—¡No! Nunca quise decir... Martin no podía respirar. La presión bajo sus hombros se hizo dolorosa.
La puerta de la habitación de desayunar se abrió con un chasquido. Lois caminó, y luego corrió hacia él; los tacones retumbaban sobre el suelo reluciente mientras escarbaba en su bolso.
—¡Lo siento, señor Aickman! Tengo tiritas en algún sitio. Déjeme ver su mano —le echó un vistazo—. Un borde marrón ribeteaba el blanco de sus ojos. Lentillas de color. ¿Belleza? ¿Disfraz? Su ausencia había sido muy oportuna.
¡Entregado a las manos de los pecadores! El escenario relampagueó ante los ojos de Martin. Mátala. Pero primero, ¡corre! Martin se precipitó a la lavandería, abriendo violentamente la puerta. Cuando Lois le miró con consternación, cerró de un golpe la puerta tras él.
Corrió entre las paredes amarillas y los paneles que ocultaban la mesa de planchar y la lavadora que estaba enfrente de la puerta que daba a la caldera del sótano... ¡Ah! La puerta de tela metálica, justo donde Martin esperaba. Oyó que se cerraba con un ruido seco cuando se tambaleó por los escalones y cayó al camino, a la sombra de la casa.
Desde dentro llegaron pasos rápidos y luego el ruido de alguien que empujaba la puerta de la lavandería.
—¡Señor Aickman! ¡Abra inmediatamente!
Martin corrió resollando a lo largo del camino. Se zambulló en los altos hibiscos y se golpeó con una barrera de cemento. El sudor bajaba por sus mejillas. Para tranquilizar su respiración, presionó con el puño contra la agonía de su pecho.
Un sonido de arma de fuego vino desde dentro. Disparos.
Saltó sobre los bloques de hormigón, pero no pudo conseguir un punto de apoyo y volvió a caer. Ramitas y hojas se desparramaron contra su cuello y le arañaron las ensangrentadas manos y los brazos.
Detrás de él, la puerta plegable chocó con estrépito.
Martin cayó sobre su vientre detrás de los arbustos. Flores amarillas y rojas le volvieron a mirar fijamente cuando escuchó a Lois gritar su nombre. ¿Dando órdenes?, pensó. No podía ver al joven. Se los imaginó separándose para buscar en los alrededores de la casa.
El sitio siguiente donde buscarían sería el camino. Frenéticamente, Martin miró hacia la arcada de las puertas de la salida. ¡El Thunderbird! ¿Habría dejado Lois las llaves puestas? Probablemente, no. Miró los paneles color turquesa por encima de las gafas. El candado y la cadena alrededor de los postes del centro... demasiado alto para escalar...
Se volvió y vislumbró las puertas turquesa del garaje al otro extremo del camino. Sentía escalofríos en los brazos. Dentro está el hacha de mis pesadillas... Una puerta estaba entreabierta. Un tablón suelto en el fondo servía de salida a los niños adoptados. Nunca lo había contado, por si acaso también lo tenía que utilizar él. Una oportunidad. ¡Estoy asustado! Pero no puedo quedarme. ¡Ahora! Mientras el hombre rubio permaneciese lejos y Lois estuviese de espaldas.
Martin bajó el camino corriendo y arremetió a través de la puerta; se deslizó dentro dolorosamente sobre sus caderas. No había coches. En un extremo, el banco de herramientas de papá acumulaba polvo. La respiración le quemaba los pulmones. Apoyó su frente sobre el frío cemento que tenía olor a polvo y aceite. Afuera, el susurro de los pichones; una suave brisa que suspiraba alrededor de las paredes. Al cabo de un rato se dio la vuelta y miró a su alrededor.
La luz se filtraba a través de las ventanas empañadas por las telarañas, revelando las paredes inacabadas; su aislamiento plateado estaba cubierto de sombras. Lois debe ser uno de los malditos chicos adoptados. Otra de las que madre me robó. Martin se incorporó sobre su codo, mientras las lágrimas pugnaban por soltársele. Pero ahora no podía llorar: tenía que pensar en cómo salir de este aprieto. Resolló y se apretó los ojos; miró realmente a su alrededor. Y se quedó paralizado.
Porque no era el viento el que suspiraba al otro lado de las paredes. Era una persona respirando, una sombra que se separaba de su fondo plateado, respirando roncamente, transformándose en un hombre.
La luz y la oscuridad atravesaban las ventanas, dibujando caras que miraban, negras, blancas, desaliñadas, limpias, viejas, jóvenes como el día que murieron. Mientras tanto, fuera, unos pasos espectrales parecían barrer la hierba, los matorrales crujían como si unos cuerpos se abrieran paso a través de ellos; las peleas suaves de las palomas eran voces secretas que conspiraban...
Con los ojos en tensión, Martin observó cómo se corporeizaba la alta figura. Un polvoriento rayo de sol tocó su hermoso cabello, su camiseta y cazadora sin mangas, los musculados brazos desnudos; un relámpago en forma de cuña... El hacha. Por las costillas de Martin corrieron escalofríos.
—¡Tú! Desde la cocina —Martin miró airadamente a la ventana donde las caras mostraban sus dientes, riendo silenciosamente y moviéndose—, ¡Sois los niños adoptados! —maldijo el anuncio y a sí mismo porque, al desear tanto una casa, había salido de su escondite. Los niños adoptados habían jurado que le cogerían. Ahora lo habían conseguido.
—¿Martin? ¡Mar-tin! —desde el camino, llegó el tono profundo de madre—, ¡Prepárate para conocer a tu Creador! —la puerta del garaje se abrió con estrépito.
Con el corazón galopando, Martin miró hacia arriba, lleno de miedo. Una figura rechoncha, con cabello largo y suelto, se dibujó contra un resplandor celeste antes de que la puerta se cerrara de golpe. En la oscuridad, el brillo de un collar, los zapatos ortopédicos, un olorcillo a jazmín... La figura que había vislumbrado desde la calle. Pero ella no había envejecido.
Alargó su mano.
El hombre junto a la puerta le dio el hacha.
Sosteniéndola, permaneció de pie sobre Martin, de espaldas a la ventana, y dijo ásperamente:
—«Cada hombre soporta su propia carga», dice el Libro Santo. Me has pertenecido demasiado tiempo, Martin.
—Tú... ¿Estás viva? ¡La policía te metió en esto! ¡O los chicos! Me dijeron que habías muerto —balbuceó Martin— y yo vi... —se detuvo. Ella no pareció notar su desliz.
—¿Muerta como tus bebés? —madre se estaba burlando—. Da gracias a Dios que murieron. Nunca te habría permitido que los deshonraras, nunca —su cabello se balanceaba sobre los oscuros pozos de sus ojos. Levantó una mano que debía ser blanquecina para retirar los mechones.
—¡Tú mataste a mis bebés! —las lágrimas se derramaron por la cara de Martin cuando por fin se permitió recordar la noche después del funeral de los niños. Madre había venido a su habitación y le había despertado.
• • • • •
Ella había visto a Martin en sus niños; desvariaba con un chorro de whisky; el Señor le dijo que pusiera una almohada sobre sus caras. Nada más; hacía mucho, le había dicho que sujetara una sobre la de papá.
—Porque el... el... Me hiciste recordar cómo me había engatusado dentro del cuarto de baño; cerró la puerta, miró cómo me quitaba la ropa...
La voz de Martin temblaba cuando volvía a vivir aquella noche deshonrosa.
—Tú me arrastraste a tu habitación —apestaba a gardenias y a whisky. Una botella de Black and White yacía junto a la cama—. ¡Tú dijiste que mis niños eran de mala simiente!
Entonces madre dijo que Martin era de mala simiente. El Señor así se lo había dicho.
—Me metiste en tu cama, inclinado sobre una almohada para que no pudiera ver, para que no pudiera respirar —un sollozo desgarró el ardiente tórax de Martin. Ahora le dolía todo. Pero la escena que volvía a sus ojos le forzaba a seguir.
—¡Intenté echarte! —las manos pegadas a su vestido. Intentando liberarlos, le dio un tirón de los brazos para que no se pudiera mover. Se puso encima de ella para que dejara de chillar, de morder, de retorcerse hacia el látigo—. Gritabas que me odiabas. Maldeciste el día que yo... yo nací —para detener las horribles palabras, apretó la almohada sobre su cara.
Cuando por fin estuvo callada, lo ordenó todo tal como ella le había enseñado, y se volvió a la cama. Un médico le despertó, avisado por los niños adoptados.
—Me dijo que habías muerto durante el sueño, de fatiga, de congoja —cuando Martin pudo fijar la vista, el médico sacudió la cabeza y le puso una inyección—. Tú, nunca, nunca me qui-quisiste...
• • • • •
En el silencio, el único sonido eran los sollozos de Martin.
Madre se enderezó, como recuperándose de un golpe. Cuando la levantó, la hoja destelleaba a la luz de un rayo de sol. Su voz tembló, recuperó fuerzas:
—Eres de mala simiente, Martin. ¡He vuelto para asegurarme esta vez de que la tierra te esterilice! —le empujó apoyando la mano en el pecho de él.
Detrás de las costillas de Martin una bomba parecía próxima a explotar. Cayó de rodillas con los puños apretados contra el esternón, en una parodia de oración.
Erguida sobre él, parecía horrorosamente alta. Madre alzó el hacha sobre su cabeza:
—Es la hora del castigo —la brillante hoja descendió, formando un arco.
Martin pareció expandirse en el dolor que llenaba el universo, empujado a través de él. Las últimas estrellas que parpadeaban en sus límites se apagarían y él se precipitaría en la noche interminable... heladora, desnuda; sólo para siempre. No podía soportarlo, su corazón se estaba rompiendo...
• • • • •
Por fin el dolor se fue, como si nunca hubiera existido. Martin sintió como si cabalgara sobre neumáticos mullidos, incluso como si volara; una música extraña gemía alrededor suyo, vibrando insistentemente... Abrió los ojos cautelosamente.
Parecía estar flotando, ligero como un globo de helio, contra las vigas y papel de plata del techo del garaje. Debajo de él, las sombras se apiñaban alrededor de un montón de ropas arrugadas. No, una cara de un hombre viejo las coronaba, con el pelo gris, gafas de montura negra torcidas sobre una nariz puntiaguda... ¡Vaya! ¡El viejo era él!
Con asombro y creciente indignación, Martin observó a madre bajar su hacha todavía inmaculada y arrancarse la peluca de jirones grises, luego otra negra muy bien hecha y sacudir los dedos a través de sus propios rizos castaños. Lois disfrazada ¡como yo pensaba! ¡Esos rizos castaños me recuerdan a alguien...
—Pobre viejo hijo de puta —madre, qué-era-Lois-que-era-alguna-otra —dijo, con el llano acento de Valley Girl que Martin casi había esperado.
—¡Así que verdaderamente se lo hizo a la vieja escoba! ¡Se la devolvió! Nunca supuse que tuvieras agallas. Me quedé seca, tuve que improvisar.
Así que había un plan. Furioso, Martin también quería llorar.
—Tú estuviste impresionante. ¡Grandiosa! Una sombra con un destello de bonito cabello se arrodilló junto al cuerpo abandonado de Martin y le cerró un párpado.
Mientras la sombra hurgaba y escuchaba, Martin volvió sobre las palabras de Lois. Una llama de calor chisporroteó en él. Tenía razón. Él había desobedecido a madre. ¡Y no había sido castigado!
—Ataque al corazón —dijo la sombra arrodillada—. Probablemente murió antes de caer al suelo.
—Así que le maté —las lentillas marrones destellaron en la palma de la mano de Lois. Miró fijamente al cuerpo, con los ojos verdes oscurecidos por la tremenda cólera.
Los propios ojos de Martin se dilataron. Por detrás de las sombras, una pared con papel de plata estaba brillando con un débil resplandor, formando un corredor a través del camino al césped y a la casa, atrayéndole... Irresistiblemente atraído, Martin pasó rozando la abertura, flotó a través de ella. Los pájaros se apartaron de su camino, chillando. Los vio no más que al hombre rubio que se acercaba a las puertas con un martillo. Martin se estaba sumergiendo en la hierba, con deleite, ondeando sobre los conductos de la caldera y las paredes, para volverse al final uno con su meta soñada: las molduras, la escayola y los brillantes ojos de cristal de la casa.
Las melodías de Eldritch se arremolinaban a su alrededor cuando por fin se acostó en su casa. La iluminación alrededor de Martin se hizo más oscura, hasta convertirse en una rosa brillante. Desiguales redobles de tambor se unían a las armonías sobrenaturales cuando a través de sus ventanas vio al hombre rubio coger un cartel de Se vende del maletero del Thunderbird y clavarlo en el césped que era de Martin.
Martin rió tontamente. La estaca le hacía cosquillas. Y había tenido una idea.
Cualquiera que compre esta casa puede tener hijos. O si no, puede que no les guste esto. El suspiro dichoso de Martin comenzó a balancear las fucsias, las puertas se cerraron arriba y abajo de las salas, y las palomas revolotearon desde sus nidos bajo las tejas del rojo tejado. Extraño, una música discordante resonaba por los conductos, llamando, prometiendo. Cuando Martin se deleitó con una cómoda calidez cada vez mayor, la luz que le bañaba le vació en un túnel luminoso, cuyos tramos más lejanos se ensombrecían del rosa al magenta o al vibrante rubí.
—¿Mar—tin! ¡Martin! Oscureciendo el final del túnel, una forma rechoncha se deslizaba hacia él.
—Te enseñaré a que no cierres la puerta delantera. Estarás educado de la forma debida o sabré el porqué.
¡No puedes estar aquí! ¡Por fin puedo amar y hacer lo quiera! La música se volvió salvaje, la luz por encima y por debajo de Martin estaba cambiando al mismo tiempo que el insistente rasgueo y los extraños acordes y resoluciones.
—¿El demonio citando las Escrituras, Martin? —siniestramente, la figura sacudió su cabeza cuando se acercó más, sus pisadas. ¿Era aquello el brillo de sus zapatos ortopédicos?
La derrota envolvió a Martin como una miasma, las breves llamas de un triunfo y su felicidad se convertían en velas en la niebla, menguándose, derritiéndose...
Silenciosamente susurró:
—Ya voy, madre.
Luego se volvió a mirar el rosado y parpadeante túnel de la casa de estilo español que nunca había esperado ver de nuevo.