermo.

—Realmente fue muy amable por su parte —tanteó—. ¿Qué pasa?

—No pasa nada —se secó las lágrimas con la manga.

—¿Por qué estás llorando?

—Por un chico que se ha caído desde esta ventana.

—He estado mirando hacia aquí —dijo él—. Y no... no salió nadie fuera mientras venía. Hay otra habitación por ahí.

—En esa habitación ahora duerme otro chico —ella asintió con la cabeza.

—Entonces este chico no puede haberse caído —no quería llevarle la contraria y se dio cuenta de que ya lo había hecho—, O por lo menos —terminó débilmente— eso es lo que me parece.

Ella se levantó.

—No conoces esta casa. Ven. Creo que debes regresar —abrió la puerta y le cogió de la mano.

El pasillo parecía más caliente, aunque hasta que no sintió su calor no supo que había tenido frío. Con una llave que sacó de la manga, abrió la quejosa puerta de una despensa que estaba prácticamente vacía. La luz del día se deslizaba vagamente a través del inclinado tejado, por encima de sus cabezas.

—¿Esta es su casa?

—Todavía no.

Una escalera conducía a la planta baja. Ella bajó primero, sin vacilar y al parecer sin esfuerzo. Él se sentía cansado cuando llegó abajo del todo. Aquí el pasillo era más ancho, el techo más alto, las paredes estaban llenas de clavos y ganchos.

—En un tiempo esta casa fue magnífica —dijo Enan.

—Que no te oiga —la pálida doncella le premió con una triste sonrisa—. Él cree que todavía es una casa magnífica.

—¿Quién es él? —preguntó, pero ella no respondió. Una puerta abierta dejaba ver una amplia habitación que contenía una docena de camitas. En otra, más allá, un hombre de pelo gris estaba sentado, escribiendo en un pupitre; no les miró cuando pasaron. Un segundo pasillo era menos espacioso y la escalera al final era tan empinada como una escalerilla de mano.

—Ésta no es la parte mejor —le dijo la doncella.

Él asintió con la cabeza.

—Sube, te seguiré.

Había una puerta abierta al final de la empinada escalera. En la pequeña habitación del otro lado, una mujer de cabello blanco estaba encorvada sobre algo informe. La habitación pequeña era la suya; sus ropas estaban colgadas allí.

—Acuéstate —susurró la doncella—. ¡Date prisa!

Lo hizo y la mujer sacudió los hombros:

—¿Sí? —dijo—. ¿Qué es esto? ¡Menos mal! —puso una mano roja y rolliza sobre su corazón—. Creía... No importa. Deberíamos tener a alguien para que se quede con usted, sí que deberíamos.

Enan quería preguntarle a la doncella, pero ésta ya se había ido. Se incorporó.

—¿Cómo te encuentras?

—Débil.

—No me extraña, no quieres comer —le dejó una bandeja en el regazo—. Esto es un buen estofado. Lo hice yo misma y a los chicos les encantó. He guardado el fondo de la cacerola para ti, es donde va la mejor carne. ¿Puedes sostener la cuchara?

Pudo hacerlo. El estofado estaba delicioso.

—Eso es; no deberías dar estos sustos a una anciana.

—¿Dónde estamos? —preguntó Enan—, ¿Esta casa?

—En la esquina de Gate y Prescott. Eso es lo que siempre digo a la gente y lo que dice también el director cuando les escribe.

La cuchara de Anan chocó contra el borde del tazón:

—¿Ésta es la New Lake School?

—Por supuesto; cómete el estofado.

Para tranquilizarla tomó otro poquito.

—Encontraron la carta en tu bolsillo, los que te salvaron.

Así que, naturalmente, te trajeron aquí.

El corazón de Enan latía como si sus costillas fueran los barrotes de una prisión.

—¿Está ocupado el puesto?

—Tú —le dijo la mujer de cabello blanco— no vas a ocupar ningún puesto, jovencito, al menos durante una temporada. Primero tienes que ponerte mejor. Luego irás a casa a ver a tu pobre madre, que está terriblemente preocupada por ti. Recibimos carta de ella en cada reparto de correo.

—Señora, ¿es usted la señora Seely?

La mujer del pelo blanco se rió:

—¡Ojalá fuera otra vez joven y bonita, querido! Soy la señora Boyle.

—Señora Boyle, ¿está ocupado el puesto? Realmente debería saberlo.

—Sí, lo está y no tienes que preocuparte más por eso. Bébete el té.

Pasaron horas antes de que llegara el siguiente visitante y, aunque Enan estaba despierto, volaron rápidamente en una absoluta ociosidad. Temporis ars medicina fere est.

El segundo visitante era un chico de doce o trece años, que se asomó a la puerta con ojos sorprendidos.

—Hola —dijo Enan.

—Hola.

—Entra si quieres. ¿Cómo te llamas?

—Wade.

—¿Vas al colegio aquí, Wade? ¿A la New Lake School?

—Enan pensó que se podía haber hecho un juego de palabras con el nombre de la escuela y el nombre del chico, pero no parecía que mereciera la pena y seguramente no era aconsejable.

El chico asintió:

—He terminado la última clase. Voy arriba a guardar mis libros.

—¿Puedo verlos?

Parecían muy pesados; a Enan casi se le caen.

—¿Te gusta alguno en particular?

El chico vaciló y se agitó nerviosamente, luchando casi abiertamente con la exigencia cultural que no expresa otra cosa sino desprecio por la enseñanza. Finalmente triunfó:

—Ése, señor.

Era una Geografía Moderna de América del Norte.

—¿Por qué tiene mapas de colores?

—Sí, señor. Donde vivía la gente, las islas y todas esas cosas.

Enan citó:

—Mi infancia vio las islas griegas flotando sobre Harvard Square.

—Sí, señor. Supongo que sí. Y éste.

Era una Redacción inglesa.

—Te han hecho leer a Hemingway por supuesto. Y, vamos a ver, Kipling, Parker, Thurber, Crowley... Ningún escritor moderno. W. H. Hudson, ¿te gusta?

—Sí, señor, pero sólo hay este poquito.

Enan dejó caer el libro sobre el edredón.

—Tenéis una biblioteca aquí en la escuela, ¿Verdad, Wade? Quizá podrías encontrar más.

Agriamente el chico dijo:

—Él siempre dice que ellos no lo han conseguido.

—Ya veo.

—Yo sólo venía para dejar mis libros, señor. Me dijeron que le ayudara si usted llamaba o necesitaba algo. Así que pensé que estaría bien asomarme.

—Sí —le dijo Enan—. Fue muy amable por tu parte.

Gracias, señor.

—Te estoy llamando, Wade. Necesito tu ayuda, ahora —con toda la decisión que pudo, Enan echó a un lado el edredón y las sábanas—. No creo que me vaya a sentir muy seguro, Wade. ¿Me traes mi camisa? Está ahí.

La pequeña habitación dio vueltas cuando se puso de pie, pero con la ayuda del chico se levantó de nuevo y esta vez se sintió más seguro.

—Estos escalones son empinados, señor. Mejor déjame bajar a mí delante.

—Si me caigo, te tiraré contra los escalones.

—No permitiré que se caiga, señor.

—¿Hay más escaleras? —preguntó Enan cuando llegaron al final—. ¿Dónde está la biblioteca? ¿Qué clase de casa es ésta?

Una veta de madera pelada en medio del pasillo indicaba la desaparición de una alfombra.

—Dos tramos más. Al otro lado de la calle.

—Me pondré bien —le dijo Enan—, Me siento más fuerte.

—Es la casa del director Seely. Los chicos del pueblo van a casa después de su clase, pero el resto nos alojamos aquí.

Enan asintió con la cabeza, para demostrar que entendía. El segundo tramo era más amplio que el primero y menos empinado; se agarró a la barandilla mientras el chico le agarraba el brazo libre.

—Los maestros se alojan aquí también, excepto el profesor Burke, que está casado. Y también alquilamos habitaciones para los viejos. Ayudan a pagar la escuela.

—Pero ¿vale la pena pagar por la escuela, Wade? ¿Aprendéis?

Estaba claro que el chico no lo había pensado; así que lo hizo entonces, aunque suspiró con alivio cuando llegaron a salvo al pie de las escaleras.

Se supuso que es la mejor a este lado del río, señor. Mi familia me envió aquí y se tarda todo el día en llegar desde Gilman.

—Eso solamente significa que goza de una buena reputación —explicó Enan pacientemente—, ¿Consideras que la merece? ¿Estudiáis retórica? ¿Qué es la personificación?

—Sí, señor. Es cuando se trata a una cosa como persona real. Por ejemplo: «La Naturaleza tendrá su merecido».

—¿Pero no hay una Naturaleza de verdad? ¿Una dama rubia que proyecta a los animales y cosas así?

—No, señor. Sólo tienen que ver con ellos mismos.

—Muy bien —sonrió Enan—, ¿Eufemismos?

—Es cuando el profesor Snyder dice que el director Seely está enfermo, señor.

—¿Y no lo está? —aquí se habían unido grandes dormitorios para hacer apartamentos; una rampa pretendía suavizar un cambio de alturas. Éstas debían ser sus distintas casas, ¿verdad, Wade?

—Sí, señor. No, señor. Usted está enfermo, él está borracho. Las hicieron juntas, así, porque no se podían construir nuevas casas dentro de los muros. Pero la mayoría de la gente se fue cuando hubo el asedio.

—¿Clásicos? ¿Quiénes eran las Euménides? Lo de eufemismo se llama así por ellas.

La cara del chico se vino abajo:

—No lo sé, señor.

—Eran los espíritus de venganza, Wade. ¿Sabes? Los griegos las tenían tanto miedo que las llamaban las «Bien— pensantes», que es lo que significa Euménides. Los sagrados antiguos las muestran con alas, garras y serpientes en la cabeza.

—¿De verdad?

—Sí, de verdad. La mayoría de la gente dice que los clásicos son una pérdida de tiempo y energía, Wade; pero cuando sepas sólo un poco, encontrarás que iluminan cientos de otras materias, haciéndolas más claras y mucho más interesantes. ¿Cuál es la ciudad más grande en el Gran Lago?

—West Chicago, señor.

—Excelente. ¿El teorema de Pitágoras?

—La suma de las áreas de los cuadrados construidos sobre los lados de un triángulo rectángulo serán iguales al área del cuadrado construido sobre la hipotenusa. Tuvimos que hacer un esquema para demostrarlo.

—¿Demostrarlo o ilustrarlo?

—Ilustrarlo, señor.

—¡Muy bien! Pero tú no sabes quién era Pitágoras, ¿verdad? ¿No conoces ninguno de sus otros descubrimientos?

—No, señor.

Habían llegado a la última escalera, suficientemente ancha para un carruaje.

—Aquí no tienes que cogerme del brazo, Wade. Algunos de esos descubrimientos son bastante interesantes; como que los intervalos musicales concordantes corresponden a proporciones numéricas, por ejemplo...

Una criada con un largo vestido negro y una cofia blanca estaba encendiendo lámparas en el piso de abajo.

—Debería llevar una chaqueta, señor.

—Pues no tengo ninguna, así que tendré que apañarme sin ella.

La calle estaba en penumbra, sus lámparas antiguas estaban apagadas o medio destruidas; una, caída (como había estado durante muchos años), paralela a los agrietados muros, allí donde se había amontonado un poco de tierra; las hierbas y malezas que brotaron habían perecido con la primera helada y yacían fláccidamente junto a su corroída rama principal, como un montón de niños exterminados.

Cuando sus pesadas puertas se cerraron tras ellos, la escuela parecía más fría que la ventosa calle, quizá simplemente porque la habían atravesado con la cabeza entre los hombros, arrebujándose en sus propios sollozos glaciares.

Aquí, en esta escuela de doscientos años de antigüedad, la atmósfera pendía inmóvil, macerada con polvo y tiza; sus pies sobre las tablas desnudas evocaban una música cacofónica de chirridos, chillidos y gemidos, como si hubieran traído en su comitiva una orquesta de duendes.

—Wade, ¿la biblioteca está en el primer piso?

—Sí, señor.

—Eso está bien, creo.

La puerta estaba cerrada, Enan la golpeó y como no hubo respuesta, la aporreó.

—Quizá se haya ido, señor. Ya no hay clases.

—Está dentro fumando un cigarrillo —Enan golpeó la puerta una vez más. La abrió un hombre media cabeza más alto que él, una década mayor que él, quizá; desordenados montones de libros formaban el telón. El bibliotecario no dijo nada, mirando ferozmente a Enan y fijamente al chico.

Mansiones verdes —le pidió Enan. En este crítico momento su memoria le negaba el nombre del autor—, ¿Lo tiene? Wade lo necesita.

El bibliotecario se retiró e intentó cerrar la puerta de un golpe, un intento que habría tenido éxito de no ser por el pie de Enan.

—¡Déjenos entrar! Lo buscaré yo mismo.

Esto solamente provocó una maldición entre dientes. Enan metió un brazo a través de la estrecha abertura:

—¡Ésta es mi biblioteca y usted lo sabe! —lanzó su peso contra la puerta.

—¡No lo haga, señor!

—He caído enfermo —Enan boqueó para coger aliento—, pero no estoy débil.

Era mentira, pero el momento lo requería.

La puerta se abrió, arrastrando a Enan tras ella. Sólo tuvo tiempo de ver el puño cerrado del bibliotecario, antes de que se estrellara en su cara. Se tambaleó, chocó con una pila de libros y los mandó volando cuando cayó. Extrañamente, los golpes del bibliotecario no le hicieron daño, aunque cada uno de ellos sacudía su cara como una barca. Si hubiera sabido que el pelear era tan indoloro, reflexionó Enan, hubiera sido menos tímido de niño. Pax in bello.

Le encontraron sentado, con dos libros a su lado, intentando restañar con su camisa el chorro de sangre de su nariz.

—¡Dios mío! —dijo el hombre de pelo gris, y se arrodilló junto a él.

—Estoy bien. Un poco débil.

—Incline hacia atrás la cabeza —le recomendó el chico.

—Tienes razón. Lo había olvidado. ¿Es usted el director Seely, señor?

—Soy Snyder, químico y biólogo. Esto es espantoso, joven. ¡Intolerable!

Enan asintió:

—No debí hacerlo, pero quería buscar... —la camisa empapada de sangre amortiguó su voz—. Aquí está el Libro del Naturalista, Wade. También es de Hudson. Y uno que escogí yo mismo para ti, El libro de las Maravillas, de Hawthorne. Cógelos, ¿quieres? No quiero que se ensucien.

El chico abrió el segundo al azar. La antigua y brillante lámina mostraba a Belerofonte a horcajadas sobre el alado Pegaso, saltando desde el cielo a la Quimera. Al ver los ojos del niño en ese momento, Enan supo que había ganado y que cualquier cosa que pudiera pasar después no importaba. Nos exaequat victoria cáelo.

• • • • •

El director Seely era corpulento, de cara colorada y calvo. Entró en la habitación de Enan algo tímidamente, llevando con él el tenue y embriagador aroma de whisky de maíz.

—Bien, Enan. ¿Qué le dijo el médico?

Enan, que no podía recordar ningún médico y no conocía la identidad de su visitante, contestó:

—Dijo que estaba mejorando, señor —le pareció seguro.

—A mí me dijo lo mismo. Desde luego, desde luego. Enan, quiero enseñarle una carta que he escrito. A propósito, el profesor Snyder habla muy bien de usted. No quiero enviarla sin que usted la apruebe.

De este modo fue cómo Enan descubrió la identidad de su visitante, porque reconoció la letra mucho antes de que llegara a la firma.

Sra. Bambrick:

Aunque su hijo continúe mejorando, debe transcurrir otro mes antes que usted tenga el placer de contemplarlo de nuevo, rebosante de salud como antes. Después de las debidas consideraciones, mi esposa y yo hemos resuelto ofrecerle el puesto de Bibliotecario de la Escuela, puesto que él ha consentido en aceptar. En las vacaciones de Navidad, Enan regresará (supongo) al seno de su familia. Su familia debe, no obstante, tener en cuenta que sus deberes requerirán su presencia aquí antes del quince de Enero.

G. VINCENT SEELY

—Usted también debe calmarse, hijo mío. ¿Tiene frío?

—Sí, señor —dijo Enan humildemente, devolviendo el papel—. Le gustará; envíela, por favor, señor. Hoy mismo.

El director Seely asintió:

—Lo haré.

—Y... acepte mi agradecimiento. Mi más sincero agradecimiento.

—No piense en ello, hijo. Si mi carta le hubiera llegado a tiempo... Bueno, no le demos más vueltas. Le diré a la señora Boyle que le traiga otra manta.

Enan se despertó encontrándose que estaba extendida encima de su cara. El aire que respiraba a través de ella era caliente y viciado, su fría almohada estaba empapada en sudor. Retiró la manta a un lado y se incorporó. La habitación estaba oscura y estimulantemente fría. Alguien estaba llorando allí, un gimoteo débil; oyó cómo salpicaba una lágrima en el suelo corno una simple gota de lluvia.

—Eres tú, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, soy yo.

—Y tú eres la esposa del director Seely, la persona a la que se refería en la carta.

—Sí, soy esa esposa.

—Me creías muerto —dijo Enan—. Fue muy bondadoso por tu parte, maravilloso por tu parte, llevar luto por mí. Pero no tienes que sentarte en la oscuridad. ¿No hay por ahí una vela o una lámpara?

—Tengo una.

Enan llegó a la conclusión de que la lámpara debía haber estado apoyada en el suelo, con la luz vuelta hacia abajo, y tan lejos que había sido prácticamente invisible. Ahora ella la tenía en su mano; una pequeña lámpara de aceite con base metálica. Se quedó boquiabierto ante la belleza de la muchacha.

—¿Te apetece dar un paseo conmigo?

—Mucho —dijo Enan—, Es decir, si quieres tú. Si vas a salir, no deberías ir sola. Me han dicho que esta ciudad es peligrosa.

—Para mí no es peligrosa.

—Quizá debería llevarme esta manta, porque no tengo chaqueta —ella no contestó. Retiró la manta de la cama, la dobló y la colocó sobre sus hombros.

Las paredes de la casa eran transparentes a la luz de su lámpara. No es que hubieran desaparecido; estaban ahí y Enan sabía que no podía pasar a través de ellas. Vio a los chicos durmiendo; al hombre fatigado (bajo y delgado, de cabello ralo y encanecido) que estaba sentado delante de la ventana, mirando fijamente la tenue luna creciente; al director Seely con su botella y su vaso, su vela y su revólver pasado de moda; vio las habitaciones vacías y las habitaciones que no estaban vacías, aunque ningún hombre vivo, mujer o niño, dormían o se despertaban en ellas.

—Ésta es la casa de las cuatro caras —le dijo a Enan la esposa de Seely—, Pero, salgamos para que pueda enseñártelas. La primera y más antigua era neoclásica. Ésta es una casa para dioses —dijo ella—, aunque los dioses nunca volverán a morar aquí. Los hombres viven en estas casas como las ratas viven en las casa de los hombres; todavía es posible vivir allí e incluso ser feliz durante un tiempo.

—Comprendo —Enan dobló la manta y la puso sobre su cabeza como un chal y sobre sus hombros como una capa.

Lentamente bajaron por Water Street de la mano, ella con su lámpara en la mano libre, mientras él apretaba la manta con la suya.

—Si no te entristece demasiado, ¿podrías señalarme la ventana desde la que ese pobre chico se mató? Yo...

—¿Sí? —una media sonrisa jugueteaba en sus labios.

—Me gustaría saber dónde estábamos cuando nos conocimos. Eso es todo.

—Está dentro de la estructura —le dijo ella.

—Oh, sí, lo había olvidado.

—Pero te la enseñaré, si te acercas más. Todavía tenemos un momento —ella levantó su lámpara y, efectivamente, él lo vio, tenue aunque claro, silueteado en la desconchada pintura verde. Incluso ahora un chico estaba subiéndose al alféizar. Ella explicó:

—Esto sucedió muchos años antes de que muriera, aunque se lastimó de una forma horrible. Por eso lloraba, Enan.

—Ya veo.

—Vuélvete, deprisa. Hay un asesino detrás de ti. Está levantando su cuchillo mientras hablo.

Enan se volvió rápidamente. El cuchillo resbaló, cayendo al viejo y agrietado camino; el asesino huyó.

—Es un cobarde, como has podido ver. No puede enfrentarse contigo cara a cara, aunque lo hace tan sólo para arrancarme una sonrisa —deteniéndose, la esposa de Seely recogió el cuchillo y se lo alargó a Enan—, Esta cara es Tudor, como te estaba contando. ¿Ves la ventana de arriba que tiene una débil luz? Ésa es la ventana de tu habitación.

—¿Qué es esa luz? —le preguntó.

—Mi lámpara. La próxima calle es Prescott. Se llama así por un hombre que murió hace mucho tiempo, un historiador.

—Ya me acuerdo —asintió Enan—. He leído su Historia de ¡a Conquista de México.

—Igual que los que cambiaron el nombre de esta calle, en los días del asedio. Esta cara es neovictoriana, como tu mundo. Si la miras de cerca, se pueden ver los agujeros de las balas.

Enan no las vio. Algunas de las ventanas están rotas.

—Esta parte de la casa está abandonada, excepto unas pocas habitaciones. ¿Te puedes imaginar cómo es la cuarta cara, Enan? ¿La de la calle Gate?

En realidad no tendría que imaginármelo. Atravesé la calle Gate para llegar a la escuela.

—Sí.

—Pero no puedo recordar. No miré hacia atrás. ¿Moderna?

—Contemporánea.

La calle Gate era más estrecha que las demás y por ese motivo más oscura; no obstante, mirando a lo largo de ella, Enan podía vislumbrar el muro, la puerta misma (ahora abierta) y más allá el pantano iluminado por la Luna.

—Los soldados mexicanos se precipitaron a esta calle cuando cayó la ciudad. Tu gente abrió fuego sobre ellos desde esta casa y desde la escuela y desde otras construcciones por toda esta calle, y, aunque muchos cayeron, antes consiguieron matar a muchos. Sólo tenían cuchillos de cocina clavados en los palos de escoba. Vientos envenenados los condujeron a las calles y allí murieron.

Enan tosió, le picaba el brazo derecho y se lo rascó con el izquierdo.

—Cuando los mexicanos se retiraron al sur de Ohio, las puertas fueron reconstruidas; pero como ves, están abiertas. ¿Te complace saber que tu nación es tan segura?

Él sacudió la cabeza.

—Los niños rogaron que las cerraran por la noche, diciendo que las cosas malas penetran en la ciudad por la noche; pero no se hizo.

—¿Tienen razón los niños? —preguntó él.

—A veces.

• • • • •

—El bibliotecario se ha ido —le dijo la señora Boyle a Enan.

—¿Lo sabías?

—Voy a bajar a la biblioteca hoy.

—No, no lo harás —dijo ella categóricamente—. Todavía no estás lo suficientemente bien.

Pero cuando ella se fue, él se cubrió los hombros con la manta, como había hecho cuando recorría las cuatro caras de la casa, y la llevó con él, con un respeto casi enfermizo y un Moralia manoseado y manchado por el agua: su contribución a la biblioteca que iba a dirigir. Si el director Seely se oponía a las clases que le iba a proponer, él podía aducir con razón que su biblioteca ya poseía al menos una obra en latín. Nullum est librum tam malum ut non ex aliqua parte prodesset.

Tuvo que realizar algunas exploraciones antes de descubrir la amplia y acogedora escalera que había descendido con Wade, porque se dio cuenta de que no recordaba el camino tan bien como había supuesto; pero finalmente llegó al principio de la escalera y estaba a punto de descender cuando vislumbró a una joven vestida de seda verde, entregando sus pieles a la criada.

La joven le vio también y soltó un pequeño chillido.

Enan dio un traspiés hacia atrás, cubriéndose la cara con la manta.

Aquella tarde, el chico llevó una navaja de afeitar que le había prestado el profesor Snyder, un pedacito de jabón y una palangana de agua caliente solicitada en la cocina. Puso una toalla sobre la almohada.

—Ya lo he hecho antes —le dijo a Enan—. No tiene por qué preocuparse.

—No estaba preocupado —dijo Enan—, ¿A quién has afeitado?

—A mi abuelo, cuando se puso enfermo. Solía hacerlo su secretario, pero luego creyó que le había robado algo y le despidió. No creo que lo hiciera. Era viejo, como mi abuelo, y no vea cómo le sentó de mal ese asunto.

Enan asintió, enjabonándose la nariz:

—Omniafert aetas, animum quoque.

Al ver la incomprensión del chico, tradujo:

—Todo se lo lleva la edad, incluso el alma.

—Sí, señor. Desapareció en la catarata el día que se heló la charca, pero hasta entonces yo solía afeitarle dos veces por semana. Yo era el único al que permitía acercarse con una navaja.

Rasuró suavemente la mejilla izquierda de Enan y mantuvo la navaja ante sus ojos para enseñarle el montón de pelo rizado. Preguntó:

—¿Qué sensación tenía cuando estaba muerto, señor?

Enan suspiró:

—¿Estaba muerto, Wade?

—Eso es lo que dice todo el mundo, señor. ¿Qué se siente?

—Frío, mientras todavía estaba en mi cuerpo. Recuerdo que pensé que yacía en mi tumba, mientras mi madre lloraba a mi lado. Un calor abrasador cuando ya no estaba allí. El Infierno era un laberinto como el del Minotauro. No tenía ningún indicio para guiarme, pero anduve a trompicones por los tortuosos corredores hasta que encontré a Ariadna. Ella me devolvió a la vida, supongo.

El chico limpió la navaja y comenzó con la mejilla izquierda.

—¿Le condenaron, señor?

—Me imagino que sí. Ellos no me dijeron por qué, pero supongo que no tenían por qué hacerlo. ¿Estuve muerto durante mucho tiempo, Wade?

—Nadie lo sabe. La señora Boyle vino con otra manta y usted estaba muerto. Llamaron al médico y le puso inyecciones. Eso es lo que vi —la navaja resbaló—, ¡Oh, lo siento, señor!

—¿Me has cortado? No lo noto —Enan se tocó la mejilla y contempló sus dedos teñidos de sangre.

—Espere un momento, señor. Un trozo de gasa detendrá la hemorragia.

—No importa —le dijo Enan; estaba pensando en su paseo, en el asesino y en otras muchas cosas.

—No quiero que llene de sangre la toalla, señor.

Cuando terminó, el chico cogió el viejo y estropeado espejo del lavabo y lo sostuvo de manera que Enan pudiera verse.

—No querrá usted volver a asustar a la señora Seely, ¿verdad, señor?

Enan movió la cabeza de un lado a otro:

—Ésa no era la señora Seely, Wade.

—Sí era, señor.

Cuando Enan encontró por fin la biblioteca de la escuela vio que había alcanzado ese estadio final de desorden en el que las pautas aparentes eran meramente ilusorias. Ahora, en algunos casos, aún se podía descubrir algún volumen en compañía de otro de tema parecido, de la misma forma que una tormenta, a veces, puede arrojar a la costa dos objetos de color o tamaño semejante, pero los sigue la mitad del naufragio de una goleta, o una enredada esterilla de algas. El catálogo era inútil, anticuado e inexacto, preparado algunos años antes (como Enan conjeturó), cuando la imposibilidad de arreglar el ordenador fue finalmente aceptada, únicamente para impresionar al director Seely. Lo tiró y empezó de nuevo, comenzando por el Moralia y examinando estropeados volúmenes con paciente deleite. Esto sucedía casi una semana antes de que volviera la fiebre.

Aunque estaba fuera a menudo, la señora Seely —la señora Seely del chico— le visitaba a veces, sentándose recatadamente en su desvencijada silla y observándoles con el rabillo de sus ojos verdes y le hablaba sobre ropa o de su peso:

—Como le he dicho a George —dijo ella—, deberíamos trasladar la escuela entera al este de las montañas. El beneficio adicional de un primer curso cubriría el cambio de lugar. ¿Tendría inconveniente en empaquetar todo eso? —un pesado y dulce perfume y la suavidad y casi resbaladiza palidez de su escote le hacían parecer un poco pasada de moda—, ¿Hay alguno valioso?

La única joya que Enan había desenterrado era las Confesiones, de San Agustín, con bordes de latón y encuadernado en una determinada piel de becerro, en latín e inglés en páginas opuestas, botín de algún seminario saqueado. Lo escondió después de la primera visita de Modesty.

Las dificultades que había esperado en relación con su clase se desvanecieron como el humo, como tan a menudo pasa con las dificultades esperadas. El director Seely se mostró especialmente feliz para añadir otra asignatura a la lista que envió a los padres de sus posibles alumnos y los chicos se contagiaron con el propio entusiasmo de Enan. Cuando la doncella de negro se unió a las clases, cosa que hacía a menudo, él sintió una gran tentación de preguntarle por qué le había dicho que era la esposa del director —aunque este tipo de preguntas seguramente era mejor hacérsela en privado y, por supuesto, podía resultar descortés hacerla siquiera. Sin duda, ella había tenido miedo de resultar inoportuna.

—Cuando fue destruido el mundo antiguo —dijo Enan—, aquellos que intentaban recobrar el conocimiento estudiaron latín y griego, para poder leer los libros que habían sobrevivido. Notitia linguarum est prima porta sapientiae, el conocimiento de lengua es la puerta principal de la sabiduría. Igual que ellos, intentamos conocer los libros de épocas anteriores, pero que están en nuestra propia lengua, al menos la mayor parte. ¿Por qué estudiar latín, entonces? —señaló a un chico gordo cuyas notas en otras clases indicaban que podía ser más brillante de lo que parecía.

—Si alguna vez vamos a levantarnos de nuevo —dijo despacio el chico gordo—, sería bueno comprender cómo lo hicieron ellos; si vamos a caer un poco más —y eso es lo que yo creo, profesor Bambrick—, será probablemente a causa de todas las cosas que no comprendemos.

Ella estaba en la clase, aunque no la había visto entrar. Suavemente le dijo:

—Esta noche —él se volvió a la pizarra para que los chicos no pudieran ver su cara, escribiendo Doctrino sed vim promovet insitam; y cuando se volvió de nuevo, ella se había ido.

Aquella tarde llevó el descubrimiento del día a su habitación. Las páginas de La reina del aire, de Ruskin, se habían oscurecido hasta el sepia, estaban rasgadas, muchas rotas y algunas habían desaparecido del todo; sin embargo, lo que leyó le encantó de tal manera que resolvió hacer una copia en limpio a la primera oportunidad. El director Seely había sido generoso con la provisión de papel; aquellas hojas, pensó Enan, podían convertirse en un pequeño libro. Dobladas y cosidas con hilo de seda, podían llevar en sí las palabras de Ruskin durante otros cuatro siglos, tal como el mismo Ruskin había hecho con las de Homero.

«... y ella le dio fortaleza en los hombros y en las piernas y le dio valor». ¿De qué animal, crees? Si hubieran sido Neptuno o Marte, le habrían dado el valor de un toro o de un león, pero Atenea le dio el valor de la más atrevida de todas las criaturas grandes o pequeñas, muy pequeña, pero totalmente incapaz de aterrorizarse: le dio el valor de una mosca.

Despertó con frío, en una habitación oscura. La vela había goteado en la palmatoria y ella no había venido o, si lo había hecho, se había ido otra vez al haberlo encontrado dormido en la silla. Se levantó y descubrió con cierta sorpresa que estaba tan débil que apenas podía mantenerse en pie. Las velas golpearon en el cajón antes de que pudiera sacar una nueva y la mano que frotaba la cerilla temblaba tanto que se vio forzado a sujetarla con la izquierda para encender la mecha.

Alguien había introducido algo blanco por debajo de la puerta. Su primer pensamiento fue que la doncella le había dejado una nota; pero sólo era una carta franqueada, franqueada en la ciudad sureña de Gilman la semana anterior. Cuando desdobló la hoja que contenía, descubrió con asombro infinito varios billetes de un valor nada despreciable.

Querido profesor Bambrick:

Aunque es algo pronto para los regalos de Navidad, pensamos que es mejor enviarle esto ahora, ya que Wade nos ha dicho que regresará a su casa durante las vacaciones.

Nuestra gratitud va con este obsequio. Las cartas de Wade muestran claramente cuánta influencia ha adquirido usted sobre él en tan corto tiempo y qué bien ha empleado esa influencia.

Wade está destinado a la Universidad, como comprenderá perfectamente. Que usted haga todo lo que esté en su mano para capacitarle para una carrera, ahora y en la Universidad misma, como usted también desea y que sus progresos en la New Lake sigan siendo satisfactorios es el agradecido deseo de

CHARLES y NATALIE JAMES

Enan alisó los billetes, maravillado de las cifras de las esquinas, durante un minuto o más. Después pensó prenderlos dentro de su camisa; decidió que estaba en condiciones para ponérsela una tercera vez, por la mañana.

Concluido esto, colgó cuidadosamente la camisa sobre el respaldo de la silla, colocó la silla junto a la cabecera de su cama, amontonó el resto de su ropa en el asiento de la silla, leyó la carta de los señores James una segunda vez y una tercera y se acostó. Tumbado en la oscuridad, con las manos detrás de la cabeza, se dijo que casi con seguridad había entendido mal. Ella no había dicho esta noche, sino mañana o quizá el martes; aunque quizá se hubiera retrasado. No importa cuán hermosa fuera o cuán bondadosa; ella, como cualquier hombre o cualquier mujer, estaba todavía a merced del Destino. ¿Qué era lo que Apolo había confiado al rey Creso...? «Incluso los dioses... Ni siquiera los dioses...»

Ella le despertó con besos:

—¿Puedo acostarme aquí, junto a ti? ¡Qué caliente estás! —su mano era una bendición—. Paul Snyder jura que no puedes contagiarme.

Enan había besado a una mujer, había cogido su mano y la había abrazado; había hecho estas tres cosas precisamente debajo del viejo manzano que se levantaba en el centro del ejido. Respondió como un niño, medio asustado, medio dormido y totalmente incrédulo. Cuando ella le dejó por fin, aún estaba asustado y todavía incrédulo. Como si estuviera en trance, oyó el rascar de la cerilla y cerró los ojos ante la llamarada de luz y el resplandor más uniforme de la vela.

—¿Qué piensas? No puedo vestirme bien en la oscuridad. Además, creía que querrías verme —rodando la cabeza sobre la almohada, él miró. Miró y vio a Modesty Seely enjugándose con uno de sus pañuelos. Ella posó brevemente para él, de puntillas para parecer más alta, con los brazos sobre la cabeza para elevar sus pechos.

—¿No soy hermosa?

Él se las arregló para asentir.

—Quiero decírselo a George —sonrió—. Le diré dónde he estado. Quiero ver su cara.

Una sombra se precipitó fuera de la habitación.

—¿Me puedes abrochar esto, Enan? Hay un pequeño cierre en la espalda.

Cuando se hubo ido, se sentó durante un rato sobre la cama, con los pies desnudos apoyados en el helado sueño. Por fin se puso de pie, se lavó como pudo con el agua de la palangana y empezó a vestirse. El dinero todavía estaba prendido en su camisa; él lo notó sin interés. El primer disparo se produjo cuando se estaba atando los zapatos.

Por un momento se quedó como estaba, con los cordones de los zapatos en la mano, escuchando los ecos y los sonidos de pies que corrían; terminó la lazada y la ató. En algún lugar en el piso debajo de él alguien estaba aporreando una puerta. El segundo disparo se produjo cuando estaba de pie.

Recogió la vela y miró por toda la pequeña habitación. ¿Había alguien aquí que él quisiera? Recordó la chaqueta que había llevado puesta desde Bradford y que se había perdido cuando el hielo se había abierto bajo él. Pensó que sería estupendo que le devolvieran ahora aquella chaqueta. Pero no estaba allí.

Un sonido extraño reemplazó a los disparos y a los pies que corrían; pensó en algún animal grande, un toro de lidia o un búfalo, precipitándose a través de un matorral de ramitas finas y muy quebradizas. Había olor a humo. Guardó tres cartas de su madre en un bolsillo y La reina del aire en otro.

Abrió la puerta sobre un escenario misterioso. Fuegos plomizos ardían a lo lejos y un hombre muerto con armadura de bronce yacía a casi tres pies de distancia. Arqueros oscuros sobre caballos flacos y nerviosos daban vueltas como el halcón, errando su cabeza por una pulgada escasa.

—Los muertos te necesitan, Enan.

Era la doncella.

—¡Ven? —dijo.

—Ésta es su hora más oscura. Hoy cayeron diez legiones en Cannas. Varrón escapó a Venusia con setenta jinetes y esos setenta constituyeron el ejército de Roma esta noche.

Asintió resignado y todavía asustado.

—Marco Junio Pera alzará un nuevo ejército. Nadie puede decir cómo.

La doncella sonrió y era la sonrisa del que conoce un secreto:

—Algunos eruditos han dicho que es un ejército de esclavos liberados y niños.

Habían comenzado a caminar por el campo de batalla. Enan dijo:

—Los niños y los esclavos liberados nunca podrían derrotar a Aníbal. Pero necesitará a todos los hombres. Llévame con él.

Una ráfaga de humo le hizo estornudar. Caminó por encima de un cadáver pobremente vestido y sólo cuando lo dejó detrás se dio cuenta de que era el suyo.

Placidaque ibi demum morte quievit.

Por fin encontró descanso en la tranquila muerte.

Ya que siempre estamos más tranquilos donde más se nos necesita.