—Pescadera —le había dicho a Marina, con una hermética sonrisa, cuando yacía en la cama con las mantas cubriéndole las piernas. Era el mes de septiembre, una lluviosa tarde que amenazaba tormenta y el entumecimiento que había empezado en los dedos de los pies de madre en junio le había alcanzado las rodillas. Todas las mañanas se pinchaba ella misma para ver cuánto podía sentir todavía, pero nunca consintió que nadie la observase—, ¿Os habéis preguntado por qué la gente del pueblo siempre me llama así?
—Porque tienes los dedos de los pies palmeados —dijo Marina, que también tenía los dedos de los pies palmeados; a ella le habían llamado pies de pez, piernas de laguna y otras muchas cosas menos agradables—, Y porque siempre gritas a papá por lo cerca del agua que está la casa.
Los padres de Marina habían discutido sobre la casa desde que ella podía recordar. Cuando nació, había veinte pies entre la puerta trasera y el borde del acantilado, pero la distancia disminuía cada año. Cada tormenta de septiembre arrastraba más arcilla y arena al interior del océano y cada oleaje de junio sonaba más fuerte en la habitación del ático donde dormía Marina. Su padre había maldecido el agua y había hecho unos planos para un dique que las olas habían convertido en ruinas, pero se negó a buscar otro alojamiento. La casa estaba donde él había crecido y no podía imaginar vivir en ningún otro lugar. Casi todas las noches de su infancia, cuando estaba acostada en la cama y escuchaba el océano, Marina había estirado sus largos dedos palmeados y soñaba con que le crecía una cola.
Y ahora volvía a ser septiembre y solamente les separaban tres pies del precipicio.
—Pronto, la maldita casa estaría en el agua —dijo la madre de Marina—, Ésta es la sexta tormenta este mes y el acantilado está desapareciendo. Los vecinos lo saben, pero tu padre no. Él no abandonaría la casa y yo no puedo abandonarle a él y nos vamos a caer dentro del océano. La gente del pueblo me habría llamado pescadera aunque nunca levantara la voz. ¡Oh, Marina, estaríamos más a salvo bajo el agua que aquí!
Hubo un brillante destello de relámpagos fuera y después un ensordecedor estrépito y el olor del ozono. La madre de Marina apretó las mantas con manos crispadas y echó una mirada al tapiz de punto de cruz que había bordado cuando Marina era una niña aterrorizada por los fantasmas que traía el viento:
—No tengas miedo. La isla está llena de ruidos, sonidos y aires dulces que dan placer y no hacen daño.
Había estado colgado, en la habitación de Marina durante años, pero cuando la madre ya no podía andar, Marina se lo llevó abajo y lo colgó enfrente de la cama de madre, de modo que pudiera verlo siempre que hubiera relámpagos.
Pasaron dos semanas y otras seis pulgadas del acantilado se derrumbaron. Ahora la parálisis se extendía hasta la mitad de los muslos de madre. Papá y los médicos querían que fuera al hospital para hacerle un tratamiento experimental, pero ella se negó.
Mis piernas se ponen peor cuanto más peligrosa es la casa —dijo—. Si estuviéramos en una casa más segura, apuesto a que estaría perfectamente. ¿Qué tal si nos mudáramos a otro sitio, George? Sería un experimento interesante, ¿verdad?
—No tiene nada que ver con la casa —dijo papá—. Estuviste perfectamente en esta casa durante veinte años. ¡Es la misma que tenía tu tía y ella vivía en Kansas! Es una tendencia congénita.
—Que surge por la tensión nerviosa —dijo madre suavemente—, ¿Qué podría estar angustiándome ahora, George? Piénsatelo.
Papá se marchó bruscamente de la habitación con el ceño fruncido y la madre de Marina suspiró.
—Comprendes por qué no me voy al hospital, ¿verdad, Marina? —dijo.
Marina asintió con la cabeza, estremeciéndose. Uno de los chicos de su clase quería ser médico y una vez le había preguntado si podía escribir un informe de laboratorio sobre sus pies.
—Nada de escalpelos —le dijo frotándose las manos y relamiéndose—. Te lo prometo.
Marina no le había creído ni un momento e incluso a la gente con los dedos de los pies normales no les gustaban los hospitales.
—Pero, madre, yo creía que tía Eloísa se había ahogado en California.
—Sí. Se trasladó de Kansas a California justo después de que la diagnosticaran. Los médicos decían que había enfermado a causa del miedo que le daban los tornados, pero los terremotos eran peor. Lo siguiente que supimos fue que se había adentrado en el Pacífico y nunca más se volvió a saber nada de ella desde entonces.
—¿De verdad?—dijo Marina—, ¿Tenía los dedos palmeados?
—Apuéstate algo —dijo madre con un guiño y pasando sus ruanos por las mantas cuando la lluvia empezó a tamborilear sobre el tejado.
Llovió durante seis días. Al amanecer del séptimo, Marina se despertó de una pesadilla en la que se volvía sorda, dándose cuenta de que el silencio opresivo era solamente la ausencia de agua. Los dedos de los pies le hormigueaban desagradablemente y tuvo que ir al cuarto de baño.
Trastabilleó escaleras abajo, todavía medio dormida. De vuelta al ático, vio que estaba encendida la luz del cuarto de su madre enferma. Se había levantado viento, que gemía alrededor de la casa y sacudía las ventanas. Quizá tenga miedo, pensó Marina. Debería consolarla.
Pero madre estaba incorporada sobre una pila de almohadas y aporreaba absorta sus piernas con los puños. Cuando levantó la vista y vio a Marina, asistió con la cabeza, como si estuviera esperando que su hija se despertara a aquella hora absurda y dijo:
—Ya no puedo sentir las piernas. ¿Me ayudarás a sentarme en la silla de ruedas?
—Desde luego —dijo Marina, aturdida.
Su padre y los médicos estaban muy preocupados porque madre no se levantaba de la cama; ahora todos estarían felices.
—Es realmente emocionante —dijo Marina, intentando aparentar entusiasmo, aun cuando lo que ella deseaba de verdad era volver a dormirse—. Estoy muy contenta por ti.
—Cariño, quiero ir a mirar el agua antes de que vuelva a empezar a llover. No puedo quedarme más en esta casa.
—Debería despertar a papá. No querrá perderse esto.
—No, cariño, no lo hagas.
—Pero ahora comprenderá lo que pasa realmente con tus piernas —dijo Marina—, Lo comprenderá cuando vea...
—No, tu padre nunca lo comprenderá. Por eso necesito tu ayuda. De todos modos, mantuvo los ojos cerrados durante veinte años mientras el acantilado se iba derrumbando. Puede seguir durmiendo hasta el final.
De este modo, Marina ayudó a madre a sentarse en la silla de ruedas y la condujo al mermado patio trasero. Había marea alta; el aire estaba cargado de sal y las olas saltaban por el acantilado como grandes perros mal educados, ansiosas de que les acaricien. El viento azotó la cara de Marina y convirtió su cabello en una serpentina enredada, pero madre se rió y dijo:
—Más cerca, cariño. Quiero estar más cerca del borde.
Marina había confiado en poder echar un vistazo bajo las mantas de madre, pero aun en la silla de ruedas seguía estando envuelta en lana por debajo de la cintura. Sus piernas habían cambiado de forma, eso estaba claro, y Marina no necesitaba más pruebas para demostrar lo que había pasado. Con los dedos de los pies hormigueándole, Marina la condujo, obediente, hasta el mismo borde del acantilado, sujetando la silla cuando madre se lanzó al agua. Fascinada y un poco restablecida por el insistente viento, Marina observó las olas durante un rato para ver si madre emergía. Marina la imaginó cortando el agua como una marsopa, saltando alegremente cuando la espuma caía por su espalda, pero no pasó nada.
Después de un rato empezó a llover de nuevo. Marina dio la vuelta y se llevó dentro la silla de ruedas para que no se oxidara. La necesitarían cuando volviese madre.
Su padre salió de la habitación de madre casi tan pálido como su pijama blanco.
—Dónde está tu madre? ¿Qué...?
Vio la silla de ruedas vacía y se detuvo.
—¿Marina? ¿Dónde está? ¿Por qué tienes mojados los pies?
El calor del interior de la casa hacía que Marina se adormeciera de nuevo.
—No pasa nada —dijo, ahogando un bostezo.
Tres semanas después, madre todavía no había vuelto. Marina estaba empezando a preocuparse y la situación no mejoraba por el hecho de que su padre, que tenía sus propias nociones de la lógica, hubiera decidido trasladar la casa al interior. Contrató ingenieros y topógrafos y, por último, un gigantesco helicóptero, que levantó la casa de sus cimientos hasta un enorme camión con plataforma que estaba aparcado a cincuenta pies del acantilado.
La gente del lugar se reunió en el camino y permaneció boquiabierto junto a la carretera mirando cómo se alzaba la casa en el aire. Uno había llevado una cámara de vídeo; otros habían llevado palomitas de maíz. El niño pequeño que vivía al otro lado de la calle ondeó una bandera. Marina había visto a dos de sus profesores intercambiando dinero y sospechó que estaban cruzando apuestas sobre si la casa se caería y se estrellaría contra su padre, que corría debajo agitando los brazos. Aunque no oía nada por encima del uac, uac, uac del helicóptero, por las bocas deformadas de los mirones sabía que estaban gritando asombrados por la última evidencia de la excentricidad de la familia.
La casa no cayó, sino que fue depositada a salvo en el camión. Marina y su padre la siguieron en su desvencijado Toyota cuando la casa fue transportada desde el borde del océano hasta su nuevo emplazamiento, junto a las marismas.
Muchos de los vecinos fueron andando, caminando al mismo ritmo de la lenta procesión. La mayor parte de ellos mantenía una distancia respetuosa, aunque el propietario de la cámara seguía intentando filmar a través del coche, como si Marina y su padre fueran músicos de rock o dignatarios extranjeros. Marina seguía esperando las risas burlonas que le habían herido tanto durante toda su infancia —Fea hedionda, Pies de pez, Hueles como los muertos al calor, Vete a comer algas con las ballenas—, pero por una vez la curiosidad había reemplazado a la crueldad.
La lente de la cámara de vídeo apareció en su ventanilla y puso la peor cara que pudo conseguir, sacando la lengua todo lo que pudo y moviendo las orejas. Después de que hubiera desaparecido la cámara, dijo:
—Estás creando más problemas para todos, ya sabes. Especialmente a madre.
—Tú piensas que yo la maté —dijo papá hoscamente—. Por eso estás enfadado.
¡Cuánta verborrea sobre la muerta! Ni siquiera había dejado hablar a Marina con la policía para explicar lo que había pasado, porque temía que pensara que ella había matado a madre.
—No está muerta, papá —dijo—. Debe de haber sido por culpa del viento. Quería salir para mirar el agua, pero se acercó demasiado al borde, se asomó demasiado y el viento la empujó —su padre suspiró y se mordió el labio inferior durante un instante, mirando furtivamente a través del parabrisas rayado.
—Tenía que haberlo pensado hace años. Siempre quiso que nos mudáramos.
Marina jugueteaba de forma irritante con la hebilla de su cinturón de seguridad. La teoría del viento era una tontería, pero sabía que no tenía objeto decirlo.
—¡Ella quería que nos trasladáramos nosotros, no la casa! Ahora no sabrá dónde encontrarnos cuando salga del agua. Mirará a su alrededor y verá un gran agujero donde estaba la casa y no encontrará ninguna señal nuestra.
—Piensas que la maté yo.
—Si estuviera muerta, habría un cuerpo —dijo Marina, haciendo chasquear la hebilla como si se tratara de un par de mandíbulas de metal en miniatura.
—Lo de la cola era una broma, Marina —su voz era átona y plana—. Los vecinos hacían bromas de esto y tu madre hacía bromas sobre sus bromas para intentar que te sintieras mejor..., pero, Marina, ¡eso era todo!
—Volverá, papá. Ella me dijo que no te abandonaría. ¿No decía que la señora Simpson era idiota por haberse fugado con aquel hombre? ¿No se ponía furiosa con todos esos padres divorciados que no pasan pensión a sus hijos? ¡Ella no haría una cosa así!
Papá la miró y sacudió la cabeza tristemente.
• • • • •
El traslado de la casa fue un claro error. El tejado crujía por los mismos sitios que siempre, la humedad se infiltraba más penetrantemente que cuando estaba a sólo unos pies del acantilado. Parecía que llovía constantemente, una desconsolada llovizna cuya único entusiasmo era el ocasional destello de un relámpago.
—La casa tiene que asentarse —decía el padre de Marina. Pero cuando se asentó, se torció y se abombó. La barandilla de la escalera estaba curvada; todos los escalones torcidos y los suelos ya no estaban nivelados. Las puertas no cerraban bien y los paneles de la ventana crujían. La casa cantaba como un órgano tocado por el viento.
Todo esto ponía a Marina cada vez más nerviosa y a su padre cada vez más nostálgico.
—Aquí es donde tu madre y yo nos besamos por primera vez —dijo cuando estaba en el inestable porche. La despensa, llena de goteras, le inspiraba historias sobre las conservas de su esposa; el mohoso cuarto de baño, sobre sus baños de espuma de los sábados por la noche. En el cuarto de estar, las esquinas oscuras se iban haciendo bizantinas por los dibujos del moho. Se pasó toda una tarde de sábado recordando la primera vez que había visto a su futura esposa en uno de los tés que organizaba su madre para las damas del vecindario.
Marina no sabía si gritar o llorar. Era obvio que a medida que la casa se hacía más peligrosa, menos deseaba abandonarla su padre. ¡No era extraño que madre hubiera saltado al océano! Pero Marina no podía simplemente reunirse con ella, porque entonces a papá no le quedaría nadie.
A la mañana siguiente, Marina tomó una decisión inflexible. Si papá no buscaba otra casa para ellos, lo tendría que hacer ella misma. Siendo consciente de que los dueños de propiedades peligrosas podrían no contestar a sus preguntas con honestidad, formuló varias cuestiones dirigidas a que le alertaran ante los posibles peligros. ¿Cómo se siente cuando se despierta a media noche y escucha crujidos en el ático? ¿Le sudan las palmas de la mano cuando hay mucho viento? ¿Con cuánta frecuencia ha soñado con inundaciones el año pasado?
Marina visitó todas las casas del pueblo que estaban en venta. Llevaba su mejor falda de satén y una chaqueta de terciopelo; se hizo un peinado de hacía quince años para parecer mayor y más responsable y estaba pendiente de alabar a los animales domésticos y a los niños de los propietarios. A pesar de sus esfuerzos, la gente se limitaba a sonreír y llamaban a su padre para que la llevara a casa. Uno de ellos dijo: «Su hija se ha perdido», como si Marina fuese un perro que se hubiese soltado de la correa.
Aquella noche Marina permaneció despierta mucho tiempo, conteniendo las lágrimas y flexionando sus dedos palmeados. ¿Dónde estaba madre? Habrían sido comprensibles unas pequeñas vacaciones mirando por allí abajo, sin tempestades. ¡Pero habían pasado casi dos meses! ¡Una cola no podía ser tan difícil de utilizar! Quizá tenía razón papá y madre no volvería nunca.
Marina hundió su cara en la almohada. No, no podía ser verdad. Madre no era así. incluso si no les hubiera querido, incluso si hubiera bordado el tapiz, cocinado todas aquellas comidas y cosido los botones de papá para mantener las apariencias, incluso así, especialmente así, nunca se habría permitido actuar como la señora Simpson. ¿No le había dicho mil veces a Marina que no huyera sólo porque los otros niños cantaban canciones sobre ella? ¿No le había hablado siempre de la importancia de los buenos ejemplos? Ella no se había escapado para siempre. Tan sólo se había ido una temporada para demostrarles que era posible...
Mientras Marina mordisqueaba una esquina de su sábana, de repente se le ocurrió que quizá, al haberse entregado al océano, madre era incapaz de arriesgarse a volver a tierra. ¿Sería fácil desprenderse de una cola cuando te ha crecido? La gente necesita botes o puentes para cruzar unas pocas millas de agua, pero quizá madre no podía volver a casa, a unas pocas millas al interior, donde se habían mudado, sin utilizar una estratagema similar.
Marina se relajó y dejó de mordisquear la sábana. Todo estaba en orden. Había un montón de posibles motivos por los que todavía no había vuelto madre. Necesitaba ayuda, eso era todo. Le había dicho a Marina que necesitaba ayuda. «Tu padre no lo entenderá nunca», había dicho. «Por eso necesito tu ayuda.»
Así que Marina empezó a introducir cartas en botellas usadas de salsa de tomate y tarros de escabeche, arrojándolas desde el acantilado Escribió: «Te echo tanto de menos.
Y mis pies hormiguean cuando hay pleamar. Te iré a buscar a la playa si no puedes volver por ti misma. Madre, papá guardó la silla de ruedas, aunque no cree que vayas a volver, así que no será ningún problema llevarte a casa. Llenaré la bañera con agua fresca del mar todos los días; te llevaré cangrejos, algas y peces azules, todo lo que puedas desear.
Simplemente, vuelve, madre. Tienes que volver antes de que las paredes se hundan y el techo se desplome. Jodas las noches me preguntó si me enterrarán durante el sueño y estoy preocupada por papá. Madre, tienes que volver.»
A las cartas, Marina añadió sobornos: recobraría el peine de carey favorito de mamá, y un brazalete de plata y coral que Marina le había comprado con el dinero de su paga...
Y nadó con todo esto por las rompientes tan lejos como pudo, desplazándose poderosamente con sus pies palmeados. ¡Cómo le hormigueaban los pies! ¡Cómo pugnaba por salir su cola! Pero no se lo permitiría. Si crecía, podía ser incapaz de salir del agua y entonces no quedaría nadie para proteger a papá.
La gente del pueblo, que observaba todo esto con intenso interés y absoluta estupidez, pensaba que era Marina quien necesitaba protección. Los pescadores locales y los atletas trabajaron sin descanso en el heroico salvamento, arrastrándola hasta el puntal tan inexorablemente como el camión había arrastrado la casa hasta el interior. Papá la interpretó tan mal como los vecinos; se asustaba tanto siempre que la veía marcharse de casa que Marina empezó a escabullirse a hurtadillas cuando él estaba demasiado ocupado reparando algo para no darse cuenta.
Un frío día de abril, cuando Marina estaba rastreando las dunas buscando alguna señal de la presencia de madre, encontró una barca descolorida, incrustada de percebes, con dos remos astillados. Esta vez había cogido la comida preferida de madre. Todos los placeres que no podría conseguir en el océano: fresas y helado de vainilla, bocadillos de jamón y salchichón y aceitunas verdes rellenas. Una tarde clara y de mucho viento Marina cargó el bote con pan hecho en casa y una ración de chuletas de cordero y botellas de hierbas olorosas y se adentró remando una milla o más, hasta que le dolieron los brazos, antes de dejar caer el festín en el agua. Esperando ver emerger a su madre, observó cómo desaparecían los botes, las pesadas bolsas de plástico y los paquetes envueltos en papel de aluminio. No vio nada.
Cuando volvía, deprimida y agotada, el bote empezó a hundirse. El agua se filtraba por la borda hasta convertirse en una especie de bañera de agua salada, pero estaba demasiado cansada para nadar. Se abrazó a unos trozos de madera y se preparó para echarse una siesta; se sentiría más fuerte cuando se despertara. Pero no tuvo la oportunidad, porque una potente motora de fibra de vidrio se acercó vomitando gasolina.
Papá se puso fuera de sí cuando los dos barrigudos navegantes aficionados de la ciudad, con diminutas sirenas dibujadas en su ropa, llevaron a Marina de regreso a casa. Sus labios estaban agrietados por la sal, su cabello colgaba CMI mechones y los dedos de los pies le picaban de una forma insoportable. Los deportistas dijeron que era una adolescente problemática y caprichosa, empeñada en destruirse. Dijeron que necesitaba ayuda. ¿Por qué no se había alegrado cuando la encontraron? ¡Había actuado como si quisiera quedarse allí para ahogarse!
—No saben de lo que están hablando —dijo Marina a su padre después de que los deportistas se hubieran ido—. No estaba intentando ahogarme, sólo me estaba echando la siesta. Utilicé el bote solamente porque pensé que, en cualquier caso, me iría mejor. Habría estado más segura nadando.
—Me estaba temiendo esto —dijo su padre severamente—. Intentaba convencerme de que no era verdad, pero debería haberlo sabido. Son esos malditos pies... tú, tu madre y tu tía. ¡Todas vosotras con los dedos palmeados y locas como cabras! ¡Es hereditario! Bien, ¡no voy a permitir que te ahogues tú también! ¡No permitiré que suceda!
Marina frunció el ceño y se rascó la planta del pie.
—No se ha ahogado nadie y no estoy loca.
Papá suspiró, mirando fijamente los últimos zarcillos de hongos sobre la barandilla del porche.
Marina, hay alguien a quien quiero que veas —dijo.
Concertó una cita para Marina con el psiquiatra local, que se sentaba detrás de un escritorio enorme y asentía simpáticamente a intervalos precisos. Marina estaba sentada en una silla de asiento dislocadamente moderno, parloteando nerviosamente sobre desagües de tormenta, dedos palmeados y punto de aguja.
—La gente que vive por aquí se burla de mí a causa de mis pies, ¿sabe? Estoy segura de que lo ha oído usted mismo.
Y mi padre piensa que soy tonta por preocuparme por la seguridad de la casa, porque está demasiado ocupada reviviendo su juventud perdida. Pero no soy más rara que cualquier otra persona. Quiero decir, algunas de las personas que pasaron aquí el último verano tenían el pelo púrpura.
Todos se burlaban de ellos también, pero nadie dijo que debieran hablar con usted.
—Ya veo —dijo el doctor, inclinando la cabeza como si escuchase un metrónomo invisible—. Hablemos de la muerte de tu madre.
—Mi madre no ha muerto.
El médico la miró compasivamente.
—¿No? Pero ella saltó al océano, ¿verdad? ¿Eso no significa que se mató ella misma?
—Saltó al océano para aprender a nadar —estalló Marina, preguntándose si todos los hombres de mediana edad estaban obsesionados con la muerte. Pensó quitarse los zapatos y enseñarle al médico sus dedos, pero optó por no hacerlo. Eso no habría convencido a papá de nada más que de su locura, aunque la conexión entre los pies y el cerebro a lo mejor era una atenuante.
—¿Por qué iba a llevarle todas esas cosas si estuviera muerta?
—Porque tú no sabes que está muerta.
—Ni usted —dijo Marina.
Siguieron dando vueltas al tema durante otros cuarenta y cinco minutos. Al final, el médico decidió que Marina estaba sufriendo un síndrome postraumático de aflicción; le dio unas pastillas para dormir y explicó con cansina minuciosidad por qué llevar regalos a madre era una conducta regresiva y disfuncional.
Al margen de lo que pudiera haber sido su conducta, Marina pronto descubrió que era además una pérdida de tiempo. En las semanas siguientes, casi todo lo que había lanzado al agua regresó a la orilla. Encontró el peine entre las rocas y vio que la amiga de un surfista llevaba el brazalete. En cuanto a la comida y las cartas, ¿qué se podría decir? Cualquiera de las botellas y cajas de plástico desechadas en la playa podía ser una de las que Marina había utilizado para encerrar sus ofrendas; el papel se habría disuelto cuando las botellas se abriesen en el mar y la comida se la habrían comido los tiburones, los cangrejos o los diversos buzos hambrientos.
Cuando el tiempo se hizo más cálido, Marina empezó a vagar por el borde del acantilado y a gritar enfadada:
«¡Madre, déjalo ya y vuelve!»
Atraía multitudes cada vez mayores de turistas de fin de semana, ya que la temporada veraniega había comenzado de nuevo. La observaban desde los coches y desde las barcas, bebiendo cerveza y aporreando las bocinas. Si madre oía esto, no dio señales de vida.
El verano no fue mucho más seco de lo que habían sido el invierno o el otoño. Cuando la lluvia goteaba dentro de la casa y el viento sangraba a través de las grietas de las paredes, Marina encontraba a menudo a papá murmurando para sí cuando trabajaba, como si estuviera decidido a detener la desintegración de la casa con su fuerza de voluntad. Las alfombras y las cortinas estaban más allá de la salvación. Su último proyecto, que implicaba arcanas combinaciones de cera para muebles, era una acción de retaguardia contra el moho que se extendía rápidamente por la mesa del comedor.
Madre todavía no había reaparecido.
Disgustada con los dos, Marina se resignó a la incierta comodidad de las plegarias de infancia, un ritual que en los mejores tiempos había encontrado poco convincente y que ahora le parecía incluso más insustancial que la delicada red de seguridad de las anécdotas interminables de papá. Todas las noches rogaba por el regalo de otra mañana; todas las mañanas, cuando se despertaba temiendo una consciencia más aguda del arrastre de las mareas y de la inseguridad del tejado, suplicaba fervientemente el regreso de madre.
• • • • •
Una fría mañana de octubre, casi exactamente un año después de la desaparición de madre, Marina abrió los ojos y se encontró un racimo de tres conchas de mejillón descansando inestablemente sobre el alféizar de su ventana. Había una mata de extrañas algas blancas enredada sobre el porche delantero y un pequeño pez plateado, todavía vivo, revolcándose en el patio delantero.
—Gaviotas —dijo papá cuando la despertó. Se sentó apoyándose en un mohoso montículo de almohadas, parpadeando aturdido. Cada día se le hacía más difícil levantarse de la cama. Ahora su debilidad era permanente y su tos casi constante, agravada sin duda por las esporas que iban a la deriva por toda la casa. Pasaba su tiempo libre (los pocos momentos que podía escatimar a los trabajos de la casa) visitando a especialistas que no tenían ni idea de qué era lo que le producía tales síntomas, aunque Marina les habría dicho alegremente que le preguntaran a ella.
—Las gaviotas son glotonas, papá. Una gaviota se habría comido ese pez.
Él intentó ponerse de pie, haciendo una mueca de dolor cuando apoyó su peso sobre los pies enfermos. Marina, suspirando, le ofreció su hombro para que se apoyara. Estaba bien que hubieran guardado la silla de ruedas; aunque madre no la volviera a utilizar, papá la necesitaría dentro de poco.
—Marina, quizá el pájaro estaba enfermo. Quizá el pececillo estaba enfermo y el pájaro lo sabía. Estoy seguro de que fueron las gaviotas, querida.
—Bien, ¿y qué hay de las algas? No se ven algas blancas en la playa, papá. Proceden de algún otro sitio tan profundo que ni siquiera tienen clorofila...
—Obviamente, flotaron hasta la superficie.
—Oh, claro —dijo Marina. No comprendía cómo alguien que decía tan a menudo echar de menos a madre durante tanto tiempo podía ser tan deliberadamente obtuso. Los mensajes que madre había enviado eran claros: «Estoy viva. He ido a la profundidad. Nosotros tres estaremos juntos de nuevo».
Pero ¿cuándo y cómo? ¿Por qué había esperado tanto tiempo para ponerse en contacto con ellos? ¿Por qué no se presentaba ella misma en carne y hueso?
¿Por qué había escogido confiar sus mensajes a las gaviotas, mientras que Marina se había visto forzada a confiar los suyos a las corrientes?
Marina meditó estas cosas durante el desayuno, mientras su padre escuchaba la radio. El agua goteaba del techo, empapando las tortas y diluyendo el almíbar. Los huevos preparados para Marina eran pequeñas islas amarillas, sus lonchas de bacon casi se sumergían en los arrecifes. Todo, incluido el zumo de naranja, tenía sabor a sal.
—Escucha —dijo papá; su voz se hizo rara—. Marina, ¿estás escuchando la radio?
Bostezando, ella atendió al torrente de palabras. Los comentaristas del boletín meteorológico estaban hablando acaloradamente sobre el huracán «Canute» que actualmente amenazaba el Atlántico y que pronto se trasladaría a tierra, provocando lluvias torrenciales e inundaciones costeras. Se esperaban daños enormes, pues la tierra, saturada ya por las fuertes lluvias, no podría absorber más agua. La tormenta se produciría junto a la marea alta.
El corazón de Marina dio un vuelco, al tiempo que su padre palidecía y comenzaba a despotricar sobre la crueldad despiadada del mar. En un momento de absoluta lucidez, ella pensó que quizá había hecho bien en trasladar la casa. Madre no había podido nadar hasta la cima del acantilado, ni siquiera en la tormenta, pero de esta forma podría encontrarlos. Marina se congratuló agradecida; después de todo, éste había sido el sitio más adecuado para la casa.
• • • • •
A medida que el día avanzaba, casi todos los del pueblo huyeron tierra adentro, formando largas caravanas de coches atestados de gente. Por una vez, papá quiso unirse al éxodo y, por supuesto, Marina tuvo que detenerlo. Madre le había advertido que él nunca comprendía; el racimo de mejillones del dormitorio de Marina significaba claramente que tenía la responsabilidad de asegurar la reunión de la familia.
—Podemos irnos en el coche cuando tengamos que hacerlo —le dijo—; pero haríamos mejor asegurando la casa o no estará aquí cuando volvamos. Después de todo, el trabajo que has hecho no querrás que el agua te venza ahora, ¿verdad?
Así que durante toda la tarde ella estuvo recorriendo la casa, ajustando las ventanas que crujían, desconectando enchufes que les habían amenazado con electrocutarles durante meses y cubriendo con plásticos los mohosos muebles.
Su padre, que ya no podía hacer las cosas con rapidez, trasladaba laboriosamente sus posesiones favoritas arriba, donde creía que podían escapar a las posibles inundaciones. Marina inventó tantas tareas extra para él como pudo imaginar, cuando el viento se levantó y su pulso se hizo frenético; mientras papá estaba descongelando el frigorífico, ella corrió fuera y vertió un paquete de azúcar en el depósito de la gasolina del coche.
Él se pasó quince minutos intentando encender el motor, aunque para entonces ya era dudoso que alguna de las carreteras locales estuviera transitable. Marina le sugirió regresar a la casa para llamar pidiendo ayuda. Arrancó el cordón del teléfono de la pared y ocultó el vandalismo detrás de una silla antes de regresar fuera corriendo para anunciar, en lo que ella consideraba una representación convincente de alarma, que las líneas estaban cortadas.
—¿Qué vamos a hacer —gritó él con una voz tan alta y lastimera como la de una gaviota—, ¿Cómo saldremos de aquí ahora?
—Vendrá gente a evacuarnos, papá. La policía o los bomberos; la Guardia nacional. Posiblemente, perros San Bernardo con barriles de ron en miniatura. Será mejor que entremos y esperemos.
Borracha de alivio por el inminente regreso de madre, Marina ayudó a su padre a volver dentro e hizo té en un hornillo de gasolina. Dentro de su taza puso dos pastillas para dormir de las que el psiquiatra le había dado a ella. Papá parecía muy tranquilo, estirado en el sofá y, por los rítmicos movimientos de su labio inferior, Marina supo que estaba roncando satisfactoriamente, aunque no podía oírle a causa de la tormenta.
Continuó roncando mientras Marina observaba cómo el agua que llenaba la marisma se movía lentamente a través de la carretera y subía hasta el patio. Cuando cayó la oscuridad, oleadas espumosas estaban lamiendo los escalones del porche. Cuando el bote de salvamento llegó con la luz deslumbrante de sus reflectores, Marina apagó su linterna —que pensaba que podía servir como faro para madre— e ignoró el timbre de la puerta y los altavoces.
Temía que alguien entrara en la casa para buscar supervivientes, pero nadie lo hizo. Al final se fueron, después de relatar a gritos estadísticas terribles de víctimas junto al mar durante las inundaciones provocadas por el huracán. Marina estaba muy satisfecha de que papá no se hubiera despertado en ese momento. Le habría alarmado.
Cuando él se despertó, había cinco pulgadas de agua en el cuarto de estar, y fuera la inundación estaba subiendo rápidamente por encima de los alféizares. Miró aturdido a su alrededor: las viejas revistas y ceniceros, las tazas de té que se balanceaban fortuitamente a la débil luz de la linterna de Marina.
—Marina, han... Marina, ¿no ha venido nadie a por nosotros? —ella apenas podía oírle; su expresión suplicaba más elocuentemente que sus palabras—. ¿Cómo me he podido dormir en medio de esto? ¿Por qué estoy tan débil?
—Madre vendrá ahora a por nosotros —le dijo Marina—, Ella necesitaba la tormenta para venir, papá; necesitaba el agua. Nos llevará a su casa del fondo del océano, donde nunca hay tormentas.
Su padre la miró fijamente con su pálida cara cubierta de sudor. Afuera, el viento ululaba y la casa vibraba alrededor de ellos, zumbando en un tono menor, como si cantara un réquiem por su propia destrucción.
—No —dijo intentando levantarse. Las pastillas hacían pastosa su voz; siempre que lograba incorporarse, se derrumbaba de nuevo—. Marina, has estado soñando todas esas historias de perlas y corales... No volverá, no. Nunca más. ¡No puede volver!
Parecía tan asustado que Marina se compadeció de él. ¿Qué podría decirle para hacerle comprender?
—Papá, estaremos a salvo. No te preocupes. Madre estará aquí pronto. Estoy segura de que encontrará la forma de darte una cola a ti también. Nos llevará a casa.
Marina podía sentir cómo empezaban a alargarse los dedos de los pies; las membranas que había entre ellos se estiraban como había soñado con frecuencia. Esta vez no intentó detenerlos.
—No —dijo él, haciendo otro esfuerzo inútil por incorporarse—. Está muerta. Tenemos que irnos. Tenemos que salir como... como todos los demás. O moriremos también. Por favor, Marina. Por favor. Ayúdame a levantarme.
—No podemos irnos, papá. Es demasiado tarde.
Mientras estaba hablando, una de las ventanas selladas se abrió violentamente. Dentro de los torrentes de agua que se precipitaban hacia ellos, Marina vio una forma borrosa, turbia y oscura.
—¡Oh, papá, mira, está aquí!
Por supuesto, aquéllas eran unas manos extendidas dando la bienvenida; por supuesto, aquella trémula luz blanca era una sonrisa amorosa, aquellos filamentos arremolinados, los lujosos rizos del largo cabello negro de madre. Pero el padre de Marina gritó con un ronco bramido, levantando las manos. Debe haber sido el mismo mar del que se escondía; ¿cómo podía asustarse de su amada esposa?
Marina quería decir algo reconfortante, pero no había tiempo. Las olas estaban encima de ellos, y con su última inspiración de aire se lanzó alegremente a los brazos extendidos de su madre.