Fuego.

—No, lo siento. Se ha equivocado de número. Mick y Carla ya no viven aquí.

Gordon colgó el teléfono. ¿Cuándo iba la gente a comprender el mensaje? Carla y Mick se habían ido. Se habían fugado a Alaska. Eso era lo que había contado a todo el mundo. Es lo que había pasado.

Ahora tenía nuevos compañeros. Como Dimitri, ahí en el sofá, limpiando su cuchillo hitleriano y cantando villancicos en abril. Y la gárgola, dando saltos en el tejado o columpiándose toda la noche en los árboles de fuera. Incluso el Fantasma, a quien había creído muerto, pero que tenía mucho mejor aspecto ahora que finalmente se había reído el último de esos presumidos, egoístas y engañosos amantes.

La casa no estaba tan mal, admitió Gordon. La verdad es que, cuando hacía más calor, había un olor cada vez más desagradable que venía del sótano. Pero esto no importaba porque nadie bajaba allí nunca. Nadie debe bajar allí nunca.

Hay tres posibilidades, pensó. Una, se podía mudar algún día y abandonarlo todo. ¡Espera! Eso no funcionaría, pues otros se mudarían allí después. Los nuevos inquilinos abrirían la puerta del sótano. Dos, podía intentar explicar a alguien quién era Dimitri y lo que había hecho, pero la única persona que podía conocer a Dimitri era Dimitri. Tres, podía encontrar otros compañeros de casa, quizá una mujer, para vivir con ellos. Pero...

No había más posibilidades. Tenía que gustarle esto. Estos eran sus compañeros y los Estados Alterados eran su hogar.

De ahora en adelante.