Seguí mirando a la cámara con miedo a que mis ojos parpadeasen cuando se levantase del suelo. Su ayudante permanecía cerca, pero obviamente sabía que él se quería levantar solo: conseguir la pequeña victoria de ponerse en pie después de la gran derrota de caer por tercera vez desde que yo había entrado en su estudio con mi padre.
Robert Layne-Dyer fue el primer homosexual que yo había reconocido, si se puede decir así. Desde que tenía solamente ocho años, no tenía ni idea de qué pasaba «con él», aparte de que sus gestos eran más teatrales de lo que yo estaba acostumbrado a ver en otros hombres, y su forma de hablar era afectada y su voz demasiado suave. Yo conocía el acento sureño de mi padre y sus codos encima de la mesa del comedor. Estaba acostumbrado a los amigos de mi papá que hablaban de dinero, mujeres, política y otras cosas con las mismas risas estentóreas de asentimiento y gruñidos ruidosos de indignación o cólera.
Layne-Dyer era una mariposa. No es una bonita palabra para utilizar hoy en día, porque es igual que llamar «bollo» a una mujer, pero afrontémoslo; en este mundo hay mariposas y bollos. No obstante, la mariposa que me tenía posando para él era uno de los fotógrafos más famosos del mundo. Por eso le consintieron, allá por aquellos oscuros días republicanos de los cincuenta, enarbolar ante el mundo su homosexualidad como una bandera de una milla de largo. Cuando ahora pienso cuánto coraje tuvo que echarle aquel hombre para comportarse de esta forma en 1957, me resulta impresionante.
Mi padre, que entonces era rico e influyente, decidió que había llegado el momento de que me hicieran un retrato. Devoto y voraz lector de revistas, hojeó el Vogue y el Harper’s Bazaar de mi madre casi con tanto cuidado como lo hacía ella. Partiendo de los fotógrafos que había visto allí, escogió a Layne-Dyer para que me inmortalizara.
Después de los oportunos informes y negociaciones, papá y yo llegamos una mañana de julio a la puerta de una elegante casa de piedra marrón en Gramercy Park. Mientras íbamos en el taxi, me dijo que probablemente el fotógrafo sería un «marica», pero que no me molestaría.
—¿Qué es un «marica», papá?
—Un «chico» al revés.
—«Chico» al revés es ocihc. «Marica» es aciram.
—Ya verás lo que quiero decir cuando lleguemos allí.
Lo que vi fue un hombre muy enfermo. Contestó a la puerta y, sonriendo, nos estrechó las manos a los dos. Pero había muy poca luz en él. Me recordaba a una linterna con una sola bombilla.
Tenía unos treinta y cinco años, de peso medio y fornido, con un mechón de pelo rubio que caía sobre su frente como una coma. Sus ojos eran verdes y grandes, pero bastante hundidos, disminuyendo su tamaño hasta que se le miraba detenidamente. Lo cual yo hice, por supuesto, porque estaba buscando al «marica». También fue la primera persona que me llamaba «señor Harry».
—Así que han llegado los Radcliffes. ¿Cómo está usted, señor Harry?
—Bien, señor Layne. Quiero decir señor Dyer.
—Me puede llamar de las dos formas. O Bob, si le resulta más cómodo.
Entonces se calló.
¡Sólo boom! Sin avisar, sin tropezar ni agitar los brazos. Un momento de pie con nosotros y al siguiente en el suelo, hecho un fardo. Naturalmente, me reí. Pensaba que lo estaba haciendo para mí, una broma de un chaval loco. Puede que aquello fuera lo que quería decir papá cuando dijo que los maricas eran chicos al revés.
Mi padre me dio un codazo en las costillas que me hizo mucho daño y grité.
Layne-Dyer le miró desde el suelo.
—Está bien. No lo entiende. Me caigo mucho. Es un tumor cerebral y me hace hacer cosas extrañas.
Miré a mi padre para que me explicase. Éramos camaradas y generalmente era sincero conmigo, pero esta vez sacudió levemente la cabeza queriendo decir: «Espera hasta más tarde». Así que me giré hacia el fotógrafo y esperé a ver lo que haría a continuación.
—Vamos dentro, y usted prepárese para posar —se levantó lentamente del suelo y emprendió el camino hacia el interior de la casa.
Aún hoy recuerdo cómo estaban amuebladas sus habitaciones. Muebles oscuros «Misión», piezas de vidrio ornamental por todas partes —Steuben, Lalique, Tiffany—, que atrapaban y devolvían la luz en complejas proyecciones para cualquiera que prestara atención.
En las paredes colgaban algunas de sus fotografías más famosas: Fellini y Giulietta Masina comiendo juntos durante el rodaje de La Strada. Ciclistas del Tour de Francia avanzando en un pelotón compacto calles de París abajo, con la Torre Eiffel asomando tras ellos como un golem de metal monstruoso.
—¿Hizo usted esa fotografía?
—Sí.
—¡Es el presidente Eisenhower!
—Exacto. Me permitió ir a la Casa Blanca para hacerla.
—¿Estuvo en la Casa Blanca?
—Sí. Un par de veces.
No sabía quién era Fellini, y cualquiera podía correr en bicicleta; pero ser invitado a la casa del presidente Eisenhower para hacer una fotografía significa que vales mucho, por lo que sé. Seguí muy de cerca a Bob hasta su estudio.
Más tarde leí en la autobiografía de Layne-Dyer que odiaba que le llamasen de otra forma que «Robert». Pero «Bob», para un chico de ocho años, suponen un par de vaqueros suaves y familiares, mucho más que «Robert», que es el traje de lana negra que te obligaban a poner el domingo para ir a la iglesia o el nombre del primo lejano, al que odias inmediatamente cuando le conoces por primera vez.
—¿Qué clase de fotografía me vas a hacer?
—Entra y te lo enseñaré.
El estudio no era extraordinario. Había luces y reflectores por todos lados, pero nada emocionante, nada prometedor aparte de las cámaras que indicaban que los materiales eran más importantes aquí dentro: ten más cuidado donde pisas. Pero yo tenía ocho años y que me hiciese un retrato alguien famoso simplemente me parecía bien; una combinación de lo que me correspondía por ser Harry Radcliffe, de tercer curso, y porque mi padre, un hombre rico y amable, lo deseaba. A los ocho años eras mortalmente serio sobre lo que te debe el mundo: la civilización empieza en tu habitación y parte desde allí.
—Siéntate aquí, Harry.
Una ayudante preciosa llamada Karla empezó a moverse por toda la habitación, colocando las cámaras y los trípodes. Me sonrió unas cuantas veces.
—Harry, ¿qué quieres ser cuando seas mayor?
Mirando para ver si Karla estaba observando, le dije confidencialmente:
—Alcalde de Nueva York.
Layne-Dyer se atusó el pelo con las dos manos y sin dirigirse a nadie en particular, dijo:
—Qué chico tan modesto, ¿verdad?
Esto le hizo reír a mi padre. Yo no sabía qué significaba aquella palabra, pero si papá se reía, debería estar bien.
—Mírame, Harry. Bien. Ahora mira hacia allá, a la foto del perro en la pared.
—¿De qué raza es ese perro?
—No hables durante un minuto, chico. Déjame que termine esto y después charlamos.
Intenté enterarme de lo que estaba haciendo fuera de mi campo visual, pero no podía conseguir que mi globo ocular llegase más lejos. Empecé a darme la vuelta.
—¡No te muevas! ¡Quédate así! ¡No te muevas! —Flash, flash, flash—. Está bien, Harry. Ahora ya te puedes volver. —Flash, flash.
—¿Qué es eso?
—El perro de la pared.
—¡Oh! ¿Ya ha terminado de hacer mi retrato?
—Todavía, no. Un poco más tarde.
A la mitad de la sesión se derrumbó de nuevo, tal como he descrito.
—Hay un arte de caerse, ¿sabes? Cuando lo haces como yo, sin avisar, simplemente plaf, después de unas cuantas veces aprendes a observar y aguantar lo suficiente antes de golpearte. El diseño de las cortinas, cualquier cosa que puedas grabar en la retina, una mano... No te vayas con las manos vacías, no te asustes cuando te caigas. ¿Comprendes lo que te estoy contando, Harry?
—No señor. Realmente, no.
—Está bien. Mírame.
Los moribundos tienen una cualidad que incluso un crío percibe. No porque ya se hayan quitado de en medio, sino porque incluso los corazones jóvenes perciben su incapacidad de permanecer más tiempo. Detrás de las miradas de la enfermedad o del miedo está también la mirada del viajero de larga distancia, con las bolsas en el suelo y los ojos cansados, pero nerviosos ante cualquier cambio que se pueda producir. Son los únicos que siguen sus recorridos de veinticuatro horas y, aunque no envidiamos su próxima incomodidad o los saltos a través de los husos horarios, mañana estarán allí, un lugar que al mismo tiempo nos aterroriza y nos conmueve. Echamos una ojeada rápida a su billete, el destino increíblemente lejano que está escrito allí, imposible y, sin embargo, monstruosamente atractivo. ¿A qué les olerá el mañana? ¿A qué se parecerá dormir allí?
—¿Está enfermo?
Karla dejó de pasear por la habitación y miró a lo lejos.
Mi padre empezó a decir algo, pero Bob le cortó.
—Sí, Harry. Por eso me caigo.
—¿Tiene alguna enfermedad en los pies?
—No, en la cabeza. Se llama tumor cerebral. Es como un choque interior que me obliga a hacer cosas extrañas. Y acaba por matarte.
Estoy convencido de que no lo decía para atemorizarme o impresionarme, sino simplemente porque era la verdad. Ahora me había impresionado completamente.
—¿Se está muriendo?
—Sí.
—Es extraño. ¿Qué se siente?
Surgió un fogonazo de la cámara que tenía en la mano que nos hizo dar un salto a todos.
—Como esto.
Cuando volvimos a aterrizar puso el flash en una mesa e hizo un gesto con la cabeza.
—Ven conmigo un momento, Harry. Quiero enseñarte algo.
En ese instante le habríamos seguido los tres si nos lo hubiese pedido. Miré a mi padre para ver si estaba de acuerdo, pero no pude captar su mirada porque estaba observando intensamente a Layne-Dyer.
—Vamos, Harry; volvemos en seguida.
Me cogió de la mano y me condujo hacia el interior del estudio, a través de una cocina de madera con botes de plata de distintos tamaños que colgaban de las paredes como gotas de mercurio helado, un gran manojo de cebollas rojas y otro de cabezas de ajo.
—¿Le gusta cocinar a su mujer?
—Me gusta cocinar, Harry. ¿Cuál es tu comida favorita?
Supongo que las chuletas de cerdo —dije con desaprobación. Se suponía que los hombres no cocinaban. No me sentí feliz con esta revelación, pero se estaba muriendo y eso resultaba emocionante. A mi edad había escuchado muchas cosas sobre la muerte e incluso había visto a mi abuelo en su ataúd, donde parecía que estaba descansando. Pero estar cerca de una muerte que realmente se estaba preparando era algo más. Años más tarde, en una clase de biología, contemplé cómo una serpiente devoraba un ratón vivo poco a poco. Era lo mismo que pasaba con Layne-Dyer aquel día: se sabía que algo le estaba matando, incluso cuando contemplábamos sus cebollas rojas.
—Vamos.
Salimos de la cocina y fuimos a la última habitación, que estaba bastante oscura y vacía, salvo por algo que me hizo quedarme boquiabierto: una casa. Una casa del tamaño de un sofá. Desde el primer momento se percibía que no se trataba de la casa de muñecos monísima de las niñas, llena de cortinas rosas y camitas de Barb con flecos. Era grande, con telas serias.
—¡Uau! ¿Qué es eso? —No esperé la respuesta para examinarla.
—Echa una ojeada antes de que te lo cuente.
De niño me encantaba hablar, a menos que algo fuera tan fascinante que me hiciese callar sin darme cuenta. Sumido en el silencio o tan desbordado por su presencia, perdí totalmente las ganas de hablar.
La casa del fotógrafo lo logró. Más tarde, cuando estudié arquitectura y aprendí todos los términos formales, me di cuenta de que la casa era posmoderna, antes de que el término existiese. Sus líneas, sus columnas y las combinaciones de color eran anteriores a la obra de Michael Graves y Hans Hollein por lo menos en una década.
Pero a la gente de ocho años no le hace enmudecer el posmodernismo. Se quedan mudos ante el prodigio, la llama anaranjada y el estallido del trueno que se produce ante ellos. Así, pues, ¿qué había en la maqueta de Layne-Dyer que resultaba tan completamente absorbente? En principio, los detalles perfectos. Pomos de puertas del tamaño de una almendra labrados en metal; vidrieras de colores en la mayor parte de las ventanas; una veleta de cobre siluetada como el perro de la fotografía de la otra habitación. Lo más completo es lo que más nos tranquiliza. Aquí pasaba el tiempo, la palabra de cualquiera lo detenía durante un instante —¿horas?, ¿días?— mientras él trabajaba para tenerlo todo en condiciones. El resultado nos dice que es posible hacer cosas hasta el final, hasta que nosotros —no Dios ni el destino— decidimos que están terminadas.
No podía dejar de tocar la casa y todo lo que tocaba estaba hecho sólidamente y de forma preciosa. La única parte extraña era aquella en un lado del edificio; una porción del tejado había sido apartada y una de las habitaciones del piso de arriba parecía estar en construcción. Parecía un diagrama de una revista de bricolaje.
Una vez que el placer inicial pasó y la había recorrido con mis manos como un ciego, posándolas por todas partes en los pequeños recovecos y las maravillas escondidas, se produjo un segundo nivel de conocimiento. Por fin se me ocurrió que aquellas cosas sucedían realmente en aquella casa: los deberes estaban hechos, el pan horneado, los talones cubiertos, los perros corrían por los suelos de madera cuando sonaba el timbre de una puerta.
Vi Twilight Zone y Alfred Hitchcock Presents, y había visto espectáculos en los que las manos de muñecas eran maléficas, cosas peligrosas llenas de juguetes infernales o peor. Pero a pesar del fortísimo sentido de movimiento y de la vida real que había alrededor del modelo de Layne-Dyer, no percibí el peligro; no me sentí atemorizado ni amenazado por ello.
—Te enseñaré algo —acercándose a mí, fue a la sección donde había sido apartado el tejado y metió su mano en la habitación que estaba expuesta. Cuando reapareció sostenía una cama del tamaño de una pequeña rebanada de pan.
—¿Nunca te has comido una cama? —rompió un trozo y se lo metió en la boca.
—¡Frío! ¿Puedo comer un poco?
—Puedes intentarlo, pero no creo que seas capaz de comértela.
—¿Por qué? ¡Déme un poco! —cogí el trozo que me ofreció y me lo metí en la boca. Sabía a yeso salobre. Sabía como una maqueta.
—¡Aghhh! —escupí y escupí hasta echarlo todo fuera. Bob sonrió y continuó masticando hasta que se tragó su trozo.
—Escúchame, Harry. No te lo puedes comer porque no es tu casa. Más tarde o más temprano, en la vida de cada uno llega un momento en el que su casa aparece como ésta. Unas veces sucede cuando eres joven, otras cuando estás enfermo como yo. Pero el problema de la mayor parte de la gente es que no pueden ver la casa y, por tanto, mueren confundidos. Dicen que quieren comprender todo lo que hay, pero cuando se presenta la oportunidad, cuando se presenta la casa, o bien apartan la mirada o bien se asustan y se quedan ciegos. Porque cuando la casa está ahí, y tú lo sabes, no tienes ninguna excusa, chaval.
Una vez más me quedé desconcertado por lo que estaba diciendo, pero el tono de su voz era tan intenso que parecía exigirme que al menos intentara comprender qué era lo que le apasionaba tanto.
—Me asusta lo que está diciendo. No entiendo lo que quiere decir.
Asintió con la cabeza; se detuvo; volvió a asentir.
—Te estoy diciendo esto ahora, Harry, para que lo recuerdes más tarde. A mí no me lo contó nadie.
Todo el mundo tiene una casa dentro de sí. La casa les define. Un estilo y una forma específicos, un determinado número de habitaciones. Piensas sobre esto durante toda la vida. ¿Cómo es realmente la mía?, ¿cuántos pisos tiene?, ¿qué se ve desde las distintas ventanas? Pero solamente tienes una oportunidad de verla realmente. Si pierdes esa oportunidad, o la evitas porque te asusta, entonces se marcha y nunca la vuelves a ver.
—¿Dónde está esta casa?
Señaló a su cabeza y a la mía.
—Aquí dentro. Si la reconoces cuando llega, entonces permanecerá ahí. Pero aceptarla y hacer que permanezca solamente es la primera parte. Después tienes que intentar entenderla. Tienes que cogerla por partes y comprender todas las piezas. Por qué está ahí, por qué está hecha así... Más que nada, cómo encaja cada pieza en el conjunto.
Intenté ordenarlo todo. Hice la pregunta correcta:
—¿Qué sucede cuando comprendes?
Levantó un dedo, como si yo hubiese conseguido una buena puntuación:
—Te deja que te la comas.
—¿Como acaba de hacer usted?
—Exactamente. Te permite que te la metas dentro. Aquí, mira donde está apartado el tejado. Es la única sección de la casa que he sido capaz de entender. La única parte que se me permite comer.
Separó un trozo y se lo metió rápidamente en la boca.
—Lo jodido del asunto es que no me queda demasiado tiempo para hacerlo. No te puedes imaginar lo que se tarda, cuántas horas ahí sentado, mirando o intentando pensar... Pero no sucede nada. Es tan excitante y tan frustrante al mismo tiempo.
Todo lo que dijo después de «jodido» no llegó a ningún lugar de mi cabeza ¡Por qué había dicho aquella palabra! Ni siquiera mi padre la decía, y eso que soltaba un montón de palabrotas. Siempre que la he oído después, ha sido como si alguien me lanzase un arma ilegal o una bandeja de cartas marcadas. Te morías por mirar, pero sabías que podías verte atrapado en un infierno de cantidad de problemas si lo hacías.
Jodido. Cuando tienes ocho años no la oyes mucho. Es una palabra de adultos, prohibida y sucia, y que contiene un destello peligroso. Realmente no sabes lo que significa, pero si la has utilizado alguna vez, sabes que obtiene resultados rápidos.
La admiración y el respeto que despertaba la casa de Layne-Dyer —qué era, qué dijo que era— cayeron desde el horizonte en el momento que esta gran naranja, JODIDO, retumbó. La magia de la muerte, la magia de los grandes misterios, se perdieron ante la magia de una palabra.
Un instante después, mi padre y Karla comenzaron a llamarnos desde la otra habitación. Bob puso su brazo alrededor de mis hombros y me volvió a preguntar si había entendido todo lo que me había dicho. Mintiendo, asentí de una forma que yo creí que era inteligente y madura. Pero mi pensamiento estaba en otra parte.
La sesión fotográfica terminó poco después y fue una suerte, porque no veía el momento de llegar a casa.
Cuando estuve a salvo en mi habitación y había cerrado la puerta con llave, corrí al baño. Encerrándome con llave allí también, encendí la luz del techo y me dije la palabra a mí mismo una vez tras otra. En voz alta, en voz baja, como una plegaria, como una orden. Ponía caras con la palabra, gesticulaba de todo. Al escucharla de labios de Layne-Dyer había perdido algo dentro de mí y no podría dejar aquello hasta que no lo hubiese entendido, hasta que hubiese agotado todas las posibilidades.