—¿Qué haces? —le grité.

—Oh, Rose, sólo estaba buscando aquella fotografía. La de la anciana señora polaca...

Esa fotografía la habíamos encontrado en el fondo de uno de los armarios empotrados que sacamos de la habitación de Suzy. Era una vieja copia de color sepia; nada que ver con mi fantasmal abuela. Pero, de cualquier modo, la había quemado.

—¿Por qué estás armando semejante follón? —vociferé—. No está ahí dentro. ¡No sabes donde está!

La ahuyenté de mi territorio. Se fue con esa aburrida expresión de niño travieso que pone cuando cree haber tropezado con la incomprensible femineidad que hay en mí. Rose viste como un electrodoméstico defectuoso.

Esta casa... Para mí ahora tenía su propio olor, no enmascarado ya por la humedad o el yeso fresco y la pintura húmeda. Siempre que giraba mi llave y abría la puerta delantera, el perfume rancio me envolvía: lirios del valle o quizá lavanda, con una nota vagamente antiséptica. Olía un poco a hospital o a los aseos de una tranquila sección de almacén pasado de moda, donde por debajo de la dulzura forzada de las viejas damas a las que les gusta parecer encantadoras, yace un olorcillo a decadencia agria y sucia.

Soñé con la primera vez que vinimos a ver la casa vacía. En el recibidor desordenado y tenebroso, nos encontramos con la vieja dama de la fotografía. Era un largo fardo, con blusa y falda oscuras, como un saco atado por la mitad. Su cara está amarilla como la cera: su cabello estirado hacia atrás en un severo moño todavía bastante negro. Miramos por todos lados. La casa estaba llena de muebles, adornos y cortinas. Al fondo del gran recibidor, con sus azulejos blancos y negros casi oscurecidos por la mugre, una vieja lámpara de gas colgaba, cubierta de telarañas, como si —algo imposible— nunca se hubiera instalado energía eléctrica en la casa. Bajo la lámpara, tres puertas con marcos de intrincada madera labrada estaban alineadas. La madera estaba barnizada con una melaza espesa y abundantemente cargada de polvo. Todas las puertas se abrían a un ángulo de la habitación, y su extraño orden hacía difícil imaginar su uso original. Era el tipo de error que funcionó en nosotros como una droga, forzándonos a despojar, golpear, a explorar... como si fuéramos los únicos que podíamos descubrir la verdadera casa, la que el arquitecto original había conseguido realizar.

Por todas partes se extendía la penumbra que producen las persianas bajadas (¿por quién?) para que no pierdan color las alfombras y que la convierte en la lóbrega cueva donde una vieja dama que vive sola oculta el hecho de que se ha vuelto incapaz de arreglárselas sola. Era obvio que había renunciado a la mayor parte de las habitaciones. En un salón del piso superior las cortinas de terciopelo colgaban hechas jirones, conservándose su uniforme color sucio en alguna que otra raya de los pliegues de vivido púrpura; el pálido sabor de una época muerta hace tiempo. Un piano vertical reposaba pudriéndose sobre sus patas; había trozos de su tabla trasera desparramados por el suelo. En su interior, las polvorientas teclas estaban caídas y retorcidas por el óxido. En uno de los dormitorios, al levantar un colchón —no puedo recordar por qué—, encontramos debajo una capa de larvas blancas que se agitaban. Don me miró con esperanza (el sistema de comunicación silenciosa de los que buscan casa) y yo le indicaba: No, no, no... En medio de nuestra visita, los hombres de chaqueta blanca vinieron y se llevaron a la vieja dama.

Así fue alguien de fuera quien nos permitió salir de aquello y Don —esto es, una parte de mí— se sintió muy aliviado. Ella se había ido y nosotros estábamos a salvo. La parte Don de mí pensó que ahora todo estaría bien. Pero yo seguía diciendo: No, no, no...

En realidad, el incidente de las larvas no sucedió nunca. La vieja dama polaca se había ido a una clínica para morir varios meses antes de que la casa se pusiera en venta; la casa fue desmantelada hasta dejar sólo sus paredes podridas antes de que la viéramos por fin, así que nunca vimos allí dentro un piano o una lámpara de gas; las tres extrañas puertas estaban en otra casa. Pero algunos sueños se hacen verdaderos; se convierten en parte de tus experiencias recordadas y no pueden ser desterrados por la razón.

Finalmente nos trasladamos al sótano y al final todo el lugar fue nuestro. Calenté algo de café en el microondas y miré al soleado jardín bajo el nivel del sótano, aquí en la parte de atrás de la casa. Pero no permití que me tentara su parte sin cultivar: éste iba a ser un día libre sin Suzy y lo iba a pasar entero en mi trabajo. Sorbí el café, que sabía a agua de lluvia caliente, y me dirigí a mi oficina. Acabábamos de terminar de decorar la habitación grande en la parte delantera del sótano, a la que llamábamos sin mucha convicción «la habitación familiar», aunque odiábamos la descripción. Las paredes eran de un amarillo-claro, opalino, con una cenefa geométrica negra y ocre en la cual yo me había esmerado enormemente. Las ventanas, que habíamos ampliado, dejaban pasar gran cantidad de luz del sol fluctuante, multiplicando mi amarillo. Todavía había cosas que colgar: las cortinas de pesado lino. Cuando la luz del sol faltaba, había lámparas de luz blanca en la pared dispuestas para reemplazarla. Yo había insistido en la iluminación indirecta: nada de lámparas por encima de la cabeza que cuelgan y proyectan sombras tenebrosas. Este sótano no debería ser tenebroso: yo había sido tajante en esto. Nuestros viejos muebles del cuarto de estar, algunos de ellos de aspecto muy lastimoso, reposaban un poco desmañadamente en su gran casa nueva: las sillas, que todavía no habíamos vuelto a barnizar; la vieja mesa de café, que tendría que ser reemplazada, porque ya no encajaba. La chimenea art-nouveau —que había restaurado Don, no yo— brillaba misteriosamente en su restaurada belleza, con sus brillantes lirios de hierro que hacían fuego con los barrocos lirios amarillos de mis cortinas nuevas.

No quedaba rastro de la ruina que había evocado mi visión, pero aparté mis ojos cuando pasé. Todavía tenía que hacer frente a mis malas sensaciones sobre esta habitación, a pesar de todos los cambios. Si no miro, entonces no hay nada allí... Abrí la puerta de las escaleras: un estrecho y encajonado tramo de escalones, que nunca parecía particularmente agradable. Alguien estaba subiendo delante de mí.

Mi mano se había extendido automáticamente para alcanzar el interruptor de la pared; a la luz artificial vi la figura. Ella-ello llevaba un vestido color lila con una rebeca blanca por encima. No podía contar mucho sobre el estilo del vestido, pero parecía el tipo de cosa que cualquier vieja dama podía haber llevado en los últimos treinta años. La figura se apoyaba en la barandilla con una mano, ayudándose con la otra mano en la pared. Me estaba mirando por encima de su hombro.

Cerré la puerta. Todavía había cajas con nuestras pertenencias amontonadas en medio del suelo, esperando a que las colocáramos en estantes barnizados y las colgáramos en las pálidas paredes. Me senté sobre una caja de libros, con la espalda contra el hogar. Estaba sudando; pensamientos ridículos se precipitaban en mi mente, recursos ridículos. Dejaría una nota para Don; me iría ahora por la puerta del sótano, recogería a Suzy de casa de la cuidadora y nos marcharíamos; no regresaríamos nunca. Nos dirigíamos a las carreteras, nos haríamos nómadas. No quedaba otra esperanza de escapatoria.

Luché conmigo misma y triunfé. Regresé; recalenté mi café que se había enfriado. La figura de las escaleras no era visible; si todavía estaba allí, no me daba cuenta. Y dediqué el día completo a trabajar en mi escritorio: no fue un buen trabajo, pero sí lo suficientemente bueno para que me pagaran por él.

Una de mis abuelas había muerto antes de que yo naciera. La otra, una vieja dama autosuficiente, no había dedicado mucho tiempo a nuestra familia desde que murió su esposo. Vivía en Canadá. No la había visto desde que era una niña, pero descubrí por mi madre que estaba viva y bien, tan activa como siempre. Don, por su parte, no tenía abuelos vivos. Los dos teníamos padres a los que todavía no afectaba la edad. No había rasgos de la abuela fantasma en la madre de Don —todavía atractiva, de huesos de pájaro y cristal tallado— ni en mi propia querida, vigorosa y desarreglada mamá. Sin embargo, me quedó la ligera certeza de que había visto antes en algún lugar a la mujer de las escaleras. Desenterré álbumes de fotografías que habían permanecido enterrados durante meses en la confusión de la mudanza y los estudié furtivamente, buscando ese dulce y viejo rostro. No estaba allí. ¿De dónde había surgido? Yo sabía la respuesta, desde luego: de lo más profundo de mi interior, tan familiar como un mal sueño.

¿Qué daño puede hacer un fantasma? Ficciones aparte, en los informes que pasan por ser verosímiles nunca parece haber un propósito o una coherencia en estas cosas. Solamente pasan, solamente son. ¿De qué hay que tener miedo? El miedo es el contagio de la muerte. Una vez en Chinatown, en una exótica ciudad lejana, vi una casa de la muerte: un lugar al que los viejos y los muy enfermos eran llevados a toda prisa, respirando todavía, en un intento despiadado de aislarles, de ponerles en cuarentena, exactamente como si la muerte fuera una infección que se pudiera contener. Yo estaba enferma de esta infección. Algo viejo que debía estar muerto utilizaba la casa como un camino hacia mi mente. Yo sabía lo que estaba pasando: al rehacerse, esta casa me estaba reduciendo a una pieza estúpida de un mecanismo de carne y sangre; quería obligarme a adoptar el papel de «ama de casa» que yo siempre había rechazado ferozmente. Alguna parte de mí debe haber temido siempre esta consecuencia de la casa-propiedad. Sabía que mi miedo a todo lo que representaba la plácida abuelita estaba tomando este cariz alucinador porque estaba muy cansada. Pronto estaría mejor, tan pronto como pudiera arrojar por ahí mis guantes manchados, quemarlos y volver a ser Rose. Sabía todo esto, pero no podía dejar de pensar en la figura de las escaleras.

A veces la veía cuando abría esa puerta, a veces no, pero estaba siempre conmigo.

Un día estaba en mi escritorio, escribiendo un par de cartas urgentes, mientras Suzy jugaba en su habitación de abajo. Tenía el escucha-niños a mi lado y podía oírla charlar. El parloteo de los niños siempre parece una conversación, pues dejan pausas para las respuestas de un oyente invisible... Pero de repente supe que no estaba sola. Di un salto y corrí escaleras abajo. No había nada a la vista, desde luego. La niña estaba rodeada por un cerco de ladrillos de colores, algunos de ellos apilados en montones de tres y de cuatro.

—¿Con quién estabas hablando, Suzy?

Suzy se rió. Dijo:

—Ido. ¿O quizá «yaya»?[10]

La miré fijamente, horrorizada al no ver rastros de miedo o repulsión en la cara de mi hija.

—No debes hablar con esa señora. No quiero que juegues con ella. ¡No es amiga mía, ni tuya!

No sabía lo que estaba diciendo. Cuando me di cuenta de la repercusión de mis propias palabras, me quedé hundida y mis rodillas cedieron bajo mi peso. Me puse en cuclillas sobre la bonita alfombra verde de Suzy.

—Oh, cielo, querida... No quería decir eso. Sé que no había una señora. Mami, no... Mami, no está bien...

Los niños son criaturas volubles. Suzy no lloró ante mi extraño comportamiento, ni vino hacia mí. En vez de hacerlo, se tumbó en el suelo y se quedó allí, mirando los ladrillos con cara de sueño y tarareando una cancioncilla.

Aquella noche me senté en la habitación familiar con Don. Me había pedido que nos tomáramos una tarde libre para estar juntos, pero no estaba siendo un éxito. Se había desplomado frente a la televisión y yo ni siquiera podía descansar. Mis manos estaban impacientes por ocuparse de algo.

—Estoy tan cansada —gemí. Me miro en el espejo y me horrorizo. Y lo peor es que sigo pensando que me sentiré bien cuando las cosas vuelvan a la normalidad. Pero nunca lo harán—. Don, ¿te das cuenta de lo que ha hecho esta casa? Nos ha arrastrado a través de la Gran Línea. Ya no seremos jóvenes nunca más. Lo que yo pienso que es «normal» era ser joven, y conseguimos seguir siendo aún después de tener a Suzy. Pero ahora se ha acabado para siempre.

Me miró, lanzándome un amargo reproche, como un perro al que están golpeando.

—Siempre dramatizas las cosas, Rose. Estarás estupendamente cuando acabemos con estos jodidos arreglos y embellecimientos.

Me quedé sentada allí, luchando con un impulso que realmente espantaba. Todavía estaba asustada por lo que había imaginado oír que dice Suzy aquella tarde. También estaba asustada porque no podía dejar de pensar en los extraños comentarios que Don había hecho. No dijo nada sobre un fantasma, pero podía estarse refiriendo a él cuando comentaba: «El sótano está terriblemente oscuro, ¿verdad?» (lo cual no era verdad) o «El estudio siempre parece que está frío, ¿no crees? (en absoluto)». Me levanté, abrí la puerta y miré hacia arriba. Estaba allí. Empecé a comprender lo que debe ser sentirse realmente loco: vivir siempre con el miedo a lo que nadie más puede ver.

—Don, ven aquí.

Vino.

—¿Ves algo?

Se asomó a la escalera, que todavía estaba sin alfombrar y del color del barro, del color de la madera quemada y decapada hasta el penúltimo escalón. Le vi hacer una mueca y estremecerse. Por un momento me aterroricé.

—Oh, mierda, Rosa prometiste no mencionar la casa.

Me lanzó una mirada fiera, inocentemente pragmática.

—Rose, supongo que quieres decir que deberíamos estar pintando. ¿Eres consciente de que esta casa te está volviendo loca? No me extraña que estés exhausta; nos estás llevando a los dos a la ruina, estás sufriendo algún tipo de megalomanía. ¿Importa realmente si las escaleras del sótano se pintan este mes o el que viene?

Se fue pisando fuerte, refunfuñando que yo había echado a perder la tarde al quejarme. Así que nos sentamos entre las ruinas y cuando finalmente nos fuimos a la cama, caminó a través de la cosa de las escaleras como si no estuviese ahí.

Y él hizo lo mismo.