Suzy todavía estaba dormida. Permanecí de pie mirándola, abrazando mi cuerpo desnudo con los brazos. A la difusa luz de su lámpara en forma de sirena (la única pieza de dibujos animados que permitiría en la casa) observé su tranquila respiración. Podía oler el ligero olor a hospital que producían los polvos de talco. Podía ver una huella en la almohada de Suzy que estaba segura de que antes no había estado. Bajé la mano y la puse allí. Aquéllas no eran las marcas de mis dedos. Una vieja de dedos retorcidos y nudosos se había inclinado sobre la niña. Desde la esquina de la habitación, un montón de ojos desvalidos me observaban: los juguetes de Lucy.
No se despertó, no gritó. Tenía frío, mucho frío. Regresé a nuestra habitación y desperté a Don únicamente para tener compañía.
—Creo que no la llevaré a casa de la cuidadora durante un tiempo —le dije—. Dejaré el trabajo una temporada: no me perjudicará en absoluto.
Estaba profundamente dormido; supuso que me había estado enfrentando con otra dolorosa sesión de dentición y me miró un poco asustado. Siempre habíamos tenido muy claro que debía haber algo más que trabajar para que me pagaran, no debía caer en la trampa del segundo trabajo de media jornada. Debo proseguir mi carrera.
—Muy bien, Rose, si eso es lo que quieres. Si realmente piensas que es necesario.
Me quedé en casa. Cerré mi oficina. Trabajé como un demonio en la restauración de nuestra casa. A veces me parecía que estaba intentando aplacar a alguna diosa del Mal a la que había ofendido y dentro de cuyo templo me había descarriado. Ahora tenía conmigo a mi hija y yo tenía que dedicar muchas horas de trabajo estúpido a la vida y la libertad de Suzy. Pero pronto no fui sólo yo, sino que todo el mundo se dio cuenta del cambio de Suzy. Siempre había sido una personita atrevida y resuelta. No es fácil distinguir el sexo de un niño de esa edad vestido, al menos que los padres decidan indicar: «Éste es el chico», «Ésta es la chica». La gente estúpida decía que mi Suzy era un «¡auténtico hombrecito!», y cuando les corregía, la contemplaban como «una pequeña marimacho» y la sonrisa de aprobación disminuía visiblemente... Ahora ya no. Suzy estaba tranquila y bien. No se subía a las escaleras, no se salía de la cuna. Suzy se volvió una niñita formal, de movimientos pausados y de juego sosegado. Por las noches, ahora casi todas las noches, oía aquella terrible respiración. Y casi todas las noches Suzy se despertaba sollozando, con los ojos dilatados de terror y su pequeño corazón latiendo salvajemente, de tal modo que teníamos que abrazarla y mecerla para que se calmara.
Suzy estaba sola conmigo todo el día y veía los conflictos que había conseguido ocultar a todos los demás. Intenté protegerla de mis pesadillas diurnas, intenté explicarle que no pasaba nada realmente con las escaleras del sótano, que sólo eran tonterías de mamá. Pero en seguida quiso que yo fuera con ella cuando tenía que subir o bajar las escaleras...
Yo era la única que sabía lo que pasaba y me arriesgué a no contarlo. Comenzaron a caerme simpáticas esas mujeres histéricas de los vídeos de terror. La mujer que va delante del monstruo en salto de cama y babuchas, sola porque no puede sacudir a su marido y decirle: «Despierta, hay...» ¿Un qué? No podía contarlo. Un fantasma en mi mente que se inclinaba sobre la cuna de Suzy por la noche y murmuraba terribles secretos, secretos de una abuelita de mejillas como pétalos de rosa que todas las mujeres tienen que aprender.
Era un sábado por la tarde, un soleado día de septiembre. Estaba trabajando en mi escritorio y Don estaba encargado de Suzy. Igual que me había enseñado a mí misma a no pensar en nada mientras estaba restregando, lijando y pintando el cuerpo de la vieja, ahora me estaba enseñando a vivir con la persistente y hormigueante náusea del miedo anticipado en mi estómago. Era como la vida en la sala de espera de un dentista, la vida en los últimos momentos, antes de que se confirmen las malas noticias... lo que estaba esperando que llegara. La respiración empezó.
Era un ruido repugnante. Parecía la masturbación de un viejo en un inmundo retrete público. Podía ver el hueco de su dentadura, su boca maloliente abierta, babeando un poco de saliva cuando resollaba y jadeaba satisfecho. Era terrorífico. Salí a las escaleras y el sonido me siguió. Me senté abrazada a la barandilla, mirando hacia abajo, al recibidor. Todo lo que había imaginado lo habíamos llevado a cabo. Perlados colores marinos me envolvían, blanco espuma, verde mar, esmeralda pálido. Recuerdos lejanos decoraban las paredes: tesoros marinos, recogidos y arreglados de la orilla de nuestra tierra recién encontrada. El barnizado de la carpintería era exquisito; abajo, los azulejos a cuadros relucían. Pero el ruido horrible seguía. Pensaba: «Debo contárselo a alguien. Me estoy volviendo loca y estoy perjudicando a Suzy». Y entonces, cuando me agaché y miré, la figura de la abuela estaba allí. Con su vulgar, intemporal vestido lila y su rebeca blanca, vagaba por el recibidor. Cuando llegó a la puerta del estudio de Don, desapareció. Me di cuenta de que estaba allí e instantáneamente me puse de pie. Bajé corriendo las escaleras y abrí la puerta.
—Don...
Se había instalado muy cómodamente, mostrando una insospechada debilidad por las alfombras brillantes y los cojines suaves. Una esquina era una pequeña jungla de plantas en macetas chinas blancas y azules. El nuevo escritorio que se había comprado estaba al lado de la ventana. Dos amplios sillones de orejas estaban frente a frente, delante de la chimenea. El teclado del ordenador estaba escondido, como excusándose, medio oculto por un biombo japonés. Era una habitación encantadora. Otro de nuestros triunfos.
Suzy no estaba con él, pero eso ahora era normal: se había vuelto tan buena y tan tranquila que podía dejarla jugando sola durante media hora o más. Don estaba sentado junto a la hermosa chimenea estilo Adam, que yo había restaurado, y tenía las manos vacías en el regazo, sin ningún libro o periódico a la vista. Miró hacia arriba, con aire de culpabilidad.
No se veía a la abuela, pero sentí un relámpago de amargos celos, a causa de su mirada de culpa sorprendida. Quizá para él el espíritu de esta casa era el antiguo tipo maternal que gusta a los hombres, la que se apresura a hacerles pequeños servicios y les da la clase de atenciones que no pueden conseguir de una mujer moderna, exigente y liberada. Quizá estaba a menudo con él, masajeando su ego con pequeños toques psicológicos, mientras él pretendía no saber qué está pasando...
—¿Don?
Toqué el respaldo de su silla y al momento retiré la mano, estremeciéndome. Ella estaba allí. Aquel horrible y masturbatorio jadeo estaba también allí; llenaba el aire.
Y olvidé lo que le iba a decir, porque miré dentro de los ojos de Don. Vi que lo sabía, lo sabía todo sobre la cosa que estaba con nosotros en la habitación.
Aparentemente, tendría que haber sido un alivio (no quería estar loca), pero en cambio me vi sumergida en una desesperación aún mayor. Si el fantasma era real, no podía hacer otra cosa que callar. No había nada de original o excitante en esta experiencia, era simplemente horrible. Si se lo mencionaba a Don, tendría que concluir que habría que salir de este lugar, y no podíamos permitirnos marchar. Él debe haberse dado cuenta de todo antes que yo.
Imaginé mi vida continuando así durante años; sí, quizá años. Después de todo, ella-ello no parecía hacer ningún daño físico real. Hay ciertas cosas, ciertas realidades para la vida adulta, que significan que tienes que tener paciencia con las espinas de las rosas. Y ya que no había nada que hacer, yo también tenía que aprender a no ver el fantasma. Debo aprender a ser como Don: dejar de lado el horror, negarme a pensar sobre el deterioro tácito de nuestra inapreciable vida en común. Era difícil pensar ordenadamente, porque cualquier cosa que tocaba aquí la sentía como si fuera una fláccida piel caliente. El peso muerto de un cuerpo que ya no podrá sostenerse a sí mismo cayó en mis brazos vacíos. Y me embargó la pena por mi amante. Pobre Don, pobre Rose, qué deprimente destino para ambos.
—Don, he estado pensando. Realmente no necesito una oficina de momento y podemos utilizar otra habitación de invitados. ¿Por qué no traigo mi ordenador aquí abajo? Podemos trabajar juntos, como solíamos hacer...
Me miró fijamente, como si estuviera loca, como si estuviera farfullando trivialidades en el lecho de muerte. Noté que había empezado a agitarme y sudar. Nadie escapa indemne de esas visitas jamás: el mal viene detrás de ellas. ¿De qué estaba hablando? ¿Qué importaba el dinero cuando mi hija era el rehén? Suzy despertándose y chillando a la casa que se inclinaba sobre ella...
—Don, perdona. No sé lo que estoy diciendo. Tengo que hablarte de Suzy...
—Sí —dijo—. Sí... ya sé.
Fuimos a la puerta de su habitación y nos quedamos mirando hacia dentro a la brillante luz del sol. Suzy estaba sentada en el suelo, jugando con un rompecabezas que había conseguido hacía semanas. Cuando la miramos, abandonó la desigual contienda y se puso de pie. Dio unos pocos pasos a través de la alfombra verde y luego se sentó otra vez tan cuidadosamente como una vieja dama. La habitación estaba limpia y ordenada: nada de ladrillos esparcidos, nada de restos de coches de carrera volcados. Suzy suspiró —un sonido extrañamente adulto de cansancio humano— y observó la luz del sol sobre la pared. Parecía bastante contenta.
Don sacó tiempo de su trabajo para llevarla a la clínica. Dijo que comprendía por qué yo no quería acompañarla. Esperé a que estuvieran fuera de la casa y luego saqué las polvorientas sábanas que había doblado y guardado recientemente. Despejé todas las superficies y tapé los muebles de nuestra «habitación familiar». Para mí era importante hacer el trabajo con método, no a lo loco. Tiré del enchufe del teléfono y me puse la ropa de trabajo.
La destrucción me pareció asombrosamente fácil al principio, como una liberación del tedioso trabajo de restauración. La chimenea con los lirios de hierro, columnas y repisa eran de una sola pieza. Arrastré la pantalla bruñida, desmonté la cesta del fuego que nunca había sostenido un fuego en esta su última encarnación. Retiré el mortero nuevo de alrededor del hierro y lo dejé al aire. La pared amarilla del antepecho de la chimenea estaba salpicado de escayola y sucio, como unas gotas de sangre.
Estaba buscando algo enterrado, así que ignoré la herida abierta de la garganta de la chimenea y me puse a trabajar en la losa de piedra del hogar. No era tan inamovible como parecía; la levantó una palanca. No me detuve a maravillarme de mi propia fuerza, pues sabía de dónde lo había sacado: histerismo, lo llaman. Mujeres que han levantado coches.
Descendí al foso y comencé a escarbar. Cuando golpeé la roca, me centré en los espigones de piedra que sostenían el nuevo antepecho de la chimenea. Por entonces yo sabía que incluso mi fantástica excusa para tener esperanza me había abandonado: este fantasma no sería confinado mediante exhumación. Pero seguí. Quizá nunca podría encontrarlo, pero estaba enterrado en alguna parte, en todas partes, en los ladrillos y en el mortero, el cuerpo de una malvada vieja: los podridos huesos de una suave época satisfecha de sí misma, la ruina que va envenenando nuestro aire. Acuchillé su piel y rasgué la roja carne de éste, mi otro cuerpo, igual que los constructores habían acuchillado las horribles legiones de la putrefacción de la madera. El olor a humedad y ruina manaba como si fuera sangre.
Sabía que todo el lugar estaba podrido bajo nuestras pinturas y barnices; la putrefacción todavía se deslizaba, los viejos pulmones grises todavía estaban empapados de humedad. Esta vez pondría todo al descubierto. Drenaría los abscesos, restregaría y quemaría...
Era un trabajo absorbente. Estaba tan absorta que no advertí cómo pasaba el tiempo. Todavía estaba trabajando en ello con ahínco, roja hasta los codos de una mezcla de sudor y polvo de ladrillos, cuando oí girar la llave de Don. Entonces desperté: vi la destrucción que me rodeaba, el tabique destrozado, el inmundo caos que había hecho en el corazón de nuestra casa. Tuve un momento de pánico ciego. ¡Me encerrará!
Don bajó las escaleras del sótano con Suzy en los brazos; permaneció en pie mirando lo que había hecho, ni sobresaltado, ni sorprendido; su cara era el reflejo de mi propia desesperación impotente.