Si esto es el futuro, pensó Gordon sombríamente, acabemos con él.
Para empezar, se quedó con el tirador de la puerta en la mano. «Terrorífico», murmuró, mientras se metía en el bolsillo el desportillado tirador de cristal y empujaba la puerta delantera con el pie. Carla y Mick le habían metido en esto, su nueva casa comunal. Gordon echó una ojeada hacia atrás. Desde el porche delantero, que necesitaba urgentemente una mano de pintura, podía ver las luces del campus a menos de una milla, en lo alto de la colina. Sus dedos exploraron el agujero circular, donde el tirador había descansado con demasiada holgura. «¿Para esto, pensó, abandoné mi acogedora habitación de la residencia?» Demonios, ¿para esto se había marchado de casa?
La puerta se negó a cerrarse tras él, así que Gordon la dejó entornada. Más tarde, cuando hubiera terminado de trasladar sus cajas, quizá podría mantenerla cerrada con una piedra o algo así. Encontró a sus compañeros de casa en el cuarto de estar de la planta baja, que estaba polvoriento, sin muebles ni alfombras. El suelo consistía en planchas de madera gastada, separadas por media pulgada de una sus— tanda seca, negra y pegajosa. Las paredes, dudosamente blancas, lo eran realmente tan sólo en los parches donde obviamente habían emplastecido unos grandes agujeros. El propietario había dicho algo de que antes había vivido allí un equipo de rugby.
Con sus ojos azules radiantes, Carla bailaba dando vueltas por la habitación como nunca la había visto antes.
—Bueno —dijo, levantando los brazos teatralmente—. Bienvenidos a los Estados Alterados.
—De otra forma conocida como el Horror de Amityville, sexta parte —contestó Gordon.
Con cualquier nombre que se le diera, su nueva dirección era un edificio de dos pisos situado en medio de los «antros de estudiantes» de Bellingham, desde el que se podía ir andando a la universidad. La edad de la casa se notaba por su anticuado sistema de calefacción: una caldera de carbón, en el sótano, a la que todavía había que limpiarle la ceniza con la mano y una pala. Así pues, pensó Gordon, además del resto, también podemos coger una enfermedad de pulmón.
—¿Has visto la bañera?—me preguntó Mick—. El fondo está tan sucio que se la podría confundir con un terrario —encogió sus altos y robustos hombros—. En fin, supongo que siempre podremos cultivar nuestra propia comida en caso de apuro.
Carla asumió una postura amenazante, colocando los brazos en jarras. Gordon pensó que parecía una pelirroja amazona irlandesa sacada de una película antigua de John Ford, aunque en realidad era de Hawai.
—Ya basta —dijo—. Ahora es nuestra casa por sólo trescientos dólares al mes, recordad. Y todo lo que necesita es un poco de trabajo para hacerla perfecta. No me digáis que queréis volver a la comida de la residencia sin contar todas aquellas estúpidas normas.
—La miraré mejor —concedió Mick— cuando hayamos desempaquetado todos nuestros trastos, supongo.
El eterno estoico, pensó Gordon. Qué admirable impasibilidad ante el desastre. O quizá simplemente, Mick no se había dado cuenta todavía del espantoso error que era esto.
—Quiero recordaros a los dos que esto no fue idea mía.
—No —dijo Carla sonriendo burlona—, pero tú estuviste de acuerdo en seguida.
Gordon estuvo a punto de contestar con una excusa, pero tosió a tiempo. La verdad, cuando Carla le había llamado después de la ruptura de Navidad para contarle que había descubierto una maravillosa casa antigua, pensó que estaba hablando de los dos, bueno, de vivir juntos; sólo después de cinco o seis minutos gloriosos se había dado cuenta de que en vez de esto, le estaba proponiendo un arreglo más inocente, a tres bandas, incluyendo también a Mick. Había disimulado rápidamente, pero todavía no estaba seguro de si Carla se había percatado de su confusión inicial.
Dios, resultaría embarazoso.
Con pocas ganas de encontrarse con los ojos de Carla, en este momento en particular, Gordon se inclinó casualmente contra el cristal inferior de la ventana, para mirar el patio delantero plagado de maleza. Casi inmediatamente, el antepecho de madera de la ventana se hundió bajo su codo y se encontró tirado en el suelo de manera poco elegante. Sus gafas resbalaron por el suelo, yendo a parar a una grieta entre dos planchas. Sus doloridos huesos latían al ritmo ferviente de su cabeza: un error terrible, terrible, terrible. Mick y Carla se rieron cuando se puso de pie y se limpió el polvo y el alquitrán de las manos. Probablemente también se le habría clavado alguna astilla.
—Muy bien, conspirad contra mí; mirad cómo tiemblo. Ya sé lo que sigue: la casa y vosotros dos os habéis puesto de acuerdo para matarme.
—Perdona —dijo Carla. Todavía parecía como si estuviera viendo un sketch extraordinariamente divertido de los Monty Python—. ¿Estás bien, Gordon?
Su codo herido ya estaba olvidando la caída. Parece que estoy intacto a pesar de los ímprobos esfuerzos de esta mortal trampa residencial.
Supongo, pensó, que debería de estar contento de que Mick y Carla se llevaran tan bien. Mi mejor amigo y mi medio novia. Recordó la primera vez que había acompañado a Carla a su residencia para encontrarse con su compañero de habitación, después de una maratoniana sesión de estudio en la biblioteca de la facultad y por un momento sintió miedo de que Carla interpretara el obstinado silencio de Mick como algún tipo de desdén, aunque éste fuera su estado natural. No había que preocuparse de nada. En seguida, Carla se había trasladado con ellos y sugería que se constituyesen en una familia oficial. Por supuesto, se sintió molesta por el hecho de que a su compañera de cuarto no le hubiera ofendido el traslado.
Eran muy distintos: Carla, exuberante, voluble, temperamental. Incapaz de escoger cualquier especialidad o campo de estudio; pero la autodenominada jefe de animadoras y la directora social de su pequeña troica. La amazona irlandesa de Honolulú. Y Mick, que era irlandés, pero que actuaba como si hubiera salido de una de las películas más lentas de Ingmar Bergman. Gordon mantenía la esperanza de encontrárselo algún día jugando al ajedrez con la Muerte. Incluso cuando Mick estaba borracho (situación que Gordon había contemplado más de una vez), todavía hacía que Norman Bates pareciera Buster Keaton. La única diferencia que habla entre el Mick sobrio y el Mick borracho era la sonrisa de gilipollas que se extendía por su ancha cara de pesada mandíbula, cuando se desvanecía lentamente en la inconsciencia. Carla y Mick. Fuego y tierra. Dorothy y el Hombre de Hojalata (sin corazón). Lo único que tenían en común, que supiera Gordon, era que los dos mantenían escondidas sus profundidades ocultas.
¿Y dónde encajaba él, el siempre flexible Espantapájaros, en esta cosmología? ¿El ingenioso y sardónico, el futuro chico-promesa de los estudios de cine americanos? Bueno, era mejor dejar el psicoanálisis para los inútiles y los ociosos. Él tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
Como esta ruina de casa, por ejemplo.
• • • • •
La primera parte de la mudanza, trasladar sus cajas y sacos de dormir desde la furgoneta de Mick, fue bastante bien. Gordon calculó que habían descargado dos docenas de cajas de libros, pero al final, el cielo nocturno, aunque nublado, se había negado a nevar. A las nueve en punto ya estaban en la cocina quitándoles el papel a las copas y a los platos que, momentos antes, estaban protectoramente envueltos en números atrasados de The Bellingham Herald. Después, Carla enchufó la tostadora y se apagaron todas las luces.
La cocina estaba completamente a oscuras. Gordon escuchó cómo un plato o algo así se hacía añicos contra el suelo, seguido de una maldición por parte de Mick, pero no podía ver nada. Estupendo, pensó. De repente hemos pasado de un medio visual a protagonizar un espectáculo de los viejos tiempos de la radio. Santuario Interior probablemente, o La Luz se Apaga.
GORDON: ¿Quién sabe qué mal se esconde en los corazones de los hombres...?
MICK: Deberíamos cambiar los fusibles.
GORDON: ¿Con sólo encender un aparato? Chico, cocinar en este sitio va a ser una aventura.
CARLA: Tened cuidado, creo que hay un vaso roto en el suelo.
MICK: Perdóname, he sido yo.
GORDON: No te preocupes. Pero ¿qué vamos a hacer ahora?
MICK: La caja de los fusibles está en el sótano, creo. No sé exactamente cómo vamos a encontrarla a oscuras.
CARLA: ¿Alguien tiene una linterna? Esperad, esperad un segundo...
Se encendió un fósforo a pocos pasos de Gordon y éste, por una vez, se alegró de que Carla fuera fumadora. Sostuvo la cerilla ante sí, de modo que proyectaba una débil luz anaranjada sobre su cara. La llama y las sombras que arrojaba bajo su nariz y sus cejas le harían parecer una novia con una vela metida en una calabaza. Detrás de ella, Mick sólo era una amenazadora sombra gris.
—Gordon, mira en esa caja de encima del aparador. No, la otra. Debería haber unas velas junto al resto de mis adornos.
La cerilla chisporroteó peligrosamente cerca de las yemas de sus dedos y Carla la tiró al fregadero, donde la luz se ahogó instantáneamente en el agua jabonosa. Gordon buscó a tientas entre cintas y tarjetas de felicitación, hasta que arañó algo redondo y de cera. Carla encendió otra cerilla; aquello parecía una gran calavera amarilla. O algo así; a juzgar por la mecha en el cráneo, una vela con forma de calavera.
—Restos de Halloween —dijo ella, encendiendo la calavera y apagando después la cerilla—. Debe haber también un Santa Claus.
Gordon encontró una divertida vela roja y se la dio a Mick. La cocina todavía tenía un aspecto horripilante, pero por lo menos podían orientarse de nuevo.
—Intentemos bajar al sótano —dijo Mick.
La puerta del sótano estaba en el extremo más alejado de la cocina, junto al frigorífico. Gordon desatrancó la puerta y miró hacia un empinado tramo de escalones que se perdía en la oscuridad.
—Tened cuidado con la vela al bajar los escalones —advirtió Carla—, No quiero quemar la casa la primera noche que pasamos aquí.
—Sólo si tenemos suerte.
—¿Qué?
—No importa.
Mick bajó las escaleras el primero. Desde su final, las velas no llegaban a mostrar los rincones más alejados del cavernoso sótano. El techo estaba reforzado con vii^.is <l< madera, y era tan bajo que Mick, el más alto de los tres, tuvo que agacharse un poco cuando traspasó el estrecho arco que había al pie de los escalones. Su dragón come-carbón, al que ya había bautizado como «Smog», resoplaba sólo un poco más allá de los entrecruzados anillos de luz de las velas. Manojos de telarañas colgaban de las vigas y rozaban sus caras, con gran fastidio por parte de Mick, que odiaba las arañas con una pasión que rara vez mostraba hacia ninguna otra cosa.
—Dios —murmuró Gordon cuando miró a su alrededor.
Por supuesto, habían estado allí antes. De día. Con el propietario. Eso había sido hacía unas semanas y las cosas obviamente habían cambiado desde entonces. Un desvencijado colchón rodeado de basura ocupaba el centro del suelo del sótano: tarros, botellas de gaseosa, papeles de caramelos, periódicos viejos, cajas de cereales y huesos. Una pequeña ventana situada justo a la altura de los ojos estaba visiblemente rota; los cristales estaban amontonados a los pies de Gordon. El sótano olía a orina y daba la impresión de haber estado habitado recientemente.
—Alguien ha estado viviendo aquí.
—Obviamente —dijo Gordon, lamentándolo después. Carla echó una mirada por encima. En honor a la verdad, no estaba exactamente impresionado por la evolución de los hechos.
—¿Quién piensas que haya sido? —se preguntó Carla en voz alta.
—Simplemente un vagabundo —dijo Mick—, Nadie que conozcamos.
Gordon apartó los escombros de un puntapié.
—No sé —dijo—, ¿Recordáis aquel ser extraño que solía frecuentar el campus? ¿El que decía que era «profesor» de magia negra?
—¿Quieres decir Dimitri el Oscuro?
—Sí, ése.
—Nunca me expliqué cómo se lo quitó de encima Geraldo —comentó Mick—. Qué fantoche.
—Horripilante, sin embargo —dijo Carla—, Recuerdo que una vez arruinó una fiesta en Higginson; era sólo para las chicas de la residencia y él empezó a enseñar su puñal nazi; dijo que lo había —¡toma ya!— «santificado en una ceremonia de sangre y esperma» ¡Agh! —la pálida cara de Carla hizo una mueca como si estuviera digiriendo un recuerdo rancio.— Gordon, ¿no crees realmente que sea él?
El examinó la basura con una lupa imaginaria:
—Es una posibilidad. Solía dormir en la biblioteca, hasta que por fin Seguridad le echó del campus.
Gordon se preguntó si debería seguir. A propósito, ¿por qué intentaba asustarlos así? Pero cuando estás a oscuras, sujetando un cráneo ardiendo, ¿qué otra cosa se puede hacer? Continuó:
—Oí que atacó a alguien.
—Eso sólo fue un rumor —dijo Mick—, Además, Dimitri era el único vagabundo de la ciudad.
—O el único psicópata —observó Carla, obviamente atrapada por el tema—. Estaba aquel chico que solía subirse al tejado del comedor pretendiendo ser una gárgola.
—Sólo durante los exámenes finales —dijo Mick—. Era únicamente un estresado inofensivo de Químicas.
Reventador de fiestas, pensó Gordon, y añadió:
—No os olvidéis del estrangulador de la colina. Al final se resistió en Bellingham.
—Y el asesino de Green River..., ¡maldita sea!, ¡has conseguido que lo hiciera! —los largos dedos de Mick se hundieron en el Santa Claus de cera caliente que sujetaba en su mano. Garras dentro de Claus[5]. Caminó con dificultad entre las sombras salpicadas de telarañas, buscando la caja de los fusibles—. ¿Qué intentas, Gordon? ¿Que tengamos pesadillas?
Gordon pensó que había tres respuestas posibles. Una, estoy montando un número infernal para mi propia diversión y quizá la de Carla. Dos, me estoy volviendo completamente paranoico a mi edad. Tres, realmente hay un maníaco homicida que vive aquí y todos estaremos muertos por la mañana.
• • • • •
Los interruptores del circuito demostraron ser inescrutables e intratables y los tres estudiantes decidieron dejarlo por aquella noche. Parecía más conveniente seguir con la luz del día las reparaciones eléctricas y el desempaquetado, así que subieron con cuidado las escaleras hasta el segundo piso, donde —¡oh, lujo nada universitario!— cada uno tenía su propio dormitorio.
El de Gordon estaba al final del salón y era el más alejado de las escaleras; una habitación vacía, rectangular, aproximadamente la cuarta parte del tamaño del sótano, desprovista de muebles y de luz. La ventana sin cortinas frente a la puerta del dormitorio ofrecía una vista poco precisa de las encinas del solar vacío que había detrás de la casa. Junto con la escasa tranquilidad que proporcionaba el saber que probablemente no había muchos caníbales con sierras eléctricas que se precipitaran a través de aquella ventana en concreto y, aún menos, teniendo en cuenta que la escalera interior era mucho más accesible.
Cuando extendió su saco de dormir en medio del suelo, Gordon no se imaginaba la primera noche en su nueva habitación. Esta casa es un desconocido, pensó, y si todo el mundo sabe que no se debe hablar con desconocidos, aún menos se debe ir y vivir en una.
Sin embargo, apagó el cráneo antes de desnudarse y andar a gatas hasta el saco de dormir como un escuálido cangrejo ermitaño rosa aislándose en un acolchado caparazón de poliéster. Sabía que lo mejor que podía esperar era un descenso instantáneo a un descanso sin sueños, con la esperanza de levantarse de nuevo con el alba. No tuvo tanta suerte. Durante un intervalo incierto e insomne estuvo tumbado de espaldas, mirando por encima de los pies a los susurrantes pinos de afuera. Más allá, un rastro de luz de luna inundó el cielo nublado y los árboles se perfilaron contra un fondo púrpura como monstruos trífidos con docenas de púas vibrantes y venenosas. Se preguntó cómo podía haber subido a lo alto del tejado la gárgola del campus y se dio cuenta de que el aspirante a Quasimodo tenía que haber trepado por árboles muy parecidos a éstos. Inofensivo, ¿lo había dicho Mick? Puro cuento. Gordon se dio la vuelta, en un enésimo intento inútil de sumirse físicamente en la inconsciencia. ¿Cómo se había sugestionado con esto? Toda la culpa era de Carla.
Con la cara hundida en el aislamiento del saco, incapaz de ver los cimbreantes árboles ni la habitación vacía, a Gordon le traicionaron sus oídos. Ruidos, vagos e inidentificables, se arremolinaron alrededor de su cegada conciencia; los «vio en su mente como una nube movediza de insectos fantasmales; no luciérnagas, soniérnagas. Pensó que la Navidad había terminado definitivamente porque ésta no era la Noche de Paz. Ruidos al otro lado de la ventana. Ruidos arriba. Ruidos al otro lado de la pared de la derecha...
Espera. Carla estaba al otro lado de aquella pared. Se concentró en los sonidos que venían de aquella dirección, ignorando los otros ruidos, para así poder escuchar más atentamente lo que ahora reconocía como el sonido de alguien que se movía en la habitación de al lado. No eran pisadas; los sonidos eran demasiado irregulares para ser pisadas. Alguien que se arrastraba, quizá, o estaba haciendo un esfuerzo. ¿Estaría Carla haciendo gimnasia a estas horas? ¿O tenía un mal sueño?
Despacio, intentando no hacer ruido él también, Gordon se levantó de su saco de dormir, escuchando. El aire frío le helaba los hombros y el cuello. ¡Maldición!, ¿por qué no podía oír más claramente? Carla podía tener problemas. En la oscuridad tiró de un par de vaqueros raídos y caminó de puntillas hacia la no suficiente insonorizada pared entre su habitación y la de Carla. Justo cuando colocó su oído contra la rugosa y (sorprendentemente fría) superficie de la pared. Carla gritó de repente. Oyó un estertor inconfundible; luego, el silencio.
Jesús, pensó, tanteando por el suelo en busca de la vela— cráneo y una cerilla en sus bolsillos... ¡la están estrangulando! Con dedos temblorosos encontró la mecha y la encendió. El cráneo ardió vivamente en la helada negrura de la habitación; con él a la altura de la barbilla, Gordon se deslizó silenciosamente al vestíbulo, fuera de la habitación.
Se dio cuenta de que le daba miedo hacer incluso el mínimo ruido necesario para respirar. Esto es una locura, pensó. Si hay un demente en su habitación ¿por qué no trato de rescatarla? Y, si no lo hay, ¿de quién tengo miedo de que me oiga?
Sí. Ése era el problema, ¿verdad? Por eso no pedía ayuda a Mick. ¿Y si estaba equivocado? De pie junto a la puerta, la cera caliente caía fuera del cráneo, de tal forma que constantemente tenía que ajustar el asa para evitar quemarse con los viscosos arroyuelos amarillos.
Gordon se quedó paralizado por la indecisión. A la luz difusa de la vela, parecía demasiado fácil desechar lo que momentos antes había sido una clara imagen —de gran nitidez en el caso de Carla— y del resto, estrangulados, apuñalados o asfixiados mientras dormían, por Dimitri el Oscuro o alguien más perverso. Por el invasor que había tomado posesión de lo que suponían su hogar.
Se quedó de pie junto a la puerta, escuchando pero sin oír nada. O se ha dado la vuelta y se ha vuelto a dormir o ahí hay alguien más, escuchándome escucharle. Debería llamar a la puerta, terminar con esto de una u otra forma, pero ¿y si estoy equivocado? ¿Cómo se lo voy a explicar a Carla? Contra su voluntad, Gordon recordó aquella otra noche, pocos meses antes, cuando, encendido por unas cervezas de más y una vaporosa película en la televisión, la había llamado en mitad de la noche, despertándola de lo que sin duda era un profundo sueño y le balbuceó incoherentemente cuánto deseaba visitarla precisamente en aquel momento. ¡Dios, cómo había hecho el ridículo! Humillante no era una palabra lo suficientemente fuerte. Y lo peor había sido tener que enfrentarse con ella a la mañana siguiente, durante el desayuno.
Era preferible encontrar un asesino sicópata que pasar de nuevo por aquello.
Casi.
Se inclinó hacia la puerta, esforzándose por oír. El viejo tópico era verdad: todo estaba tranquilo, demasiado tranquilo. Aunque Carla estuviera durmiendo apaciblemente, debería hacer algo más de ruido. Había algo terriblemente deliberado en este antinatural y prolongado silencio.
El sótano, pensó Gordon. Había llegado desde el sótano. ¿Habían echado el cerrojo a la puerta del sótano cuando subieron las escaleras de la cocina? Gordon no podía recordarlo. Estaba completamente seguro de que él no lo había hecho, pero dudaba sobre si lo hicieron Mick o Carla. La cocina estaba verdaderamente oscura, incluso con velas.
Sólo había una forma de estar seguro del todo. De modo que, caminando cautelosamente sobre el viejo suelo de madera, se apartó de la puerta de Carla y se dirigió a las escaleras.
Escudriñando las sombras, sujetando el cráneo ardiente con una mano y la barandilla con la otra, descendió al primer piso. El cuarto de estar vacío parecía desacostumbradamente cavernoso, ahora que era más de medianoche. Tenía miedo de mirar las altas y desnudas ventanas de la izquierda; era demasiado fácil imaginar ese momento de infarto cuando viera una figura enloquecida de ojos salvajes devolviéndole la mirada desde el otro lado del cristal. Podía ver la escena completa en su mente y sintió que de antemano se quedaba sin respiración.
No había ninguna duda. Definitivamente había visto demasiadas películas de crímenes.
Por contraste con la desierta inmensidad del cuarto de estar, la cocina, con sus mostradores, armarios y su horno era agradable y tranquilizadora. La luz de la vela dejaba ver casi toda la habitación; no había tantas esquinas oscuras desde las que pudiera atacarle un asaltante. ¿Qué le producía más miedo?, se preguntó Gordon: ¿los monstruos en las sombras a los que no podía ver o los monstruos en las ventanas, a los que sí podía ver?
Desde donde se encontraba, justo en el centro de la cocina, la puerta del sótano parecía estar cerrada. Pero ¿estaba echado el cerrojo? Estaba muy oscuro para decirlo. Sopesándolo todo, pensó que preferiría no ver a los monstruos.
Sin embargo, se aproximó a la puerta del sótano, arrastrando los pies suavemente por las baldosas a prueba de resbalones. Sostenía la vela delante de él, con la esperanza de poder descubrir algo antes de estar demasiado cerca. Se alegró de que el suelo de la cocina tuviera baldosas, ya que por andar descalzo sobre cualquiera de los otros ásperos suelos de madera de la casa, los pies se le habrían llenado de dolorosas astillas. Por fin estuvo tan cerca de la puerta que podía proyectar el centro de la luz de la vela sobre ella.
La puerta no sólo estaba abierta, sino que la habían forzado.
¡Oh, Dios mío! Gordon soltó un suspiro largo y lento. Experimentó una repentina urgencia de correr, de gritar, de despertar a Mick y (siempre optimista) a Carla, aunque sólo fuera para compartir esta ansiedad con alguien más. Sin embargo, abrió la puerta y comenzó a bajar los escalones.
Un escalón tras otro, pensó Gordon. Exactamente igual que la chica de Psicosis —la que se quedaba fuera de la ducha— cuando baja a la bodega a buscar a la madre de Norman, aunque todos los espectadores le están gritando que corra en otra dirección. ¿Por qué continúa avanzando? Gordon lo comprendió ahora. El ímpetu, la urgencia de terminar, de penetrar las cosas hasta el final, quizá incluso de infligirse una pequeña mutilación, en vez de permanecer permanentemente a la defensiva. ¿Quién tiene más probabilidades de sobrevivir? ¿El héroe o el monstruo? Se dio cuenta de que ninguno de los dos. Son las víctimas predestinadas por nacimiento las que están abocadas a morir cada vez. Los extras, el romántico mejor amigo del protagonista...
Su sombra siguió a Gordon por los chirriantes peldaños del sótano, cuya pintura desconchada arañaba sus pies y se le metía entre los dedos. Las telarañas caían en hebras desde el techo inclinado, demasiado finas e inconsistentes para proyectar su propia sombra, pero suficientemente sólidas para crepitar peligrosamente siempre que la vela se acercaba demasiado. El sótano era notablemente más frío que el resto de la casa; Gordon podía sentir que la temperatura bajaba unos pocos microgrados a cada paso que le llevaba más abajo hacia la guarida llena de basura de su no deseado visitante. Era el trazado arquitectónico, aunque era realmente sádico. La escalera estaba flanqueada por una pared interior, de tal modo que no había forma de ver el resto de lo que había allí debajo. Hasta que se llegaba al fondo (así), se volvió hacia la derecha (así), inspiró profundamente y vio...
A! principio, nada. Sólo la abigarrada confusión del colchón, basura, vigas de madera y montones de carbón quemado y ceniza. Y las sombras, por supuesto, las únicas que sabían que el mal acechaba, etcétera. Gordon disfrutó de unos pocos frenéticos latidos de alivio —hasta que la caldera resucitó ruidosamente con un inesperado estruendo, sobrecogiéndose y atrayendo su atención a la esquina más distante y oscura del sótano, donde, perfilado por el rojo resplandor que escapaba por las rejas de la caldera, una oscura pero nítida figura se alzaba detrás de las inclinadas dunas de ceniza.
¡Sí! No era su imaginación. Podía verlo.
Gordon chilló, una incomprensible explosión de ruidos brutales, sin sentido. Tropezó hacia atrás, casi cayéndose. La figura se tambaleó hacia él con la cara pérdida en la oscuridad, los brazos extendidos hacia Gordon, a punto de tocarle. ¡No!, pensó, ¡páralo! Un titular de periódico relampagueó en su cabeza: ESTUDIANTE ASESINADO EN SU CASA.
—Espera... —comenzó; luego la figura se arrojó violentamente contra él y la espalda de Gordon chocó contra la pared. La fuerza y la velocidad del ataque le había dejado paralizado y sin respiración. El olor a suciedad, semejante al seco y polvoriento al almizcle del asfalto fundido, llenaba sus fosas nasales y su boca. Una punzada paralizante se extendió como una aguda y brillante nova de dolor en la base del cráneo y sus gafas se le cayeron de la nariz cuando un huesudo puño cerrado le golpeó en el estómago como un misil.
Descubrió que no era como en las películas. La violencia real no era algo visual, algo coreografiado y cuidadosamente iluminado. Era una fuerza que te desgarra la piel, se estrella contra tus huesos y te reduce a un mero objeto sólido golpeado por otros objetos, más duros y más despiadados.
Empujado contra el muro del sótano, su mundo era una borrosa confusión de sombras y rápidos golpes. Gordon ni siquiera se dio cuenta de que el cráneo vela resbalaba de sus dedos. Entonces, la fuerza contraria se fue y él se derrumbó sobre sus manos y sus rodillas. Mis gafas, pensó, tengo que encontrar mis gafas; así podré ver quién es, Dimitri o la gárgola. Sin embargo, primero necesitaba sólo un minuto, por favor, para recobrarse, para permitir que su cabeza dejara de dolerle, para escupir la sangre y la saliva de su boca o intentar respirar de nuevo. Sólo un par de minutos más... Cerró los ojos. Olía a humo.
—¡Dios, Gordon, hay fuego!
Miró hacia arriba y vio a Carla de pie por encima de él y a Mick corriendo por delante.
—Mis gafas —musitó y momentos después sintió la montura de plástico en su mano. Cuando enfocó de nuevo la vista, pudo también darse cuenta de dónde estaba y de lo que estaba pasando.
Su vela había aterrizado en medio de sacos de comida y periódicos viejos. Todavía no se había incendiado toda la basura, pero un pequeño fuego estaba ya consumiendo los envoltorios de caramelos esparcidos y las cajas de cereales, y lanzando copos incandescentes de papel a la deriva por el aire.
Vestido sólo con un albornoz azul marino, Mick apagaba las llamas con un viejo y esquelético rastrillo; una gota de fuego naranja y amarillo estalló en un bote vacío de pintura sólo a un paso de sus piernas desnudas.
—¡Mierda! —gritó, saltando hacia atrás. Un denso humo blanco manaba de la basura más pastosa, transformando el sótano en un infierno de niebla digno de Jack el Destripador o del Hombre Lobo de Londres. Con la cabeza palpitándole, Gordon buscó a su atacante y sólo vio a sus compañeros. Contempló tres posibilidades: una, el invasor había huido antes de que llegaran Carla y Mick; dos, él se había transformado en Mick y Carla; tres, todavía estaba aquí... en algún lugar.
—Gordon, ¿estás bien? —preguntó Carla. Se agachó junto a él vestida sólo con un camisón transparente.
—Traed agua —les gritó Mick—, ¡Daos prisa, necesitamos agua!
Gordon miró fijamente las llamas que se propagaban. ¿Todo eso por un pequeño cráneo...?
—¿Me trae alguien esa jodida agua?
Eso le hizo reaccionar por fin. Tambaleándose, siguió a Carla escaleras arriba, al fregadero de la cocina.
Bellingham es una ciudad húmeda y mohosa. Al final, sólo hicieron falta cuatro viajes, siete cacerolas de agua del grifo y una jarra de limonada sacrificada— para extinguir el incendio. La mitad inferior de la pared debajo de la ventana rota estaba algo renegrida, pero por lo demás, la integridad estructural de los «Estados Alterados» se había conservado; al igual que Gordon, sobre quien Carla, con su mejor estilo Florence Nightingale, decidió que había recibido un chichón y no una contusión. Al amanecer, hubo incluso tiempo para las explicaciones.
—¿Estás seguro de que viste a alguien? —preguntó Mick.
—No; yo mismo me golpeé detrás de la cabeza... Por supuesto. ¡Claro que vi a alguien!
—Bien, técnicamente —señaló Carla— lo único que golpeó tu cabeza fue la pared. Y eso es un objeto inmóvil.
—Y Dimitri o quien sea me empujó contra la pared. Hay una diferencia.
—Ya lo sé —dijo dulcemente, comprobando una vez más el vendaje de detrás de sus orejas.
A falta de cualquier otro mueble, estaban sentados en círculo encima del abandonado colchón del vagabundo. Carla había cubierto con una deshilachada colcha amarilla la sucia superficie del colchón, para no pringarse demasiado. Al mismo, había cogido un albornoz de las cajas de arriba. Gordon pensó que seguramente no sería por miedo a que le dijeran alguna grosería. Eso sería imposible, especialmente en lo que a él se refería.
—Cuando bajamos las escaleras, encontramos abierta la puerta delantera —continuó ella— y alguien hacía mucho ruido aquí; después incluso gritaste.
—¿Grité?
—Gritaste como una gorila con un rinoceronte encima de su culo —dijo Mick, con una sonrisa tan amplia que Gordon se preguntó si habría estado bebiendo.
—Bueno, si eso le servía a Tarzán...
—El vagabundo probablemente se aterró y luego decidió salir pitando.
—Sí, tú puedes resultar muy terrorífico en la oscuridad, Gordon —Carla alargó la mano y recorrió con el dedo una de sus costillas.
—Probablemente echó un vistazo a ese escuálido cuerpo tuyo y decidió que los Muertos Vivientes había venido a cogerle.
Gordon no estaba seguro de si le estaba insultando o coqueteando con él, pero de todos modos se rió. Todos lo hicieron, incluso Mick. Y Gordon decidió que momentos como éste harían que los «Estados Alterados» valieran en conjunto la pena.
Quizá.
• • • • •
Entablaron la ventana del sótano en seguida y luego pusieron otro cerrojo en la puerta de la cocina. Unas pocas semanas después habían llenado la casa de los muebles de segunda mano que Gordon llamaba «Saldos del Garaje de los americanos primitivos». Tuvo que admitir que vivir fuera del campus tenía ventajas, tales como librarse de los estrepitosos estéreos y las alarmas de incendio dos veces a la semana y, aunque todavía se despertaba algunas veces en mitad de la noche, no volvió a oír ruidos raros nunca más, ni abajo ni en la habitación de al lado. Con el tiempo, incluso adquirió el valor suficiente para preguntarle a Carla sobre los estertores y el alboroto que creyó haber oído la primera noche.
—Soñaba —dijo ella.
—¿Con qué?
Ella sonrió astutamente.
—No te lo voy a decir.
¡Ah, Carla! Tan tentadora y desconcertante. Todavía no sabía exactamente a qué atenerse con ella, y no había muchas oportunidades para averiguarlo, con Mick rondando constantemente alrededor. Un estupendo compañero y fácil para la convivencia, pero era innegable que resultaba violento vivir con el tópico «tercero en discordia». Si Mick se enamorara de alguna fascinante condiscípula que viviera al otro lado de la ciudad... Aquellas veladas de los tres juntos frente a David Letterman eran idílicas; pero una noche a solas con Carla, solos los dos... bueno, la incertidumbre le estaba matando.
Las cosas no eran idílicas siempre. A pesar de su probada compatibilidad, los problemas a veces surgen en el paraíso. Como la vez que Gordon llegó a casa, después de una larga noche en la biblioteca y descubrió que Mick y Carla se habían preparado un elaborado filete para cenar, completado con verduras y postre. ¡Y ni siquiera le dejaron las sobras!
—Nos apetecía cocinar algo fuera de lo corriente, Gordon.
—Sí, y no teníamos ni idea de cuándo o si ibas siquiera a venir a casa. Quiero decir que no es como si hubiéramos quedado a una hora determinada para cenar.
—También podías haber vuelto a la residencia —dijo Carla.
—Muy bien. Vale. Comprendo. Pero pago la tercera parte de la factura de comestibles, no se os olvide.
—Si verdaderamente te molesta, Gordon, podemos descontar el precio de los filetes de tu parte del alquiler del mes que viene.
—No, no me molesta —Gordon se dio cuenta de que parecía un viejo cascarrabias, y notó que le estaba entrando dolor de cabeza—. Es una locura. No quiero que terminemos racionando las cervezas y contando nuestros cereales.
Al final se restableció la paz; pero aquella noche se fue a la cama con la tripa llena de Top Ramen y resentimiento sin digerir. Ahora comprendía por qué tantos matrimonios felices se habían ido a pique por las facturas domésticas y los presupuestos.
Y luego, por supuesto, acaeció el Incidente del Gran Unicornio...
Gordon estaba arriba escribiendo a máquina un ensayo sobre Brian de Palma, cuando oyó cerrarse de golpe la puerta delantera. Por un momento pensó llamar para ver cuál de sus compañeros había regresado; pero no, no estaba preparado todavía para hacer las paces con el papel. Quizá después de unas cuantas páginas más podría bajar y confraternizar.
Entonces Carla gritó desde el nacimiento de las escaleras:
—¡Gordon! ¡Baja aquí!
Parecía perturbada y un poquito enfadada. Gordon no tenía ni idea de lo que pasaba, pero no le gustaba. Sin haber sido invitadas, imágenes de Dimitri el Oscuro a horcajadas sobre un cráneo ardiendo, blandiendo un cuchillo, se proyectaban en el minicine de su mente.
—¿Qué pasa? —preguntó cuando bajó el último escalón y patinó hasta pararse junto a Carla.
—¿Qué ha pasado con mi unicornio?
—¿Qué? —miró a través del cuarto de estar (cuyo pegajoso suelo negro estaba ahora cubierto por un sucedáneo de alfombra árabe) a la mesita del fondo, donde, hasta la hora de la comida, por lo menos, un unicornio de cristal había reposado con sus relucientes pezuñas en el aire. Ahora esas pezuñas, junto con el resto de la figurita, yacían hechas pedazos bajo la mesa. Gordon reconoció un cuerno en espiral, curiosamente intacto en medio de los otros pedacitos y fragmentos.
—Por lo menos, podías haber limpiado el revoltijo —dijo Carla—, No hay forma de reconstruirlo. Verdaderamente montaste un numerito.
—¡Estaba intacto la última vez que lo vi! —Gordon estaba auténticamente horrorizado por la acusación. ¿Por qué demonios iba a querer romperlo? ¡Yo te regalé ese unicornio!
—No digo que lo hicieras a propósito, Gordon.
—¡No lo hice en absoluto!
—Eres la única persona que había aquí esta tarde. ¿No?
Por lo menos debes haber oído algo. Parece como si hubieran tirado el cristal y lo hubieran pisado.
Ella era así. Pero ¿desde cuándo Carla se había vuelto un demonio perseguidor? Y de él, ni más ni menos.
—Quizá estaba en el baño tirando de la cadena cuando pasó.
—¿Cuándo pasó qué? Aunque tú no hayas oído nada, todavía queda la pregunta: ¿Cómo se rompió? —el tono de Carla se suavizó un poco y se sentó en un sofá junto adonde había estado colocado el unicornio—. ¡Eh!, si fue un accidente, vale; solamente estoy intentando explicar esto.
Gordon apenas la oía. La lógica de los argumentos de Carla arañaba su dolorido cerebro y lo arrastraba hacia la única posible respuesta: alguien más, alguien destructivo, había estado hoy en la casa y quizá estaba todavía.
Llamas en el sótano. Una oscura figura que le alcanzaba...
Se precipitó hacia la cocina, interrumpiendo a Carla en medio de una frase conciliatoria. Perpleja y momentáneamente sin habla, ella le siguió y encontró a Gordon mirando fijamente la puerta del sótano y tirando del pomo.
Los dos cerrojos estaban colocados en su sitio. La puerta no cedería.
Gordon decidió que debía haber alguna otra manera. Se volvió de cara a Carla:
—Dimitri... Quiero decir, el hombre del sótano. Ha vuelto.
—¿Lo dices en serio?
—¿Quién más podría haberlo roto? Tú no estabas aquí, Mick no estaba aquí. Yo no lo hice... ¿Quién más pudo ser? Tiene que ser él, ¿verdad? —la desafió—. ¿Verdad?
—Supongo —dijo ella finalmente. Pero había una duda, un recelo en sus ojos que Gordon nunca había visto antes. Vio la misma duda en los ojos de Mick cuando llegó a casa por la noche. «Muy bien», pensó, «no me creáis»... Supongo que me toca a mí protegeros a vosotros dos, os guste o no.
Al día siguiente, Gordon, compró una pistola.
Las cortinas de las ventanas, recién compradas, hacían la cocina y el salón aún más oscuros que antes. Linterna en mano, Gordon acechaba silenciosamente en la casa dormida; su otra mano sujetaba con fuerza la pesada pistola gris metida en el bolsillo de su sudadera. El rayo de la linterna patrullaba delante de él, moviéndose por los muros y los muebles, explorando las sombras donde quién-sabe-qué podría ocultarse. Hasta ahora Gordon habría sorprendido nada más que un pequeño ejército de fantasmales lepisinas blancos que hicieron una convincente simulación de movimiento browniano antes de desaparecer de nuevo en las grietas a lo largo del mostrador de la cocina. Todavía se sentía preparado para cualquier cosa.
Excepto quizá el sonido, pocos metros detrás de él, de las tablas del suelo crujiente bajo unas fuertes pisadas.
Su garganta se secó tan rápido que pensó que se ahogaba. El frío que corría por él, helándole de dentro a fuera, le golpeó con intensidad; habría vomitado si hubiera tenido fuerza o tiempo.
Al dar una torpe media vuelta, golpeó con el codo en el marco de la ventana de la cocina, farfulló una orden incoherente a los pasos que se aproximaban y levantó la linterna en lugar de la pistola.
El haz de luz alcanzó a Mick directamente en la cara.
—¡Eh!, ¡cuidado con la luz! ¿Quieres?—susurró, levantando una mano contra el resplandor—. Y habla más bajo. Carla lleva horas dormida.
—¡Dios! —dijo Gordon con voz ronca. Su mano hizo desaparecer bruscamente la pistola dentro de su bolsillo. Mick nunca sabría lo cerca que había estado de ser liquidado—, Casi me matas del susto. Cuando apareciste detrás de mí... ¡Se me sale el corazón todavía! —y no sólo por la impresión de la súbita aparición de Mick. ¡Dios! ¿Qué habría hecho si le hubiera disparado?
Se alegraba de que ni Carla ni Mick supieran de la pistola.
—Oí ruidos aquí abajo y pensé que debería averiguar qué eran —dijo Mick—. Reconozco que por un momento casi pensé que podía ser ese coco tuyo, Dimitri.
«¿Desde cuándo Dimitri es exclusivamente mi coco?», se preguntó Gordon. Ahora que el pánico y la adrenalina iban cediendo, se sintió un poco irritado por la actitud de Mick. Eh, había montones de cosas que hacer, mejor que preocuparse de proteger la casa de Dimitri. Hacía esto por Mick y también por Carla.
—A propósito. ¿Qué estás haciendo aquí abajo, Gordon? ¿Un ataque nocturno de hambre? — «si fuera elegante lo dejaría pasar», pensó Gordon. En cambio, sostuvo la linterna entre ellos de forma que pudo mirar a Mick a los ojos y dijo:
—¿Que qué estoy haciendo? Estoy haciendo el trabajo de asegurarme de que ese Dimitri o quien sea que esté compartiendo con nosotros esta casa no nos quite de en medio con algo demasiado terrible, mientras vosotros estáis durmiendo estupendamente.
—Lo dices en broma, ¿verdad? ¿Desde cuándo hemos necesitado aquí un guardia de seguridad?
—¿Ya no recuerdas el unicornio?
—Eso paso hace una semana. De todas formas sólo fue un estúpido accidente. Yo sé por qué estoy aquí, de pie en medio de la noche. Oí un ruido extraño, que resultaste ser tú. ¿Has oído algo... además de a mí?
—Todavía no, quiero decir, realmente, no. Pero eso no significa que no tengamos un problema importante. Yo no hice esa guarida en el sótano. ¡Yo estaba allí cuando esa cosa misteriosa me atacó!
—Sssshh, más bajo —Mick adoptó un tono más simpático—. Eso fue algo jodido que te pasó la primera noche que llegamos, pero no puedes permitir que eso te vuelva loco. Hemos revisado el sótano varias veces desde entonces y no hemos encontrado rastro de él. El vagabundo probablemente esté en este momento vendiendo su sangre en Spokane u ocultándose en el sótano de algún otro.
—El unicornio...
Mick miró de cerca a Gordon por encima de la brillante lente de aumento de la linterna. Al sentirse inexplicablemente expuesto, Gordon estuvo tentado de apagar la luz.
—¿Cuánto tiempo hace que estás haciendo esta especie de patrulla nocturna?
—Desde el viernes pasado, dentro y fuera.
—Apostaría que mayormente dentro. Pareces un demonio, Gordon.
—Muchísimas gracias.
—No, en serio. Estás alterado, tienes bolsas debajo de los ojos... Mira, ¿te he contado alguna vez lo que le pasó a mi hermano?
—¿Qué le pasó?
Mick se inclinó contra la pared más cercana; Gordon confió en que no fuera una historia larga. Le estaba empezando a doler de nuevo la cabeza.
—Mi hermano mayor, James, se gana la vida conduciendo camiones. Trayectos de larga distancia. A veces tiene que conducir durante días, durmiendo poco o nada. Me contó que después de un tiempo, en los viajes verdaderamente largos, comienza a tener alucinaciones. Dice que ve gente, sobre todo amigos y familiares, que están en el medio de la carretera. Los atropella.
—Maravilloso —Gordon bostezó—. Pero además de darme serios consejos sobre la conducción en carretera, por lo menos cuando tu hermano está en ella, no estoy seguro de que esto tenga que ver con el tema Dimitri.
—La moraleja es que —dijo Mick, con demasiado énfasis— la falta de sueño es algo terrible.
Así os maten en la cama, pensó Gordon.
• • • • •
Sin embargo, al día siguiente, en clase, tuvo que admitir que estaba agotado. Se sentía flojo, torpe, le escocían los ojos por el esfuerzo de mantenerlos abiertos, pero siempre que los cerraba, sólo un segundo, parecía estar perdiendo minutos cada vez. El «laboratorio» de ese día, que consistía en estar sentado en la oscuridad durante una proyección de la versión muda de El fantasma de la Ópera, sin acompañamiento musical, no le hizo más fácil permanecer despierto. Cuando se durmió durante la Máscara de la Muerte Roja (¡su parte favorita!) y se despabiló bruscamente a tiempo de descubrir muerto al Fantasma y a los amantes volviéndose a juntar, y las luces se encendieron en la sala de conferencias, decidió tomarse el día.
Qué desgracia no poder dormir en el recorrido hasta la casa. A sólo unas pocas semanas de la primavera, Bellingham permanecía frío y desagradable. El nocivo olor de la fábrica de papel del puerto impregnaba el aire, dejándole mal sabor de boca. Su ojo derecho empezó a latir, signo inequívoco de la migraña que se avecinaba. Con las manos encogidas dentro de las mangas de la chaqueta, se tambaleó colina abajo, hacia los Estados Alterados. La ruinosa casa, con su patio lleno de hierbajos parduzcos y moribundos, nunca había tenido un aspecto acogedor.
Cuando se está tan desconsolado, no hay un sitio como el hogar.
La fatiga le dejó sin fuerzas y se le cayeron las llaves tres veces antes de conseguir abrir la puerta de la casa. La cerró silenciosamente tras él, demasiado exhausto para cerrarla con más ruido o con más entusiasmo. Se hizo la promesa de estar inconsciente a los cinco segundos de meterse en la cama. Pero, lo primero, un par de aspirinas.
Consiguió las pastillas en el cuarto de baño y se deslizó lentamente a la cocina para coger un vaso de agua. Pero cuando descubrió la puerta del sótano, sus ojos doloridos y enrojecidos se abrieron como no lo habían hecho en todo el día.
La puerta que daba a lo de Dimitri estaba descerrajada y sujeta con un ladrillo. ¡Oh, Dios, otra vez, no! Pensó llamar, pero no había ningún motivo para alertar al intruso hasta que él, Gordon, estuviera bien y en condiciones.
Despejándose de los zapatos, subió de puntillas las escaleras todo lo rápido que pudo y cogió la pistola de la caja de zapatos en el fondo de su armario. Después inspeccionó las habitaciones de Mick y de Carla. No estaban en casa y pensó que seguramente era preferible que no estuvieran.
Gordon volvió a la cocina y se aproximó a la puerta medio abierta. Poco a poco la abrió del todo, hasta que pudo observar la longitud completa de las escaleras. Las luces del sótano estaban apagadas, pero un resplandor rojo y difuso salía del interior de la bodega, precisamente en la zona de su vista.
Llamas, fuego, puños, caídas y dolor.
Gordon descendió los escalones. A mitad de camino escuchó una serie de gemidos roncos, ahogados. Como un fantasma ruidoso. O un compañero de casa angustiado. Maldito reestreno, Batman: aquí estamos de nuevo. Sin embargo, esta vez iba armado y era peligroso.
La pistola que llevaba en la mano era el centro de su ser, como si estuviera sosteniendo su corazón y no una pistola cargada. Puso un dedo en el gatillo y sintió que sus venas latían bajo la piel. El rabioso martilleo dentro de su cráneo acudía una y otra vez hasta que sintió náuseas. Temblando a pesar del consuelo de la pistola, rodeó con sigilo la esquina al pie de la escalera y miró el cuadro que había delante. __
La difusa y danzarina luz provenía de la otra vela de Carla: un Santa Claus de cera en miniatura en lo alto de una pila de cartones, en el rincón del fondo del sótano. La luz de la vela brillaba sobre las sábanas nuevas de color negro que cubrían ahora el colchón de Dimitri. Gordon se dio cuenta de que una botella vacía de desinfectante yacía abandonada en un rincón.
Mick estaba acostado boca arriba en el colchón, con la cabeza hacia el horno, situado en la pared de enfrente. Estaba desnudo, a excepción de un antifaz de seda negro en los ojos. Tenía los brazos plegados bajo el cuerpo, casi ocultos a la vista, como si los tuviera atados a la espalda. Carla estaba sentada a horcajadas sobre sus piernas, de espaldas a Gordon. Su exuberante cabello rojo caído sobre los hombros, tan blancos, desnudos y suaves como su espalda y sus nalgas. Sus dedos frotaban la erección de Mick y tímidamente deambulaban por su robusto pecho, alrededor de sus pezones, a lo largo de sus costillas y luego bajaban para enredarse el pelo castaño de sus testículos.
Las venas del cuello y de los bíceps de Mick sobresalían cuando se movía y gemía debajo de ella.
Lo sabía, pensó Gordon. No, no es verdad. No sabía nada.
El cuerpo desnudo de Carla era más perturbador incluso de lo que había imaginado. Ella sujetaba el torso de Mick con ambas manos y se reía de una forma que le provocaba y le torturaba al mismo tiempo:
—Al final, buen señor. ¡Te tengo en mi poder! ¿Qué tal, gentil caballero, en esta mazmorra de las delicias?
—Joder, Carla, ya vale de juegos —rogó Mick. El sudor caía de su frente, empapando el antifaz.
—¿Qué es eso Milord? ¿Te rindes ya a mis designios? —Ella escupió sobre la palma de su mano y friccionó la humedecida carne del rojo y congestionado glande de Mick.
—¡Me rindo, me rindo! —Mick forcejeó por liberar las manos—. ¡Por Cristo, Carla, date prisa antes de que me corra!
—Muy bien. Te concederé un último deseo —Carla se movió hacia adelante y Gordon tuvo una fugaz visión de sus pechos, tensos y tan accesibles, antes de que se abalanzara sobre su mejor amigo en otro tiempo y compañero de casa. El apasionado jadeo que escapó de sus labios era lo que menos se ajustaba a sus características.
Tuvo que mirar a otro lado, a la incongruente vela de Navidad, a la oscilante llama sobre el gorro de Santa Claus; cualquier cosa menos soportar la visión de la escena de Carla y Mick retorciéndose sobre aquellas sábanas, recién compradas, de color ébano. Y tan vulgar, intentó convencerse a sí mismo: la liga juvenil S y M contra D y D. Un par de chicos del colegio jugando a la decadencia. Realmente era embarazoso.
«¡Oh, Dios!—pensó con los ojos llenos de lágrimas—. ¿Por qué él? ¿Por qué no yo?»
Miró fijamente la luz de la vela. No quería, no podía mirarlos, pero todavía podía oírlos: respirar fuerte, susurrar («te quiero» e indecentes solicitudes). El sonido de sus pegajosos y sudorosos cuerpos separándose y juntándose de nuevo.
Sintió como si su cabeza fuera a explotar. Casi deseaba que ocurriera. ¿Dónde?, se preguntó. ¿Dónde está Dimitri ahora que lo necesito? La fría pistola de metal colgaba pesadamente en su mano.
El encendido Santa Claus llenaba su visión, brillante, hermoso e ineludible. Él sabe si has sido bueno o malo, recordó Gordon. Él sabe qué maldades acechan en el corazón del hombre.
Llamas, sombras, luz de vela, fuego.
Gordon levantó la pistola. Creyó oír pasos en la escalera, detrás de él. Sintió que Dimitri cogía su mano.