Lovecraft se había invitado así mismo a un viaje por el Sureste, concluyendo sus viajes con el Crescent City. Había estado encantado cuando E. Hoffmann Price le había ido a buscar a un hotel en el Vieux Carré.

—Price —dijo—. He recibido un telegrama nada menos que de Bob Howard Dos Pistolas. Me dijo que estaba usted en Nueva Orleans, me dio las señas de su hotel y todo. ¡Qué bien se ha portado! Imagínese que habríamos estado viviendo a tiro de piedra el uno del otro y ni siquiera nos habríamos visto.

—No sabía que estuviera aquí, Malik. Creía que estaba en el Oeste, trabajando para una gigantesca corporación.

—¡Ah! ¡Prestolite! Parecía que estábamos saliendo de la depresión en buenas condiciones y una mañana ¡paff! sin trabajo. Quizá sea lo mejor —Price sonrió afligido—. Ahora hay que hundirse o nadar como escritor. Hace tiempo hubiera querido zambullirme, pero nunca tuve valor. Esta vez los dioses me han forzado la mano.

Lovecraft asintió con simpatía:

—Su material es de primera clase, Malik. Tiene una formación ideal para la literatura. Educado en West Point, viajero por todo el mundo, espadachín extraordinario. Sin mencionar su supuesta habilidad como cocinero del chile.

—¿Supuesta? —Price resopló—, ¿Eso es una pulla? O quizá una indirecta. Comprendo que le guste lo picante. Abdul. Pero creo que mi receta es un poco demasiado picante para el gusto de Nueva Inglaterra.

Lovecraft dijo:

—Lo encuentro difícil de creer.

Prince sonrió de modo lobuno:

—Hay una olla en mi cocina. Ha estado hirviendo a fuego lento durante dos días. Todavía no ha cenado, ¿verdad, Abdul?

—Me sentiría honrado de probar su producto, Malik.

Mientras Price se ocupaba de la cocina, Lovecraft vagueó por la habitación, cogiendo baratijas que llevaban la marca de las manos de artesanos de todo el mundo. Poco después, Price emergió de la diminuta cocina, con delantal y gorra, como un cocinero de verdad. El plato que llevaba contenía una gran ración de judías rojas, arroz amarillo y carne marrón en una borboteante salsa carmesí. Lo puso delante de Lovecraft.

Un bocado hizo que se le saltaran las lágrimas de Lovecraft. El chile estaba delicioso, pero...

—¿Se encuentra bien, Howard?

Lovecraft consiguió asentir; no se creía capaz de hablar. Consiguió tragar un tazón de la picante porción. Y cuando pudo respirar, felicitó a Price por las excelencias de su cocina. Price acompañó el chile con un puchero de su personal café, suficientemente espeso para que la cuchara se quedara de pie y tan fuerte como para disolver el metal si se la dejaba demasiado tiempo.

Cuando Lovecraft había apurado su tercera taza de café de Java, la charla discurrió por otros derroteros; los relatos y sus autores, los editores con los que Price y Lovecraft tenían que tratar, los amigos y los intereses mutuos, sus gustos y sus aversiones. Price alabó los cuentos de Lovecraft, habló con entusiasmo del cúmulo de Lovecraft, del enfermizo Randolph Cárter y el obsesivo experimentador Herbert West. Lovecraft volvió a los encomios, deteniéndose en particular en el sin par espadachín medieval Pierre d’Artois y su fiel ayudante Jannicot.

—Mañana regreso a Providence —dijo Lovecraft—, Mi bolsa está vacía. Esta vez para volver a acuclillarme como un amanuense.

Price sonrió afligido.

—Abdul, sé que no le puedo convencer para que se quede más tiempo en Nueva Orleans. ¡Lo he intentado! Pero... ¡venga, amigo mío! Ha sobrevivido a un tazón de chile que habría levantado ampollas en una montura. He arreglado otra invitación para su última noche en el Vieux Carré.

Abandonaron la habitación de Price y caminaron a través de las antiguas calles, iluminadas débilmente por vacilantes farolas de gas. Había caído un chaparrón mientras Lovecraft cenaba el extraordinario chile de Price; la noche había refrescado. Nubes desiguales traídas por el viento desde el golfo de México envolvían una tenue porción de luna pálida.

En una oscura bocacalle, Price y Lovecraft se pararon a mirar cuando un coche de caballos se detuvo con estrépito. La lluvia reciente, calentada por los adoquines, se levantaba ahora como una niebla fantasmal. A través de ella podía verse el letrero que señalaba la rue Chartres.

—Sólo un poquito más allá, Abdul —Price señalaba el camino. A pesar de la presencia de los juerguistas noctámbulos del Vieux Carré, la rue Chartres parecía desierta, a excepción de Lovecraft y Price. Price se pasó delante de una pesada puerta de madera.

—Éste, amigo mío, es el mismo edificio que prepararon para el gran Bonaparte, hace más de un siglo. El pirata Lafitte y el gobernador Claiborne de Louisiana habían invitado al emperador a venir a Nueva Orleans. Construyeron esta casa para él. Habría sido su último hogar en el exilio. O —¿quién sabe?— podría haber tenido otros planes que no un pacífico retiro, ¿eh?

—Pero Napoleón nunca visitó el Nuevo Mundo, Malik.

Seguramente usted es consciente de eso. ¿Adónde quiere ir a parar?

—Tiene razón. Murió antes de que el plan pudiera fructificar. Pero se construyó la casa, y aquí sigue — Price se encogió de hombros—. Con todo, el emperador era un hombre obstinado. Si su espíritu mora en algún lugar más allá de la Gran División, esperando el momento de regreso, ¿no podría cruzar un océano tan fácilmente, Abdul? ¡El mundo está lleno de cosas extrañas y maravillosas, de las cuales sólo comprendemos unas pocas!

Lovecraft bufó:

—Y el Día del Juicio todos nos levantaremos de nuestras tumbas y bailaremos una alegre gavota. ¡Hay que ver, Malik!

Price levantó una mano y dio un golpe en uno de los dibujos de la antigua madera. La casa parecía estar en total oscuridad, aunque Lovecraf creyó percibir música que venía de dentro de la casa.

Un panel no más grande que un naipe se abrió en la puerta. Un ojo miró y una voz dijo:

—¡Señor Price!

El panel se cerró otra vez y la puerta se abrió de par en par sobre silenciosas bisagras. Price entró, arrastrando a Lovecraft tras él. La puerta se cerró de golpe tras ellos.

Lovecraft sintió repugnancia ante las visiones, sonidos y olores que golpearon sus sentidos. Unas mesas contenían vasos, botellas y platos de la cena de los celebrantes. En otras se amontonaban barajas de cartas. Pilas de billetes y de monedas de oro y de plata se deslizaban vertiginosamente de un lado a otro. Las lámparas de gas proporcionaban una débil iluminación. En uno de los extremos de la habitación había parejas que saltaban y brincaban con la música de una banda de música de color que soplaba cuernos salvajes y aporreaba tambores de la selva, sobre un alto estrado.

La persona que había recibido a Price y Lovecraft les condujo a una mesa. Antes de que Lovecraft pudiera hablar, se les unió una mujer. Price se puso de pie de un salto y besó su mano, sosteniendo su silla. Su perfume se extendía delante de ella. Su cabello negro estaba recogido en un alto y gracioso peinado de días pretéritos (la mayoría de las mujeres de la habitación llevaban peinados modernos, con el pelo muy corto que tanto odiaba Lovecraft). Esta mujer llevaba un vestido de moda, elegante, de satén magenta, adornado con lazos negros y el corpiño cortado bajo para resaltar un abundante pecho, lleno de gracia.

Lovecraft apartó los ojos. Esta mujer le resultaba familiar. ¿La había conocido en algún lugar anteriormente? Su mente hizo un recorrido por los lugares a los que le había llevado Price. Habían estado sentados, bebiendo café, en el Mercado francés.

Price sonrió a una joven que estaba sentada sola en una mesa cercana. La joven era una atractiva dama de cabello negro, peinada elegantemente a la última moda. Su piel era suave, con un toque oliváceo. ¿Era una muestra de sangre mediterránea?, se preguntó Lovecraft. ¿O criolla?

La joven devolvió la sonrisa a Price, con un guiño.

Lovecraft preguntó:

—¿Una conocida, Malik?

—Algo así. ¿Le gustaría conocerla?

Lovecraft frunció el ceño.

—Después de mi desafortunada suerte en el matrimonio...

—Una cosa que aprendimos en la caballería, Howard. Cuando el jinete se cae del caballo, lo mejor es volver a montar.

—Gracias, Price, pero sobre este tema soy categórico. Ya he tenido bastante sexo.

—Ya veremos —Price terminó su café.

Los recuerdos volvieron al oscuro lugar del que habían emergido; Lovecraft estaba de nuevo en el presente. Oyó a Price dirigirse a la mujer.

—Este es mi amigo, el árabe ligeramente loco Abdul Alhazred.

La mujer rió.

—Encantada de conocerle, señor, Alhazred —extendió una mano, que Lovecraft estrechó brevemente—. Me llamo Lily —dijo la mujer. Lovecraft estaba seguro que ésta era la misma mujer que Price y él se habían encontrado en el Mercado francés.

—¿Lo de siempre? —preguntó Lily a Price. Lovecraft notó que la pronunciación de Lily estaba marcada claramente por el acento del dialecto local. Pelo oscuro, ojos oscuros. Sí, concluyó, seguro que tenía sangre criolla. Se encogió ligeramente en su asiento.

Price dijo:

—Para mí, por supuesto. En cuanto a mi amigo... —se dirigió interrogativamente a Lovecraft, pero éste simplemente frunció el ceño.

Lily llamó a un camarero. Al instante había una botella sobre la mesa y dos vasos diminutos. El camarero sirvió un fluido espeso.

Los diminutos vasos reflejaban la luz y la devolvían con un tétrico resplandor verde, como si algún gusano malvado estuviera acechando desde su guarida.

—¿Señor Alhazred? —Lily puso sus dedos sobre la muñeca de Lovecraft. El ocultó su rechazo advirtiendo con asombro que su tacto era suave y agradable. Había pasado más de una década desde su divorcio y sus contactos con las mujeres desde aquel suceso se habían limitado a sus dos tías de Providence.

—Sólo café. No puedo tolerar el sabor ni el olor del alcohol.

Lovecraft percibió una mirada entre Lily y Price. Después Lily llamó al camarero y señaló a Lovecraft. En seguida el camarero se acercó a su mesa y colocó una tetera de plata y una taza delante de Lovecraft. Aunque éste añadió su ración habitual generosa de azúcar, el café tenía un sabor fuerte, amargo. Pero cuando Lily volvió a llenar la taza de Lovecraft, encontró que el sabor se hacía familiar, incluso agradable. Se relajó y su humor mejoró. Las trompas de los músicos negros resonaron y el trompetista bajó su instrumento el tiempo justo para secarse sus cejas cubiertas de sudor. Con voz áspera comenzó a desgranar el estribillo de «Por eso nacieron los negros». Lovecraft saboreó el café y descubrió que la música e incluso la grave voz del trompetista se mezclaban de una forma placentera, completamente agradable.

Lovecraft era vagamente consciente de Price y Lily; sus cabezas estaban muy juntas, susurrando y balanceándose como los juncos a lo largo de las orillas del Mississippi.

Lily volvió a llamar al camarero, le habló y lo despidió. Lovecraft saboreaba su aparentemente inagotable taza de café y charlaba con sus compañeros. Se encontró a sí mismo en la pequeña pista de baile con el golpeteo de los tambores africanos palpitando en su cabeza, Lily en sus brazos y su perfume en sus fosas nasales. Esta vez no apartó los ojos del corpiño de su vestido.

La belleza de Lily; algo que había dejado de apreciar anteriormente. Su proximidad y la calidez de su carne, el aroma de su pelo, el golpeteo de la música se combinaron para marear a Lovecraft. Chocaron con otros bailarines, que parecían no prestarle atención. Estaba dando vueltas, saboreando el café extrañamente amargo y mirando a los ojos de Lily que parecían ser del mismo color verde que había visto en otro lugar.

Estaba bailando vertiginosamente, y entonces, de alguna manera, se encontró subiendo una escalera, con Lily a su lado y Price en el otro. Le ayudaban mientras le guiaban. Como si viniera de muy lejos, oyó su propia voz:

—Un poco de vértigo. El calor y la fatiga. Quizá otra taza de café...

Se abrió una puerta semejante a una compuerta cósmica y se deslizaron en un salón que debía de haber cambiado poco en un siglo o más. Las damas vestían como Lily, con prendas de color esmeralda, champagne o rosa, y estaban sentadas en sofás adornados de brocados. Las pinturas de sátiros y ninfas retozando en los Campos Elíseos le atrajeron tanto que Lovecraft tuvo que mirar hacia otro lado por temor a quedar prendado por su encanto y arrastrado físicamente a través de sus marcos.

Había botellas y vasos cerca de los sofás, unos pocos libros antiguos yacían entre ellos y —un toque hiriente de modernidad— pilas de revistas populares con los bordes raídos y muy usados. Destacando entre ellos, Lovecraft vio copia tras copia de su obra maestra, Historias sobrenaturales. Había una edición que reconoció —era una que tenía un relato En la cripta. Y otra con La extraña casa alta en la niebla.

Había puertas que conducían a las habitaciones. No podía recordar cuál había atravesado con Price y Lily. Podía oír la música del salón de abajo, que penetraba por los muros de la casa. Price le estaba presentando a las mujeres de elegantes y atrevidos vestidos. Decía el nombre de Lovecraft, su verdadero nombre, no el apodo jocosamente adoptado de Abdul Alhazred o E’ch-Pi-El.

Mareado, Lovecraft perdió la noción del tiempo y del lugar.

• • • • •

En los días siguientes a su primer encuentro, Lovecraft había visitado el apartamento de Price varias veces, y Price había visitado a Lovecraft en el hotel Orleans. Habían recorrido los municipios alejados en el Issota de dos plazas de Price. Price parecía conocer Nueva Orleans y sus alrededores tan a fondo como Lovecraft conocía su amado Providence y resultó un experto profesor y guía turístico.

Entre estas excursiones, Lovecraft se entretenía paseando a pie por el Vieux Carré y los distritos adyacentes de Nueva Orleans; los distritos modernos de la ciudad le agobiaban y los evitaba siempre que podía. Adoraba las antiguas mansiones, con sus blancas columnas pintadas y sus montantes en abanico cuidadosamente conservados. Visitó los jardines que florecían desmesuradamente en el exuberante suelo, con la abundante luz del sol y la humedad de la ciudad.

Lo que más amaba eran los viejos cementerios. Las mismas aguas subterráneas que alimentaban la vida vegetal de Nueva Orleans inundarían cualquier tumba recién excavada, de modo que colocaban a los muertos en criptas de granito encima de la tierra. Habían sido enterrados así durante siglos, y a Lovecraft le agradaba pasearse entre los mausoleos, deteniéndose a meditar de vez en cuando sobre la patética fe que representaban.

Una tumba en particular atrajo sus preferencias. Estaba construida imitando a una iglesia en miniatura, con una abertura cruciforme en su pared más oriental. El Día del Juicio, el sol naciente llevará la buena nueva a los muertos que descansan dentro de estos muros de piedra, cuando la resurrección los llame para levantarse y presentarse ante su Hacedor.

• • • • •

—Supersticiones —rió entre dientes Lovecraft—. Supersticiones patéticas. Cuando abandoné el cementerio, un obrero sudoroso me vio. Debe de haberme tomado por una persona de luto visitando a un pariente difunto, porque se quitó el sombrero en señal de respeto.

Parpadeó y se estremeció. ¿A quién le había estado contando la anécdota? Lovecraft miró alrededor. ¿Dónde estaba Price?

Una mujer agarró a Lovecraft por el brazo.

—¡H. P. Lovecraft! —exclamó—. ¡Me encantan sus historias! A todas las mujeres les encantan. ¡Este es realmente H. P. Lovecraft! —se volvió, agarrada todavía a su manga, mostrándole a sus amigas. Lovecraft se encontró rodeado por mujeres que le adoraban; sus aromas se mezclaban con el recuerdo del olor del café demasiado amargo, sus carnes le sofocaban, los tambores de la selva y las sonoras trompas le golpeaban en el pecho de tal manera que no podría decir cuál era el redoble del tambor, cuál el latido de su corazón, cuál el toque de la trompa, cuál el gemido de su propia voz cuando gritó de terror. Porque ahora él sabía qué clase de casa era ésta.

¡Sabía qué clase de casa era ésta!

Consiguió liberarse del asimiento, de los brazos de las mujeres que le sujetaban y se tambaleó hacia una puerta. La abrió de golpe y se lanzó a través de ella. Se encontró en una escalera, y la única iluminación venía de arriba, de la habitación de la que acababa de huir. Bajó tambaleándose las escaleras, mareado y vagamente consciente de que Price estaba detrás de él, gritando su nombre, esforzándose infructuosamente en detener su descenso.

La escalera desembocaba en una habitación de piedra. Aquí había incluso menos luz y la poca que había parecía provenir de un musgo pálido o de hongos que se aferraban a las frías y húmedas paredes donde el agua fétida rezumaba entre oscuros bloques de basalto. Mesas toscamente labradas, bancos y baúles antiguos estaban desparramados alrededor. Las telarañas medio ocultaban espadas con las hojas sucias de moho o de algo peor.

Un hombre alto, de cabello oscuro, con bigote y barba recortados con esmero, entró en la habitación. Llevaba una guerrera holgada, pantalones ceñidos y botas de bordes blandos, las favoritas de los bucaneros en épocas pasadas. Le seguía otro hombre, un individuo más rechoncho y más viejo, vestido con una levita y la indumentaria propia de un caballero del siglo xix.

Las antorchas llameaban en los braseros.

—¿Así que lo ha traído, Malik? —inquirió el hombre rechoncho.

—He traído a E’ch-Pi-El —contestó Price.

—¡Déjeme ver, déjeme ver! —el hombre rechoncho miró fijamente a Lovecraft. Lovecraft se dio cuenta de que era media cabeza más bajo que él. El hombre sacudió la cabeza—. No es el auténtico. Sé que soy más alto que ('I auténtico. Más largo, diría él. Laffitte, ¡ha traído al falso!

El pirata dio una zancada hacia adelante. Antes de que pudiera alcanzar a Lovecraft, Price lo detuvo, poniéndose en su camino:

—Es inocente. No sabe nada.

—¡Es falso! —gruñó el pirata.

—¿Querrá el verdadero venir alguna vez? —preguntó el hombre rechoncho. Su voz casi parecía implorar.

—¡Nunca, nunca! ¡Está muerto! —rugió Price.

—¡Malik Tawus! —el pirata sacó un sable de su fajín y amenazó a Price y a Lovecraft.

—¡Lafitte! ¡Claiborne! —Price dio un salto, arrancó una espada antigua de su lugar cubierto de telarañas y se enfrentó a Lafitte.

El pirata arremetió.

Malik Tawus, el Emperador Pavo Real, le eludió y chasqueó su espada de afilada punta.

Lafitte evitó el golpe de su espada y balanceó su acero. Su borde curvo estaba tan afilado como el sable de un soldado de caballería. La espada estaba redondeada en toda su longitud, sólo puntiaguda en la punta. Lovecraft, observando cada movimiento, se dio cuenta de que mientras Lafitte podía dar un tajo, Price sólo podía arremeter.

Las dos siluetas danzaban adelante y atrás, envueltos en la luz horripilante. Lovecraft vio a Lafitte dar un tajo en el brazo de Price. La sangre empapó la camisa de Price, más negra que roja a la pálida iluminación. Pero inmediatamente después, Malik Tawus le acertó de pleno en la caja torácica y retrocedió, sacando la espada de un tirón de la carne herida. Goteó un fino chorro de sangre.

Lafitte avanzó todavía, tirando un tajo a Price, el Emperador Pavo Real, rechazando, esquivando, arremetiendo y acertando, acertando una y otra vez.

Lovecraft vio al rechoncho Claiborne a un lado; buscaba debajo de su levita y sacó una pistola, una cosa diminuta que asomaba entre sus carnosos dedos como un ratón en una mata de hierba.

—¡Deténgase!—apuntaba el arma hacia Price—. Retírese, Lafitte. ¡Retírese y acabaremos con Malik Tawus!

Lafitte retrocedió, riendo.

Lovecraft vio a Price balanceando su cabeza de izquierda a derecha, mirando de Lafitte a Claiborne y de Claiborne a Lafitte. Los dos estaban concentrados en Price, ignorando al inmóvil Lovecraft.

Lovecraft levantó silenciosamente una botella cubierta de polvo de la mesa que estaba delante de él. Con un esfuerzo supremo, como si se moviera a través de la almibarada atmósfera de un sueño, la estrelló contra el cráneo de Claiborne.

En cuanto Claiborne se desplomó, la pistola voló de su fornida mano. Sin dudarlo ni un momento, el ágil Price cogió la pistola al vuelo. Sujetando la espada tal como la tenía, apuntó la pistola hacia Lafitte:

—¡Ya basta!—gritó al pirata—. Estás muerto, Claiborne está muerto. Bonaparte está muerto. Todos tus planes han fracasado y no van a triunfar nunca. Para bien o para mal, Lafitte. ¡Te ordeno que vuelvas a la tierra de las sombras!

Se volvió hacia Lovecraft:

—Le llevaré a casa, Abdul. Tuve una idea muy mala.

• • • • •

Lovecraft se despertó en la habitación de su hotel. La altura del sol de Nueva Orleans le dijo que había dormido medio día. Le dolía la cabeza con un dolor punzante, palpitante. Se sentía como si la banda salvaje de la noche anterior estuviera tocando su música bárbara dentro de su cráneo. Los globos oculares le dolían como si se los hubieran perforado con un millón de agujas al rojo vivo. Se volvió a echar sobre la almohada. Cerró los ojos.

Hoy era el día en que tenía que marcharse de Nueva Orleans y regresar a Providence. Tenía tiempo de empaquetar sus pocas pertenencias y trasladarse a la estación del ferrocarril.

Pero de camino hacía allí llamaría a Price.

Al cabo de una hora estaba en la habitación de Price.

—¿Qué pasó anoche, Malik?, ¿cómo llegamos a aquel sótano?, ¿vimos los espectros del pirata Lafitte y del gobernador Claiborne?, ¿realmente estaban esperando la llegada del emperador Bonaparte?

Price dijo:

—Siéntese, Abdul. Permítame que le sirva una taza de café.

—Sí, gracias —Lovecraft bajó el tono cautelosamente—, Pero lo de la casa de la rue Chartres requiere una explicación.

—No tiene muy buen aspecto —Price observó la cara de Lovecraft y después volvió a lo suyo—. Tenga, Abdul, esto le entonará. Le garantizo que no contiene pelos del perro que le mordió la noche pasada.

—¿Qué fue lo que vimos en el sótano? Me niego a aceptar cualquier historia de fantasmas. ¿Eran actores?, ¿eran criminales?, ¿era una broma, Price?

Price le dio una taza llena de su espeso café. Lovecraft se estiró para coger el azucarero y comenzó a contar las cucharadas. Price no dijo nada.

Lovecraft dijo a Malik:

—Su silencio no se ajusta a sus hábitos. Usted es uno de los hombres con más facilidad de palabra que conozco. Estuvo muy mal que me traicionara, haciéndome visitar un establecimiento en el que jamás hubiera puesto los pies si hubiera conocido su verdadera naturaleza. ¡El ruido, el licor, los salvajes sonidos que allí pasan por música!, ¡las mujeres! Si no hubiera huido... ¡Dios sabe lo que habría ocurrido en aquella habitación!

—¡Venga, Abdul! Usted sabe perfectamente lo que hubiera ocurrido. Si he ofendido su sentido de la moral, me disculpo.

Lovecraft olió, levantó la taza y saboreó el espeso líquido:

—Por lo menos su café sigue siendo bueno, Malik. La asquerosa infusión de anoche tenía un olor y un sabor que espero no volverme a encontrar.

—Probablemente se cumplirá su deseo.

—Pero exijo, exijo, que se me diga la verdad. ¿Qué sucedió en el sótano?

—Honradamente, Lovecraft, usted no comprende.

—Jean Lafitte, el pirata y ese político pomposo Claiborne; casi no escapamos con vida. Su hazaña fue brillante, digna del mismo Pierre d’Artois. Y me sonroja reclamar para mí el papel del fiel Jannicot, un verdadero Sancho para su Quijote, humilde pero servicial. Con todo, si hubiéramos tenido un poquito menos de suerte, nuestros huesos yacerían en este mismo momento en ese sótano.

Price sacudió la cabeza.

—No hay sótanos en Nueva Orleans, Lovecraft. El agua subterránea es demasiado alta. Si alguien construyera un sótano, éste quedaría inundado inexorablemente en veinticuatro horas. Por esa misma razón, en esta ciudad enterramos a nuestros muertos encima de la tierra.

—Entonces, mantiene su historia, ¿verdad?

Price extendió las manos.

Lovecraft se metió—la mano en el bolsillo y sacó un reloj Elgin:

—Debo irme. Si pierdo mi tren hoy, tendría que quedarme otra noche en esta ciudad. No puedo permitirme los gastos, ni deseo quedarme aquí más tiempo. Si no admite los simples hechos que nos han sucedido, Price, no hay nada más que discutir.

Colocó su taza de café, ahora vacía, sobre su platillo y se levantó para abandonar el apartamento.

—¿Realmente cree que estuvimos en el sótano de la casa de Bonaparte? ¿Realmente cree que nos encontramos a Jean Lafitte y al gobernador Claiborne?

—¿Usted lo niega, señor?

—Puede haber sido sólo el ajenjo, Lovecraft. Los bebedores experimentan extrañas distorsiones de la realidad, fantasías que parecen tan reales como la realidad misma.

—¿Ajenjo? Yo nunca... Malik, usted me conoce demasiado bien...

—Me disculpo de nuevo, Abdul. Usted notó el olor y el sabor de su café: estaba bastante cargado de ajenjo. Tomó mucho, amigo mío; muchísimo. Estaba un poquito mareado hacia el final de la noche, pero pensé que lo aguantaba bien. Me parece que me equivoqué. Le traje a Orleans en mi Issota. Pero sin daño, ¿eh? Salvo su resaca; y eso también se pasará. ¡Aunque ahora pueda resultar difícil de creer!

Price sonrió simpáticamente. Cogió la maleta de Lovecraft.

—El coche está a la vuelta de la esquina; le llevaré hasta la estación —hizo una mueca cuando intentó levantar la maleta y Lovecraft le escuchó emitir un gruñido de dolor. Price dejó caer la maleta e intentó cogerla con la otra mano.

—¡Se descubre la verdad!—exclamó Lovecraft— ¡Fue acuchillado por el sable de Jean Lafitte! ¡Ahora puedo notar el vendaje, que aparece a través de la camisa, Malik!

—Abdul, no sea estúpido. Me herí yo solo al cortar carne para hacer el chile, y fue hace unos días. Los piratas no regresan de sus tumbas para acuchillar a los hombres vivos.

¡En la espalda, Malik! ¡Le hirió en la espalda! Usted podría cortarse solo el dedo, troceando la carne para el chile. Un cocinero excepcionalmente torpe podría incluso herirse en el antebrazo. Pero en la espalda, no. Confiéselo ahora; confiese que llevo razón, y déme la explicación a la que tengo derecho.

—Se está haciendo tarde, Lovecraft. Salgamos para la estación o perderá el tren.

En el Issota, con la maleta guardada detrás de él y su sombrero firmemente sujeto en el regazo para que no volara con la brisa, Lovecraft fue incapaz de lograr que Price hablara algo más de su visita a la casa de la rue Chartres.