—¡Tú eres un niño adoptado! —Martin recordó los chillidos de los chicos, el cuchillo escarlata—. ¡No quería que murieran! Sólo cortarles un poquito de piel; así, mientras se curaban, recordarían que no debían insolentarse conmigo. No fue culpa mía que tuvieran unas venas tan grandes tan a flor de piel.
Él llegó detrás de él, y Martin tiró de su manga, pero ésta estaba tensa.
—Disfrute de la cocina, señor Aickman —las distintas palabras de Lois, amortiguadas por la puerta cerrada, llevaban una corriente de tensión—. Estoy segura de que arreglaré esto en un segundo.
El hombre dijo en un siseo:
—Cuando la asistenta social llamó a la policía, nos hiciste decir que habían sido ellos mismos. Luego, si hubiéramos cambiado nuestras declaraciones, nos hubieran colgado como cómplices de un asesinato. ¡Como éste! —dio un salto.
Martin subió un codo. El abrelatas también subió, cuando Lois tronó desde el altavoz de la cocina:
—¡Ya está, señor Aickman!
Martin saltó de nuevo.
El hombre erró el golpe.
El abrelatas golpeó el interfono, se hincó en la rejilla. Frenéticamente, Martin tiró cuando el hombre acercó una vez más el cuchillo. Un sonido oportuno; Martin se liberó, quitándose del brazo la hoja del abrelatas, cuando el cuchillo zumbó a su lado.
—¡Arreglado! Inténtelo —la voz ahora tranquila de Lois sonaba pedante.
Martin miró fijamente su manga cortada, la sangre que corría por su puño sobre las manchas hepáticas y las venas azules. Fríos fuegos encendían sus nudillos; su corazón estallaba; como si un torno apretase su pecho.
—¿Señor Aickman? —la puerta de la habitación se movió y el hombre se desvaneció en las sombras por la salida al exterior de la lavandería, afirmando:
—La próxima vez traeré un instrumento más grande.