El baño del piso inferior estaba jaspeado todo en sangre, en un escarlata que comenzaba a tirar a negro. Empezabas a afeitarte aquella mañana, ¿recuerdas? La navaja resplandecía a la luz de las bombillas de maquillaje estilo Hollywood. Te deslizaste fatalmente. Fue un desliz, ¿verdad?
No tenías que haber usado ese filo frío y afilado. Una Norelco eléctrica perfecta, de triple cabezal, reposaba en el cajón derecho del armario de debajo del lavabo. Pero te tenías que afeitar como pensabas que se afeitan los hombres. Los verdaderos hombres. El tipo de hombre que lee la revista de la que después copiaste la casa entera. El tipo de hombre que haría la espuma de jabón en el pequeño plato de cerámica y la extendía por su garganta con la preciosa brocha flexible que solía utilizar su abuelo. La barba incipiente era tan pálida y suave... Siempre quisiste tener la barba más cerrada y ser el tipo duro que haría gritar a una mujer.
Ninguna mujer gritaba cuando al final te encontraron. Ni la señora de la limpieza que, cuando se quedó aquel abrasador cinco de agosto, días después de que la navaja se deslizara, lo primero que dijo fue: «Jo, qué peste», y luego «¡Oh, mierda!» cuando vio lo que yacía en la alfombrilla verde y naranja. Poco epitafio. ¡Ah, amor! Siento haberme ido esa semana a San Francisco. Debería haberlo sabido. No llamó nadie.
Realmente amas esta decadente casa gris de tres pisos con vistas al Pacífico. Las vigas han empezado a combarse un poco, la humedad de Oregón va hinchando y pudriendo el suelo de madera. Y una vez —1962, ¿no?, ¿cuándo la construyeron?— todas las habitaciones tenían un parecido exacto a los montajes fotográficos que tanto te fascinaban. Todo el mobiliario era absolutamente perfecto, desde los toques náuticos, como la guindaleza que recorre toda la bajada de los cuatro tramos de escalera, al viejo timón de goleta colgado en la pared del cuarto de estar, encima del sofá naranja. Todos los muebles todavía están en buen estado. Los escogías en rojo y en naranja, ¿no? Decías que estos colores te recordaban el fuego y la vida.
El dormitorio principal es la pieza central, el corazón de todo ello. Al principio, el techo con espejo nos desorientaba cuando nos despertábamos por la mañana. Estabas raro desde este ángulo, no eras en absoluto como te imaginabas a ti mismo, no era como te encontrabas tu cara al cerrar la puerta del botiquín del cuarto de baño. Parte de la extrañeza radica en el hecho de que te despertabas sin gafas. Necesitabas lentes correctoras, pero eras demasiado vanidoso para ir al oculista.
Te preguntabas cómo sería verse en el techo con una hermosa mujer acurrucada en tus brazos, con su barbilla recostada en tu espalda y sus pechos apenas cubiertos con la roja colcha de terciopelo. Nunca lo averiguaste.
Quizá debieras haberlo hecho. Quizá debería habértelo permitido. Pensaba que no estaba preparada. Ahora, después de todos estos años, no recuerdo a qué estaba esperando.
Solías pasear por la cubierta exterior, mirando fijamente al oeste, al llano horizonte, más allá de las imponentes rocas y de las olas, preguntándote por qué tantas paredes del interior de la casa estaban recubiertas de madera. Quieres una clara delimitación de lo que está dentro y de lo que está fuera. Puedo comprenderlo. Pero no debías haberle extendido al decorador lo que de hecho era un cheque en blanco.
Pero deseabas algo ideal. Siempre querías eso. De alguna manera, es lo que finalmente lograste.
No hay regreso.
La sangre nunca ha desaparecido por completo de la alfombrilla de abajo. Pero entonces se suponía que la alfombra debía disimular casi todo lo que se cayese, empapando y ocultando cualquier cosa. Y así ha sido.
Es una casa para adolescentes tardíos, dijo la única mujer que finalmente pudo —habiéndose dado las circunstancias apropiadas y el tiempo suficiente— haber acabado despertándose en la empalagosa cama del dormitorio principal, que podía haberse mirado al espejo contigo y sonreír ante la mancha de los desnudos miembros peludos, que podía haber gozado perezosamente en la calidez de los acolchados cubiertos de corcho y el abigarrado papel de la pared. Yo podía haberlo hecho.
Pero incluso ella se marchó finalmente, diciendo que tenías más dinero que madurez, sentido o incluso amor. Después se marchó a aquel viaje a San Francisco. Te hizo creer que era para siempre. Pero tal como resultó... Mi despedida fue amable, pero distante. La tuya, ofendida y perpleja.
«Hazte mayor», te dije. «Quizá tengas una mínima oportunidad.»
Lo intentaste.
Ahora, nunca crecerás, ya lo sabes. No más de lo que creciste. Nunca más.
Ni yo. Las pastillas y el vodka —solo— fueron mi perdición. Pienso que fue un accidente. Un desliz...
Estaremos por aquí mucho, mucho tiempo.
¡Ah! Sí, mi amor; no hay nada como dos consumados narcisistas acompañándose el uno al otro durante toda la eternidad en la casa de los espejos. Estamos tan profundamente enamorados de nosotros mismos como del otro.
Es realmente penoso que no nos podamos contemplar en todos esos espejos relucientes.