«¡Pum! ¡Pum! ¡Te pillé!»

Aquel extractor estaba situado exactamente debajo del inclinado techo de madera de la barra del Corzo. El armatoste había caducado hacía por lo menos veinte años. No ronroneaba suavemente como un extractor moderno. Se abrió con una explosión, enseñando los dientes y tragó la atmósfera. Habían quitado una de las históricas piedras de este pub —construido durante el reinado de la Buena Reina Bess, como alardeaba una placa en la pared, para poder insertar el aparato—. El mecanismo en sí estaba escondido dentro de la pared. Cuando el ventilador estaba en reposo, todo lo que se veía era un panel de láminas crema de un pie cuadrado, al mismo nivel del yeso color crema. Apenas se notaba; lo olvidabas todo, hasta que de repente el extractor abría su boca como por un acto de voluntad propia; hasta que el plano liso se convertía en una docena de labios como navajas separados entre sí una pulgada, a través de los cuales el aire viciado era absorbido en su garganta.

El ventilador se estremecía con fuerza, aspirando el humo del cigarrillo de Charlotte y el humo de mi propio cigarrillo.

—¿Tiene un detector de humo incorporado? —pregunté.

—Podíamos preguntarle cómo se llama. ¡Nuestro anfitrión! —Jenny cabeceó hacia el mostrador desierto.

«Anfitrión» era un título un tanto inadecuado. El propietario era un tipo tranquilo, delgado, con poca personalidad. Sonreía amablemente, pero no era muy conversador; y francamente, nos gustaba así. Ahora mismo estaría en el restaurante contiguo sacando brillo a la plata y a los vasos de vino en las mesas. El Corzo era uno de esos pocos pubs de pueblo que abrían exactamente a las seis en punto de la tarde, pero hacía su mayor negocio, basado en las comidas, desde aproximadamente las siete y media hasta las diez. No era más que una guarida de lugareños y patanes.

Claro está, ahora que las horas de licencia habían sido liberalizadas, el local podía permanecer abierto durante todo el día. ¿Pero qué pub rural se molestaría en hacerlo? Estábamos contentos de haber encontrado el Corzo.

Jenny y yo, Charlotte y Martin y Alice (que era especial) viajábamos todos los días a Londres y volvíamos pasando por la grande y acristalada Milton Keynes Station. Charlotte y Martin habían comprado una casa de campo bastante grande con un par de acres a este lado de Buckingham. Jenny y yo teníamos nuestra base en otro pueblecito a las afueras de Stonny Stratford, en un granero reformado. Alice vivía... en algún lugar del vecindario. ¿Sola? ¿O de otra forma? Alice era nuestro delicioso enigma. Aparentemente trabajaba en una editorial. Webster-Freeman: volúmenes de arte y saber oriental, que gradualmente caían en el ocultismo descarado. Algunas veces me la imaginaba bailando desnuda alrededor de una hoguera o de un altar casero con otros, parecidos a espíritus, con la luz del fuego de las velas titilando entre sus piernas. Aunque esto fuera cierto, jamás había intentado reclutarnos (y, curiosamente, mis fantasías de este tipo jamás me provocaban una erección). Simplemente éramos una porción de su vida en las tardes de los viernes: una porción que duraba una hora —dos como mucho— una vez al mes, cuando cenábamos todos en el Corzo.

¿Por qué habíamos reverenciado tanto a Alice? Quizá estaba sola tras su fachada brillante y competente. Quizá éramos neutrales con los que ella podía ser amiga sin tener obligaciones ni ataduras.

Yo trabajaba para una compañía de petróleo y estaba encargado del butadieno, un gas utilizado como combustible y también en la fabricación de caucho artificial. Desde que estaba con los contratos más que en la parte química, el trabajo me exigía hacer algunos viajes al extranjero —viajes rápidos a la Europa del Este, México, Japón—, de los que vuelvo agotado; pero de otro modo mi carrera se habría acabado. Daba por sentado que estaría en el mismo sitio durante el resto de mi vida laboral, avanzando lentamente. En nuestra compañía los sueldos eran algo escuálidos para empezar (¡y también después!) hasta el final de los cinco años, cuando de repente nadabas en la abundancia y prácticamente podías cubrir tú mismo los talones. De este modo, mis jefes se aseguraban la lealtad de la plantilla.

Mi mujer, Jenny, era la encargada de una oficina de una compañía aérea, que nos daba billetes una vez al año para lugares exóticos y cálidos, donde no tenía que sentarme en una oficina a discutir. Jenny era una elegante rubia, bajita, que vestía trajes sastre de modo refinado y profusión de lazos como grandes servilletas de seda plegados en su escote.

El fornido y casi calvo Martin era arquitecto y su esposa, Charlotte, una pelirroja esbelta, era una veterana secretaria de una firma de export-import, llamada sin ninguna imaginación Exportim, que actuaba para parecerse a alguna agencia comercial soviética.

Y Alice era... Alice.

Los días laborables (excepto los viernes) Martin y Charlotte, Jenny y yo íbamos en nuestros coches hasta la estación MK, desde donde, si teníamos que trabajar hasta tarde, podíamos coger distintos trenes hasta casa. No obstante, todos los viernes, mi mujer y yo utilizábamos el mismo coche, igual que Martin y su mujer. Ese día nadie nos haría perder el mismo tren de regreso y la penúltima con Alice en el Corzo.

Ni que decir tiene que nuestra insignificante contribución al compartir el coche no mitigaba en absoluto los atascos en el aparcamiento de la MK. A las siete y cuarto de la mañana, todos los días laborables, los aparcamientos de la estación estaban llenos hasta los topes y las plazas reservadas del centro y las isletas de tráfico se iban atestando de vehículos. La nueva ciudad en los alrededores de Buckingham ostentaba una magnífica red de carreteras, pero en lo que se refiere al aparcamiento, los planificadores habían metido la pata. Atascos, atascos. No es de extrañar que tuviéramos que programar nuestras veladas de los viernes. O nuestra cena mensual.

Aplasté la colilla de mi cigarro en el cenicero en el momento exacto en que Charlotte apagaba su Marlboro en otro, como si el extractor nos hubiese regañado a los dos por nuestras inmundas costumbres. Nos miramos el uno al otro y nos echamos a reír. El ventilador vibró con violencia.

—Escuché esto en Hungría —dije—. Hay un nuevo reloj de pulsera ruso en el mercado, un triunfo de la tecnología soviética. Lo tiene absolutamente todo: husos horarios, fases de la luna, calculadora incorporada. Sólo pesa unas cuantas onzas.

—¿Y cuál es la trampa? —pregunta el posible comprador.

—¡Oh! —dice su informador—. El único problema son las dos maletas de pilas que necesitas para que funcione...

Entonces Alice contó un chiste verde.

—Una pareja británica fue de vacaciones a Estados Unidos a visitar los parques nacionales. Bueno, en el primer parque se hicieron amigos de una mofeta. Adoraban de tal forma a la mofeta que se la llevaron con ellos hasta el siguiente parque y después hasta el siguiente. Llega el final de sus vacaciones. A duras penas podrían apartarse del animal. «Me gustaría que nos la lleváramos a casa», dijo el marido; «pero ¿cómo podríamos cumplir las leyes sobre cuarentena?». «Ya sé», dijo su mujer. «Pegaré la mofeta a mis bragas y así la pasaremos de contrabando.» «Buena idea», convino su marido; «pero humm, ¿qué me dices del olor?» La mujer se encogió de hombros y susurró: «Si se muere, se ha muerto».

Alice era buena en este sentido. Era increíblemente deseable —alta, delgada, piernas largas, tipo maravilloso, mata de pelo negro azabache, piel aceitunada, ojos oscuros y melancólicos—, pero deshacía con facilidad cualquier tensión sexual que pudiera haber socavado nuestro grupito. La lujuria por parte de los hombres o los celos por parte de las damas. Charlotte había entablado conversación con Alice primero en el tren camino de casa y nos la presentó a todos los demás al final del trayecto. Rara vez nos sentábamos juntos en el tren. Menuda prisa por cogerlo. Los vagones estaban abarrotados y a todos nos costaba trabajo conseguir un asiento.

Alice no nos permitió saber ni las señas de su casa ni su número de teléfono, quizá prudentemente, por si acaso Martin o yo intentábamos verla en privado. De hecho, ella tampoco nos preguntaba nunca por nuestras cosas. Se impuso un acuerdo tácito. Mientras tanto, hizo que nuestro grupo de los viernes por la tarde volviese realmente a estar junto.

Era nuestro catalizador. Sin ella, simplemente habríamos sido dos parejas corrientes. Con ella sentíamos algo especial: una nueva especie de unidad, un brillante grupo de cinco personas.

Con júbilo, Martin tomó el testigo de contador de chistes.

—La madre superiora de un colegio de monjas invitó a un héroe de la Batalla de Inglaterra a que diese una conferencia a sus niñas; le llamaban el as volador. «Yo iba a ocho mil pies en el Spitfire. Vi un Fokker a mi derecha. Miré hacia arriba y el cielo estaba lleno de Fokkers.»

«Debería explicaros, niñas», interrumpió la madre superiora, «que el Lobo-Follador[7] era un avión de combate alemán de la Segunda Guerra Mundial». «Tiene bastante razón, madre», dijo el aviador, «pero estos folladores cuando volaban eran Messerchmidt».

Aunque los chistes en sí mismos podían parecer estúpidos —era el modo de contarlos, ¿no?—, aquella tarde derrochamos talento y amistad... hasta que vino a vernos el gato del pub. El minino era un piojoso espécimen amarillento, al que yo había visto que el dueño había echado fuera un par de veces. Con el infalible instinto de los felinos, se fue derecho hacia Alice, a restregarse contra su pierna. Ella lo apartó.

—Aborrezco los gatos. Soy alérgica.

—¡Vete por ahí! —Martin agitó y batió sus manos. El minino se apartó un poco, sin demasiado convencimiento.

Irónicamente pensé que era demasiado para Alice, que era una especie de bruja en sus ratos de ocio, y a mi escasa información acumulada sobre ella añadí el conocimiento de que no había felinos en su casa.

Se movió incómoda:

—No soporto tocarlos. No me gustan nada —éste fue el único comentario ácido que hizo en nuestras reuniones.

—Derrick —me dijo Jenny—, por amor de Dios, agárralo y échalo fuera.

—Es el pelo —murmuró Alice—. Me provocaría una erupción terrible. Espero que no duerman aquí por la noche. Tumbándose en estos asientos, restregándose todo el rato... Si lo hiciesen y yo lo supiera, bueno...

Ése sería el final de nuestro grupo de cinco de los viernes. Pánico. Nunca encontraríamos un pub que nos viniera tan bien.

—Estoy seguro de que es un gato callejero —le aseguró Martin. Fui echando hacia atrás la silla intentando coger al animal por el cuello, cuando el ventilador de la pared hizo mi ruido: clic-clac. Simplemente abrió sus aspas durante un instante, después las volvió a cerrar como si en el exterior hubiese surgido un vendaval, aunque el tiempo había sido apacible mientras veníamos en el coche.

El gato salió corriendo como si le hubieran echado un cubo de agua encima.

—Eso lo ha ahuyentado. Gracias al ventilador. Debe hacer mucho viento fuera.

—Deberíamos irnos —dijo Alice.

—¿Hasta la semana que viene? —dije ansioso.

—Claro —prometió. Y nos levantamos todos.

Pero fuera la noche estaba en perfecta calma. Ni siquiera había brisa.

• • • • •

El siguiente viernes, nuestro trío de vehículos llegó casi al mismo tiempo al Corzo... Bajo el pelado castaño que permanecía como un centinela en el aparcamiento, Charlotte aspiró.

—¿Es ése tu perfume, Alice? Es maravilloso.

Realmente lo era: rico, almizcleño, salvaje y a pesar de todo, sutil, como un tesoro siempre inalcanzable, inapropiable.

—Un amigo mío tiene una perfumería abajo, en los Cotswolds —dijo Alice—, Ésta es una nueva creación.

—¿Podrías conseguirme...? —comenzó Charlotte—, No, déjalo. No tiene importancia.

Por supuesto que no. Si Charlotte hubiera llevado aquel perfume tan embriagador, ¿qué se imaginaría Martin? Alice no la forzó.

—Estoy tratando de dejar de fumar... —añadió Charlotte cuando nos dirigíamos hacia la puerta a través del frío de noviembre—. Creo que esta noche la pasaré sin fumar.

Este aparente non sequitur de hecho era una confidencia íntima entre las dos mujeres; realmente, entre todos nosotros. No debíamos contaminar la fragancia de Alice. Ahora recaía sobre mí la carga de abstenerme de encender mis finos puritos.

Volví a examinar el nombre de nuestro anfitrión pintado encima del dintel de la puerta —John Chalmers, por supuesto—, aunque no necesitaba molestarme. Tuve que tocar varias veces la campanilla del mostrador antes de que viniera; parecía muy preocupado incluso para saludarnos, aparte de un pequeño cabeceo. Tan pronto como sacó un par de pintas de Adnam para Martin y para mí, una ginebra para Jenny y un whisky de malta simple para Alice, Chalmers desapareció. Alice era una experta en whiskys, otro dato a su favor.

—Me gustaría sentarme debajo del ventilador esta noche —anunció.

¿Como para minimizar diplomáticamente, simbólicamente, su propia fragancia? Nos sentamos en mesas distintas a las habituales. A los dos minutos escasos —clac-clac— las aspas del ventilador saltaron y la maquinaria chupó el aire.

—Qué raro —dijo Martin—, no estamos fumando ninguno y se ha puesto en marcha.

—Quizá —dije, imprudentemente, dirigiéndome a Alice— está aspirando tu perfume. Quizá está enamorado de ti.

Jenny me lanzó una mirada de sospecha. El ventilador continuó funcionando sin cesar, estremeciéndose sin parar nunca.

Inexplicablemente, Chalmers estaba recorriendo todo el bar, limpiando los ceniceros, colocando los cuadros, con escenas de caza, en las paredes.

—¿Qué le pasa, hombre? —preguntó Martin al patrón, a su tercera incursión.

—Ha desaparecido Tigre. Nuestro gato.

—Ahhh —suspiró Alice—. Perdone que le haga una pregunta: por la noche, ¿le deja que recorra estas habitaciones?

—Todo el local está completamente vacío por las mañanas —dijo nuestro cuidadoso anfitrión.

Alice apretó los labios.

—Un viejo edificio. Rincones y grietas. ¿Hay ratones?

—Nunca he encontrado dentro ningún bicho muerto.

Fuera he encontrado los trofeos de Tigre. ¿Qué esperaba? Aquí, jamás. Si hubiese ratones, él los ahuyentaría.

Alice continuó mirándole hasta que el hombre se sintió ofendido.

—El inspector sanitario nos felicitó el mes pasado. Está más interesado en las cocinas, pero dijo que éste es el bar más impecablemente limpio que ha visto en todo el condado —Chalmers se marchó restaurante adelante.

Cuando se hubo ido, Martin señaló el atareado extractor:

Hay un detalle insignificante que no está impecable —algo de color rojizo, apenas visible se había introducido entre el borde de un aspa y el cuerpo de la maquinaria.

—¿Qué es eso? —preguntó Alice, en tono ansioso. Martin tuvo que quitarse los zapatos y se encaramó a una silla tapizada, pañuelo en mano.

—¡Ten mucho cuidado con los dedos! —le dijo Charlotte.

—Todo está bien. Hay una rejilla de seguridad. Impide que los idiotas se hagan picadillo —hurgó con el pañuelo y se bajó—. Un trozo de piel rojiza. ¡Agh! ¿Piel? ¿Sangre seca? —precipitadamente, dobló el pañuelo y se lo metió en el bolsillo. Miré con ansiedad a Alice, pero estaba sonriendo hacia el ventilador.

Ahora Charlotte empezó a bromear cortésmente sobre los libros de artes ocultas que publicaba Webster-Freeman. Charlotte había entrado en una librería para comprar un recambio de su agenda, había tropezado con una exposición de aquellos volúmenes y había hojeado unos cuantos por curiosidad.

—¿Qué utilidad tienen en la actualidad? —preguntó—. ¿Sería el hilo espiritual en un mundo materialista? Gurús, psicodelia... Los sesenta ya se acabaron.

Alice reflexionó:

Durante un instante parecía como si el mundo hubiese cambiado. Como si estuviese llegando una nueva era: de alegría; la carne, la mente, viejos valores en una encarnación nueva. EN cambio, lo que se anunciaba era la gente de plástico haciendo dinero de plástico.

¿Nos estaba criticando a nosotros? Habíamos conseguido estar bien juntos. Seguía existiendo el filo de la maravillosa diferencia, como si Alice viniera de... otro lugar de fuera de nuestro entendimiento.

—Tú eras una niña pequeña en los sesenta —protestó Charlotte.

—¿Lo era? —Alice estiró su adorable cuello para mirar hacia el extractor—. Supongo que es un aparato de los sesenta. Pronto será reemplazado por una muda caja sin cara, controlada por un microchip...

—Ya va siendo hora —dijo Martin—, No me puedo imaginar por qué Chalmers se aferra al aparato.

—No sabe por qué —dijo Alice—, Es uno de los hombres más neutros que he visto en mi vida. Hasta que aparece la clientela habitual del restaurante, charlando sobre los graneros y los BMW, este lugar es el limbo. Imaginaos que el pasado pudiera enfadarse, implacable, como un padre desilusionado... incluso esperanzado en cierta forma y también radiante. ¡De forma esquizofrénica! Tratando de mantener vivas las viejas creencias... ¿Y qué pasaría si las épocas anteriores tuvieran los mismos sentimientos sobre todo el siglo veinte? Si aquellas épocas todavía intentan imponerse y guiar a sus descendientes. ¿Quién ha cambiado de forma tan irreconocible? Mantener vivas las viejas llamas. Con una sonrisa más amarga.

—Eh, ¿qué es eso de que el pasado puede observar el presente? —preguntó Martin con una mueca. Creyó que le estaba gastando una broma, pero Alice le miró muy seria.

—El inconsciente colectivo, que no conoce los límites del tiempo. La huella de la memoria en los objetos materiales. ¿No crees que significa que los ángeles y los demonios pueden estar por todas partes? ¿Las vibraciones positivas del pasado y las negativas, coléricas y retorcidas?

—Póngame —dijo Martin. Se echó a reír—. Yo siempre intento quitar las vibraciones de los edificios, colocándoles amortiguadores de choque y todo ese tipo de cosas. Estad seguros de que no hay resonancias capaces de dar dentera a la gente.

A mí sí me daba dentera. Yo tenía la sensación de que Alice estaba a punto de darse a conocer... ante nosotros, unos pocos elegidos. Ella era el alegre, positivo espíritu de un mundo más antiguo, y yo me preguntaba qué edad tenía realmente. Nos gustaba. Ella había depositado sus esperanzas en nosotros. Pero ¿nos odiaba la mayor parte del mundo antiguo?

Le dijo a Charlotte:

—Supongo que los libros de la sabiduría de Webster-Freeman deben ser básicamente sobre el poder, un poder que se ha debilitado, pero que aún persiste —tuve la extraña sensación de que Alice sólo había hojeado aquellos volúmenes de forma tan casual como lo había hecho Charlotte—, Hoy, el poder es dinero, propiedad, inversiones, plástico. Vacío, poder muerto. Poder zombi. Y, sin embargo, tan vigoroso. El alma del mundo se está muriendo de... hambre. El cuerpo de plástico se desarrolla. Ese extractor —añadió— puede ser una criatura de los sesenta.

—Ya es hora de reemplazarlo —dijo Martin con resolución.

—¿Y él, a qué reemplazó? Una piedra antigua, una hambrienta piedra antigua. Bueno —y sonrió dulcemente—. Tenemos que irnos corriendo a casa dentro de poco y hacer unos dulces en el microondas. ¿Verdad?

¿Era eso lo que hacía realmente en casa? Donde quiera que estuviera su casa.

Antes de irse, Alice contó un chiste ridículo sobre el modo de circuncidar a una ballena. ¿Cómo? Se utilizan cuatro nadadores[8]. Después de reservar una mesa en el restaurante para el viernes siguiente, probar las ostras y la perdiz, nos fuimos contentos.

—Alice estuvo de un humor raro esta noche —señaló Jenny cuando llegamos a casa—. Solamente estaba bromeando, ¿no crees?

—Creo que ésa era la auténtica Alice. Pero no sé si Alice es auténtica, como lo somos nosotros.

Jenny se rió tontamente:

—¿La imaginamos cada viernes? ¿Es ella el alma que se nos escapa de nuestras vidas?

—No exactamente. Somos su esperanza... para algo. Para volver a encender... algo —yo pensé en llamas, en una mujer desnuda, bailando, saltando el fuego, chamuscándose el vello púbico—. Y, sin embargo..., no le importamos demasiado. Ese lugar le importa más: el pub de Chalmers. El pub limbo a esa hora vacía. Eso es lo que nos mantiene juntos.

—No esperarás algo de ella, ¿verdad? —preguntó maliciosamente.

—No, sabes que eso rompería... —había estado a punto de decir la magia. En cambio dije—: la hora feliz. Quizá —añadí— sin nosotros le resulta difícil tomar contacto con el mundo moderno.

—¡Venga ya! Charlotte la conoció en el tren de Euston. Alice está en una editorial. En negocios.

¿De verdad? —me pregunté. Alicia hablaba como si hubiera vivido los sesenta... no como la niña pequeña que era por entonces, sino como ella misma, tal como era ahora.

Y yo sospeché de forma insensata que también había vivido en tiempos anteriores.

Charlotte había conocido a Alice en el tren. ¿Se había topado alguno de nosotros con Alice de nuevo en el tren camino de Londres o a la vuelta? Sabía que yo no. Había vislumbrado a Alice saliendo de la estación MK y también cruzando para aparcar su Saab; sin embargo, nunca la había visto en el andén hacia Euston. Dadas las prisas y la multitud, no era del todo raro; sí lo sería ya que ninguno de nosotros hubiera coincidido nunca con Alice después de la primera ocasión. Realmente Jenny nunca lo había mencionado.

Me abstuve de preguntar. Hicimos en el microondas pato á l’orange, nos fuimos a la cama e hicimos el amor, como solíamos hacer el viernes por la noche. Cuando Jenny y yo hacíamos el amor, nunca pensaba en Alice, nunca la visualizaba, como si lo tuviera prohibido, como si Alice pudiera saberlo y controlarme. Más tarde, me acosté sin poderme dormir, haciéndome preguntas sobre los ángeles y los demonios; contrastando valores en la misma ecuación como mensajes, vibraciones del pasado que intentan hechizar o dañar el presente, pero no tanto, sólo marginalmente, salvo que se dé unas intersección mágica de personas y lugares.

El lunes tuve que dar una pesada charla a unos visitantes húngaros, aunque no tuve que ser demasiado riguroso. Agradecí la hospitalidad de Hungría.

• • • • •

Al viernes siguiente, en el Corzo, habíamos examinado a fondo el menú en la barra y habíamos pedido. Jenny y Charlotte se fueron juntas al baño de señoras. A mí también me estaba entrando una urgente necesidad de mear, igual que a Martin, así que Martin y yo nos disculpamos simultáneamente con Alice y huimos a aliviarnos, dejándola sola. Hasta entonces el extractor había permanecido callado. Clic-clac, le oí cuando nos retirábamos.

Los dos echamos una meada larga y fuerte. Martin y yo dejamos un urinario vacío entre nosotros: una especie de espada de cerámica colocada no entre caballero y dama, sino entre escudero y escudero, nosotros dos, castos y fieles escuderos de Alice. No hicimos ninguna gansada. Es raro que las mujeres puedan ir juntas al servicio de damas como una especie de acto social, mientras que los tíos no deben hacer lo mismo, como si la micción conjunta fuera sinónimo de ser maricas: ¿han salido juntos los chicos a comparar sus órganos? En este caso, la necesidad obligaba.

Cuando regresábamos, ya con las vejigas vacías, oí al ventilador desconectarse y cerrarse solo. El bar estaba desierto, así que supusimos que Alice había seguido a nuestras mujeres al servicio. Charlamos sobre el innovador diseño de un bloque nuevo de oficinas que estaban construyendo junto a la estación de Euston. La gente ya lo había bautizado como «El Tótem». Entonces volvieron nuestras mujeres sin rastro de Alice.

Por si acaso Chalmers nos hubiera llamado y Alice hubiera entrado en el restaurante, miré allí: en vano. La esposa de Chalmers emergió de la cocina para indicar que llegaba demasiado pronto. Miré en el aparcamiento y vi que el Saab de Alice seguía allí, en la oscuridad.

—¡No la encuentro por ninguna parte, chicos! —divisé el bolso plateado caído en el suelo, pero antes de que pudiera ir a recuperarlo, Martin se abalanzó sobre mí y me agarró del brazo.

—Mira el ventilador —susurró ferozmente.

Las aspas del extractor se movían hacia dentro y hacia afuera suavemente, una tras otra, de arriba abajo, de una forma ondulante. Me recordaba a alguien que se relamía. El borde de cada aspa tenía delgadas rayas carmesíes, que iban desapareciendo en el preciso instante en que yo miraba, como si fueran absorbidas o lamidas átomo tras átomo.

—¿Me engaña la vista?

—¿Qué piensas; Derrick?

—¿No estarás insinuando...?

—Claro que lo hago. He estado pensando mucho sobre Alice desde su charla de la semana pasada.

—¿Pensando mucho?

Pareció exasperado:

—Nunca tuve una erección pensando en ella. Ése es el hecho, aunque no lo parezca y a pesar de lo que Charlotte imagine.

—Yo tampoco.

—Ella es una hechicera. Es sobrenatural. Eso es lo que quiero decir, amigo. ¿No lo habías sospechado?

Asentí cautelosamente. No era del todo una cosa para ser admitida con facilidad.

Pensé que era una bruja moderna —dije—, A pesar de viajar a Euston y conducir un Saab. El tipo de libros que publica, ¿sabes? —estaba contándole solamente una parte de la verdad. Desde el último fin de semana había pensado una vez más sobre «ángeles» y «demonios» —¡a falta de mejores nombres!—, sobre vibraciones benignas y malignas de un pasado que había perdido sus derechos en una especie de desheredamiento a través del tiempo: los niños de plástico abandonaban los recuerdos de sus padres. Alice era algo más que una bruja de nuestros días y algo menos, porque no era totalmente de nuestro tiempo, a pesar de su indumentaria moderna y sus bromas.

—Una bruja, no, Derrick: Una lamia. Como en el poema de Keats. Lo teníamos que leer en la escuela. Un espíritu femenino que ataca a los viajeros.

—Nunca nos ha atacado.

—Precisamente. Se estaba portando bien con nosotros. La noche del viernes era su tiempo libre, su hora amigable. Nos impedía sentir, bueno, lascivia.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó Charlotte. Ella y Jenny no podían ver el ventilador sin darse la vuelta—. ¿Alguno de vosotros le dijo a Alice algo inconveniente? ¿Algo que la ofendiera?

—¡No, maldita sea! —juró Martin.

—Pero algo va mal —insistí—, y ella se ha marchado.

—¡No! —Martin me agarró y me sacudió. Jenny se levantó temiendo que estuviéramos a punto de tener una pelea por Alice, precisamente delante de nuestras esposas—. No lo entiendes, ¿verdad? —me miró maliciosamente—. El ventilador se la comió. Se enamoró de ella, como dijiste tú, y se la comió. La absorbió dentro de él.

—¿Quién?

—¡El jodido ventilador!

Ahora las aspas del extractor estaban totalmente limpias y ya no hacían aquel movimiento como de masticación.

Charlotte también dio un salto:

—¡Estás loco!

—Quítate de debajo de ese ventilador, amor —rogó Martin.

—¿Te acuerdas del gato que desapareció? ¿Te acuerdas de cómo odiaba Alice a los gatos? El ventilador devoró el gato por ella. Encontramos esas tiras de piel ensangrentadas allí arriba, ¿verdad? Y Alice lo sabía, lo sabía.

Recordé la sonrisa que Alice dirigió al ventilador.

—Una noche de la semana pasada el ventilador absorbió al pobre Tigre —siguió—, ¿Te acuerdas de que Alice contó que el ventilador había reemplazado a una antigua piedra hambrienta? Algo de ahí arriba está emparentado con ella.

Un demonio —pensé— con su ángel. Pero en ambos casos, aspectos del pasado relacionándose, sin embargo, con el presente, en términos amistosos o malignos.

—Esa cosa es mucho más poderosa de lo que Alice suponía —insistió Martin—. Cuando todos salimos hacia el cuarto de baño, y ¿quién nos envió? ¿ella o el ventilador?, la absorbió dentro porque la quería.

Lo que Charlotte hizo a continuación fue totalmente estúpido o de gran valentía. Sin duda ella no veía a Alice como la veíamos los hombres; quizá las mujeres no podían hacerlo. Se quitó los zapatos, revolvió su bolso buscando un paquete de cigarrillos arrugado, encendió uno y se subió a la silla.

—Eso es imposible —dijo—. Físicamente imposible. Al margen de la idea de un extractor enamorado —Charlotte lanzó una bocanada de humo a la inexpresiva cara del extractor.

—¿Y la piel del gato? —protestó Martin.

Clic-clac; el extractor se abrió. El mecanismo zumbó y el humo desapareció. Charlotte no se acobardó; sacó su mechero para iluminar y osadamente metió dos largas uñas entre las aspas y tiró. Se soltaron unos mechones de cabello negro.

—¡Oh! —dijo, y saltó de la silla al suelo—, ¿Es alguna broma que habéis tramado vosotros dos con Alice? ¿Está ella esperando fuera, conteniendo la risa?

Martin se puso la mano en el corazón, como hacen los niños. Y Charlotte vaciló. Yo estaba equivocado: cada uno a su manera hemos debido estar pensando en Alice de forma similar. Nuestras dos mujeres se habían estado resistiendo a tales conclusiones.

—De todas formas es imposible —dijo Charlotte—, a menos que el ventilador conduzca a algún otro sitio que no sea el exterior. Y a menos que cambie lo que coja. ¡A menos que haga desvanecerse la materia, en vez de hacerla simplemente picadillo! A lo mejor lo hace. ¿Qué es lo que dijo el dueño de que nunca encuentra ratones aquí dentro? ¿Cómo puede ser mágico este extractor? ¿Cómo?

Ahora Jenny estaba atrapada en nuestras propias convicciones.

—No podemos llamar a la policía. Pensarían que estamos locos. Ni siquiera sabemos el apellido de Alice y mucho menos de...

Había recordado el bolso y me abalancé sobre él. Lo vacié sobre los posavasos de la mesa: llaves de coche; cosméticos; un diminuto frasquito de perfume; billetes de diez y veinte libras, pero ninguna moneda suelta; un viejo medallón deslustrado. Ni carné de conducir, ni talonario de cheques, ni rastro de su nombre completo o de dónde vivía.

—Al menos tenemos las llaves del coche —dijo Martin.

—No habrá pistas en su coche —le dije—. Ella no es un ser humano corriente.

—Oh, ya lo sabemos, querido Derrick —el tono de mi esposa era ligeramente irónico.

—Ella es un ser sobrenatural. ¿No lo sabíamos desde el principio? —estaba imitando a Martin, pero de todas formas eso era lo que yo había sentido.

Charlotte no se mostró en desacuerdo con mi valoración, por muy escéptica que pudiera haber parecido antes.

—Y es amiga nuestra —me recordó—. Era. ¡En todo caso! Así que dos fuerzas sobrenaturales han chocado aquí...

—O se unen. Como los polos de un imán, como un ánodo y un cátodo.

—¿Qué crees que sabe nuestro propietario sobre el ventilador?

Me reí.

—Nuestro señor Chalmers no se da cuenta de que el ventilador está poseído. Cree que Tigre es un demonio cazarratones. Dudo que sepa mucho sobre la piedra que fue reducida a polvo para hacer sitio al ventilador. La antigua piedra, la piedra del sacrificio. Un dolor agudo en mi mano izquierda me advirtió del hecho de que estaba apretando el medallón del bolso de Alice. Cuando abrí la palma, el dolor me entumeció la mano con un frío cosquilleo.

—Sigue —Charlotte miraba atentamente el disco de metal; un amuleto de alguna época antigua.

Las palabras se arrastraban a la superficie como pecios de un naufragio. No las reprimamos. Calma. Que salgan a la superficie.

—Las vibraciones de la piedra sagrada empapaban el espacio de ahí arriba. Cuando destruyeron la piedra, poseyó al ventilador que la reemplazó. Por lo menos, un ventilador podía hacer algo, no como un bloque de piedra. Podía abrir un canal hacia arriba, hacia algún lugar, un canal de alimentación. Nadie había alimentado a la piedra durante siglos. Yacía abandonada, inerte. Algún constructor isabelino la cogió y la usó como parte del muro del pub. Permanecía inerte. Estaba hambrienta y débil. Era el lado demoníaco del... pasado furioso. Pero era pariente de Alice.

Sujetaba el medallón de Alice de forma ostentosa, como una brújula. El disco estaba tan usado que su superficie estaba casi lisa; apenas podía descifrar los símbolos borrosos desconocidos para mí. Una moneda del reino de la magia, pensé, de los dominios de las lamias y los espíritus hambrientos. La inscripción estaba casi borrada. ¿Cómo había mantenido Alice su vitalidad tanto tiempo?, ¿conectándose con gente como nosotros?, ¿aprovechándose de unos?, ¿siendo amiga de otros?

Jenny tocó la pieza de metal y retrocedió como si pinchara:

—Está helada.

—Ese espacio de ahí arriba es peligroso —dijo Charlotte, que tan valientemente había encendido una luz dentro de él—. Sin embargo, no me mordió los dedos. Sólo reacciona a algunos estímulos. Y Alice es el mayor de todos los estímulos, ¿eh, amigos?

—La cogió por sorpresa —dije—. Estaba haciéndose el muerto hasta que fuimos al servicio, hasta que las vibraciones nos hicieron cosquillas en la vejiga. O quizá lo hizo Alice, porque quería estar a solas con él. Le abrumaba.

Ella había sido muy consciente de ello; debe de haber percibido su verdadera naturaleza la primera vez que la trajimos aquí. Ella era de carne; él era un objeto: su contrapartida maligna, que no obstante suspiraba por ella. Quería comunicarse con una fuerza semejante, pero creía que ella era más fuerte.

—Queremos que vuelva, ¿no? —siguió Charlotte—, Ésta es la máquina del tiempo, ¿verdad? Sabemos de máquinas. Esa cosa se ha desincronizado por el tiempo.

—¿Adónde quieres ir a parar? —preguntó Martin a su esposa.

—Tú eres un hacha arreglando cosas, ¿verdad? —ella señaló bruscamente con el pulgar la ventana emplomada de detrás del mostrador. Un cartel de NO HAY PLAZAS colgaba frente a nosotros. Por tanto, cualquiera que se acercara desde fuera leería la invitación alternativa: HAY PLAZAS—. Pasaremos la noche aquí. Tienes una caja de herramientas en el coche. Cuando todo esté completamente tranquilo, bajaremos a escondidas, lo desmontaremos un poco y daremos la vuelta a esas malditas hojas del ventilador, de modo que el aire sople hacia dentro, no hacia fuera. El aire y cualquier otra cosa.

—El humo de los cigarrillos y de los puros es como incienso fétido para él —me encontré diciendo.

—Ella volverá hecha picadillo —musitó Jenny—, Desparramada por todo el suelo, pegándose a las paredes.

—¿Por qué tendría que ser así? Si eso la puede hacer añicos, ¡también puede volver a recomponerla! Debemos intentarlo —insistió Charlotte.

Nos sentíamos torpes. Éramos lo contrario de un hombre de la Edad de Piedra colocado de repente ante el salpicadero de un Saab o de un Jaguar. Éramos seres tecnificados enfrentados con la piedra y con los espíritus sangrientos de algún antiguo mundo paralelo de fuerzas espirituales.

Chalmers apareció y anunció:

—Su mesa está preparada. ¿Quieren pasar?

—Me temo que sólo seremos cuatro —dijo Martin.

—¿Se fue la otra señora? Es la hora para la que reservaron la mesa.

—Ya lo sé. La llamaron, y un amigo vino a buscarla. Tuvo que dejar el coche. Mañana nos encargaremos de eso.

Chalmers levantó una ceja.

—El caso es —fanfarreó Martin— que nos gustaría celebrar algo. ¡Una ocasión especial! ¿Tiene dos habitaciones dobles libres para esta noche? No queremos que la policía nos pare después y nos haga la prueba del alcohol. No queremos arriesgarnos.

El propietario se animó:

—Las tenemos de casualidad.

—Nos las quedamos.

—Señor Chalmers —dijo Charlotte—, por curiosidad: ¿por qué montó el extractor correctamente en ese sitio?

—Había que instalarlo en algún sitio, ¿no? Fue el primer año que vinimos aquí, ¡oh!... hace mucho tiempo. Recuerdo que el yeso de ahí arriba era propenso a mancharse. Manchas oscuras de humedad. La piedra de detrás estaba... —arrugó la nariz— húmeda.

Cambiando de tema, se dirigió al mostrador:

—Si tienen sed durante la noche —bromeó—, sírvanse ustedes mismos. Son habituales, y los invitados pueden beber a cualquier hora. Simplemente déjenme una nota para que yo haga la cuenta.

Charlotte le sonrió alegremente:

—Muchas gracias, señor Chalmers.

Sí, pensé, todos vamos a estar extraordinariamente insomnes. A las dos de la mañana estaremos celebrando una tranquila reunión aquí abajo.

—Es un placer. Síganme, por favor.

Si se suponía que estábamos divirtiéndonos, Chalmers, su esposa y el par de camareras del pueblo debieron pensar que la cocina del Corzo no era de nuestro gusto esa noche, a juzgar por cómo la picoteamos. De otro modo, nos habríamos enfrascado en una peculiar pelea silenciosa por la elección de la comida. Sin embargo, dimos buena cuenta del vino, casi una botella cada uno. Mientras jugueteábamos con la comida, el restaurante empezó a llenarse con la pequeña burguesía local que pasaba la noche fuera. Cuando regresamos a la otra habitación para tomar el café, el lugar estaba abarrotado y el extractor estaba absorbiendo humo afanosamente. Incienso de muerte llena de droga, pensé, preguntándome si ésta podía ser una frase de Keats.

• • • • •

Jenny y yo yacíamos entumecidos encima de la colcha, en ningún momento sumergidos por completo en un sueño profundo. Por fin nuestros relojes de pulsera nos despertaron; en seguida, Charlotte llamó a la puerta. Tenía una linterna. Bajamos de puntillas las escaleras, que crujían a pesar de estar cubiertas de alfombras, a encontrarnos con Martin, que había encendido las débiles lámparas de pared en el bar y estaba subido en una silla, escrutando la superficie del extractor con el potente haz de luz de una linterna. Antes de que subiéramos a nuestros dormitorios, había buscado su caja de herramientas con aplomo, como si la caja de metal fuera una maleta que contenía nuestros pijamas y camisones.

—Charlotte —dijo—, tantea detrás del mostrador y busca el interruptor del ventilador. Seguro que estará indicado. Asegúrate de que está apagado. ¡Si no está apagado, puede haber mucha diferencia!

—¿Por qué?

—¿Cómo logra absorber los ratones hacia su propio interior por la noche?

Si los absorbe —dije. Tendría que haber seguido esta idea. Tendría que haber estudiado más a fondo esta posibilidad—, ¡debería haberlo hecho!

—Está apagado —musitó Charlotte teatralmente.

—Bien; sube a la silla, Derrick. Sujeta la linterna.

Obedecí y Martin desatornilló el bastidor y luego quitó la rejilla de seguridad.

—Por supuesto, puede que no sea posible dar marcha atrás... —la transpiración goteaba por su frente. No parecía muy ansioso de poner manos a la obra—. Sostén el haz de luz firme. Sí, el soporte se desabrocha aquí y aquí. Sácalo. Dale la vuelta. ¡Ya está!

Siguió trabajando. Luego sacó el montaje interior cautelosamente; le dio la vuelta y lo volvió a deslizar dentro.

—Me sigo imaginando a Alice entrando —dijo Jenny—. Parecemos unos bromistas estúpidos. ¡Menuda travesura estudiantil! ¡Trucar un extractor de manera que enfríe y eche el humo dentro del pub!

Martin aflojó los dientes.

—Si Alice intentara entrar por la puerta de delante, ahora probablemente saltaría una alarma contra robo... ¡Ya está!

Sube la rejilla, Jenny, ¿quieres? Ahora las aspas. Va a quedar igual que estaba antes...

Nosotros dos bajamos y retiramos las sillas; luego arrastramos una mesa a un lado para hacer espacio, como si Alice simplemente fuera a bajar flotando desde aquella pequeña abertura de arriba y sus pies vinieran a descansar suavemente sobre la alfombra.

—Enciende el interruptor, Charlotte. ¿Tienes un cigarro a mano, Derrick?

Cuando sacudí la cabeza, Charlotte trajo un paquete de detrás del mostrador, arrancando la envoltura de celofán con las uñas. Encendiendo un purito, no dejé que el humo se desenroscase: di una calada y soplé con fuerza.

Unamos nuestras manos y formulemos un deseo —sugirió Jenny.

Así lo hicimos. Yo —echando humo como una chimenea—, Jenny, Martin y Charlotte. ¡Qué idiotas!

Clic-clac. La lámina se abrió y el extractor zumbó, soplando una brisa polvorienta en nuestras caras. El ruido del mecanismo se alteró. Sin hacerse realmente más alto, el extractor parecía acelerarse, como si una turbina vertiginosa estuviera girando dentro del muro un poco más allá del alcance de nuestros oídos. Retrocedimos al unísono. Entonces sucedió.

A través de las láminas del extractor chorreó una materia —sustancias burbujeantes, marrones, blancas y púrpuras, manchas amarillas, briznas rojas y negras—, todas las cuales se fusionaron en una agitada columna, esforzándose por volver a reunirse delante de nuestros ojos.

—¡Alice! —chilló Jenny.

Lo que estaba delante de nosotros era Alice y no era Alice. Era ella y era un gato y eran ratones y escarabajos negros y brillantes y arañas y moscas, todo lo que el extractor se había tragado. La forma era humana, y la mayor parte de la masa era Alice, pero el resto era piel y alas y pequeñas patas y todo lo demás, fundido junto, entremezclado con liras de ropa y cabello negro que brotaban al azar. Y estaba demasiado horrorizado para gritar.

La criatura —Alice separó con una sacudida unos labios marrones, como si abriera un agujero en su cabeza y quisiera gritar. El ruido que emergió fue una tos, un gruñido estrangulado. Los ojos poliédricos recorrieron la habitación. Y a nosotros. Y a nosotros.

—¡Perdónanos! —balbuceó Martin—. Lo sentimos mucho. ¡Dinos qué podemos hacer!

Lo supe instintivamente. Aterrorizado, saqué de mi bolsillo el medallón y las llaves del Saab y las lancé encima de la mesa más próxima a la criatura medio-humana.

Sus dedos asieron las llaves. Sus piernas la llevaron hasta la puerta delantera. Su mano levantó el picaporte y abrió la puerta; así que todavía era inteligente. Abrió violentamente la puerta, y se desvaneció en la oscuridad.

Pocos momentos después rugió un motor, unos faros hendieron la noche y unos neumáticos arrancaron la grava. El Saab giró dirigiéndose a la carretera. Fue Martin el que volvió a cerrar la puerta con llave. Se había equivocado con lo de la alarma antirrobo. No había ninguna.

—¿Qué hemos hecho? —gimió Jenny.

—Quizá la salvamos de algo peor —dije—. Quizá sepa cómo sanarse ella misma. Dejó su medallón... ¿Por qué lo haría?

Martin refunfuñó y se sentó pesadamente:

—No se necesita ninguna jodida alhaja cuando tu cuerpo reluce de pedacitos de escarabajos.

Recogí la gastada y críptica medalla:

—Es mucho más que una alhaja —dije—. Es mejor que lo guardemos.

—No —masculló mi mujer, cuando dejé caer el disco en el bolsillo de mi chaqueta.

—Sería terrible no tenerlo para dárselo si regresa.

—Podría conducir hasta nosotros a esa cosa, Derrick.

—¿Qué pasa? —John Chalmers había bajado las escaleras, ataviado con una bata de cachemira y, ¡que Dios nos asista!, con un gorro de dormir que tenía una borla colgando. Parecía sostener algo detrás a su espalda. ¿Un garrote, una escopeta? Pasó detrás del mostrador y dejó allí lo que fuera.

—Nuestra amiga volvió para recoger el coche —intentó explicar Charlotte—, Sentimos haberle despertado.

—Están ustedes completamente vestidos. ¿No pensarán... marcharse?

—Usted dijo que podíamos beber un último trago si lo deseábamos, señor Chalmers.

—Mmmm... ¿Destornilladores?

Durante un estúpido momento creí que se estaba ofreciendo a prepararnos unos cócteles. En realidad estaba ojeando las herramientas de Martin, todavía a la vista. Charlotte reaccionó rápidamente:

—El coche de nuestra amiga necesitaba algunos arreglos. Por eso tuvo que irse más temprano.

Chalmers sacudió la cabeza escépticamente.

—Me apetecería un brandy, por favor —le pidió Charlotte, mientras su mano se desviaba automáticamente hacia el bolso que había bajado con ella, buscando...

—¡No fumes, cariño! —dijo Martin con urgencia—. Si tienes algún cigarrillo, ¡no lo enciendas! Tomemos esos brandys, ¿quieres? Dobles.

—Lo mismo para nosotros —dije.

Cuando Chalmers se puso a servirnos, Martin señaló significativamente el ventilador. Estaba todavía colocado para soplar, no para absorber. ¿Podía emerger alguna cosa más de entre aquellas aspas, o la zona misteriosa más allá de sus hojas, la zona del pasado, estaba ahora vacía? ¿Dónde demonios había ido mi purito? Era vagamente consciente de haberlo tirado cuando el ventilador comenzó a chorrear. ¡Ah! Estaba en un cenicero. Consumido por lo que parecía. No obstante, volví a aplastar el cigarro apagado. ¿Cómo podíamos arreglar el ventilador? Chalmers estaría alerta hasta el amanecer, así que no podríamos. Tendríamos que abandonar el Corzo por la mañana, abandonarlo y no volver nunca. Tragamos nuestros brandys y subimos juntos escaleras arriba.

• • • • •

A la mañana siguiente, ojerosos y exhaustos, comimos huevos y bacon en el restaurante, pagamos la cuenta y salimos hacia nuestros coches. El día estaba claro y fresco; persistía la escarcha.

—Así que no habrá más viernes —dijo Martin torpemente—, Deshazte de ese medallón, ¿quieres, Derrick?

—Alice puede necesitarlo —dije.

—Puede necesitarnos, puede necesitarte —dijo Charlotte—, pero no de la misma forma que antes.

Nos separamos y conduje desde el Corzo a través del muerto y frío paisaje.

Jenny siguió insistiendo todo el fin de semana en relación al maldito medallón hasta que prometí que me desharía de él. El lunes por la mañana, camino de mi trabajo en Londres, dejé caer el gastado disco en una alcantarilla.

Aquella noche soñé con Alice, la Alice a la que habíamos conocido antes. Esta vez me hacía señas lascivas hacia una puerta. Se quitó la ropa. Desnuda, me invitó a entrar.

El martes, antes de una reunión con unos japoneses para unos suministros de butadieno, Martin me telefoneó a la oficina.

—Derrick, anoche me siguió un coche hasta casa. Se quedó bastante detrás,, pero cuando pasé por... —mencionó un pueblo con unas cuantas calles decentemente alumbradas— estoy seguro de que era un Saab. Aunque ya te lo contaré con más detenimiento, ¿eh? He estado pensando... —sonaba clandestino—, he estado pensando en Alice. Ella nunca supo dónde vivíamos, ¿verdad?

—No estoy seguro de que lo quisiera saber.

—Ahora lo sabe; al menos en lo que a mí respecta —colgó.

Martin no volvió a telefonear. Hice una llamada a Webster-Freeman, editores: nunca habían oído hablar de una tal Alice. No me sorprendió.

Es viernes por la noche y voy camino de casa, conduciendo mi coche, y escuchando las Cuatro estaciones, de Vivaldi. Ahora sería la hora feliz. Jenny y yo llevamos nuestros coches a la MK. Me seguían unos faros, manteniendo siempre la misma distancia, aunque acelerase o frenase. Si Alice me llamaba, ¿qué la daría ahora?

Desde el lunes, me habían estado persiguiendo de manera creciente fotografías mentales de la vieja Alice. El otro día escuché en la radio que el hombre medio piensa en el sexo ocho veces a la hora; ésa era la frecuencia con la que Alice cruzaba mi mente.

Me doy cuenta de que estaba enamorado de ella, o que la deseaba. ¿Sentía Martin en secreto lo mismo por su lamia? Estos sentimientos me dominaban tanto seguramente como cuando aquella noche en el pub me poseyó la urgencia de mear, la necesidad de liberarme. Incluso después de lo que sucedió, ¿dejaría Alice aquel medallón para protegernos de su transformación en lamia? Ahora esa prueba no podía hacerla.

Delante de mí hay un área de aparcamiento, donde hay una caravana permanentemente aparcada: es el café de Sally, que sirve desayunos a los camioneros durante todo el día, pero no por la noche, cuando está cerrada con llave, abandonada.

Entro y freno cincuenta yardas más allá de la caravana. ¿Me adelantará el coche que he visto por el retrovisor? ¿Pasará de largo? No. Ha entrado también. Aparca junto al café de Sally, apaga las luces. Lo habría jurado: un Saab.

La puerta del conductor se abre de par en par. Pronto podré comprender todo acerca de Alice y de su poder, que primero negamos y después profanamos estúpidamente. ¿Se habrá agriado nuestro amor del pasado? ¿Se ha transformado?

Una figura oscura, amorfa, emerge del Saab y se precipita hacia mí. Le dejaré hacerlo. A la Alice que conocimos le gustaban las bromas y la broma final es que me ha convertido en un tremendo admirador suyo. ¿Tendré tiempo de decírselo? Al oír su risa —¿o aullido?—, abro la puerta. No puedo defenderme.